La vida como centro: arte y educación ambiental

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Índice

Presentación

Javier Reyes Ruiz

Prólogo. Educar para la vida: arte, ciencia y naturaleza

Víctor M. Toledo

Capítulo 1. La Naturaleza: ese lugar común

Carmen Villoro

Capítulo 2. Literatura: fértil vientre contra el ecocidio y el olvido

Javier Reyes Ruiz

Capítulo 3. ¿Para qué poetas en tiempos de devastación? El giro estético del pensamiento ambiental Latino-abyayalense

Patricia Noguera

Capítulo 4. Poesía y naturaleza: vasos comunicantes

Raúl Bañuelos

Capítulo 5. Qué inescrutable yace el enigma... En la caída de Ícaro y en el rapto de Perséfone

Jaime Pineda Muñoz

Capítulo 6. En el mundo de las musas y Atenea o la música como afán del educador

Joaquín Esteva Peralta

Capítulo 7. La poesía salva, la naturaleza redime

Jorge Orendáin

Capítulo 8. La fotografía, medioambiente y educación ambiental

Alberto Gómez Barbosa

Capítulo 9. La representación de la ciencia en el cine y dos propuestas educativas

Tonatiuh Ramírez, Armando Meixueiro y Oswaldo Escobar

Capítulo 10. La cultura hacking como resistencia estética a la obsolescencia de la vida

Sergio Echeverri

Capítulo 11. El son jarocho, propuesta de un espacio para la educación ambiental

Gabriel Cruz

Capítulo 12. El agua estancada de la cultura y su crisis ético-estética desde el río

Diego Echeverri

Capítulo 13. Los bestiarios, una lectura educativo-ambiental

Elba Castro Rosales

Capítulo 14. La calle política, la calle habitada en clave del pensamiento estético-ambiental

Diana Gómez

Capítulo 15. De pretextos, textos y contextos en la lectura y la escritura

José Antonio Caride y Héctor M. Pose Porto

Presentación
Javier Reyes Ruiz

Este libro va a contracorriente de los discursos catastrofistas con los que frecuentemente se asocia a la educación ambiental, pues apuesta por la renovación discursiva y el diálogo interdisciplinar para encarar el panorama devastador. Los autores de esta obra consideran que un acercamiento a la Naturaleza desde el arte permite una concientización social más profunda y perdurable al no estar restringido a procesos puramente racionales.

El arte, con su capacidad fabuladora nutrida de realidad, ofrece un asidero vital para los procesos educativos, especialmente en tiempos de crisis. Además posee, como afirma Alberto Ruy Sánchez, una calidad de afirmación esencial y una fuerza inédita para la sensibilización ante las amenazas ambientales.

Los autores, más inquietos por ver el alba que por el asomo del crepúsculo, asumen que el mundo, a pesar de todo, sigue exudando sonidos y colores que nos iluminan la memoria y nos permiten ilusionarnos con mejores presagios.

Carmen Villoro desata una madeja que muestra los infinitos hilos que vinculan al humano con la Naturaleza y que hacen posible enhebrar nuevas coordenadas para salvar el rumbo. Javier Reyes Ruiz aborda las resonancias y relieves que la literatura posee y que emplea para diagnosticar el mundo y evitar la parálisis. Patricia Noguera nos sugiere que a pesar de la atmósfera crepuscular es aún posible sostener la voz y hallar las múltiples sintaxis de la vida. Raúl Bañuelos, por su parte, abre las puertas de la palabra y atisba que los poemas son una mirada al infinito, una espiral interminable, pues cada relectura gesta una nueva revelación. Jaime Pineda Muñoz nos ilustra sobre antiguas huellas y rastros, de portentosa vigencia, en los que se entretejen la mitología, la pintura y la poesía con el fin de pensar la raíz de lo que somos.

Joaquín Esteva Peralta muestra cómo la música, esa eterna transgresora del tiempo, no sólo marca la nostalgia y nos acompaña en el día a día, sino que ha penetrado el profundo sentido de la vida para imaginar los sonidos de mañana. Jorge Orendáin nos hace cómplices para apreciar que la Naturaleza anida en la razón poética, no como un personaje que palpita entre los versos, sino como sustancia y médula para entender la vida. Alberto Gómez Barbosa explica cómo la fotografía, arte que deletrea las sílabas lumínicas de la realidad, logra que hasta en una toma de lo minúsculo se vea contenida la inmensidad del mundo.

Tonatiuh Ramírez, Armando Meixueiro y Oswaldo Escobar nos enseñan que el cine, ese deslumbrante amasijo de códigos —a veces memoria, a veces oráculo—, hace germinar profundos significados sobre las miserias y la magia de lo humano. Sergio Echeverri nos advierte que más allá de las heridas y del letal abrazo de la devastación actual, existen expresiones de la cultura y del arte que, al igual que la vida, son subversivos y llevan en el vientre la resistencia y la renovación, tan inseparables como las olas y la espuma. Gabriel Cruz expresa cómo el son jarocho, antídoto de la pesadumbre, nos regala en las inflexiones de sus notas y en la agudeza de sus letras la posibilidad de renovarnos a la luz del canto.

Diego Echeverri teje sobre la inmensidad del agua: el agua como origen, como encuentro, como celebración sin límites, como triunfo de la sensualidad, pero a la vez como concierto de preocupaciones por ser blanco de la barbarie, manantial en agonía. Elba Castro nos cuenta de la misteriosa bisagra que existe entre la imaginación de la Naturaleza y la embriagada fantasía de algunos creadores de bestiarios, de donde surgen seres que flotan entre el mito y la verdad. Diana Gómez nos presenta la posibilidad de humanizar en la calle los sentidos, de ver a esta como arteria de la vida y, en consecuencia, encontrar oportunidades para escuchar el eco de la Naturaleza y propiciar, así, que el espíritu urbano se robustezca. Finalmente, José Antonio Caride y Héctor Pose cierran el libro con una invitación a escuchar las voces que nos ofrece el mundo, muchas veces secretas o escondidas en los contextos, y que necesitamos aflorar a la superficie para entender mejor dónde estamos y lo que somos.

En los distintos capítulos, los autores muestran que el arte aliado a la educación ambiental puede contribuir al descubrimiento, en estos tiempos de profunda crisis, de la nueva medida de las cosas, la cual está mucho más allá de lo humano, pero lo incluye. El espíritu de esta obra apunta al arte como fuerza, como brillo vivo en el horizonte que, al vincularse con la educación ambiental, hace creer, como diría el poeta René Char, que todo sigue siendo todavía posible.

Prólogo
Víctor M. Toledo
Educar para la vida: arte, ciencia y naturaleza

Vivimos ya, y se irán acrecentando, horas cruciales. Todo se polariza y el mundo se convierte en un tablero de ajedrez, en el que cada movimiento se vuelve más decisivo en la medida en la que la partida avanza. Es el juego de la supervivencia de la humanidad y de su entorno planetario incluida la totalidad del mundo vivo. Este es el marco que se vuelve reto o desafío estelar, no sólo para la llamada educación ambiental, que en el fondo debe ser una educación por, con y para la vida, sino para cualquier acto humano. ¿Cómo educar para la vida en un mundo que insiste en abolir al organismo y sustituirlo por la máquina, que desprecia lo orgánico por el aparato y a la trama por el mecanismo?

El acto primero que debe remontarse es el de un mundo escindido, porque eso es la civilización moderna, y que por ende convierte al alma de sus miembros en un “rompecabezas sin sentido”. No sólo porque sitúa al individuo separado de los “otros”, sino porque en el individuo mismo rompe sus balances intrínsecos. Estamos frente a la esencia de la crisis del individuo, que es una de las tres crisis mayores junto con la social (se vive la más despiadada de la desigualdades de la historia) y la ecológica (el equilibrio roto del ecosistema global) a la que nos ha llevado la civilización engendrada, multiplicada y expandida por Occidente. La educación, en medio o adentro de este panorama devastador, o instruye para tomar conciencia social y ambiental –remontar la adversidad y “hacerse cargo” de la realidad–, y encara la circunstancia, o se convierte en un mero mecanismo edulcorante, en un anestésico o congelador de las conciencias, en una fuga hacia el vacío. La tarea para un educador verdadero es entonces ardua, múltiple y compleja, pero no imposible.

 

El mundo está dividido, sobre todo porque en la modernidad el pensamiento ha subyugado al sentimiento, hasta llegar al extremo de “pensar que se siente”. Dicho de otra manera, la razón siempre está por delante y por encima de la pasión, y la ciencia por encima del arte; y esto se expresa casi en todas las prácticas educativas o pedagógicas y en todos sus niveles. Lo que en las primeras etapas de la historia humana era una síntesis, el sentipensamiento –un balance entre los dos actos supremos del ser humano, y entre estos y su soporte somático, el cuerpo–, hoy ha quedado desarticulada. Sus consecuencias son terribles; condenan a la humanidad a mirarlo todo desde el racionalismo, desde el imperio de la razón, y de manera separada del sentir; se gestan individuos rigurosamente razonables, bajo fórmulas separadas de la intuición, la ética y la estética.

Lo que una educación por la vida requiere es restaurar ese balance entre el pensar y el sentir, ciencia y arte, y en estos tiempos de emergencia se trata de poner ambos al servicio de seres dedicados a la participación, el involucramiento, la emancipación y la salvación de la especie y del planeta. Se trata de ir afinando procesos educativos dedicados a formar militantes, no diletantes, comprometidos legítimamente con la defensa de la naturaleza, es decir, practicantes de una ecología política. Lo anterior significa que el educador ambiental debe tener habilidad, capacidad, claridad y conocimientos suficientes para involucrar a los educandos, no sólo desde el punto de vista cognitivo sino también desde el afectivo. La nueva noción del sentipensamiento obliga al educador a echar mano tanto de las ciencias como de las artes para articular su discurso y prácticas pedagógicas, y por supuesto una elevada dosis de imaginación y de sentido común.

El libro que recién abre el lector intenta inscribirse en este torrente de innovación que ya se ha señalado. Se aproxima a un tema que ha estado en general ausente, que deja atrás la idea de que la conciencia ambiental (y con mayor precisión, socioambiental) sólo se logra instruyéndose en los panoramas develados por la investigación científica, y se vuelca a explorar los posibles roles y contribuciones de la actividad artística, no sólo la información veraz y el conocimiento, sino que además explora la incorporación a través de la emoción, la intuición y el sentimiento.

Lo conforman ensayos centrados en la literatura y, en menor medida, en la música y en la fotografía. Aunque el libro deja fuera campos tan importantes como la danza (bio y ecodanza), la escultura y el teatro (nótese que fue en México donde surgió el primer grupo de teatro ecológico registrado: Ecoludens, ver: www.ecoludens.blogspot.com, cada capítulo realiza aportes y exploraciones de gran interés, y ofrece múltiples reflexiones desde ángulos diversos marcados por la trayectoria y experiencia de cada autor.

Como una primera inmersión al tema, celebramos su aparición y deseamos que la obra encuentre un amplio número de lectores y, sobretodo, que impulse acciones efectivas en defensa de la naturaleza mediante una educación atenta por igual a la ciencia y al arte.

CAPÍTULO 1
La Naturaleza: ese lugar común
Carmen Villoro

El arte en general y la poesía en particular han abrevado siempre de las imágenes que otorga el mundo natural. Los criterios de belleza, en diferentes culturas, están basados en atributos propios de la Naturaleza: armonía, fuerza, equilibrio. Considerada por el hombre una obra de arte de Dios, la Naturaleza lo asombra, lo postra, lo inquieta. El hombre ve en ella una sublime manifestación de lo sagrado que rebasa su capacidad de entendimiento. Minúsculo y frágil frente a sus fuerzas, sobrecogido por su majestuosidad, el ser humano le ha rendido tributo dibujándola, pintándola, reproduciendo sus pautas en la música y la danza, describiéndola en la literatura, cantándola en la poesía.

La pintura paisajista, que surge con el Renacimiento, hace una apología de la Naturaleza como antes lo hizo el arte sacro de las figuras religiosas. El campo, el bosque, el mar, son tratados como escenarios donde se manifiesta la grandeza de la Creación. El gran reto de los pintores de academia ha sido retratar la luz, elemento natural relacionado en todas las culturas con lo divino. Cómo se han esforzado para poder plasmar los efectos del viento en pastizales y velámenes de barcos, en el oleaje y el vuelo de los pájaros. Qué rigor en la técnica para transmitir la consistencia del fuego en las hogueras y las temblorosas llamas de las velas, el colorido de la tierra y sus productos vegetales, la textura de las montañas y las transparencias del agua de ríos, mares y cascadas. Los naturalistas han capturado animales, árboles, frutos y flores en ese intento de transmitir su belleza y su gracia. En esta necesidad de registrar y mostrar a través del arte la grandeza de lo natural, se ha rendido tributo también al cuerpo humano como una más de sus formas.

La Naturaleza convoca nuestra sensibilidad de manera instantánea y apremiante. Nuestros sentimientos responden de inmediato a sus estímulos. Todos los seres humanos somos tocados por el dibujo de una flor. Todos hemos querido hablar de un árbol. Todos hemos aliviado nuestro dolor con el sonido del agua. No hay quien no quede prendado por el movimiento del fuego. Lo natural es el tema más común en el arte y el que con mayor facilidad despierta nuestra sensibilidad. Somos más proclives a escribir un poema sobre una rosa que sobre un cenicero o un armario. Por ello mismo, tendemos a repetir lo que ya otros han dicho, una y otra vez a lo largo de la Historia.

El ser humano tiene la impresión de no estar suficientemente equipado para comunicar lo que la Naturaleza le lleva a experimentar. Por ello ha depurado la técnica hasta niveles de excelencia, pero al darse cuenta de que ni a través de los más sofisticados recursos de que dispone puede captarla, ha optado por conformarse con rozarla tangencialmente, representarla simbólicamente, elaborar metáforas y analogías que permitan apenas vislumbrarla, atisbar en ella por un instante efímero, entenderla de manera parcial y siempre provisional e incompleta. La Naturaleza es demasiado grande pero el hombre la quiere poseer como el niño que se aferra al regazo de su madre.

Como todos los seres humanos, he estado en medio de un entorno natural que rebasa mi lenguaje. En Iguazú caminé imantada por el sonido cada vez más poderoso de las cataratas hasta que se volvió más fuerte que mis pensamientos. El agua mojaba mi cuerpo que se hacía pequeño a medida que la visión de la caída de agua crecía en majestuosidad y estruendo. Rendida ante la imponencia de aquel cauce colosal lloré todo lo que pude a falta de palabras, intercambié la mirada con mis compañeras de viaje que se entregaban, atónitas, al poder de lo inefable. Cómplices, unidas por la experiencia milagrosa, sólo atinamos a callar. El sentimiento religioso que despertó en nosotros al estar en medio de las cataratas de Iguazú es similar al que comparten los feligreses al interior de una catedral gótica, y similar es la comunión del sentido del ser como una partícula de un todo inconmensurable.

Un amigo platica la siguiente anécdota: cuando sus padres lo llevaron por primera vez a la costa, siendo un niño pequeño, al descubrir la inmensidad del mar, exclamó emocionado: “Mamá, ayúdame a mirar”. El ser humano será siempre ese niño inerme, desprovisto de recursos, armado sólo con su poesía para entender lo que sus sentidos le aportan cuando de la Naturaleza se trata.

En el arte, hay quienes se han obsesionado con un tema y han logrado comunicar a los demás mortales el carácter sagrado de un fenómeno. El pintor inglés William Turner dedicó su vida a pintar la luz. Los cielos de sus óleos y acuarelas doblegan nuestro espíritu como si estuviéramos ante un amanecer real. Es cuando nos sorprendemos del talento de ciertos seres privilegiados que son capaces de tales creaciones reservadas a los dioses. Los pintores impresionistas, como Claude Monet y Camille Pissarro, lograron reproducir, no el paisaje real, sino la vibración emotiva que él comunica, creando una técnica que revela la impresión subjetiva de lo mirado por el hombre. Desde las escenas bucólicas del Renacimiento hasta los paisajes mexicanos de José María Velasco y Dr. Atl en los siglos xix y xx, la pintura del paisaje reproduce una indecible felicidad una y otra vez visitada por los seres humanos.

Ahora bien, si la Naturaleza es, para el ser humano, ese objeto de respeto y devoción que la ha llevado a colocarse como el tema más visitado en el arte, el mayor de sus lugares comunes; si todo humano quiere pronunciarla, compartirla, registrarla, reproducirla, venerarla y exaltarla, ¿por qué la destruimos?, ¿por qué estamos acabando con ella? Además de admirarla, el ser humano ha tratado de controlarla imaginariamente a través de sus creaciones como si en ellas pudiera ejercer el dominio de un entorno que lo abruma y lo sobrepasa. La Naturaleza nos sorprende, pero también nos atemoriza. Nos recuerda que somos Naturaleza y moriremos. La escalada civilizatoria hacia el dominio de lo natural es una negación de la naturaleza personal. Hemos desarrollado un mundo sintético y tecnológico sujeto a leyes diferentes a las naturales: flores de plástico que no se marchitan; edificios que se elevan sobre las frondas de los bosques (nuevos bosques donde los humanos nos sentimos protegidos); sustancias y aleaciones que distribuimos entre la población como amuletos contra el inexorable deterioro paulatino de la vida individual. Sólo algunas culturas, las menos, conciben la existencia como una expresión efímera y honorable de lo amplio natural y otorgan una importancia primordial a lo colectivo sobre lo individual y a lo natural sobre el progreso. Otras sociedades, ciegas a la desgracia, tienen a sus poetas y a sus artistas que recuerdan cada tanto la gloria en la que fuimos concebidos. Los escuchamos, admiramos sus obras, pero inmediatamente olvidamos. En estas sociedades nos gusta lo natural, pero lo queremos encuadrado en un documental de televisión del Discovery Chanel; deseamos jardines ordenados, mascotas domesticadas, cantos enjaulados en un cd, casas libres de insectos y pesadillas.

Pero ¿no somos también Naturaleza? ¿Cómo huir de nosotros mismos? Por más que lo intentamos, no logramos ser los muñecos inmortales que quisiéramos ni las máquinas omnipotentes que abatirían el transcurrir del tiempo. Lo dijo el poeta Netzahualcóyotl con profundas y sencillas palabras:

¿Es que acaso se vive de verdad en la tierra?

¡No por siempre en la tierra,

sólo breve tiempo aquí!

Aunque sea jade: también se quiebra;

aunque sea oro, también se hiende,

y aun el plumaje de quetzal se desgarra:

¡No por siempre en la tierra:

sólo breve tiempo aquí!

Y retomando la misma tradición de respeto a la Naturaleza y pulcritud estilística, el poeta Octavio Paz consonó cinco siglos después:

Soy hombre: duro poco

y es enorme la noche.

Pero miro hacia arriba:

las estrellas escriben.

Sin entender comprendo:

también soy escritura

y en este mismo instante

alguien me deletrea.

Porque somos Naturaleza, las imágenes de la Naturaleza funcionan como espejo de nuestro mundo interno. La laguna apacible muestra con su quietud la paz que en algunos momentos logramos o anhelamos. El fuerte oleaje es el movimiento de los impulsos que apenas contenemos, las tormentas y los huracanes representan con fidelidad nuestras pasiones. Cuando el poeta escribe un poema que refleja un fenómeno natural, o el elemento natural es el objeto de su asombro o de su disertación, de manera inconsciente está, al mismo tiempo, haciendo una descripción de su estado anímico, de los conflictos que lo habitan, de los deseos que lo mueven o de los temores que se ocultan de su propia consciencia. A su vez, el lector de un poema sin saberlo se asoma, como Narciso, a un estanque que refleja no sólo su rostro sino también un fragmento de su alma.

 

Tomo al azar el libro Alfabeto del mundo, de Eugenio Montejo; lo abro en una página cualquiera, la 31. Leo el poema Acacias:

Acacias

Estremecidas como naves,

acacias emergidas de un paisaje antiguo

y no obstante batidas en su fuego

bajo la negra luz de atardecida.

Yo miro, yo asisto

a este mínimo esplendor tan denso,

yo palpo

la intermitencia de las arboladuras,

su fuego girante, delirante;

enmarcadas en un éxtasis grave

como desposeídas lanzadas al abismo,

así de grande,

en un follaje poblado de sombras agitadas,

las miro

frente a la piedad de mis ojos

bajo los huracanes de la Noche.

Cierro la página y me quedo escuchando el eco de algunas palabras y sintiendo los efectos de la lectura en mi alma. Como si hubiera ingerido una sustancia que corre lentamente por mis venas. En mi disfrute o sufrimiento del poema intervienen el poema y mi alma, el alma del poeta está presente, el poema es su experiencia, él nombra una visión, recrea un suceso, pero no lo describe de manera objetiva, dice lo que su alma vivió en y con el suceso; el estímulo es externo, pero suscitó algo en el interior del poeta, lo estremeció; la poesía no está en la flor, no está en el poeta, está en el encuentro de ambos, y está de otro modo en el encuentro del lector con el poema.

Pude haber elegido otro poema y pude haber pasado de largo, sin embargo, éste me capturó. Lo hizo porque hay algo en su factura que alude a una verdad emotiva, y también porque en mi vida yo tengo mis acacias, es un decir metafórico, quiero decir que algo de mi propia experiencia se engancha a las imágenes que el poema me ofrece y en mí, lector, comienza una cadena de asociaciones múltiples, cargadas de sentido, una red de recuerdos, la evocación de huellas personales íntimas.

El poeta observa la Naturaleza y sabe que es parte de eso que ha estado siempre. Siente esa unidad con el mundo y se vuelve infinito, el tiempo desaparece; el paisaje antiguo nos remite a la presencia del mundo desde todos los tiempos, cuando el poeta todavía no estaba, pero ahora está para mirarlo. Y el paisaje antiguo es también el inconsciente del poeta de donde emanan emociones como flores.

Me detengo en el verso que dice: “Yo miro, yo asisto”. Es un poema escrito en primera persona y sin embargo se abre a la vivencia humana. “Yo miro”, es el Yo del poeta, pero es también mi Yo pues me apropio de inmediato de esa acción primigenia que conozco tan bien. ¿Qué miro? El mundo. La poesía es el puente entre el Yo y el mundo. “Yo asisto”, dice el poeta y detiene el tiempo porque el verbo asistir involucra no sólo la mirada sino el cuerpo todo, y más allá del cuerpo, el ser. Yo asisto a un suceso, me quedo quieta, me dejo envolver por lo que pasa afuera, me entrego a esa visión. Las acacias estremecidas del poema son flores, son árboles, tienen colores blanco o amarillo, verde claro y oscuro, pero también son mi existencia, mi fragilidad ante la Noche inmensa, por eso escrita con mayúscula. Las acacias son también el instante en plenitud, el esplendor tan mínimo y tan denso de la vida, su finitud, su presencia efímera al igual que la mía. El poeta anima a las acacias, les pone alma, las dota de sentimientos humanos, siente piedad por ellas porque siente piedad por sí mismo y yo siento entonces piedad por mí que fui desposeída y “lanzada al abismo”, pequeña y vulnerable.

El diálogo del poeta con la Naturaleza avanza en dos sentidos contrapuestos: Para hablar de sí mismo, utiliza imágenes que provienen de la Naturaleza; para hablar de la Naturaleza, utiliza imágenes que provienen de otro campo semántico, particularmente del comportamiento humano. José Juan Tablada escribe el siguiente haikú:

¡Del verano, roja y fría

carcajada,

rebanada

de sandía!

El hombre anima a la Naturaleza, la dota de atributos humanos, le otorga carácter, temperamento, personalidad, emociones, sentimientos, pensamientos, habilidades, gestos, lenguaje, para que la Naturaleza hable y entonces podamos, por fin, entenderla.

A continuación, comparto dos poemas de mi autoría que dialogan con la Naturaleza. El primero es una prosa poética en la que las imágenes de los fenómenos naturales y sus acciones sirven para describir los estados anímicos humanos. El segundo es un poema dedicado a la luz, ese fenómeno natural al que he animado con cualidades humanas; en los dos textos hay tal entrelazamiento de los campos semánticos que ya no pueden existir el uno sin el otro.

Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de personas: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños. Y cómo después, arrepentida, lloraste durante varios días, sin que nadie pudiera consolarte, toda tú convertida en tormenta tropical.

La luz

Viaja la luz por su centro disperso,

reconoce su alma de partícula,

su crepitar silente, inobservable,

su adentro de fotones confundidos.

Se desliza en mi hombro y en mi mano

con pundonor de hormiga,

desteje en amarillo los hilos de mi suéter,

todo lo abusa, luz, homóloga al poema,

su bullanga de miel lo lame y lo seduce.

Bufanda atrabancada

se escapa por debajo de la puerta,

engaña al piso con su aceite tibio,

finge ser aire y polvo sobre el aire,

dice venir del sol

y viene, es la verdad

del furioso aletear

de su propio bramido.

Hórreo de granos impalpables

gravita, carga, se abandona,

yace intensa en la superficie del acero

y encuentra la supremacía

en la copa de árbol incendiado.

Llaga vieja, pasión sobre las calles,

aliento al mediodía se multiplica,

vuelve todo llanura, invocación, espejo.

Danza de estrella

se pierde en la ciudad,

maraña clara o laberinto

esculpe las ventanas

con su barniz de agua.

Yo escucho su blasfemia,

su dentera de ser como la fuente,

de andar desordenada por los camellones,

escucho al aire y sé que es la luz

que da vuelta a la esquina con vehemencia.

Se jacta, viciosa y libertina

de la tarde y su atavío inútil,

tan pasado de moda, tan ruinoso,

de la estación del tren entre la sombra,

del barco que se queja,

del veredicto serio de las horas.

Tuerce, extravía, lesiona los minutos,

se prende emocionada

de la última teja,

rasguña los tinacos,

suplica y se rebela,

llama al reloj “añejo, vetusto, carcamal”.

La lluvia de la noche

laquea los edificios

pero ella se emancipa con una carcajada,

pinta su rostro

de anuncio luminoso,

se desmiembra en las casas

bajo pantallas tenues,

se cuela por los cuerpos,

los toca y acicala,

los esculpe en arena,

los derrumba.

Vuelve a su viaje interno,

a su sabiduría,

a su propio y circular oráculo.

Y yo que miro todo esto

no la veo.

En un sentido o en otro, nuestro diálogo con la Naturaleza muestra el profundo sentido de desprotección, la orfandad que nos caracteriza como especie consciente de su irrevocable destino y la rendición necesaria ante las leyes cósmicas que nos incluyen, o bien, el denodado esfuerzo de negarlo. El arte en general, y la poesía como una de sus manifestaciones, son la expresión más legible de esa lucha pasional, el lugar común que todos habitamos.