Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 1128

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—¿No será Jacob, supongo?

—No, no temáis. Es el barquero de Loevestein, un muchacho despierto, de veinticinco a veintiséis años.

—¡Diablo!

—Estad tranquilo —repitió Rosa riendo—. Todavía no tiene la edad, ya que vos mismo la habéis fijado entre veintiséis y veintiocho años.

—En fin, ¿creéis poder contar con ese joven?

—Como conmigo. Se arrojaría de su barca al Waal o al Mosa, a mi elección, si se lo ordenara.

—¡Pues bien, Rosa! En diez horas ese muchacho puede estar en Haarlem; me daréis un lápiz y un papel, mejor aún sería una pluma y tinta, y escribiré, o más bien, escribiréis vos. En mí, pobre prisionero, tal vez verían, como ve vuestro padre, una conspiración en todo esto: Escribiréis al presidente de la Sociedad Hortícola y, estoy seguro que el presidente vendrá.

—Pero, ¿y si tarda?

—Suponed que tarde un día, hasta dos; pero esto es imposible, un aficionado a los tulipanes como él no tardará ni una hora, ni un minuto, ni un segundo en ponerse en camino para ver la octava maravilla del mundo. Pero, como decía, tarde un día, tarde dos, el tulipán estará todavía en todo su esplendor. Una vez visto el tulipán por el presidente, y todo quede dicho en el atestado dirigido por él, guardaréis una copia de ese atestado, Rosa, y le confiaréis el tulipán. ¡Ah! Si hubiésemos podido llevarlo nosotros mismos, Rosa, no habría abandonado mis brazos más que para pasar a los vuestros; pero esto es una ilusión en la que no hay que soñar—continuó Cornelius suspirando—. Otros ojos lo verán marchitarse. ¡Oh! Sobre todo, Rosa, antes de que lo vea el presidente, no lo dejéis ver a nadie. ¡El tulipán negro, buen Dios! ¡Si alguien viera el tulipán negro, lo robaría…!

—¡Oh!

—¿No me habéis dicho vos misma lo que temíais con respecto a vuestro enamorado Jacob? Si se roba un florín, ¿por qué no robarían cien mil?

—Vigilaré, estad tranquilo.

—¿Y si en este momento se está abriendo?

—El caprichoso es muy capaz de ello —bromeó Rosa.

—Si lo hallarais abierto al entrar…

—¿Y bien?

—¡Ah, Rosa! Desde el momento en que se abra, recordad que no habrá ni un momento que perder para advertir al presidente.

—Y para preveniros a vos. Sí, comprendo.

Rosa suspiró, pero sin amargura y como una mujer que no solamente comienza a comprender una debilidad, sino a habituarse a ella.

—Regreso al lado del tulipán, señor Van Baerle, y tan pronto florezca, seréis advertido; una vez vos advertido, el mensajero partirá.

—¡Rosa, Rosa, ya no sé a qué maravilla del Cielo o de la Tierra compararos!

—Comparadme al tulipán negro, señor Cornelius, y quedaré muy halagada, os lo juro hasta la vista, señor Cornelius.

—¡Oh! Decid: hasta la vista, amigo mío.

—Hasta la vista, amigo mío —repitió Rosa un poco consolada.

—Decid: Amigo mío bien amado.

—¡Oh! Amigo mío…

—Bien amado, Rosa, os lo suplico, bien amado, bien amado, ¿verdad?

—Bien amado, sí, bien amado —dijo Rosa palpitante, embriagada, loca de alegría.

—Entonces, Rosa, ya que habéis dicho bien amado, decid también bienaventurado, decid feliz como jamás hombre alguno haya sido feliz y bajo el cielo. No me falta más que una cosa, Rosa.

—¿Cuál?

—Vuestra mejilla, vuestra mejilla fresca, vuestra mejilla rosada, vuestra mejilla aterciopelada. ¡Oh, Rosa! Voluntariamente, no por sorpresa, no por accidente, Rosa. ¡Ah!

El prisionero terminó su ruego con un suspiro; acababa de encontrar los labios de la joven, no por accidente, no por sorpresa, como cien años más tarde Saint-Preux debía encontrar los labios de Julie.

Rosa huyó.

Cornelius se quedó con el alma suspendida en sus labios, el rostro pegado al postigo.

Se ahogaba de alegría y de felicidad. Abrió la ventana y contempló largo tiempo, con el corazón rebosante de dicha, el azul sin nubes del cielo, la luna que plateaba el doble río, destellando más allá de las colinas. Se llenó los pulmones del aire generoso y puro, el espíritu de dulces ideas, el alma de reconocimiento y de admiración religiosa.

—¡Oh! ¡Vos estáis siempre allá arriba, Dios mío! —exclamó, medio prosternado, con los ojos ardientemente tendidos hacia las estrellas—. Perdonadme por haber casi dudado de Vos en estos últimos días: Vos os ocultabais detrás de vuestras nubes, y por un instante dejé de veros, Dios bueno, Dios eterno, Dios misericordioso. ¡Pero hoy!, esta tarde, esta noche, ¡oh!, Os veo todo entero en el espejo de vuestros cielos y, sobre todo, en el espejo de mi corazón.

¡Estaba curado, el pobre enfermo; estaba libre, el pobre prisionero!

Durante una parte de la noche, Cornelius permaneció colgado de los barrotes de su ventana, con el oído presto; concentrando sus cinco sentidos en uno solo, o más bien, en dos solamente, miraba y escuchaba.

Miraba el cielo y escuchaba a la tierra.

Luego, con la mirada vuelta de cuando en cuando hacia el corredor, se decía:

«Allá abajo está Rosa, Rosa que vela como yo, que como yo espera de minuto en minuto; allá abajo, ante los ojos de Rosa está la flor misteriosa, que vive, que se entreabre, que se abre. Tal vez en este momento Rosa tiene el tallo del tulipán entre sus delicados y tibios dedos. Toca ese tallo suavemente. Tal vez roce con sus labios su cáliz entreabierto; rózalo con precaución, Rosa, tus labios arden; tal vez en este momento, mis dos amores se acarician bajo la mirada de Dios.»

En aquel momento, una estrella se inflamó en lo alto, atravesó todo el espacio que separaba el horizonte de la fortaleza y vino a abatirse sobre Loevestein.

Cornelius se estremeció.

—¡Ah! —exclamó—. Es Dios que envía un alma a mi flor.

Y como si lo hubiera adivinado, casi en el mismo instante, el prisionero oyó en el corredor unos pasos ligeros, como los de una sílfide, el roce de una ropa que parecía un batir de alas y una voz bien conocida que decía:

—Cornelius, amigo mío, amigo mío bien amado y bienaventurado, venid, venid enseguida.

Cornelius no dio más que un salto de la ventana al postigo; una vez más sus labios encontraron los labios murmuradores de Rosa, que le dijo en un beso:

—Se ha abierto, es negro, aquí está.

—¿Cómo, aquí está? —exclamó Cornelius, separando sus labios de los labios de la joven.

—Sí, sí, es preciso correr un pequeño peligro para dar una gran alegría, aquí está, tened.

Y, con una mano, levantó a la altura del postigo un pequeño farol que acababa de encender; mientras que a la misma altura, levantaba con la otra el milagroso tulipán.

Cornelius lanzó un grito y creyó desmayarse de emoción.

—¡Oh! —murmuró—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me recompensáis mi inocencia y mi cautividad, ya que habéis hecho crecer estas dos flores en el postigo de mi prisión.

—Besadla —dijo Rosa—como yo la he besado hace un momento.

Cornelius, reteniendo el aliento, tocó con la punta de los labios el extremo de la flor, y jamás beso dado a los labios de una mujer, aunque fuera a los labios de Rosa, le entró tan profundamente en el corazón.

El tulipán era bello, espléndido, magnífico; su tallo tenía más de treinta centímetros de altura; se alzaba del seno de cuatro hojas verdes, lisas, derechas como puntas de lanza; toda su flor era negra y brillante como el azabache.

—Rosa —dijo Cornelius jadeante—, Rosa, no hay un instante que perder, es preciso escribir la carta.

—Ya está escrita, mi bien amado Cornelius —contestó Rosa.

—¿De veras?

—Mientras el tulipán se abría, yo escribía, porque no quería que se perdiera ni un solo instante. Mirad la carta, y decidme si la encontráis bien.

Cornelius cogió la carta y leyó, en una escritura que había hecho grandes progresos desde la primera frase que había recibido de Rosa:

Señor presidente:

El tulipán negro va a abrirse dentro de diez minutos tal vez. Tan pronto se abra, os enviaré un mensajero para rogaros vengáis vos mismo en persona a buscarlo a la fortaleza de Loevestein. Soy la hija del carcelero Gryphus, casi tan prisionera como los prisioneros de mi padre. No podré, pues, llevaros esta maravilla. Por eso es por lo que me atrevo a suplicaros que vengáis a buscarlo vos mismo.

Mi deseo es que se llame Rosa Barloensis.

Acaba de abrirse; es perfectamente negro…

Venid, señor presidente, venid.

Tengo el honor de ser vuestra humilde servidora.

ROSA GRYPHUS.

—Eso es, eso es, querida Rosa. Esta carta es una maravilla. Yo no la hubiera escrito con esta simplicidad. En el Congreso, daréis todos los informes que os pidan. Sabrán cómo ha sido creado el tulipán, a cuántos cuidados, vigilias y temores ha dado lugar, mas, por el momento, Rosa, no hay un instante que perder… ¡El mensajero! ¡El mensajero!

—¿Cómo se llama el presidente?

—Dádmela para que ponga la dirección. ¡Oh! Es muy conocido. Es Mynheer Van Systens, el burgomaestre de Haarlem… Dádmela, Rosa, dádmela.

Y, con mano temblorosa, Cornelius escribió sobre la carta:

A Mynheer Peters van Systens, burgomaestre y presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem.

—Y ahora, marchaos, Rosa, marchaos —dijo Cornelius—, y pongámonos bajo el amparo de Dios que hasta ahora nos ha protegido tan bien.

XXIII

EL ENVIDIOSO

En efecto, los pobres jóvenes tenían gran necesidad de ser amparados por la protección directa del Señor.

Jamás habían estado tan cerca de la desesperación como en este mismo instante en que creían tener asegurada su felicidad.

No dudaremos en absoluto en la inteligencia de nuestro lector hasta el punto de suponer que no haya reconocido en Jacob, nuestro antiguo amigo, o más bien nuestro antiguo enemigo, a Isaac Boxtel el tulipanero.

El lector ha adivinado, pues, que Boxtel había seguido de la Buytenhoff a Loevestein al objeto de su amor y al objeto de su odio:

El tulipán negro y Cornelius van Baerle.

Lo que cualquier otro tulipanero y más un tulipanero envidioso no hubiera podido jamás descubrir, es decir, la existencia de los bulbos y las ambiciones del prisionero, la envidia había hecho, sinó descubrir, por lo menos adivinar a Boxtel.

Lo hemos visto más afortunado bajo el nombre de Jacob que bajo el nombre de Isaac, entablar amistad con Gryphus, al que gratificó el reconocimiento y la hospitalidad durante unos meses, con la mejor ginebra que se hubiera fabricado jamás desde Texel a Amberes.

Adormeció sus desconfianzas; porque como hemos visto, el viejo Gryphus era desconfiado; adormeció sus desconfianzas, decimos, halagándole con una alianza con Rosa.

Acrecentó por otra parte sus instintos de carcelero, después de haber halagado su orgullo de padre. Acrecentó sus instintos de carcelero pintándole con los más sombríos colores al sabio prisionero que Gryphus tenía bajo sus cerrojos, y que al decir del falso Jacob, había concertado un pacto con Satán para perjudicar a Su Alteza el príncipe Guillermo de Orange.

También había tenido éxito al principio con Rosa, no inspirándole sentimientos de simpatía, ya que a Rosa siempre le había gustado muy poco Mynheer Jacob, pero al hablarle de matrimonio y de loca pasión, había apagado en principio todas las sospechas que hubiera podido tener.

Hemos visto cómo su imprudencia al seguir a Rosa al jardín lo había denunciado a los ojos de la muchacha, y cómo los temores instintivos de Cornelius habían puesto a los dos jóvenes en guardia contra él.

Lo que había, sobre todo, inspirado las inquietudes al prisionero, nuestro lector debe recordarlo, era aquella gran cólera que había invadido a Jacob contra Gryphus a propósito del bulbo aplastado.

En aquel momento, esa rabia era tanto mayor por cuanto aunque Boxtel suponía que Cornelius tenía un segundo bulbo, no estaba muy seguro de ello.

Fue entonces cuando espió a Rosa y la siguió no solamente al jardín, sino también por los corredores.

Únicamente que; como esta vez la seguía por la noche y con los pies descalzos, ni fue visto ni oído.

Excepto aquella vez en que Rosa creyó haber visto pasar algo como una sombra por la escalera.

Pero ya era demasiado tarde, Boxtel había sabido, de la misma boca del prisionero, la existencia del segundo bulbo.

Engañado por la trampa de Rosa, que había simulado el acto de enterrarlo en la platabanda, y no dudando que esa pequeña comedia había sido ejecutada para forzarle a traicionarse, redobló las precauciones y puso en juego todas las artimañas de su mente para continuar espiando a los otros sin ser espiado él mismo.

Vio a Rosa transportar una gran vasija de mayólica de la cocina de su padre a la habitación que ella ocupaba.

Vio a Rosa lavarse, con mucha agua, sus bellas manos llenas de la tierra que había amasado para preparar al tulipán el mejor lecho posible.

Finalmente alquiló, en un granero, una pequeña habitación justo enfrente de la ventana de Rosa; bastante alejada para que no se le pudiera reconocer a simple vista, pero bastante cerca para que con la ayuda de su telescopio pudiera seguir todo lo que ocurría en Loevestein en la habitación de la joven, como había seguido en Dordrecht todo lo que pasaba en el secador de Cornelius.

No hacía más de tres días que estaba instalado en su granero, cuando no le cupo ya ninguna duda.

Desde que se levantaba el sol por la mañana, la vasija de mayólica estaba en la ventana y, semejante a esas encantadoras mujeres de Miéris y de Metzu, Rosa aparecía en aquella ventana encuadrada por las primeras ramas verdeantes de la parra y la madreselva.

Rosa contemplaba la vasija de mayólica con una mirada que denunciaba a Boxtel el valor real del objeto encerrado en ella.

Lo que encerraba la vasija era, pues, el segundo bulbo, es decir, la suprema esperanza del prisionero.

Cuando las noches amenazaban ser demasiado frías, Rosa entraba la vasija de mayólica.

Eso indicaba que Rosa seguía las instrucciones de Cornelius, que temía que el bulbo se helara.

Cuando el sol se hizo más cálido, Rosa entraba la vasija de mayólica desde las once de la mañana hasta las dos de la tarde.

Eso indicaba, asimismo, que Cornelius temía que la tierra se desecara.

Pero cuando la lanza de la flor salió de la tierra, Boxtel quedó completamente convencido: no tenía una altura mayor de tres centímetros cuando, gracias a su telescopio, no había lugar ya a la duda para el envidioso.

Cornelius poseía dos bulbos, y el segundo estaba confiado al amor y a los cuidados de Rosa.

Porque, pensándolo bien, el amor de los dos jóvenes no había escapado a Boxtel.

Era, pues, a ese segundo bulbo al que había que hallar el medio de sustraer a los cuidados de Rosa y al amor de Cornelius.

Sólo que la cosa no era fácil.

Rosa vigilaba a su tulipán como una madre vigilaría a su hijo; mejor que esto, como una paloma empolla sus huevos.

Rosa no abandonaba la habitación en toda la jornada; y había más; cosa extraña, Rosa no abandonaba ya su habitación por la noche.

Durante siete días, Boxtel espió inútilmente a Rosa; Rosa no salía en absoluto de su habitación.

Esos fueron aquellos siete días de riña que hicieron a Cornelius tan desgraciado, al llevarse a la vez toda noticia de Rosa y de su tulipán.

¿Iba a estar Rosa eternamente enojada con Cornelius? Esto hubiera hecho el robo muchísimo más difícil de lo que había creído al principio Mynheer Isaac.

Decimos robo, porque Isaac estaba completamente decidido en su proyecto de robar el tulipán; y como éste crecía en el más profundo misterio, como los dos jóvenes ocultaban su existencia a todo el mundo, le creerían antes a él, tulipanero reconocido, que a una joven extraña a todos los detalles de la horticultura o que a un prisionero condenado por un crimen de alta traición, guardado, sobrevigilado, espiado, y que mal reclamaría desde el fondo de su calabozo. Por otra parte, como sería poseedor del tulipán y como en el caso de muebles y otros objetos transportables, la posesión da fe de la propiedad, él obtendría ciertamente el premio y sería realmente coronado en lugar de Cornelius, y el tulipán, en vez de llamarse Tulipa nigra Barloensis, se llamaría Tulipa nigra Boxtellensis o Boxtellea.

Mynheer Isaac no estaba todavía decidido sobre cuál de esos nombres daría al tulipán negro; pero como ambos significaban la misma cosa, no era éste el punto más importante.

El punto más importante era robar el tulipán.

Mas, para que Boxtel pudiera apoderarse del tulipán, era preciso que Rosa saliera de su habitación.

Así pues, fue con verdadera alegría que Jacob o Isaac, según se prefiera, vio reemprenderse las citas acostumbradas de la noche.

Comenzó por aprovechar la ausencia de Rosa para estudiar su puerta.

La puerta cerraba bien y a doble vuelta, por medio de una cerradura simple, pero de la que únicamente

Rosa poseía la llave.

Boxtel tuvo la idea de robar la llave a Rosa, pero además de que no era cosa fácil registrar el bolsillo de la joven, al apercibirse Rosa de que había perdido su llave haría cambiar la cerradura, y no saldría de su habitación hasta que la cerradura fuera cambiada, y Boxtel habría cometido un crimen inútil.

Era preferible, pues, emplear otro medio.

Boxtel reunió todas las llaves que pudo hallar, y mientras Rosa y Cornelius pasaban en el postigo una de sus horas afortunadas, las probó todas.

Dos entraron en la cerradura, una de las dos dio la primera vuelta y se detuvo en la segunda.

No había más que retocar muy poca cosa a esta llave.

Boxtel la impregnó con una ligera capa de cera y repitió la experiencia.

El obstáculo que la llave había encontrado en la segunda vuelta había dejado su huella sobre la cera.

Boxtel no tuvo más que seguir esta huella con el mordiente de una lima de hoja estrecha como la de un cuchillo.

Con otras dos horas de trabajo, Boxtel consiguió su llave a la perfección.

La puerta de Rosa se abrió sin ruidos, sin esfuerzo, y Boxtel se halló en la habitación de la joven, a solas con el tulipán.

La primera acción condenable de Boxtel había consistido en pasar por encima de un muro, para desenterrar el tulipán; la segunda había sido penetrar en el secadero de Cornelius, por una ventana abierta; la tercera, introducirse en la habitación de Rosa con una falsa llave.

Como se ve, la envidia hacía avanzar a Boxtel a grandes pasos en la abyecta y desenfrenada carrera del crimen.

Boxtel se halló, pues, a solas con el tulipán.

Un ladrón ordinario hubiera agarrado la vasija bajo su brazo y se la habría llevado.

Pero Boxtel no era un ladrón ordinario y reflexionó.

Reflexionó, contemplando el tulipán con la ayuda de su farol, diciéndose que no estaba todavía bastante avanzado para tener la certeza de que florecería negro aunque las apariencias ofrecían todas las probabilidades.

Reflexionó que si no florecía negro, o que si florecía con una mancha cualquiera, habría realizado un robo inútil.

Reflexionó que la noticia de este robo se expandiría, que se le supondría el ladrón después de lo que había pasado en el jardín, qué se realizarían investigaciones y que, por bien que ocultara el tulipán, sería posible hallarlo.

Reflexionó que, aunque ocultara el tulipán de forma que no fuera encontrado, podría, con todos los transportes que estaría obligado a sufrir, sucederle alguna desgracia.

Reflexionó finalmente que era preferible, puesto que tenía una llave de la habitación de Rosa y podía penetrar en ella cuando quisiera, esperar a la floración, cogerlo una hora antes de que se abriera, o una hora después de que se hubiera abierto, y partir en el mismo instante sin pérdida de tiempo para Haarlem, donde, antes incluso de que fuera reclamado, el tulipán estaría delante de los jueces.

Entonces sería a éste o a aquélla que reclamara a quien Boxtel acusaría de robo.

Era un plan bien pensado y digno en todo punto del que lo concebía.

Así pues, todas las noches durante aquella hora que los jóvenes pasaban en el postigo de la celda, Boxtel entraba en la habitación de la muchacha, no para violar el santuario de la virginidad, sino para seguir los progresos que realizaba el tulipán negro en su floración.

La noche a la que hemos llegado, iba a entrar como las otras noches; pero, como hemos dicho, los jóvenes no habían intercambiado más que unas palabras, y Cornelius había enviado de nuevo a Rosa para vigilar el tulipán.

Viendo a Rosa penetrar en su habitación, diez minutos después de haber salido, Boxtel comprendió que el tulipán había florecido o iba a florecer.

Era entonces durante esta noche cuando la gran partida iba a jugarse; así pues, Boxtel se presentó ante Gryphus con una provisión de ginebra doble que de costumbre.

Es decir, con una botella en cada bolsillo.

Una vez Gryphus bebido, Boxtel quedaba dueño de la fortaleza o poco más.

A las once, Gryphus estaba completamente borracho. A las dos de la madrugada, Boxtel vio salir a Rosa de su habitación, pero sosteniendo visiblemente en sus brazos un objeto que llevaba con precaución.

Este objeto era sin duda alguna el tulipán negro que acababa de florecer.

Pero ¿qué iba a hacer?

¿Iba a partir en aquel mismo instante para Haarlem con él?

No era posible que una joven emprendiera sola, de noche, un viaje semejante.

¿Iba únicamente a ensenar el tulipán a Cornelius? Esto era probable.

Siguió a Rosa con los pies descalzos y de puntillas.

La vio acercarse al postigo.

La oyó llamar a Cornelius.

Al resplandor del farol, vio el tulipán abierto, negro como la oscuridad en la que se ocultaba.

Oyó todo el proyecto planeado entre Cornelius y Rosa para enviar un mensajero a Haarlem.

Vio juntarse los labios de los dos jóvenes y luego oyó a Cornelius despedir a Rosa.

Vio a Rosa apagar el farol y desandar el camino de su habitación.

La vio entrar en su habitación.

Luego la vio, diez minutos después, salir de la habitación y cerrar con cuidado la puerta con doble vuelta de llave.

Ya que cerraba aquella puerta con tanto cuidado, es que detrás de la misma encerraba al tulipán negro.

Boxtel, que veía todo aquello oculto en el rellano del piso superior a la habitación de Rosa, descendió un escalón de su piso, cuando Rosa descendía un escalón del suyo.

De suerte que, cuando Rosa tocaba el último tramo de la escalera, con su pie ligero, Boxtel, con una mano más ligera todavía, tocaba la cerradura de la habitación de Rosa con su mano.

Y en aquella mano, como puede comprenderse, estaba la llave falsa que abría la puerta de Rosa ni más ni menos fácilmente que la verdadera.

Por eso es por lo que hemos dicho al comienzo de este capítulo que los pobres jóvenes tenían mucha necesidad de ser amparados por la protección del Señor.

XXIV

EN EL QUE EL TULIPÁN NEGRO CAMBIA DE DUEÑO

Cornelius se había quedado en el sitio donde lo había dejado Rosa, buscando casi inútilmente en él la fuerza para soportar la doble carga de su felicidad.

Transcurrió media hora.

Los primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos, a través de los barrotes de la ventana, en la celda de Cornelius, cuando éste se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían por la escalera y por unos gritos que se acercaban a él.

Casi en el mismo instante, su rostro se halló frente al pálido y descompuesto rostro de Rosa.

Retrocedió, palideciendo él mismo de estupor y espanto.

—¡Cornelius! ¡Cornelius! —exclamó aquélla jadeante.

—¿Qué ocurre, Dios mío? —preguntó el prisionero.

—Cornelius! El tulipán…

—¿Y bien?

—¿Cómo deciros esto?

—Hablad, hablad, Rosa.

—¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!

—¡Nos lo han cogido, nos lo han robado! —repitió Cornelius.

—Sí —afirmó Rosa apoyándose contra la puerta para no caer—. Sí, cogido, robado.

Y, muy a su pesar, las piernas le fallaron, se deslizó y cayó de rodillas.

—Pero ¿cómo ha ocurrido? —preguntó Cornelius—. Decidme, explicadme.

—¡Oh! No ha sido por mi culpa, amigo mío.

Pobre Rosa; no se atrevía a decir «mi bienamado».

—¡Lo habéis dejado solo! —la acusó Cornelius con un acento lamentable.

—Un solo instante, para ir a prevenir al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos de aquí, a orillas del Waal.

—Y durante ese tiempo, a pesar de mis recomendaciones, habéis dejado la llave en la puerta, ¡desventurada!

—No, no, no, y eso es lo raro. No he abandonado la llave ni un instante; la he tenido constantemente en la mano, apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.

—Pero, entonces, ¿cómo ha ocurrido?

—¿Lo sé yo, acaso? Había dado la carta al mensajero; el mensajero había partido delante de mí. Regreso, la puerta estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lugar en mi habitación, excepto el tulipán que había desaparecido. Es preciso que alguien se haya procurado una llave de mi habitación, o se haya hecho hacer una falsa.

Se ahogaba, las lágrimas cortándole la palabra.

Cornelius, inmóvil, los rasgos alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando solamente:

—¡Robado, robado, robado! Estoy perdido,

—¡Oh, señor Cornelius! ¡Perdón! ¡Perdón! —gritaba Rosa—. Yo me moriré.

Ante esta amenaza de Rosa, Cornelius agarró las rejas del postigo, en un vano intento de sacudirlas con furor.

—Rosa —exclamó—, nos han robado, es verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso? No, la desgracia es grande, pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.

—¡Ay! ¿Cómo queréis que os lo diga positivamente?

—¡Oh! Os lo digo yo, es ese infame de Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto de nuestros trabajos, el fruto de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que perseguirlo, hay que alcanzarlo.

—Pero ¿cómo hacer todo eso, amigo mío, sin descubrir a mi padre nuestro secreto? ¿Cómo, yo, una mujer tan poco libre, tan poco hábil, conseguiría ese fin, que tal vez vos mismo no alcanzaríais?

—Rosa, Rosa, abridme esta puerta, y veréis si yo no lo alcanzo. Veréis si no descubro al ladrón, veréis si no le hago confesar su crimen. ¡Veréis si no le hago gritar perdón!

—¡Ay! —exclamó Rosa estallando en sollozos—. ¿Puedo acaso abriros? ¿Tengo yo las llaves? Si las tuviera, ¿no estaríais libre desde hace tiempo?

—Vuestro padre las tiene, vuestro infame padre, el verdugo que ha aplastado ya el primer bulbo de mi tulipán. ¡Oh, el miserable, el miserable! Es cómplice de Jacob.

—Más bajo, más bajo, en nombre del cielo. ¡Os van a oír!

—¡Oh! Si no me abrís, Rosa —gritó Cornelius en el paroxismo de la rabia—, hundo esta reja y mato a todo el que halle en la prisión.

—¡Amigo mío, por piedad…!

—Os lo aviso, Rosa, voy a demoler el calabozo piedra a piedra.

Y el infortunado, con sus dos manos, a las que la cólera decuplicaba las fuerzas, sacudía la puerta con gran ruido, sin cuidarse del estrépito de su voz que iba a retumbar en el fondo de la espiral sonora de la escalera.

Rosa, espantada, trataba inútilmente de calmar esta furiosa tempestad.

—Os digo que mataré al infame de Gryphus —aullaba Van Baerle—. Os digo que verteré su sangre como él ha vertido la de mi tulipán negro.

El desgraciado empezaba a volverse loco.

—Pues bien, sí —dijo Rosa anhelante—. Sí, sí, pero calmaos. Sí, le cogeré las llaves, os abriré, sí, pero calmaos, mi Cornelius…

No había acabado, cuando un alarido lanzado delante de ella interrumpió su frase.

—¡Mi padre! —exclamó Rosa:

—¡Gryphus! —rugió Van Baerle—. ¡Ah! ¡Bandido!

El viejo Gryphus, con todos esos gritos, había subido sin que le hubiesen oído.

Agarró rudamente a su hija por una muñeca.

—¡Ah! Cogeréis mis llaves —dijo con voz ahogada por la cólera—. ¡Ah! ¡Este infame! ¡Este monstruo! Este conspirador para la horca es vuestro Cornelius. Así que se mantienen convivencias con los prisioneros de Estado. Está bien.

Rosa le golpeó con sus dos manos con desesperación.

—¡Oh! —continuó Gryphus, pasando del acento febril de la cólera a la fría ironía del vencedor—. ¡El inocente señor tulipanero! ¡El dulce señor sabio! ¡Vos me mataréis! ¡Os beberéis mi sangre! ¡Muy bien! Y todo esto con la complicidad de mi hija. ¡jesús! ¡Pero entonces me hallo en un antro de bandoleros, estoy en una caverna de ladrones! ¡Ah! El señor gobernador lo sabrá todo esta mañana, y Su Alteza el estatúder lo sabrá todo mañana. Conocemos la ley. Todo el que se rebelara en prisión, artículo sexto. Vamos a daros una segunda edición de la Buytenhoff, señor sabio, y ésta será una buena edición. Sí, sí, roeros los puños como un oso en la jaula, y tú, hermosa, cómete con los ojos a tu Cornelius. Os advierto, corderos míos, que ya no tendréis posibilidad de conspirar juntos. Así se desciende, hija desnaturalizada. Y vos, señor sabio, hasta la vista; estad tranquilo, ¡hasta la vista!

Rosa, loca de terror y desesperación, envió un beso a su amigo; luego, sin duda iluminada por un pensamiento repentino, se lanzó por la escalera diciendo:

—No está perdido todo todavía, contad conmigo, mi Cornelius.

Su padre la siguió gritando.

En cuanto al pobre tulipanero, soltó poco a poco las rejas que retenían sus convulsos dedos; su cabeza se entonteció, sus ojos oscilaron en órbitas, y cayó pesadamente sobre el piso de la celda murmurando:

—¡Robado! ¡Me lo han robado!

Durante ese tiempo, Boxtel salía del castillo por la puerta que había abierto la misma Rosa. Boxtel, con el tulipán negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le esperaba en Gorcum, y desaparecía, sin haber advertido al amigo Gryphus, como es de suponer, de su salida.

Y ahora que le sabemos subido a la calesa, le seguiremos, si el lector consiente en ello, hasta el término de su viaje.

Caminaba lentamente; no se hace correr impunemente a un tulipán negro.

Pero Boxtel, temiendo no llegar bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja guarnecida en todo su alrededor con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba allí tan muellemente reclinada por todos los lados, con aire por encima, que la calesa pudo emprender el galope sin perjuicio.