Cambio De Vida

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Cambio De Vida
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Sommario

Primera parte

De ida

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Segunda parte

De vuelta

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Alessio Rega

© 2020 Alessio Rega

Traducción: Elizabeth Garay

Copertina: © Adobe Stock - Sabphoto

Alessio Rega

Cambio de vida


A mi hermana Sabrina

siempre a mi lado a pesar de todo

«Se como te sientes. Es como estar detrás de un cristal, no puedes tocar nada de lo que ves. Pasé tres cuartas partes de mi vida encerrado, hasta que me di cuenta de que la única forma es romperlo. Y si tienes miedo de salir lastimado, intenta imaginar que ya eres viejo y casi muerto, lleno de arrepentimientos».

Andrea De Carlo, Due di due

Primera parte

De ida

Uno

Hacía pocos días acababa de cumplir dieciocho años, pero me parecía que nunca había vivido. Hasta entonces, me había quedado quieto viendo el fluir de los acontecimientos; había interpretado la película de mi vida como una simple aparición, dejándome llevar por todo lo que ocurría a mi alrededor, como lo hacen las hojas secas de otoño que, ligeras, son arrastradas por el viento. Vivía en un estado de espera perenne, desde mi perspectiva todo parecía precario y carente de contornos nítidos.

Vivía en los suburbios del sur de Bari, en un antiguo barrio de dormitorios entre clase media y popular, entre los mismos viejos edificios y otros de reciente construcción. La ciudad se estaba expandiendo, había comenzado a devorar el campo, de la misma manera que en el videojuego donde Pac-Man se tragaba los puntos amarillos para abrirse paso. Nuestro departamento estaba en el sexto piso de un edificio de apartamentos ubicado en una de las nuevas y elegantes zonas residenciales: más de cien metros cuadrados distribuidos en cuatro habitaciones, además de la cocina y dos baños. Mi habitación estaba al final de un largo pasillo. Era un búnker en el que me refugiaba cada vez que me sentía incómodo o quería estar a solas con mis pensamientos. Era una habitación bastante luminosa en la que solo reinaba un orden aparente. Las paredes aún seguían tapizadas con fotografías de cuando era niño, cuando sonreía al mar junto a mis padres, y con carteles descoloridos de Marco Van Basten y George Weah: elegancia y poder en comparación. Las figuras de otros jugadores estaban esparcidas al azar, mientras que en un estante se exhibían copas y medallas de metal, recuerdos de torneos ganados o en los que solo había participado, de juegos en los que luchaba en el barro o sudaba bajo el sol. Cuando los miraba, pensaba en mi padre que me llevaba al campo todos los domingos por la mañana para dejarme jugar con mi equipo. Seguía el juego detrás de la valla y me animaba diciendo: “¡Vamos! ¡Buen chico! Así…”. Estaba feliz porque con él podía hablar de fútbol, la única gran pasión de mi infancia. En el auto, en el camino de regreso, me daba consejos sobre cómo contrarrestar a un oponente o, tal vez de cómo pasar el balón. Trataba de ser equilibrado con las explicaciones, nunca me obligaba a escucharlo si no me apetecía, aunque era consciente de lo mucho que adoraba sus lecciones. Me sentía como un pequeño aprendiz de brujo, dispuesto a captar las preciosas enseñanzas que me daba, los trucos del oficio.

Como la mayoría de los niños, sentía una extraordinaria admiración por él y, en mi ingenuidad infantil, quería algún día llegar a ser como mi padre. Había sido un modesto futbolista. Había jugado en algunos equipos amateurs importantes de la región, incluso tocando el ascenso a ligas profesionales. Luego, tuvo que abandonar su sueño, tanto porque mi abuelo quería que terminara sus estudios de economía, como porque mi madre, que en ese momento seguía siendo su novia, odiaba el fútbol y no podía soportar sus largas ausencias los fines de semana en que participaba en partidos en los estadios de Puglia y del sur de Italia. La nuestra era una familia como cualquier otra, en promedio atenta a mis necesidades y suficientemente protectora.

Un día, sin embargo, mi madre, después de meses de confusión y de estira y afloja, había decidido terminar el matrimonio dejándonos a todos asombrados. Dijo que ya no se sentía satisfecha, ni como mujer ni como esposa, ya no estaba gusto con la relación que los había unido durante más de veinte años. El tiempo había extinguido la pasión, mientras que la costumbre había sofocado cada emoción y sentimiento. Mi padre había luchado por resignarse, había intentado por todos los medios salvar a la familia. Le había comprado todo tipo de regalos, en toda ocasión había tratado de ser amable, pero sus intentos habían sido en vano. Mi madre se estaba volviendo más fría, distante y desinteresada. Nada podría haberla hecho cambiar de opinión. Ese no era el tipo de atención que necesitaba. Su corazón se había endurecido, se había vuelto imposible socavarlo, ahora era insensible a cualquier estímulo. Y cuanto más la presionaba mi padre, más se alejaba. Al final, había preferido darse por vencido antes que desgastar aún más una historia ya finalizada. Terminaron como buenos amigos, al menos en apariencia, casi como dos hermanos, evitando el resentimiento de negar y anular el cariño que aún los unía. Unos dos años después, mi padre se trasladó a Milán, donde había asumido el cargo de director general de una empresa de servicios de TI con sucursales en todo el mundo. Se encontraba solo, sin familia y sin sus hábitos diarios. Tenía que restablecer un nuevo equilibrio, empezar de nuevo lejos de Bari. Había dignidad en su decisión pero yo, aunque lo consideraba razonable, no podía aceptarlo por completo. Llevaban muchos años juntos, habían compartido alegrías y tristezas, momentos intensos y felices pero también horas perdidas en la monotonía de días vacíos e insignificantes de convivencia forzada. Era extraño pensar cómo un vínculo tan duradero podría disolverse en la brevedad de un momento, cuántas decisiones innumerables se pueden tomar en unos cuantos instantes.

Desde que mi padre se marchó, los domingos nunca volvieron a ser los mismos para mí. Todavía recordaba, como destellos de un pasado lejano, nuestros almuerzos apurados para llegar al estadio a tiempo, comprarme a mí una Coca Cola y un café Borghetti para él y enojarme porque el Bari perdía cada dos domingos, a pesar de que Protti y Andersson anotaban goles repetidamente. Cuántas cosas ya no hacíamos juntos, cuántos momentos dejamos de compartir. Me llamaba todos los días, pero los kilómetros que nos separaban eran demasiados y los cables telefónicos no lograban acortar la distancia. Con el tiempo también me acostumbré a esto, como me pasaba a menudo con muchas otras cosas en mi vida: ya ni siquiera lo notaba. Poco a poco comencé a olvidar sus gestos diarios, el aroma de su loción para después de afeitar, su forma de mirarme cuando estaba enojado.

Había pasado las vacaciones de verano junto al mar, con mis abuelos maternos que eran dueños de una villa en Rosamarina, un gran pueblo turístico a pocos kilómetros de Ostuni, un refugio histórico de Bari. Médicos, notarios, abogados y profesores universitarios se desafiaban unos a otros en estériles pruebas de fuerza basadas en el alarde de la villa más elegante o la fiesta más exclusiva. Una altanería que contagiaba también a sus respectivos hijos que parecían volar a dos metros del suelo con sus costosas camisetas polo Ralph Lauren con el cuello alzado. Mi madre intentaba unirse a nosotros todos los fines de semana o cuando el trabajo se lo permitía. Los abuelos se aprovechaban y no hacían más que mimarme, llenándome de regalos y comprando todo lo que quería. Sin embargo, era como si viviera en una burbuja de gestos repetitivos y hábitos sedimentados que, si bien por un lado me transmitían una sensación de seguridad, por otro lado contribuían a incrementar mi apatía hacia la vida en general.

 

La única diversión digna de mención de mi verano la había experimentado a finales de julio, cuando pasé una semana en Francia, en París, con mi padre y mi hermana. La idea de tomar el avión me asustaba, aunque trataba de no demostrarlo, escondiendo mis miedos detrás de un aluvión de preguntas sobre lugares y monumentos a visitar, pero sin parecer muy creíble. Probablemente había heredado el miedo a volar de mi madre, una maníaca del control y el orden. La mera idea de que algo podría escapársele la asustaba, a diferencia de mí, que reaccionaba hundiéndome en el pánico. El día más divertido lo habíamos pasado en EuroDisney: un verdadero chapuzón feliz en los años de mi infancia, cuando los problemas de los adultos permanecían distantes y silenciosos en el contexto de mis días sin preocupaciones. Siempre que nos topábamos en el parque de atracciones con Cenicienta o Blancanieves o Aladino y Jasmine, mi hermana saltaba y gritaba como loca. Era difícil mantenerla a raya: sentía como si estuviera viviendo un sueño, se frotaba los ojos con incredulidad, no podía entender cómo sus héroes podían estar ahí con ella. Nunca la había visto tan feliz y despreocupada. Me llenaba de ternura. Mi padre hacía todo lo posible por cumplir todos nuestros deseos, todas nuestras peticiones, sin importar los gastos. Habían sido siete días intensos, en los que intentaba darnos todo el cariño que no podía darnos durante el año, para llenar al máximo posible los huecos que dejaba. Me hubiera gustado que mi madre también estuviera con nosotros, pero sabía que ya no era posible y que esos días serían diferentes.

Una tarde de principios de septiembre estaba en el balcón de mi habitación, sentado en una tumbona, hojeando distraídamente las páginas de un viejo Dylan Dog [Nota de la T.: ‘Dylan Dog’ es el nombre de un investigador de lo oculto en el cómic italiano de culto]. Mientras tanto, el estéreo había iniciado ‘Smells like teen spirit’ de la banda Nirvana. ‘Nevermind’ había sido uno de los primeros álbumes que compré con mis ahorros. Lo había escuchado tantas veces que la cinta ya estaba bastante gastada, pero el sonido crepitante que salía de ella ayudaba de alguna manera a que se cargara de nuevos significados. Los días aún eran largos, el cielo del oeste se había vuelto rosado y anaranjado, las nubes creaban extrañas formas y diseños que se diluían en el horizonte. El aire era cálido y ya no tan húmedo ni estancado como lo había sido durante la mayor parte del verano. De vez en cuando miraba por el balcón, veía los autos que iban a toda velocidad por la carretera, convirtiéndose rápidamente en puntos distantes. En un momento dado, mi hermana me llamó. Quería jugar, así que me uní a ella y nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas.

“Gabri, ¿cuándo volverá mami?”, me preguntó de repente, preocupada.

“Muy pronto. No te preocupes, hay tráfico. Llegará pronto”. Intentaba tranquilizarla, aunque parecía ansiosa. Luego me sonrió nerviosamente y siguió jugando mientras yo acariciaba sus suaves rizos rubios.

De repente sonó el teléfono, me levanté de un salto y fui a contestar, creyendo que era mi madre quien me advertía de su retraso, como solía ocurrir últimamente. En cambio, al otro lado de la línea estaba mi abuela que me preguntó cómo estaba y si tenía alguna noticia importante que darle. Le respondí que todo estaba bien y, al hacerlo, parecía tener un tono repetitivo y bastante monótono. Mi abuela siempre había sido muy cariñosa con nosotros, sus únicos nietos, y no se daba cuenta de que a veces el cariño que nos reservaba se volvía asfixiante. Y desde que mis padres se separaron, era como si sintiera que nuevas responsabilidades la agobiaban. Sentí de su parte una falta de confianza en mí, como si no pudiera cuidar no solo de mí, sino también de mi hermana.

Finalmente, poco después de las ocho, mi madre regresó y Martina inmediatamente corrió a su encuentro, arrojándose a sus brazos. Por el contrario, yo me limité a hacer un ligero movimiento de cabeza como gesto de saludo. Estaba esperando sus preguntas habituales sobre cómo habíamos pasado la tarde o quién había telefoneado o si había noticias importantes que informarle. Me hubiera gustado decirle que no era justo dejar a mi hermana encerrada en casa con esa hermosa tarde soleada que acababa de terminar. Pero una vez más, me quedé en silencio, por temor a que mis pensamientos fueran erróneos e inadecuados. Solo le dije que llamara a la abuela. Fue a cambiarse y regresó poco después con un vestido floreado con tirantes que le rodeaban la cintura y realzaban su figura. Tenía cuarenta y cinco años, pero parecía al menos diez años más joven gracias al cuidado maníaco que dedicaba a su cuerpo, entre el gimnasio y los tratamientos de belleza, que no mostraban nada de los dos embarazos, ni los signos naturales del envejecimiento. Aún era demasiado joven y atractiva para conformarse con sobrevivir, renunciar a nuevos proyectos y sobre todo al amor.

Tenía un trabajo muy exigente que a menudo la obligaba, y de buena gana, a salir de la ciudad, incluso los fines de semana. Era abogada, trabajaba en uno de los despachos de abogados más reconocidos y prestigiosos de la ciudad donde se ocupaba de la asesoría fiscal para numerosas empresas. Parecía tranquila, a pesar de todo. Estaba recuperando el equilibrio que necesitaba para empezar de nuevo y ese fue, quizá, solo un momento de transición para ella, un período de ajuste emocional y físico necesario para sumergirse en una nueva historia, una nueva pasión. Era una mujer que tenía la libertad de elegir a quién amar, qué hacer y con quién pasar su tiempo. Martina y yo éramos su mundo, su isla feliz después de largas jornadas de trabajo, de encuentros e interminables reuniones. Sin embargo, nuestra relación en el último período, había entrado en una fase bastante compleja: hablábamos cada vez menos, quizá porque en el fondo la consideraba culpable de la separación con mi padre. Sabía que tarde o temprano necesitaría a alguien a su lado, una persona con quien compartir una nueva etapa de la vida. No era fácil aceptar la idea de que ella pudiera tener otro hombre a su lado, pero al final ciertamente no podía evitar que fuera feliz, que todavía se sintiera viva.

Mientras lo pensaba, comencé a hacerme mil preguntas, tratando de recordar la última vez que fui feliz pero no me vino a la mente ningún episodio particularmente significativo. El divorcio de mis padres había desencadenado una serie de inseguridades que me atormentaban y me hacían cuestionar todo lo que había creído hasta ese momento. Mi madre había captado mi ansiedad.

“¿Pero qué te pasa? ¿Se puede saber qué estás pensando? ¡Llevo cinco minutos hablando contigo y parece que lo estoy haciendo con la pared!”.

“Nada, mamá. Solo algunos pensamientos. Todo está bien”.

“Quién te entiende. Ya no me cuentas nada, si te pregunto algo, solo me contestas con monosílabos”.

No respondí, me encogí de hombros y me puse a la defensiva por miedo a descubrir mi intimidad y parecer vulnerable. Mi madre no insistió, cambió de tema como si hubiera notado mi vergüenza, mi sensación de incompetencia. O tal vez no quería iniciar otra discusión más.

“Estoy cansada, no quiero cocinar”, interrumpió.

Nunca había sido una buena ama de casa, había vivido en una familia adinerada y siempre había tenido a alguien que se ocupara de las tareas del hogar. Y también teníamos una señora de servicio proveniente de Mauricio. Era agradable y cuando podía charlar con ella, le hacía preguntas sobre su país o su familia. Siempre respondía cordialmente, en un italiano casi perfecto. Me sonreía con su gran boca, mostrando unos dientes blancos que contrastaban con su tez oscura. Era la persona más alegre que había conocido, parecía realmente feliz con su vida. Mi madre seguía buscando entre la despensa y el refrigerador, sin mucha convicción. Al final me preguntó si quería una pizza: ya con la agenda en mano para buscar el teléfono de la pizzería. Siempre terminaba así.

Empecé a rememorar y cuanto más avanzaba, más me daba cuenta de que estaba retrocediendo en el tiempo a cuando tenía doce o trece años y todavía estaba en la escuela secundaria. Pensaba cuando todos los sábados por la noche iba con mis amigos a la pizzería de siempre, con la pizza de salchicha de siempre, con el camarero de siempre que se volvía loco con los pedidos y se enojaba, con la cerveza de siempre que nos hacía sentir mayores y simpáticos con las chicas. Y luego, de nuevo, a las diez y media todos en casa, con esos besos robados para no ser descubiertos por los padres ingenuos y maliciosos. Las risas, las lágrimas, los sueños, las despedidas. Pensé en lo pequeños que éramos y en que todo parecía estar fuera de nuestro alcance. Eran recuerdos no muy lejanos, todavía vivos. Sin embargo, se habían ido para siempre. Regresaban cada vez que un nuevo año escolar estaba por comenzar. El siguiente estaba ahora a sólo veinte días. Y esa noche la pizza se veía mejor, más fragante y cada bocado era una pequeña epifanía. Martina se ensució las manos y la cara con mozzarella y tomate. Mi mamá y yo nos reímos y ella se enojó. Nos reímos aún más.

Dos

Los días de septiembre que faltaban para el comienzo de la escuela los pasé casi todos encerrado en casa, consumiéndome las yemas de los dedos y los ojos frente a la Playstation. Mi única compañía era un ventilador, siempre encendido, que giraba a máxima velocidad para darme algo de frescura. En los pulsos de luz de la pantalla del televisor buscaba algo que pudiera interrumpir el aburrimiento que me agobiaba, como una carcoma hambrienta con su madera. Me sentía vacío y pesimista, desanimado, al borde de la depresión. Nada iba como yo quería o esperaba. Fue una fase de mi vida llena de zonas grises, no veía ninguna salida, ninguna maldita luz al final del túnel. Todo se consumía con una lentitud extrema, desprovista de ritmo. Me hubiera gustado tener otras experiencias, conocer chicas nuevas o incluso ser interesante para algunas de ellas. Pero parecían estar a años luz de distancia, con intereses y necesidades que no me sentía capaz de satisfacer. Tenía la impresión de no ser particularmente atractivo, como si fuera transparente a los ojos del género femenino. Estos pensamientos no hacían más que aumentar mi apatía, y al mismo tiempo socavar mi ya baja autoestima.

Casi todas las noches me encontraba con Giulio en el mismo bar, cerca de otro supermercado nuevo en el vecindario. No hacíamos más que fumar y beber cerveza, parecíamos dos jubilados sin más expectativas, ya cansados y saciados de la vida. Giulio trataba de romper la monotonía contándome cómo había sido su día de trabajo. Era capaz de hacer numerosos trabajos en un parque acuático, cerca de la carretera de circunvalación, no muy lejos de donde vivíamos. Le pagaban fuera de los libros por diez o incluso doce horas de trabajo al día, sin ningún tipo de contrato ni seguro. Por otro lado, era la única forma que tenía de ahorrar el dinero necesario para comprar un automóvil usado. Para sentirse menos solo, también había intentado persuadirme para que fuera a trabajar con él.

“Mira, estás pálido como un cadáver. Ven a tomar el sol”.

“¡No quiero trabajar como una mula! No necesito dinero, no sabría cómo gastarlo”.

“¡Ahí está el maldito hijo de papá de siempre! ¡Cuando hables así, te patearé el trasero!”.

“No es mi culpa que mis padres tengan trabajos sobrepagados. ¿Por qué debería ir y romperme la espalda contigo?”.

En circunstancias como estas percibía una especie de desprecio en los ojos de Giulio, como si el peso de nuestros diferentes orígenes sociales fuera una falta imperdonable para mí. Su necesidad de ganarse todo lo que poseía lo había hecho mucho más emprendedor, menos torpe, dispuesto a enfrentarse al mundo real de los adultos.

En ese momento no veíamos a ninguna chica, ni teníamos un grupo que frecuentáramos. Nuestros compañeros nos parecían tan insignificantes que a veces preferíamos declinar sus invitaciones en esas pocas ocasiones en las que nos ofrecían salir. Sin embargo, un sábado por la noche, Giulio había concertado una cita en la plaza Ferrarese, con dos chicas que había conocido en el parque acuático: Anna y Lidia. Se parecían tanto que al principio pensé que eran hermanas. Cuando nos presentamos, de inmediato traté de averiguar cuál de las dos me interesaría más. De hecho, estábamos tratando de dar una buena impresión a ambas porque ninguno de los dos había tomado una decisión, nuestros campos de acción se mezclaban y se superponían en busca de señales: estábamos estudiando la situación, la manera correcta de aumentar la confianza entre nosotros para intentar meternos debajo de sus camisetas. Desde los primeros intercambios comprendí que Giulio estaba más interesado en Lidia, así que elegí a Anna, más por exclusión que por verdadero interés. Mirándola de cerca, Anna era incluso menos hermosa que su amiga. Había algo asimétrico en su rostro pero no podía entender qué, tal vez el corte de los ojos o la nariz recta. Sin embargo, me pareció que no debía ser demasiado exigente.

 

Caminamos por las murallas de la ciudad vieja. Hacía calor, la humedad hacía que la ropa se nos pegara. El aire estaba cargado de los olores que emanaban de las cocinas de los numerosos restaurantes que abarrotaban las estrechas callejuelas del centro histórico, que recién había comenzado a palpitar después de años en los que el crimen organizado no permitía que nadie pusiera un pie allí. En el parapeto había grupos de muchachos charlando animadamente y parejas comprometidas en actitudes amorosas.

Caminamos mucho tiempo, a paso lento, deteniéndonos cuando nos encontrábamos con algún conocido o incluso simplemente para tomar algo de beber. A la altura de la basílica de San Nicolás nos sentamos en un banco: las dos niñas se sentaron en el centro. Giulio se puso inmediatamente a contar historias de la escuela, imitaba a los profesores igualando sus voces, inventaba historias extrañas que exasperaban lo que realmente sucedía. Yo lo apoyaba, confirmando y asintiendo con la cabeza a todo lo que decía, incluso a las historias que inventaba desde cero. De vez en cuando yo también intentaba hacer alguna simpática broma, entrar en escena como protagonista, pero la atención de Anna y Lidia siempre se dirigía a él. Las dos chicas se reían, intercambiaban miradas cómplices y traviesas, y le hacían preguntas, fascinadas por sus habilidades cómicas naturales, su capacidad para ser ingenioso y extraño, y por sus expresiones faciales. Envidié a Giulio por su actitud y la seguridad de sus gestos: a mí también me hubiera gustado ser más libre y más confiado, sin miedo a parecer siempre inadecuado y tardío en todo.

A veces, cuando la conversación me aislaba, me distanciaba, dejándome atrapar por las luces del puerto, por el fondo del paisaje que desde la muralla se perdía hacia el malecón y sus edificios de época fascista iluminados festivamente. A lo lejos veía los grandes cruceros listos para zarpar hacia destinos exóticos, los últimos ferries de la temporada rumbo a Grecia cargados de chicos, con esperanzas escondidas dentro de los sacos de dormir, con amores que estaban naciendo o que ya habían terminado y que querían ser olvidados lo antes posible. Admiraba Bari y su mar: estaba tan enamorado de mi ciudad que creía que podría ser la más hermosa del mundo. Traté de imaginarla con ojos de extranjero, tratando de sentir su propio asombro, de sentir la euforia y la emoción de lo nuevo.

La noche pasó rápido y cuando Lidia y Anna se fueron, nos dimos cuenta de que no había más autobuses en funcionamiento. Empezamos a correr hacia la parada más cercana, aunque sabíamos que la nuestra era una carrera inútil y desesperada. Al final, resignados y sudorosos, caminamos a casa, intercambiando detalles e impresiones de la velada que acababa de terminar: consideraciones estereotipadas y machistas sobre las mujeres y las diversas estrategias de seducción para llevarlas a la cama. Frente al portón de entrada de mi edificio, Giulio me dijo que finalmente había logrado ahorrar el dinero para comprar un auto Punto negro que su primo había puesto a la venta. Me encogí de hombros, como para mostrar poco interés. El verano casi había terminado, en unos meses también obtendría mi licencia de conducir y mi madre me pasaría su Opel Corsa y el problema del auto, para pasear y tener una oportunidad más de ligar con algunas chicas guapas, se habría solucionado de todos modos porque yo también habría tenido uno.

Después de esa noche no volvimos a ver a Anna y Lidia. Unos días después Giulio me dijo que había descubierto a Lidia besando a otro chico y me convenció de que no buscara más a Anna, como si viviéramos en simbiosis y los dos tuviéramos que comportarnos de la misma manera. Me dejé persuadir, aunque después surgiera cierto enojo. Quizás Giulio creía que podía haber algo entre Anna y yo y esto podría molestarlo porque le habría quitado tiempo a nuestra amistad. Me sentí limitado por un momento, como si todas mis decisiones tuvieran que ser compartidas con él a cualquier precio.

Tres

No podía dormir, hacía demasiado calor y estaba sudando. Las temperaturas aún no habían bajado y el verano no tenía prisa por partir. Mi corazón latía de manera irregular. Daba vueltas y vueltas entre las sábanas, nervioso, lleno de expectativas. No podía encontrar una posición adecuada para acomodarme, se sentía como dormir en una cama de clavos afilados. De vez en cuando, volvía la cabeza hacia la mesita de noche y miraba la pantalla fluorescente y parpadeante del radio reloj digital que indicaba la hora.

03:12.

04:33.

05:08.

Estaba sumido en una ansiedad injustificada, violenta y descuidada hasta el punto que temí volverme loco en cualquier momento. En mi cabeza, los pensamientos corrían en un bucle que era difícil de romper. Me levanté de la cama con las manos frías y sudorosas y los pies congelados. Caminé con pasos inseguros hacia la cocina para evitar tropezar con algún mueble, ya que los ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad. Un nuevo año escolar estaba a punto de comenzar, el último, y me asombraba la forma en que un evento que, en última instancia, tan banal podría causarme tanta emoción y tensión. Después de todo estaba bastante convencido de que todo se mantendría casi inalterado, que la lenta y monótona rutina diaria del horario escolar, compuesta por fórmulas y códigos para aprender de memoria, pronto se apoderaría de cualquier posible novedad.

Mientras caminaba por el pasillo, golpeé la rodilla de mi pierna derecha contra el marco de la puerta de la cocina. ¡Sentí un dolor alucinante! Esa puerta siempre había estado ahí, ¿cómo pude haberla pasado por alto? La oscuridad hacía que todo pareciera diferente, escondía pequeños escollos, dando a los objetos otra textura. Pensé que algo similar también podría pasar con la gente. De hecho, a menudo pensamos que conocemos a alguien solo porque hemos vivido juntos durante mucho tiempo y luego descubrimos que quien tenemos a nuestro lado es diferente de cómo siempre lo hemos imaginado, de la forma en que nos engañamos a nosotros mismos o de como queríamos que fuera. Por un momento mi mente se había detenido en mis padres: un destello triste y desvanecido.

Cuando encontré el interruptor de la luz, el brillo del neón casi me cegó. No podía mantener los ojos abiertos, los párpados se cerraban contra mi voluntad. Mientras tanto, mi rodilla me seguía doliendo, la masajeé para calmar el dolor con la sangre en mis venas que parecía fluir más rápido. Mi garganta estaba seca, bebí con avidez un vaso de agua mientras mis latidos volvían a la normalidad. Luego me senté en el sofá sin darme cuenta, mientras tanto, de que mi madre había entrado en la cocina.

“¿Estás bien, Gabri? Riccardo te escuchó en el pasillo y me despertó. Sabes que tiene el sueño ligero. Estamos preocupados”.

Riccardo. Mis temores sobre la posibilidad de que mi madre reconstruyera su vida se habían manifestado en ese hombre que ya no era muy joven y que ahora gravitaba a nuestro alrededor. Desde que nos lo había presentado, parecía que ya no podía estar sin él. Especialmente de noche.

“Debería preguntártelo yo. ¡Pareces sorprendida, tienes una cara!”.

“¿Qué estás diciendo? Estábamos durmiendo”, dijo con voz avergonzada mientras trataba de echarse hacia atrás un mechón de cabello que colgaba frente a sus ojos.

Le sonreí y luego se sentó a mi lado, puso su brazo sobre mi hombro, jalándome hacia ella. Me había asombrado esa actitud cariñosa suya, había percibido su gesto como una tregua, una invitación a bajar las armas y abrirme a ella, a compartirle mi estado de ánimo. Nos quedamos un momento sin hablar y sin hacer ningún movimiento. Debería haber aprovechado la oportunidad ya que me había mostrado cierta disponibilidad. Pero no la capté, la dejé deslizarse hacia el estrecho espacio vacío que nos separaba.

“No tengo sueño, no puedo dormir. ¡Estoy un poco nervioso!”.

Mi madre me acarició la cara sin esperar más explicaciones.

“¿Quieres un té de manzanilla? Lo prepararé de inmediato, quizá pueda relajarte”.

“Gracias mamá. No te preocupes, no es necesario. Estoy bien, créeme”. No quería sentirme en deuda con ella porque constantemente temía que, de alguna manera, cualquier desequilibrio mutuo tuviera que ser recompensado. Estábamos en un precario equilibrio en nuestras posiciones, en una batalla psicológica involuntaria que no sabíamos exactamente cuándo comenzó. Mi madre no insistió, solo dijo: “Tal vez sea mejor que nos vayamos a dormir ahora”.