La bruja

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Para Zythella, que es mi madre,

sin ella no habría cuento que contar

Presentación

Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.

La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí, en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.

A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.

En La Bruja, Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.

En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

Los finales de los cuentos de La Bruja son tristes, otros alegres, otros trágicos. Augusto Monterroso comentaba que “la literatura está más hecha de lo negativo, de lo adverso y, sobre todo, de lo triste. El bienestar, y específicamente la alegría, carecen de prestigio literario”. En estos seis cuentos sucede igual.

El mismo Monterroso escribió que “un cuento es un fragmento de vida cotidiana que luego la vida misma va complicando; por eso, no debemos estorbar su desarrollo con la acumulación de datos u objetos superfluos”. En estos seis cuentos, Alfredo Ortega nos ofrece descripciones y diálogos ágiles, sin abrumarnos con datos innecesarios.

Julio Cortázar dijo alguna vez que el cuento “es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos”. En estos cuentos —y en los otros que ha escrito— Ortega sigue al pie de la letra estas palabras.

De los libros de cuentos publicados por Ortega, vale decir que son diferentes entre sí, lo que habla de un escritor que ha buscado diversos caminos para contar. Luego de leer El cumpleaños de la maniática pirómana, La inapetencia de Pedro, El Pato cabalga/El secreto de La Señora, Yo no quiero ir en tren, advertimos una gama muy amplia de temas, recursos, personajes, espacios, etcétera. Sin embargo, en La bruja se advierte a un escritor más consolidado en su estilística narrativa. Seis cuentos lo demuestran.

Jorge Orendáin

El encuentro

No podía creerlo cuando la vi, parada en la esquina de López Cotilla y Corona, esperando el cambio de luces para cruzar la calle. ¿Qué hacía en Guadalajara? No había vuelto a verla en años, y de pronto aparecía allí, con una mochila de excursionista en la espalda, unos pantalones de mezclilla raídos y sucios, y unos huaraches de cuero maltrechos por el uso. Se veía un poco más encorvada y flaca, pero igual su pelo largo, negro y lacio, siempre suelto, su mirada distraída, su figura desgarbada que nunca llegó a ser hermosa. Era como si todavía no hubiese terminado de salir de la universidad.

Le toqué el claxon y ella no me hizo caso. Debí suponer que no me reconocería, yo sí que había cambiado. Nada quedaba ya del pelo largo y los jeans de mi vida estudiantil, mi otrora inseparable morral con grecas de Montealbán, hacía tiempo que había ido a parar al cesto de basura, siendo reemplazado por un portafolio de cuero importado. Saco y corbata, peinado de moda, teléfono celular. En nada me parecía ya al bisoño socialista que ella perdió de vista en el decenio anterior. El auto deportivo que ahora ella miraba con fastidio, todavía olía a nuevo. Tuve que bajar la ventanilla y llamarla por su nombre.

—¡No es posible que seas tú! —me dijo, luchando por meter su enorme mochila en el asiento trasero, mientras se elevaba el volumen de las bocinas de los autos de atrás—. ¡Estás hecho una porquería!

Venía de Oaxaca, de algún rincón perdido en la sierra, donde desde hacía varios años ella y sus colegas prestaban servicios a ejidos indígenas. Hasta donde pude deducir, se habían convertido en una suerte de misioneros socialistas, en una vertiente del maoísmo hacia la cual ella sentía inclinación desde que yo la recordaba. Su entrega a la causa de los desposeídos no era nueva, pero su autoexilio en la serranía oaxaqueña la había alejado durante los últimos años del mundo civilizado.

Estaba en la ciudad para recibir un embarque de maquinaría agrícola, destinada a facilitar las penosas faenas del cultivo en las montañas. Maquinaria que habían adquirido a través de un incierto intermediario, y que había llegado por tren desde la frontera norte, cosa extraña si se la pensaba bien, teniendo ellos tan cerca los puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz. Debía ella supervisar, porque sus hermanos indígenas no sabían leer ni escribir, el traslado de las pesadas cajas del Ferrocarril del Pacífico al Ferrocarril Central, para que fuesen enviadas a México y de allí a Oaxaca, para terminar su largo viaje en algún ejido mixteco de nombre largo e impronunciable.

Todo esto me contaba atropelladamente mientras yo hacía un rodeo amplio alrededor del Centro, procurando prestarle atención, tratando de reponerme de la sorpresa y de tomar una rápida decisión. Por supuesto que me ofrecí a ayudarla, pero tendría que ser hasta el día siguiente, pues el de hoy era un día singularmente ocupado para mí. Ella venía llegando a la ciudad y no la conocía bien, su único antecedente era una visita fugaz, cinco años antes, para participar en un evento político. No tenía la menor idea de donde se encontraba la terminal del tren, de manera que la llevé hasta allí y le propuse reunirnos para comer. Ella sugirió el Madoka, que era lo único que parecía conocer en Guadalajara. Yo estuve de acuerdo, pues con esa facha suya, no me animaba a llevarla a un buen restaurante.

Después de dejarla le pisé al acelerador, pues aquel día era la asamblea del partido en la que elegirían a los candidatos para las diputaciones federales. Yo conocía de antemano la lista de los agraciados, de manera que no me interesaba lo que ocurriera durante la reunión. Lo que quería era ver a Guillermo, quien había conseguido la designación por el Distrito 23. Yo sería su coordinador de campaña, de modo que además de festejar nuestro triunfo era mucho lo que teníamos que hablar ese día. Pero la repentina aparición de Gabriela, además de haber agitado una parte de mis recuerdos que yo tenía por muerta y sepultada, venía a complicarme una jornada que de suyo ya me iba a resultar difícil.

—Licenciado, permítame felicitarlo —le dije a Guillermo, abriéndome paso entre los que lo asediaban en el vestíbulo al término de la reunión. Escenas similares se repetían alrededor de los demás candidatos recién ungidos.

—¡Hermano! —me dijo, abrazándome con una efusión que sólo yo podía entender—. Ahora sí tenemos un gran compromiso con nuestro partido.

Yo le devolví el abrazo. Sabíamos lo que nos había costado y la fortaleza de los enemigos que nos acabábamos de montar en la espalda. Ser joven y ambicioso no era suficiente para escalar en la rígida estructura del partido, pero la inesperada llegada de un muy querido maestro de la facultad al Comité Nacional nos había permitido tomar la delantera a nuestros contrincantes, algunos de los cuales se acercaban ya, acordes con la disciplina partidaria, a darle a Guillermo el abrazo de felicitación, asumiendo con incomodidad su condición de perdedores. Ya de salida, enmedio del tumulto que ocupaba la explanada, me excusé con mi candidato de no asistir a la comida de festejo, pretextando urgente asunto familiar.

—Si es una dama, te lo paso —me dijo, mirándome a los ojos— pero es la última de la campaña.

—Tienes mi palabra —le respondí, y me escabullí entre los que le acompañaban rumbo al estacionamiento.

La comida en el Madoka fue una experiencia extraña. Había pasado algún tiempo desde mi última relación sentimental, de la que no salí tan bien librado como hubiese deseado, y a partir de entonces mantenía vínculos de orden más mundano con algunas mujeres, pero nada que me llegase al corazón. No es que me hubiese abatido un repentino golpe de amor, pero sí me daba gusto volver a ver a Gabriela, después de tantos años, y estaba seguro que a ella le sucedía otro tanto. Suponía yo, con algún fundamento, que no andaría viviendo en aquellos sitios olvidados del mundo sin tener un hombre a su lado, y sospechaba de un antiguo condiscípulo suyo, un individuo torvo y oscuro, radical en extremo, que nunca me inspiró confianza. Pero conociéndola como la conocía, tenía por cierto que aquello no sería obstáculo para que ella y yo recordásemos los tiempos idos.

 

La observaba mientras charlábamos, entre una y otra interrupción de la mesera. Seguía siendo la misma, si acaso un poco más ajada. Miraba yo su rostro moreno y con pecas, su cabello oscuro que ya peinaba algunas canas, me preguntaba qué tan acabado me vería ella a mí. No estaba mejor que las mujeres que yo veía por aquel entonces; de hecho, lo admito, me avergonzaba la posibilidad de que alguien conocido me viese con ella. Pero en cambio, Gabriela tenía el encanto del cariño viejo, decantado en los recuerdos y enriquecido por el paso del tiempo.

—No acabo de asimilar que te hayas convertido en un catrín —me decía, mientras devoraba con fruición unas enchiladas de aspecto desabrido—. Tú, que eras el crítico más agudo de las costumbres burguesas.

—Hace ya mucho que esa palabra pasó a la historia —me defendía yo—. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Mis alumnos de la prepa no saben qué significa ser burgués.

—Que los estudiantes cada vez sean más ignorantes no te exime de responsabilidad. Estás hecho un maldito burgués. Te aseguro que hasta juegas tenis con tu jefe y tarugadas de esas—. No le respondí, por supuesto, aunque aquello fuera verdad.

—“Dos de octubre no se olvida”, ¿lo recuerdas? —le pregunté con ironía, e hice un esfuerzo por recordar lo que algún día nos había unido.

—No sabes cómo lamento que te hayas convertido en parte de aquello contra lo que he luchado todo este tiempo. No es que me interese lo que hagas con tu vida, pero recuerdo que estabas contra el “Sistema”.

—Yo me siento mejor que nunca —le respondí—, créeme que es la mejor época de mi vida.

—Yo creo que ya te pudriste hasta los huesos, nomás con pertenecer al partido ya tienes suficiente. ¿Qué no te das cuenta?

—Precisamente eso es lo que me ha permitido llegar hasta aquí, es lo más bueno que me ha pasado en años.

—Pues tú sabrás lo que haces. Yo de corazón lo lamento, preferiría que te hubieras convertido en jesuita. Aunque la verdad habría sido un desperdicio, los años te han sentado, al menos estás más bueno que antes. —Yo le agradecí el piropo, y traté de devolvérselo.

La de Gabriela era la relación que mejor sabor me había dejado durante mi vida universitaria, contando que no era la más atractiva de las estudiantes. Compartimos en ese tiempo un cariño fuerte pero no borrascoso, ni conflictivo ni turbulento, como otros en los que me vi envuelto años después. La recordaba por encima de otras mujeres debido a un rasgo singular; fue la única relación afectiva en mi vida que terminó por motivos ideológicos. Ocurrió durante una campaña electoral, cuando yo me incliné por la socialdemocracia, deslizándome todavía más a la derecha del ya de por sí “reaccionario”, según lo catalogaban ella y sus camaradas, Partido Comunista, y ella abandonó el leninismo ortodoxo y las lecturas analíticas del “¿Qué hacer?”, para ir en pos del maoísmo más radical que yo había conocido hasta entonces. Aquella corriente descalificaba el proceso electoral en el cual yo participaba, bajo el precepto fundamental de que eso era seguirle el juego al “Sistema”. Esta postura suya llevó a nuestra relación a un punto que se iba haciendo más y más insostenible a medida que se acercaban las elecciones, y a pesar del mucho cariño que nos profesábamos, llegó el momento en que las ideas nos separaron. Tiempo después aquella ideología la llevó, como pasante de sociología, a las comunidades indígenas de la Sierra de Guerrero. Ésta fue la última noticia suya que tuve después de nuestra ruptura, habían pasado diez años, y de pronto allí estaba ella, cruzándose a la mitad de mi vida, con sus ideas pasadas de moda y su pinta de redentora social.

Quedaba en nosotros un grato recuerdo de lo que fuimos mientras duramos juntos, suficiente para que, sin sentirme tentado a restablecer nada, tuviese deseo de pasar con ella al menos una velada, y sentirme seguro de que ella compartía ese pensamiento. De manera que sin pensarlo mucho, al terminar la comida la invité a quedarse en mi departamento. Ella fingió sorpresa de una manera que me encantó, y ante mi reiterada oferta de ayudarla en sus gestiones a la mañana siguiente, terminó por aceptar. La llevé entonces a casa para que se diese un baño y se recostase, mientras yo acudía al partido para atender mis ocupaciones. Guillermo, aturdido todavía por el festejo, pero impaciente por iniciar su anhelado cometido, me esperaba en su oficina. Me soltó una perorata inflamada por los vapores del coñac acerca de la lealtad y la disciplina, que yo tuve a bien considerar como su primer acto de campaña. Por mi parte, para halagar a su fuero y autoridad, me disculpé con holgura, pero no le mencioné a Gabriela.

Era verdad que me encontraba en mi mejor etapa. Tenía dinero, un promisorio futuro en la política, seguía siendo soltero y disfrutaba mucho de mi condición. Mi afortunada asociación con Guillermo, a quién consideraba mi hermano y maestro a pesar de ser un poco menor que yo, me había valido el ingreso al partido, y me llevaba ahora a la primera gran oportunidad. Nos iríamos a México, dejando aquí en Guadalajara un pie para la siguiente etapa, que bien podría ser la presidencia de algún municipio conurbado o, ¿por qué no?, una senaduría. A donde quiera que Guillermo fuese yo sería su hombre de confianza. A veces nos parecía que todo estaba sucediendo a una velocidad vertiginosa, como si fuésemos montados a lomos de una ola gigantesca.

La llegada no prevista de Gabriela me venía a confirmar, por la obligada confrontación, que llevaba yo la senda correcta. Incluso sentía lástima por ella, la veía desamparada, encadenada al pasado ideológico, desaliñada y rota, olvidada de sí misma. También pesaba en mí una ternura añeja, pues por encima de las diferencias políticas, cuando fuimos pareja, ella supo siempre ser buena y cariñosa.

Guillermo no me dejó ir sino hasta pasadas las diez, reprochándome con la mirada cuando le avisé que la mañana siguiente la ocuparía en un asunto personal. Como ya era tarde, pasé a comprar pizza y cervezas. Ella estaba fresca y descansada después del baño, se había puesto una de mis piyamas. Cenamos en la sala, viendo la televisión, y no entendí porqué a ella le pareció un hábito extraño. Las Chivas estaban jugando la semifinal, pero eso no significaba nada para ella, así que decidí poner el noticiero.

Comíamos, fumábamos y escuchábamos a medias las noticias, pero en algún momento ella se puso en pie y apagó el televisor sin siquiera tomarme parecer, no recordaba otra mujer que se atreviese a tanto. Así que a partir de allí conversamos, ella sobre la sierra, sus convicciones, su lucha y sus hermanos indígenas, y yo sobre el partido, Guillermo, mis planes para la campaña. Y a cada momento nos parecía que el otro estaba hablando sandeces.

—Por favor quítate esa corbata —me pidió, cuando abrimos la segunda cerveza—, no soporto verte así.

Ella habló de la miseria, la injusticia y las cosas que siempre han ocurrido en este país en los lugares donde viven indios. Yo la dejé hablar con la intención de que se desahogara, aunque tuve la impresión de que no llegaba al fondo de las cosas. Cuando algo de lo que decía comenzaba a emocionarla, callaba abruptamente, como si estuviese haciendo esfuerzos por controlar sus sentimientos. Creo que había cosas de las que prefería no hablar. Para mí todo estaba claro, ella estaba tan obstinada en sus creencias políticas que no deseaba admitir que sus camaradas, y ella misma, estaban equivocados en su anhelo de proteger a los indígenas contra la sociedad moderna y las leyes del mercado, que sus anquilosadas propuestas de igualdad social estaban siendo rebasadas por la historia.

—Créeme que yo admiro y respeto tu labor y tus convicciones —le dije, levantándome del sofá, encendiendo el aparato de sonido y buscando en el armario algunas de mis cintas viejas—. Pero tú sabes que mi pensamiento es diferente.

—Es Silvio —me interrumpió, tarareando la primera canción que sonó—. Tiene años que no lo escucho.

—¿Ni siquiera eso? —Ella se encogió de hombros.

—No tengo grabadora —respondió—. Sólo oigo el radio, en dialecto casi siempre. No tengo tiempo para esas cosas. Cuando uno se compromete con una causa debe hacerlo a fondo.

—Pero es tu causa, no la de ellos —le repliqué, aprovechando la oportunidad.

—Tú lo dices porque nunca has estado allá, no tienes la menor idea de lo que es eso.

—No necesito ir hasta allá para saberlo, en nuestro Distrito también hay zonas marginadas, jodidas de verdad, créeme.

—Lo que pasa es que tú ya te vendiste al sistema. ¡Mírate!, estás hecho un catrín y un padrote. Interpretas la realidad según tu conveniencia. Para ti todo está bien porque tú estás bien, pero en este país la gente está jodida, no contenta, tú lo sabes pero te haces. El verdadero México está en otra parte, pasas junto a él y no lo ves.

—Dime una cosa —le repliqué, mientras destapaba otra cerveza—. ¿Por qué tienen que venir ustedes desde las universidades a fabricarles sus demandas y explicarles sus necesidades? —le hice un ademán para que me dejase terminar—. Te voy a contestar, porque no son de ellos esas ideas, ustedes las arman y luego se las venden como propias.

—Ocurre que ellos están indefensos —me replicó—. Siglos de explotación y miseria les han impedido entender su realidad. Ustedes los mantienen ignorantes porque así los pueden explotar, no lo niegues. Nosotros les ayudamos a abrir los ojos. Tú sabes todo eso, eres lo bastante inteligente, lo que pasa es que eres egoísta.

—Y, ¿tú, Gabriela?, ¿qué hay de ti como mujer? ¿Qué hay de tus sueños propios, tu bienestar económico, tu realización profesional?

—¡Ah, qué pendejadas dices! —me respondió, soltando una carcajada honda y cristalina.

—De veras —le dije—. Veme a mí. Con dos telefonazos puedo solucionar tu problema en la mañana. Ni siquiera tienes que moverte de aquí. Cuentas conmigo y lo sabes bien, pero escucha un consejo de amigo, soy sincero. —Ella guardó silencio y me miró con sus ojos profundos y oscuros—. Así como me ves —continué, aprovechando que no hablaba— con corbata y auto del año, te aseguro que puedo hacer más por los desvalidos que tú. ¡Porque estoy dentro del sistema!, yo trabajo desde dentro. Cada día tomo decisiones que afectan a miles —seguí, mientras sentía que su mirada me traspasaba como si mi cuerpo fuera un cristal, y la expresión de su rostro era inescrutable. Sus ojos estaban en mí, pero su mente vagaba en algún punto lejano—. La asistencia social instrumentada por el gobierno…

—Te propongo algo —me interrumpió de pronto—. Hagamos una tregua. Realmente necesito tu ayuda mañana, y estoy disfrutando mucho este momento —añadió, levantándose a voltear la cinta—. Mejor no estropeemos la velada hablando de política. ¿No tienes tequila o algo parecido?

Ahora fui yo quien se rio. Después de todo tenía razón. Fui a la cocina y saqué el tequila. Pero de pronto se me ocurrió una idea; abrí el refrigerador, saque una botella de champaña y tomé dos copas. Ella, que jamás lo había probado, me reprochó el gesto machista y burgués. Mientras bebíamos escuchamos cintas muy viejas, tarareando las canciones pues ya no recordábamos las letras, y repasamos nuestras extraviadas memorias de la vida estudiantil, nuestras aventuras y episodios amorosos. Poco a poco, las burbujas en las copas y el humo de los cigarros fueron gasificando la charla, y ella volvió a ser buena y dulce.

A la mañana siguiente desayunamos en la cocina. Yo preparaba unos huevos y ella hojeaba mi periódico, leyendo con profunda atención alguna noticia de la sección “País”, que yo no alcanzaba a ver desde la estufa. Yo no esperaba de ella una reacción pueril, pero por experiencia sabía que uno no debe iniciar conversación con una mujer cuando en la víspera se ha tenido un primer lance amoroso, así que le serví su plato, me senté frente a ella y tomé la sección de deportes para enterarme del resultado del futbol.

Me reprochó por el tiempo que me tomaba arreglarme. Pero en cuanto me anudé la corbata, tomé el celular y llamé al partido. Le pedí a mi secretaria que hablara con el jefe de la estación de carga para solicitarle, a nombre del candidato, que brindara facilidades para el transbordo de las cajas de maquinaria, y luego le indiqué que enviara una camioneta y dos mozos a la terminal. Con eso hubiera sido suficiente, pero por atención a Gabriela decidí acompañarla personalmente. Y fue bueno que así lo haya hecho, porque apareció un oficial de aduanas, un individuo bajo de estatura y celoso de su deber, que a pesar del pedimento legalizado en la frontera insistía en abrir las pesadas cajas de madera, las cuales ostentaban letreros en chino y la leyenda “Made in Taiwan”. Me molestó mucho la actitud de aquel tipo, fanfarrón en sus maneras y hostil hacia Gabriela. Ni siquiera cuando me identifiqué pareció inmutarse, como si no creyera lo que le decía. No tuve otro remedio que llamar por el portátil a mi secretaria, pedirle que enlazara la llamada a la oficina de aduanas y solicitar, de parte de Guillermo, que pusieran al jefe en la línea.

 

—¿Bueno? ¿Con quién tengo el gusto? ¿Licenciado Fernández? ¿Eres el subdirector? Mira, habla el coordinador de campaña del Lic. Guillermo Márquez, a tus órdenes. —Al oír esto, el chaparrito puso cara de preocupación—. ¿Tu jefe anda en el desayuno?, el candidato también. —En ese momento, y sin que nadie se lo solicitase, el oficial se apresuró a sellar la documentación—. Sólo llamaba para saber si nos van a acompañar en la apertura de campaña —dije. El nefasto individuo respiró con alivio—. Por cierto que hemos recibido un apoyo invaluable de parte del oficial —le hice señas al chaparrito—. Beas, sí, Beas, debo decirte que es un excelente elemento. —De allí en delante todo fluyó como el agua.

—Es lamentable que el país funcione de esta manera —le comenté a Gabriela, ya en el coche—, pero nosotros no ponemos las reglas, sólo nos queda entenderlas y sacar provecho de ellas.

No me contestó, y hasta ese momento me percaté de lo seria y ensimismada que había estado todo el tiempo. Yo achaqué su sentir a lo desagradable del episodio, y a que mis métodos seguramente le parecían reprobables, cuando no repugnantes. Pero lo importante es que las cajas ya iban rumbo a México, y nosotros podíamos olvidarnos del oficial Beas.

La llevé de vuelta a mi departamento. Casi no hablamos durante el trayecto. Ella permanecía sumergida en un profundo pozo del que al parecer no le interesaba salir.

—¿Por qué no te quedas un día más? —le propuse cuando llegamos. Ella me miró de ese modo que me desconcertaba—. Tu asunto ya quedó arreglado —le insistí—. Tómate un descanso.

—¿Sabes una cosa? —me dijo—. ¡Me alegro tanto de haberte encontrado! —Debo confesar que aquella expresión, y el beso apasionado que le siguió, alimentaron mi ego. Le pedí que descansara, y prometí regresar para llevarla a comer. Me fui de prisa a buscar a Guillermo.

No esperaba yo nada de Gabriela, después del día siguiente no la volvería a ver y no lo lamentaba. Pero aquel encuentro inesperado me había traído una grata nostalgia de mis días en la universidad, había halagado mi orgullo de varón, y al mismo tiempo venía a reforzar mi convicción de estar bien, demostrándole que incluso a ella podía tenderle la mano. Y por añadidura, me había obsequiado un poco de ternura para el sexo, que no había disfrutado hacía tiempo.

No pude volver a tiempo para la comida, y así se lo hice saber por teléfono. Llegué casi al anochecer, con una botella de vino y un ramo de flores que ella no me iba a agradecer. Pero no la encontré.

En la penumbra del apartamento solitario encontré la cama sin tender, ropa tirada en el suelo, en la cocina los trastes sucios del almuerzo, y junto a un cenicero atascado, esta infausta nota sobre la barra del desayunador:

“Te esperé cuanto pude, hubiese preferido decírtelo a la cara. Aunque sé que no llegarás a perdonarme, te debo una disculpa interminable. Te mentí en dos cosas fundamentales: no es Oaxaca, sino Chiapas donde vivo. Y no son herramientas agrícolas, sino armas y municiones lo que gentilmente me ayudaste a transbordar. Por mi conducto, el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional agradece tu desinteresada colaboración, que ayudará a sostener la lucha armada para la liberación de nuestros hermanos indígenas, y te garantiza un absoluto anonimato. Personalmente agradezco tu hospitalidad, tu trato y tu champaña, debo confesar que me gustó. Ha sido para mí la misión más grata en muchos años. No olvidaré que lo has hecho por mí.” Gabriela.

No sé cuánto tiempo permanecí mirando aquel papel terrible, sin comprender lo que me había ocurrido. Después fui al refrigerador, tomé la primera cerveza de la noche y, con el mensaje en la mano, me fui a sentar a la sala. A la primera le siguieron muchas cervezas más. Amanecía ya cuando vencí la tentación de abrir una botella de champaña.