Hay que saber perder

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Hay que saber perder
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Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© Ángel Polo López

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18362-57-6

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PARA LOS QUE HAN VIVIDO EN PAREJA

PARA LOS QUE VIVEN EN PAREJA

PARA LOS QUE VIVIRÁN EN PAREJA

A Marisa, que siempre creyó en mí

A Ángela, que me mantuvo alerta

A Daniel, que me dio el último empujón

A mis padres, reacios referentes

A Isabel, incesante inspiración

A mi tía Clari, refugio incondicional

y

A mi mujer, protagonista inesperada

-

No supimos ver lo que se nos venía encima. Fuimos niños felices, despreocupados, y jóvenes lineales, maniqueos, sin trayectos sinuosos ni héroes frágiles. La existencia tutelada por un hilo argumental sin incertidumbres, solo accidentes. Ajenos a ese sentimiento trágico de la vida heredado de unos padres convertidos en mártires y sacrificados al futuro, ni bueno ni malo, de sus hijos. Porque ellos, del futuro, solo habían conocido el significado temporal, el que sucede al presente de cada día, quieras o no. Y para ellos, nacidos durante la contienda civil y señalados por la escasez y el miedo de la posguerra, solo la vía del trabajo sin descanso para sobrevivir. El sacar adelante la prole como único destino. Y, aun así, fueron felices y desgraciados. Héroes responsables y frustrados, ignorantes pero conscientes de la situación porque la vida, entonces, transcurría despacio y era reconocible: aquel episodio en la puerta del cine, cuando una persona quiso adelantar a todos los que esperaban en la fila y mi padre la sujetó del brazo para interrumpir su avance insolente. El inevitable enfrentamiento y la imagen volátil, pero definitiva, de una placa policial, el individuo identificándose como sargento de la autoridad, y mi madre, digna en todo momento, sin estridencias, protegiéndonos a mi hermano y a mí con un brazo y apartando a su marido con el otro. La indignación en el rostro de mi padre, antes de sucumbir a un semblante impávido y solemne en la derrota. El retorno a la fila, el sargento avanzando hacia la taquilla entre murmullos. Y mi héroe de silencio protector observándonos con un rostro discordante, efecto de una sonrisa cómplice y una mirada anodina. Una vez más, protagonista de un recorrido súbito hacia la resignación. Antes de que el poeta lo escribiese, ya mi padre sabía «que la vida iba en serio».

Y mi lógica llegada a la adolescencia uniformado, en blanco y negro, sin violencia infundada, neófito en la ironía y el humor, confinado a un conocimiento fragmentado y marginal. Y la aparición de Joan Manuel Serrat en nuestras vidas para iniciar nuestro imaginario sentimental y refrendar nuestra idea del amor, del éxito de la entrega sincera e incondicional: esos primeros protagonistas quebradizos, inseguros, que pierden escaramuzas pero que terminan ganando a su rival en buena lid. Y el poso molesto y relegado de esas canciones noveles sin continuidad aparente, de esas historias inacabadas, que nos empeñábamos en consumar en nuestra mente de forma heroica. Porque todo tenía que tener un final. Y la atinada comparecencia de Joaquín Sabina, oráculo irreverente, y con él, la coartada, el cinismo, el sarcasmo. El desconcierto de la súbita y recelosa irrupción de la anomalía. Y sin tregua, la búsqueda y el descubrimiento incesantes para quebrar nuestro ofuscado devaneo con un itinerario único, lineal, aunque fuera en otra dimensión (o eso pensábamos), descarnada y sórdida, aliviada por el verso del poeta. La vida del rosa al amarillo, la desmitificación del héroe. O la mitificación del personaje gris, mundano, que sobrevive, sin épica, a cualquier escenario. Las historias sin fin. Y las que se acaban, indiferentes a su final. Y la vuelta a empezar. El divorcio, como una etapa más en la vida. Y la resignación, mal heredada de nuestros progenitores, como única forma de afrontarlo.

No podía hacerlo así. «Nada de protagonistas épicos en el relato e incompetentes en la realidad». Se lo debía a mis padres. Me acerqué a la oficina del BBVA, situada en la esquina de mi calle y ordené la transferencia; como aún no se aplicaba internet a los servicios bancarios, me libré del tan habitual «el sistema está caído» y realicé la gestión en pocos minutos. Con la conciencia tranquila, regresé a casa caminando, ya que la distancia, inferior a los cuarenta metros, no necesitaba de un taxi (descarté la llamada a un Uber, no tanto por la oferta de un servicio similar, sino porque todavía no existía la aplicación). Tampoco el suburbano era una alternativa, ya que la parada más cercana se encontraba a cien metros. De los autobuses públicos, mejor ni hablar: no transitaban por aquella zona. Ya en casa, me invadió una sensación de absoluto sosiego por el deber cumplido: en ese momento, recordé que no había tomado los tranquilizantes por la mañana y un irreprimible ataque de ansiedad colonizó todo mi cuerpo. Adicto a la escenografía exagerada, alcancé el dormitorio con pasos vacilantes y recurrí a las pastillas que guardaba en la mesita de noche, de forma excepcional, para recuperar la calma. Una vez medicado, completé el proceso de relajación con una siesta reparadora y ya delante de la pantalla del televisor, pensé durante unos minutos cómo había transcurrido el día: protagonista caricaturesco en el relato pero competente en la realidad, fue lo que se me vino a la cabeza a modo de resumen. Antes de darme cuenta, pegaba en la puerta de la nevera un post-it con la siguiente recomendación: «El humor absurdo como hilo conductor de mi comportamiento ante la inminente separación. Comprar calmantes».

Su padre, ante la transferencia y el post-it, reaccionó como mejor sabía: con resignación.

CAPÍTULO I

Ante todo, sitúate

Siempre había admirado a esos personajes graves y heroicos, solo reconocibles en la gran pantalla, que recorrían con insólita firmeza el camino hacia la adversidad y humanizaban los últimos pasos con un teatral desaliento antes de adentrarse en su particular y dramático escenario. No pudo resistirse a su momento cinematográfico y se detuvo en el instante en que cerraba la puerta, espacio y tiempo suficiente para la huida atropellada de imágenes que diluían cualquier atisbo de su presencia en aquella casa y terminaban empujándolo fuera, preludio de una partida sin retorno. No se llevó nada, aunque una hora antes había dudado frente al armario donde guardaba la ropa, una amalgama natural y ahora embarazosa de sus compras y los regalos de Patricia. Solo cuando considerase las cosas única y exclusivamente suyas regresaría por última vez para recogerlas, aprovechando una ausencia deliberada de su mujer y la inactividad dominical de la furgoneta de su cooperativa (algo en su mente lo impulsaba al ahorro desde entonces). Atravesó con paso lento y distraído la pequeña explanada de la urbanización y, antes de que desapareciera de su vista, dirigió una postrera mirada a la casa, su cobijo en aquel pequeño pueblo de la Serranía de Ronda. En la ventana de su dormitorio se distinguía la silueta de una persona que, por su tamaño, descartaba a sus hijos y a su mujer. Quizá esté adelantando acontecimientos, pensó, o peor aún, imaginándolos. Decidió cerrar los ojos durante unos segundos y, cuando volvió a abrirlos, la figura había desaparecido y solo un reflejo difuminado y lejano del cabecero de la cama se vislumbraba en uno de los cristales.

Empezaba a resultar obsesiva su manía de proyectarse hacia adelante sin disfrutar del presente; sin embargo, en esta ocasión y por vez primera, cualquier intento de modificar el paso del tiempo no suponía ningún tipo de alivio, y tanto el momento actual como el futuro más inmediato se adivinaban igual de insoportables (iniciaba un proceso que cambiaría su vida, en concreto la dirección de su domicilio, su animadversión por el alquiler, su relación con los bancos —incluidos los de madera—, su forma de vestir, más acorde con las futuras rebajas, y su medición del tiempo, que en un burdo plagio del calendario cristiano sería, desde entonces, «antes o después de la separación»).

Según caminaba hacia el coche, recordó las palabras de su amigo Guillermo Presa en un diálogo mantenido días atrás, justo cuando Patricia le había comunicado su decisión irrevocable de separarse: es una segunda vida, compañero. Y te lo digo por experiencia. En todo lo que tiene que ver con tu relación, «el ayer no existe ya». Aférrate a esa idea y sobrevivirás. Esa última palabra retumbó con inusitada fuerza en sus oídos hasta convertirse en un eco invasor que recorría todo su cuerpo, sacudido por un intenso escalofrío, y antes de remitir en una sensación cada vez más débil, un miedo desconocido se alojaba entre sus emociones.

 

Los comienzos son aterradores, pensó Gabriel. Hubiese preferido un «saldrás adelante», más amable y alentador, pero Guillermo era un auténtico superviviente (había superado con éxito, años atrás, un agresivo cáncer de colon) y, desde entonces, aplicaba su particular y abnegada lucha por la vida a cualquier circunstancia.

Ese miedo inédito aceleró sus pulsaciones de modo alarmante y tanto su cuerpo como su mente, en auxilio solidario y perentorio de su persona, iniciaron una huida conjunta para escapar de esta renovada angustia que finalizó no con su balsámica desaparición, sino con la fortuita presencia de Gabriel en el kilómetro cinco de la comarcal de la Serranía Ronda.

—Por lo menos, han transcurrido un mínimo de quince minutos —musitó, más que sorprendido, acobardado, después de realizar un cálculo rápido. Hizo un esfuerzo por recrear, aunque fuese desordenada, la secuencia en el tiempo que le había transportado hasta ese punto, pero no pudo recuperar ya una simple escena, ni tan siquiera una imagen: nada que pudiese explicar por qué transitaba por esa carretera y, menos aún, cómo y cuándo había arrancado el coche e iniciado la marcha. Por fortuna, el instinto, ese impulso natural que aparece siempre que la razón desiste, corregía su destino azaroso y le empujaba, de forma autoritaria, a la ciudad de Sevilla, único refugio razonable en ese período de su vida (el legendario hechizo de la capital andaluza sería el mejor escenario terapéutico para su difícil separación, salvo momentos puntuales de calor extremo). Durante el trayecto, repitió la expresión una y otra vez, «el ayer no existe ya», «el ayer no existe ya», en un intento desesperado por mitigar su sensación de fracaso y abatimiento, pero solo consiguió cambiar el significado de la frase, como cuando una persona cuchichea un mensaje al oído de su interlocutor y este se va propagando de individuo en individuo hasta quedar desvirtuado en su totalidad. Así, por reiteración, pasó de «el ayer no existe ya» al «yo ayer no existía» para finalizar con un «¿existiré mañana?», proceso que serviría de base al memorable curso para recién separados Cómo llegar a la desaparición, que nunca pudo desarrollarse en su totalidad, ya que los participantes solo asistían a clase el primer día. Aun así, el «decepcionante resultado» de la mencionada práctica formativa no desanimó a sus promotores y, en un nuevo arrebato de creatividad, decidieron desarrollar otras posibles respuestas del ser humano en el shock inicial del proceso de separación, a la vez que intentaban que los alumnos realizasen el curso en su totalidad. Para ello, plantearon una tesis alternativa en el denostado seminario La ocultación o el fracaso de Houdini, donde las personas al borde de la ruptura que no conseguían desaparecer durante el espectáculo del inimitable mago aprendían a ocultarse siguiendo unas breves indicaciones:

1.- No se equivoque y diríjase a su nuevo apartamento de alquiler o residencia temporal de un buen amigo (para evitar un inicio desmoralizador, no se menciona la posibilidad del hogar paterno).

2.- Apague el móvil (es suficiente, no es necesario que habilite un número nuevo).

3.- Borre el mensaje del contestador automático y no caiga en la tentación de sustituirlo por uno nuevo: grabe lo que grabe en estas circunstancias será patético, aunque no menos que el comunicado original. Cuando finalice el proceso, no se lo piense y aproveche para renovar tanto su presentación como saludo de bienvenida.

4.- Coloque un cartel en la puerta del apartamento para impedir cualquier tipo de visitas con el texto «si te consideras mi amigo, necesitas ayuda psicológica»; hay que evitar a toda costa enunciados como «si en verdad me aprecias, entenderás que quiera estar solo en estos momentos», que únicamente producen el efecto contrario en las amistades.

5.- Y compre una cantidad razonable de productos congelados y alimentos en conserva (no es tiempo para desafíos culinarios); en cuanto a las bebidas, y pensando en la salud y desenlaces inciertos, es recomendable «aflojarse el bolsillo» para evitar una borrachera improductiva que derive en un dolor de cabeza prolongado y estéril, y no en una resaca terapéutica.

Por último, se recomendaba que no retornasen a la vida pública hasta superar las secuelas provocadas por la indicación número cinco, para no añadir, a su moribundo estado anímico, la conducta poco edificante de una persona ebria. En algunos casos, el individuo resultaba más soportable en estado de embriaguez y, animado por sus «amigos» y una inseparable depresión, terminaba convirtiéndose en un alcohólico, que él definía, visiblemente molesto, como la correcta continuidad de la última instrucción (Quiero beber hasta perder el control, la inolvidable canción de pulsión destructiva de Enrique Urquijo y sus secretos, se convertiría en el himno maldito de estos personajes).

¿Necesito reservar plaza en el Seminario?, se preguntó Gabriel. Y retornó a su mente con fuerza la idea central de la conversación mantenida con su amigo Guillermo Presa días atrás: «Es una segunda vida».

En líneas generales, la frase le resultaba más que familiar. Gabriel, además de gerente de una cooperativa de trabajo asociado de carpinteros (era manifiesta su vocación social), se desempeñaba como consultor y reconocía con facilidad la arenga oculta que se encontraba detrás de esas palabras: el fracaso, como una experiencia renovadora, como una pausa antes del éxito. Pero también sabía que era un simple dominio teórico. Nunca había formado parte del público en situaciones realmente difíciles o traumáticas: solo en el aprendizaje derivado de errores como «dejar las llaves en casa al salir» o «confundir el beneficiario al realizar una transferencia» se había mezclado entre los asistentes. Y ese deplorable y escaso bagaje lo empujaba a soslayar el problema planteando una pregunta: ¿Y quién quiere una segunda vida? No necesitaba responder, bastaba con tener presente la reacción de Patricia. Su mujer se había adelantado a todo y a todos de forma práctica y genial: antes de que la relación se convirtiese en un auténtico problema, había resuelto darse una nueva oportunidad («me niego a un simple reajuste de expectativas», había dicho a su círculo más íntimo). El deseo de una segunda vida, frente a una segunda vida como necesidad. El desconcierto se apoderó de Gabriel por unos instantes: había convivido con una consultora autodidacta durante más de diez años sin darse cuenta. Patricia se había transformado, de golpe, en paradigma de la resolución de conflictos, simplemente evitándolos (no presagiaba aún el coste de tan magistral y acertada decisión).

En esos momentos, se le ocurrió un posible corto o mensaje publicitario que, protagonizado por su mujer (como reconocimiento expreso a su autoría), reflejase tan brillante idea, desarrollando y conjugando tanto el aspecto comercial como el pedagógico, de forma que también pudiese utilizarlo en sus consultorías (en las situaciones menos adecuadas hacía gala de su ofuscado utilitarismo). Y adelantó un primer esbozo, algo como: «¿Quiere herramientas para saber cómo afrontar las dificultades? Si está interesado en recetas, vaya al médico o a un curso de cocina. Si lo que quiere realmente es solucionar problemas, la mejor manera es evitándolos: preservativos PATRICIA, solo placer». Valoraba también la frase «placer sin consecuencias».

Dentro de la inevitable y lógica deriva de su conducta, aparecía una primera pauta que le serviría durante todo el proceso de separación. A pesar de su falta de lucidez y de su más que limitada capacidad de respuesta por sus especiales y dramáticas circunstancias, asumía con decisión la brillante estrategia de su mujer (evitar problemas) e iniciaba su puesta en práctica con la firme intención de abandonar el domicilio conyugal, escenario presente y futuro de situaciones tensas y embarazosas. A su desventaja en el inicio del proceso, no podía añadirle un inconveniente más: utilizando el lenguaje de los economistas, Patricia ya había «descontado» la ruptura (ella había dado el paso) y su única inquietud era la reacción del que todavía era su marido. Gabriel, en cambio, aún tenía que enfrentar un escenario traumático y no deseado, además de prepararse para los movimientos que haría su mujer durante el proceso de separación. Después de estas dilatadas y tormentosas reflexiones y cada vez más convencido de los efectos preventivos y terapéuticos de los condones Patricia, decidió dar el último paso en el difícil y penoso trance de abandonar su casa de manera definitiva y se dirigió a una farmacia para adquirir el producto. Por fortuna, el dueño del negocio era un psicoanalista aficionado, y le sugirió que, para mejorar la eficacia del tratamiento, acompañase la compra de los preservativos con la pérdida voluntaria de las llaves de la vivienda.

—No vale solo con la intención, hay que poner los medios adecuados —le dijo el farmacéutico cuando abandonaba el local. Gabriel le respondió, desde la puerta, que de ninguna manera compraría otra marca.

NOTA.- Los que no quieren o no tienen posibilidad de abandonar el domicilio conyugal por dificultades económicas (bastante común en la actualidad), están ante un verdadero dilema: o el infierno de una relación acabada y devastadora o una miserable existencia en el anacrónico hogar paterno (algunos tienen la suerte de compartir un diminuto apartamento con otras personas):

- Para los primeros, solo la creencia en el Más Allá los reconforta y los anima a proseguir con su particular travesía del desierto, ya que sea cual sea su destino final, serán dichosos:

 si son reubicados a la derecha de Dios Padre, se conformarán con el eterno uso y disfrute de una merecida y añorada calma, desestimando la propuesta de felicidad ofertada al resto de compañeros, inimaginable para los que han vivido ese tipo de relación;

 si son arrastrados por Lucifer a las llamas del infierno, la experiencia terrenal les facilitará el ejercicio de cargos directivos en su nuevo hábitat y tendrán el reconocimiento que no tuvieron en vida, siendo la envidia del resto de los condenados. - Para los que vuelven a su hogar de infancia y juventud, les aconsejamos que retornen a la época de acampadas en la sierra y al rasgueo de la guitarra como actividades recreativas, obviando el consumo de cocaína y vacaciones en el extranjero por ser gastos anacrónicos e inasumibles. Se verán abocados a un rocambolesco intento por recrear el pasado y arrastrar a los padres al desempeño de su obsoleto, pero originario, papel, esperando que hayan evolucionado con los tiempos y actualicen, regularmente, la paga semanal.

Ya fuera de la farmacia, dirigió sus pasos hacia el lugar donde había aparcado. Hizo un amago de arrancar el coche pero no terminó de accionar la llave del encendido. Su mente seguía dando vueltas a su nueva e inesperada situación. Para Gabriel, todo se estaba desarrollando muy deprisa y necesitaba un respiro, a modo de tregua, para frenar la huida hacia adelante, permanente y dolorosa, de todos y cada uno de sus pensamientos. Consiguió, por unos segundos, instalarse en el presente y, una vez allí, realizó un nuevo esfuerzo para viajar al pasado, con la intención de acometer un primer análisis de lo acontecido hasta ese momento y «empezar a situarse»:

Uno se acuesta con una misteriosa joven de veintitrés años con la intención de llegar a descubrirla, y se despierta un buen día al lado de una mujer de treinta años que no conoce. Y cuando esa mañana te levantas de la cama, surge repentino un abismo a tus pies y la caída es inevitable (ella no sufre el mismo accidente porque está en El Corte Inglés renovando su vestuario. Hay personas que afirman haberla visto en la sección de ropa interior masculina pero modificaron su versión para no herir la sensibilidad del afectado).

Sin embargo, a medida que retrocedía en el tiempo, hacían su aparición señales que no había querido ver y el calificativo «inesperado» perdía fuerza. Un compañero de trabajo, al que le unía una fuerte amistad, le acusaba de miopía voluntaria, recriminación que siempre le había parecido una ofensa: miopía, sí, pero ¿voluntaria? Y mostraba los gruesos cristales de sus gafas, ante el estupor de su buen amigo. «La acusación metafórica convertida en justificación de su conducta por el respeto absoluto y equivocado a la palabra», así era Gabriel (este hábito infeliz, derivado de la aplicación literal de determinadas expresiones, lo acompañaría en múltiples ocasiones a lo largo de su vida). Obviamente, su problema visual no era determinante para su falta de voluntad a la hora de interpretar las señales, pero repetía con cierta frecuencia y tristeza que la hipermetropía habría sido una ventaja manifiesta, por su tendencia a aumentar el tamaño de los objetos (o eso decía)1, imprescindible para personas que, como él, no terminaban de ver los pequeños detalles. Y entre esos pormenores, recordó los problemas surgidos con su mujer durante el noviazgo, cuando algo tan sencillo como invitarla a salir se convertía en un ejercicio embarazoso. Al llamarla para concertar una cita, temía que su lenguaje denotase usos y comportamientos machistas que pudieran ahuyentarla, y por ello era muy cuidadoso con cada una de las palabras utilizadas para no transmitir la sensación de que él decidía todo lo relativo al próximo encuentro.

 

Por desgracia, Gabriel no tuvo conocimiento, por aquel entonces, del insólito manual Cómo iniciar un romance con una fotografía de Ingrid Bergman, en el que se incluía un protocolo de conducta para evitar, en la medida de lo posible, cualquier expresión de carácter sexista en el arreglo de una cita:

para superar este miedo, podemos acometer ciertos ejercicios prácticos encaminados a desterrar expresiones como «te voy a llevar al cine a ver la última película de Woody Allen» y sustituirlas por otras que indiquen igualdad en el trato: «¿Vamos al cine este sábado?» (no es aconsejable caer en extremismos del tipo «ya sé que puedes ir sola pero me gustaría que me acompañases al cine»); aunque para un desaprendizaje no traumático, podemos introducir un paso intermedio como «he comprado dos entradas para ver la última película de Woody Allen», donde se propone un original margen de decisión para la pareja al no concretar el acompañante. También puede servir pasar de «te voy a llevar al cine este sábado» a «podíamos ir al cine», teniendo como paso intermedio «te voy a llevar al cine este fin de semana», donde se pone de manifiesto un cierto aperturismo, ya que dejamos que la pareja elija entre el sábado y el domingo (los más aventajados incluyen también el viernes).

Su amiga Fabiola fue la primera en tener conocimiento del manual, pero no pudo darle la noticia a tiempo: siempre que se disponía a hacerlo, iniciaba la conversación con un «Hola, soy Fabiola», y eso le ocasionaba un ataque de risa que le impedía articular palabra. Solo cuando se decidió a sustituir ese saludo por el tradicional buenos días o buenas tardes pudo, por fin, realizar la llamada. No tendría ninguna utilidad, ya que el manual referido, Cómo iniciar un romance con una fotografía de Ingrid Bergman, había sido retirado de la circulación debido a las numerosas denuncias de lectores practicantes, que no soportaban la permanente e impertérrita sonrisa de la actriz cuando la pareja tenía fuertes discusiones o acudían al entierro de un familiar.

Siguió recostado en el asiento del coche, con la mirada perdida en la lejanía, que un nuevo ejercicio de imaginación trasladó de la distancia al tiempo. Una vez allí, inició un retorno al pasado, eligiendo con minuciosidad las imágenes para respetar la cronología de su relato conjunto con Patricia. Las secuencias, que discurrían con una rapidez inusitada en los primeros años, fueron perdiendo celeridad fruto de una somnolencia espontánea, hasta convertirse en imágenes difuminadas y estáticas. En ese momento, Gabriel cerró los ojos. Habían pasado diez años desde aquel azaroso encuentro en la fatídica tienda de suministros eléctricos, propiedad de un miembro de la familia de su mujer. Siempre había tenido una cierta animadversión hacia la figura de Thomas Alva Edison por «inventar el futuro de forma acaparadora», pero esto era demasiado: se había convertido en protagonista indirecto y, en consecuencia, elemento determinante del origen de su relación con Patricia. Animado por su más que insensato razonamiento, llamó a su abogado para valorar la posibilidad de una demanda contra el admirado genio, ya que «no había sido capaz de medir las implicaciones futuras de su invento y, por tanto, tenía un grado de responsabilidad evidente en su matrimonio». El jurista, lejos de disuadirlo de tan esperpéntica propuesta, acogió la idea con entusiasmo y emitió un primer comunicado, que finalizaba con la siguiente apostilla: «La gente debe ser más cuidadosa con sus creaciones y valorar todos y cada uno de los posibles efectos de su aplicación práctica. No tengo nada más que añadir».

A pesar de su extraordinaria inteligencia, Edison nunca pensó que las futuras tiendas de suministros eléctricos pudieran ser lugar de encuentro casual donde hombres y mujeres iniciasen relaciones estables. Y si lo pensó, nunca valoró posibles consecuencias, como cualquier persona razonable. Y pasar por alto ese pequeño detalle podía resultarle extremadamente caro (no a él, sino a sus herederos).

NOTA.- Basta decir que, por aquel entonces, la estupidez humana no había alcanzado las cotas actuales y resultaba impensable que una persona demandase a la empresa fabricante, después de introducir a su perro en el microondas, con la única justificación de que no se prohibía en el manual de indicaciones (entre otras cosas, porque aún no se había inventado: ¿el manual? No, el microondas).

A raíz de la querella, nació un movimiento popular, En defensa del insigne inventor Thomas Alva Edison (también, Gracias, TAE), formado por todas aquellas parejas que se habían conocido en tiendas de suministros eléctricos y disfrutaban de una relación estable y placentera. Coca Cola quiso sumarse a esta corriente para que se visualizase su apoyo ferviente a uno de los mayores símbolos del progreso humano, pero los fundadores del movimiento entendieron que no había relación entre los productos y desestimaron su solicitud. Poco acostumbrada al fracaso, la gigantesca compañía reaccionó de manera rencorosa y contundente y, como respuesta, nunca más volvió a encender las luces del árbol de Navidad de su más famoso anuncio y en posteriores campañas publicitarias las sustituyó por minúsculos aerogeneradores. La idea creó tendencia, y muchas familias reemplazaron el alumbrado por estos objetos. Hartos de soplar los pequeños ventiladores para iluminar el tradicional árbol, la sociedad en masa presionó a la plataforma En defensa de Thomas Alva Edison para que reconsiderase su postura y, aunque no consiguió la incorporación de la multinacional del refresco a la misma, sus fundadores, hartos de amenazas y coacciones, terminaron por disolverla.

Cuando la causa del genial inventor parecía perdida, ya que no contaba con su más incondicional y decidido apoyo, ocurrió un hecho inesperado que cambió el desenlace de tan inaudita y extravagante historia. En una interminable y agotadora gira realizada por Gabriel (y financiada de forma discreta por la Coca Cola) con la intención de seguir sumando adeptos a la causa contra el inventor de la electricidad, realizó una controvertida parada en Nueva Guinea Papúa, que sus detractores (miembros radicales de la extinta Gracias TAE) calificaron de turismo encubierto. Después de una estancia que se prolongó más de lo acordado, Gabriel decidió, para sorpresa de la multinacional, retirar la demanda, convencido por los aborígenes para que abandonase el uso de la electricidad y aprendiese a dominar el fuego, evitando así las visitas a las tiendas de suministros eléctricos (de inmediato, Coca Cola suspendió la transferencia de fondos y solo pudo retornar a su país de origen gracias al patrocinio de la competencia).