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Perros de papel, de la memoria, de la imaginación



Prólogo

Anamari Gomís

Una parte esencial del mundo son para mí los perros. Uno de mis grandes regocijos. De acariciar el pelambre de un can tibio y amable, muchos escritores, con la misma inclinación perruna que yo, han llevado a estos grandes compañeros a las páginas de la literatura. Jack London lo hizo con Colmillo Blanco, un perro lobo salvaje que vive grandes aventuras y finalmente es domesticado (se publicó en 1906 por entregas en una revista). Virginia Woolf escribió la biografía de Flush (1933), un cocker spaniel que perteneció a la poeta decimonónica Elizabeth Barret Browing. Flush, traducida al español por uno de nuestros antologados, Sergio Pitol, es un perro que se vuelve testigo de su mundo mediante las sensaciones. La lista de perros como personajes literarios resulta larga. En la Odisea (compuesta alrededor del siglo viii a. C.), el único que reconoce a su amo, después de un larguísimo viaje, es el perro Argos, ya viejo, casi ciego, habitado por las pulgas. Julio Verne, a finales del siglo xix, incluyó personajes caninos en sus obras. No se diga Miguel de Cervantes que llevó a dialogar por la noche a Cipión y Berganza, dos perros, en una novela ejemplar titulada El coloquio de los perros. Triste y solitaria es la vida de Sirio, el perro ovejero con el que Olaf Stapledon tituló uno de sus libros de ciencia ficción publicado en 1944. Creado por un científico, Sirio habla inglés con acento canino, posee gran inteligencia humana, pero su cuerpo es de perro. En cambio, en Corazón de perro (1925) de Mijail Bulgákov, el perro callejero al que un cirujano convierte en humano desarrolla un comportamiento desastroso. Stephen King, por su parte, regresa a un perro de entre los muertos en Cementerio de mascotas (1983), y en Tombuctú (1999), Paul Auster escribió sobre Mister Bones, que debe aceptar que su amo, un homeless, está por morir.

En fin, larga y sustanciosa es la lista de perros en la literatura. En esta antología se reúnen varios autores que aceptaron de buena gana escribir sobre estos animales esenciales para sus vidas.

De su libro El arte de la fuga (1996) Sergio Pitol nos permitió tomar dos relatos en los que Sacho, su histórico bearded collie traído de Europa oriental, es el protagonista. Los textos mantienen un aire de irrealidad puesto que son pesadillas transcritas. El acto de la escritura, sin embargo, las dota de estructura. En la primera, Pitol acepta que un desconocido pasee a Sacho por las calles. El hombre y el perro no regresan a la hora convenida. Sacho se aparece al día siguiente, al mediodía. Desobedece al amo con insolencia. Por la noticias de la televisión, su dueño se entera que ha habido un crimen y que el sospechoso llevaba a un perro igual a Sacho.

En la segunda pesadilla, Sergio Pitol vive en una casa desvencijada en Roma. Se produce un cortocircuito y sale a la calle a buscar a un electricista. Sacho lo sigue y, en cierto momento, el dueño debe dejar al perro. Lo conmina a no moverse de ese sitio. Después Pitol entra en un laberinto de calles. Se pierde y se preocupa inmensamente por su perro. “Si algo caracteriza mis pesadillas —dice nuestro autor— es su infinita capacidad de agobio [...] Sólo difieren de la realidad en cuanto a que el tiempo y el espacio son distintos, así como en la capacidad combinatoria, que en el sueño conoce una libertad vertiginosa”.

En “Quevedo para un perro” Ángeles Mastretta cuenta cómo su feliz y consentido perro Gioco, de pronto se abisma en la profundidad del amor no correspondido. Ha enloquecido por una perra rottweiler. La autora recurre a algunos versos de don Francisco de Quevedo para entender el estado de su criatura. Con su gracioso estilo, Mastretta nos revela cómo queda curado Gioco del “mal de amores”.

Naief Yehya escribe un cuento de ciencia ficción. “Canis Novus” es un texto aterrador. Por ley, se debe transmutar toda mascota viva en un cyborg. “Apenas un poco más de lo que cuesta su Smartphone y su perro podrá hacer todo lo que hace ahora y también lo que hace un Smartphone.” La mascota amada se transforma en un iCan, al que le han instalado el software de la identidad del perro que fue. El dueño de Kuma, “un terrier de dudosa pureza”, se resiste al cambio.

Alicia García Bergua escogió retratar la vida diaria con sus perros Dylan y Marley. Cuenta cómo llegaron a su vida, cómo aprendió a hacerse responsable de ellos, y cómo Dylan experimentó junto a ella la muerte inesperada de Carlos Tort, marido de la poeta. Para ella, los canes “te obligan a replantear tu estancia en la Tierra y el sentido de tu vida”.

Mario Bellatin escribe sobre los saluki, perros sagrados en el islam. Fuera de esa raza, los canes todos son considerados animales impuros por “el terrible ejército de Mohammed”. “Las limpiezas de los profetas”, título del texto, invoca también la duda del autor, Bellatin, acerca del significado de lo literario. En este relato aparece el gran escritor argentino Rodolfo Fogwill, autor de la novela Los Pichiciegos, que quiere darle a Bellatin un regalo especial.

En “Si me les voy”, María Luisa La China Mendoza, con su personal modo palabrero, pretende imaginar qué pasaría con su perros, Petronio y Petronia, si ella muriera durante una operación a corazón abierto. Revela uno de los grandes miedos de los dueños que aman a sus mascotas: morirse, dejarlas a su suerte. Ambos perros son Las Torres Petronias, “hijos mudos de Dios”, alebrestados dueños de su cuarto.

David Martín del Campo nos brinda un cuento de su libro Perro dog. Se titula “Perro que ladra”. La historia puede ubicarse en cualquier enclave rural de nuestro país. Un hombre, junto con sus amigos de bebida, inicia la persecución de un can que ha mordido a su hijo. La perspectiva del perro hostigado nos la da el autor. “Avanzar por el caserío era volver al territorio de los hombres, continuar por el arroyo seco implicaba adentrarse en parajes desconocidos de los que ningún perro había regresado jamás.” Con la velocidad del cine transcurre el relato.

Cuando unos amigos de sus padres envían al perro familiar, El Johny, rumbo a la país del exilio, México, en la década de los setenta, la adolescente Sandra Lorenzano siente al abrazarlo “que la patria [...] llegaba en versión canina”.

Rafael Pérez Gay escribió sobre dos de sus perros. Lucas, un bóxer “no muy boxer”, de orejas completas, y Moska, una hermosa pastora belga malinés, que en el nombre lleva un homenaje al Conde Mosca de La cartuja de Parma de Stendhal. Lucas, cuenta el autor, se acercó hacia el final de su vida con un sentido hamletiano de sus circunstancias. Veía sombras y oía pasos de seres ultraterrenos. En este relato, el lector encontrará una descripción melancólica de la vejez de un perro que, a pesar de la edad, continuó librando batallas en la azotea de su casa. Con Moska, en cambio, el autor se enfrenta al deseo de otros amos y otros perros de socializar. Trata de eludir, en lo posible, a la cofradía de dueños de perros, pero su esfuerzo resulta vano. Entre la historia taciturna de Lucas y la popularidad de Moska, Pérez Gay confiesa que “un perro es verdaderamente nuestro cuando estamos convencidos de que está a punto de hablarnos de su vida”.

Orfa Alarcón nos ofrece el cuento “Yoko”, en el que durante un estado onírico la dueña de una perra es conducida por su mascota al reino, probablemente, de la muerte: “un mundo celestial se mostraba a través de filtros de Instagram”.

Eusebio Ruvalcaba nos entregó el cuento “Dolly”. La hija pequeña de un preso le lleva a su padre una cachorra de regalo, del mismo nombre que el primer borrego clonado. Abandonado por su familia, el recluso se aficiona a la vida con su mascota, su compañera en prisión. Los demás hombres confinados se aprenden el nombre de la perra. Dolly reina en la prisión, y algo inesperado ocurre.

El cuento de Eduardo Cerdán rompe con la devoción que a muchos nos despiertan los perros. Sultán y Kash, dos hermanos, mezcla de beagle y cocker spaniel, son los perros de los que no puede separarse una mujer. Tanto es así, que se vuelve una ermitaña para no dejarlos nunca solos. Narrado en primera persona por el hijo de la dueña de los canes, la atmósfera se enrarece cuando el narrador se instala a vivir con su pareja en la casa de su madre.

Pasen los lectores a conocer esta pequeña colección de nuevos personajes literarios.

Sueños, nada más

Sergio Pitol




Sergio Pitol (Puebla, 1933) es novelista, ensayista y traductor de autores clásicos como Conrad, James, Gombrowicz y Andrzejewski. Entre sus obras destacan: El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), La vida conyugal (1991), El arte de la fuga (1996), El mago de Viena (2005) y Autobiografía soterrada (2011). En 2005 recibió el Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español. El texto que sigue es un fragmento de El arte de la fuga.

24 de abril de 1994.

Estoy a punto de abrir la puerta de mi casa cuando un joven se acerca y me pregunta si le permitiría sacar a pasear a Sacho esa tarde. La proposición me viene de perlas, porque tengo que escribir un artículo que debía ya haber terminado. A las cinco de la tarde, la hora del paseo vespertino, pasa por la casa. Me dice que llevará al perro al parque de Los Berros. Sacho sale con él sin protestar, lo que me deja bastante asombrado. Pero no regresa a la hora convenida. Por la mañana, muy angustiado, salgo a preguntar a los vecinos si saben algo de Sacho, si lo han visto con un joven de tales y cuales características, y nadie puede darme razón ni del perro ni de su acompañante. Al mediodía Sacho se presenta en casa, muy maltrecho, sediento e irritable. Llega solo, tiene un collar de cuero diferente al suyo; algo me llama la atención en ese collar pero no logro saber con exactitud qué es. Tiene un grabado que implica algo riesgoso. A esas horas se hace pública la noticia del asesinato de un político local. La ciudad se llena de rumores. Por la noche, en el noticiero de la televisión, me entero de que un personaje sospechoso había estado paseando con un perro por el lugar donde había ocurrido el crimen. Una locutora describe al perro, y todas sus características coinciden con las de Sacho. No me cabe ya la menor duda de que el criminal, o uno de sus cómplices, es el muchacho que se había llevado a Sacho. No logro explicarme cómo pude dejarlo en manos de un desconocido. Mi ansiedad crece a medida que pasa el día. Pueden sospechar que Sacho esté implicado en una conjura, que hasta yo pueda tener ligas con los criminales. A todo esto, Sacho se comporta conmigo con una insolencia infinita, pocas veces lo he visto tan desagradable, como si estuviera resentido y me culpara de los malos ratos pasados la tarde y la noche anterior. Pero, ¿dónde pudo haber pasado la noche? ¿Podría conducirme a ese lugar? ¿Y qué caso tendría intentarlo? No consigo salir de mi perplejidad. Me digo que todo eso no es sino un sueño; lucho por salir de ese sueño antes de que la policía llegue a interrogarme, pero no lo logro. Son precisamente los ladridos de Sacho los que me despiertan del sueño interminable. Está muy irritado. A duras penas puedo ponerle el collar y hacerlo salir para su habitual paseo matutino.

 

21 de abril de 1992.

Me he instalado en Roma, en donde acabo de comprar una casa. Debe ser en las afueras de la ciudad; su aspecto es pobretón: pocos muebles, todos viejos, polvosos y desvencijados. De pronto veo chisporrotear un cable eléctrico; las chispas se convierten en pequeñas llamas y comienzan a carbonizar una viga. Vivo solo, sin nadie que me auxilie en esos casos.

Salgo a buscar a un electricista, pero la situación parece no preocuparme demasiado, como si ese cortocircuito tuviera la misma escasa importancia de la puerta del armario que cierra con dificultad. Salgo a la calle con una escalera portátil en una mano y en la otra una maleta. Advierto que Sacho me ha seguido; lo dejo acompañarme, pues es la hora de su paseo. Escondo la escalera y la maleta entre un macizo de flores, en una pequeña rotonda bastante desabrida. Descubro una entrada al Pincio y me interno con Sacho por una puerta para mí desconocida. Pasamos frente a un aviario; jaulas enormes albergan allí a miles de aves exóticas, maravillosamente coloridas. Comenzamos a ascender una colina; al pasar por un tendajón se me antoja comprar un poco de pan y queso. A Sacho no le permiten el ingreso, así que lo dejo en la acera con instrucciones de no moverse durante mi ausencia. Me equivoco y salgo por una puerta trasera; aprovecho la oportunidad para dar unos pasos y disfrutar del paisaje. En un momento dado, descubro que me he perdido. Camino sin rumbo, angustiado; llevo a Sacho clavado en el pensamiento. Entro en un café y le cuento a todo el mundo mi desgracia, la pérdida de mi perro, la imposibilidad de encontrarlo. Pido que me orienten para volver a esa entrada del Pincio donde hay un aviario. Un joven se ofrece a conducirme al lugar, dice conocer el camino a la perfección por ser distribuidor de pan en todos los negocios del rumbo. Antes de salir, elige con mortal parsimonia un par de enormes hogazas, y luego, ya de camino, me explica lo importante que el pan es para los romanos, en especial ese tipo de pan oscuro y pesado; dice que al comerlo comulgan, ratifican su identidad. Lo oigo con desesperación. Comento que hemos errado el camino, que cada vez me siento más lejos del lugar donde Sacho yace abandonado. Responde con petulancia que conoce mejor que nadie esos lugares, que seguimos un atajo directo. Caminamos en silencio durante largo rato. Al dar vuelta a un recodo aparece ante mí la cúpula de San Pedro. ¡El Vaticano, pues! No me cabe la menor duda de que he seguido a un loco o a un irresponsable, que es lo mismo. Lo insulto y se marcha comiendo su pan. No me explico cómo pudimos haber pasado el río sin yo advertirlo. Hemos atravesado media Roma; estoy más lejos que nunca de mi pobre perro, y ha comenzado a caer la noche. Con toda seguridad también él andará, desesperado, buscándome. En el peor de los casos alguien apreciará la calidad de su pelaje, se enternecerá ante su desamparo, descubrirá sus cualidades y cuidará de él. Sacho no tendrá que vagabundear por las calles. A mí, en cambio, me será imposible sobrevivir a su pérdida. Me sentiré culpable de haberlo abandonado. Recuerdo que he dejado en algún lugar una maleta y una escalera, objetos insólitos para salir a la calle en busca de un electricista; recuerdo también que mi casa había comenzado a quemarse. Han pasado tantas horas que sólo quedarán cenizas de ella. Salí a la calle sin documentos de identidad, o tal vez estén en la maleta perdida. No tengo amigos en la ciudad a quienes recurrir. Me presentaré mañana en el consulado para pedir mi repatriación. Volveré a México en la miseria; pero eso no me importa, lo verdaderamente trágico es regresar sin Sacho.

En ese momento despierto desolado, con la sensación de que el resto de mi vida transcurrirá sombríamente, que nunca podré recuperarme, que todo ha sido culpa mía. Me cuesta trabajo convencerme de que he resucitado, es decir que he vuelto a la realidad, que estoy en mi cuarto, que la agonía que acabo de vivir ha sido un mero sueño, y en ese momento descubro que a un metro de mi cama Sacho duerme. Veo el reloj, es tardísimo, ha pasado la hora en que debe salir. Por ser domingo estamos solos en casa. Le pongo de inmediato la correa y hacemos nuestro habitual recorrido por el centro de Coyoacán. Vuelve a cada momento la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que en verdad está conmigo, como si hubiera soñado que yo me había perdido en un inmenso parque de una ciudad extraña.

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