Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 1141

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El caballero no desaprovechó la ocasión: llamó a la perra con el tono más cariñoso y más seductor que supo. Mirza, al oír la voz amiga, pegó un respingo. Al reconocer al hombre del terrón de azúcar, gruñó de alegría, y después, veloz como un rayo, se lanzó de un salto por la ventana de Buvat. A los pocos momentos Raoul sintió el suave rascar de sus patas en la puerta.

Ya dentro de la habitación, el simpático animalito soltó una serie de ladridos, muestra inequívoca de la alegría que le producía el inesperado retorno del vecino.

La visión de la perra hizo que Harmental se sintiera tan contento como si fuera la propia Bathilda la que lo visitaba. Puso el azucarero al alcance de Mirza, se sentó ante el bufete, y a vuela pluma, dejando hablar al corazón, escribió la siguiente nota:

«Querida Bathilda, me creéis culpable, ¿verdad? Es porque no conocéis las circunstancias extrañas en que me encuentro, y que me disculpan. Si pudiera tener la dicha de veros un instante, un solo instante, os podría explicar por qué hay en mí dos personalidades distintas: el joven estudiante de la buhardilla, y el gentilhombre de la fiesta de Sceaux. Abrid la ventana para que pueda veros, o vuestra puerta para que pueda hablaros; permitidme que vaya a pediros perdón de rodillas.

»Adiós, o mejor, hasta pronto, querida Bathilda; doy a vuestra simpática enviada todos los besos que querría depositar en vuestros preciosos pies.

Raoul».

Este mensaje pareció suficiente al caballero; ciertamente, dado lo que se usaba en la época, resultaba muy apasionado. Lo dobló y, sin quitar ni añadir nada, lo ató, igual que hiciera con el primero, al collar de Mirza. Después, abrió la puerta de la habitación e indicó con un gesto a Mirza lo que de ella esperaba. La perra no se lo hizo repetir dos veces; se lanzó por la escalera como si tuviese alas, atravesó la calle como un rayo y desapareció en la entrada de la casa de su ama.

Harmental esperó en vano toda la tarde y parte de la noche; a las once, la débil luz que se filtraba a través de las cortinas cerradas se apagó definitivamente.

El día siguiente amaneció sin que se dulcificase el riguroso trato a que el caballero se veía sometido. Toda la mañana la pasó Raoul dando vueltas en su cabeza a miles de proyectos a cual más absurdo. Era una osadía demasiado grande el presentarse en casa de Bathilda sin haber sido autorizado y sin contar con un pretexto válido; mejor era esperar, y Harmental esperó.

A las dos entró Brigaud y encontró a su amigo de un humor insoportable.

—Querido pupilo: leo en vuestra cara que os ha ocurrido algo muy triste.

—Simplemente me aburro y estoy dispuesto a mandar al diablo vuestra conspiración.

— ¡Vamos, vamos!… ¿Os aburrís? ¿Y el clavecín? ¿Y las pinturas?

— ¡Y qué demonios queréis que pinte! ¿Y a quién queréis que dé serenatas?

—Tenéis a las dos señoritas Denis. ¡Y a propósito!, ¿qué es de vuestra vecina?

— ¡Bah!, mi vecina…

—Podíais hacer música juntos, ella que canta tan bien; eso os distraería.

—Primero tendría que conocerla. ¡Ya veis!, ni siquiera abre la ventana…

—Bueno; a mí me han dicho que es una joven encantadora. El buscar un pretexto es cosa vuestra.

—Estoy intentándolo desde ayer.

—A ver si yo os puedo ayudar. ¿No os acordáis de lo que dijo el conde de Laval sobre el registro que la policía efectuó en su casa de Val-de-Gráce, y de que tuvo que esconder la prensa y despedir a los obreros?

—Desde luego.

—Y, ¿qué solución se decidió tomar? —Sí; se recurriría a un copista.

—Pues bien; el copista en el que yo he pensado es precisamente el tutor de Bathilda. Os doy plenos poderes; id a la casa, ofrecedle ganar oro en cantidad, y las puertas se abrirán de par en par. Mejor excusa para conocer personalmente a la muchacha no podríais soñarla. Ya podréis cantar juntos cuanto queráis.

— ¡Mi querido Brigaud! —exclamó Harmental saltando al cuello del abate—, ¡me salváis la vida, palabra de honor!

— ¡Bueno, bueno…! ¿Es que ni siquiera me preguntáis a dónde tiene que ir el buen hombre a buscar el trabajo de copia?

— ¿A casa de quién?

—A casa del príncipe de Listhnay, calle de Bac 110. Este nombre, naturalmente, me lo he inventado; se trata de Avranches, el ayuda de cámara de madame del Maine.

—Muy bien. Hasta la vista, abate.

Harmental se dirigió inmediatamente hacia el portal de la casa de Bathilda.

Capítulo XVIII

CONTRAPARTIDA

EL SÉPTIMO CIELO

La pobre niña amaba a Harmental con toda su alma, como se quiere a los diecisiete años; como se quiere por primera vez. Durante el primer mes de ausencia, había contado los días, a la quinta semana había contado las horas y en los últimos ocho días, los minutos. Fue entonces cuando el abate Chaulieu vino a buscarla para llevarla con la señorita Delaunay.

Si bien a Buvat le enorgullecía el que se hubiesen acordado de Bathilda para encargarle el diseño de los disfraces de la fiesta, no se sintió satisfecho cuando supo que tendría que interpretar un papel.

La corta separación le resultó muy dura; los tres días durante los cuales Bathilda estuvo ausente le parecieron tres siglos. El pobre pendolista parecía un cuerpo sin alma.

El primer día no pudo probar bocado; se encontraba muy solo en la mesa que desde hacía trece años compartía con su pequeña Bathilda.

Cuando al fin regresó su pupila el viejo recuperó el sueño y el apetito; durmió como un tronco y comió como un ogro.

Bathilda estaba contentísima; aquel día era el último de la ausencia de Raoul. Buvat marchó a su oficina, la joven abrió de par en par su ventana, y mientras estudiaba su cantata no perdía un solo instante de vista la casa de su vecino. Cuando llegó el coche que debía llevarla a Sceaux levantó por última vez el visillo: todo estaba cerrado en la habitación del joven.

Cuando llegó al palacio de la duquesa, la iluminación, el ruido, la música y, sobre todo, el miedo que le causaba el tener que cantar por vez primera en público, alejaron de su mente el recuerdo de Raoul. La señorita Delaunay le había prometido que la llevarían a casa antes del amanecer.

Estaba pensando en lo que diría su amado en el momento del encuentro, cuando divisó a un grupo de gente que se acercaba desde el lago; eran los conspiradores que volvían de su reunión. Había llegado el momento de su intervención. Sintió que las fuerzas le flaqueaban; la emoción de cantar delante de tan distinguida concurrencia hizo que se le quebrara la voz. Pero su alma de artista se sobrepuso al recordar que iban a actuar con ella los mejores cantores y músicos de la ópera; se reconcentró, y consiguió cantar con tal perfección, que nadie notó la falta de la artista a quien sustituía.

Pero la sorpresa de Bathilda fue grande cuando, apenas había terminado su aria, al dirigir la mirada hacia el público, descubrió en medio del grupo que rodeaba a madame del Maine a un joven que se parecía muchísimo a Raoul; tanto que forzosamente tenía que ser el propio estudiante de la buhardilla. Lo que hirió en lo más profundo a la joven era el engaño a su buena fe y la traición a su amor; era que para abandonar su refugio de la calle de Temps-Perdu, para venir a mezclarse en las fiestas de Sceaux, el supuesto estudiante le hubiera mentido: engaño fue el pretendido viaje y mentira la desesperación del muchacho. Cuando Bathilda vio al que ella creía un ingenuo provinciano dar con elegancia y desenvoltura el brazo a madame del Maine, las fuerzas la abandonaron, sintió flaquear sus rodillas, y exhaló al desmayarse el doloroso grito que había llegado a lo más hondo del corazón de Raoul.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba a su lado la señorita Delaunay, la cual, después de prodigarle los más tiernos cuidados, insistió en que se quedase en Sceaux; pero a Bathilda le urgía verse lejos de aquel palacio donde tanto había sufrido. El coche que debía devolverla a París estaba dispuesto; subió a él y partió.

Cuando llegó a su casa, Nanette, que estaba advertida, la esperaba. Tampoco Buvat se había querido acostar: deseaba abrazar a su pupila y que ésta le diese detalles de la gran fiesta; pero en vista de la tardanza tuvo muy a pesar suyo que irse a la cama, no sin recomendar a Nanette que le avisase tan pronto como Bathilda estuviese visible al día siguiente.

Para la muchacha fue una suerte que a su llegada Nanette estuviese sola; delante de Buvat no se hubiese atrevido a llorar. Ante la criada rompió en amargas lágrimas. Nanette creyó prudente dejar que escampase y no preguntar nada de momento; lo cual, por otra parte, hubiese sido en vano, pues bien se veía que la señorita estaba bien dispuesta a mantener la boca cerrada.

Pero la buena de Nanette no pudo resistir la curiosidad; miró por el ojo de la cerradura y vio cómo su dueña se arrodillaba ante el crucifijo sin dejar de sollozar, se incorporaba de nuevo, abría la ventana y miraba a la de enfrente. Ya no le cupo ninguna duda a Nanette; era un nublado de primavera. Se acostó más tranquila.

Bathilda durmió poco y mal; las primeras penas y las primeras alegrías del amor tienen siempre las mismas consecuencias. Se despertó con ojeras y toda dolorida. Como puede suponerse, Bathilda insistió en que se encontraba perfectamente; Buvat fingió creerlo, pero salió para el despacho muy preocupado. Cuando quedaron a solas, Nanette volvió a la carga:

— ¿Todavía no se le ha pasado la pena a la señorita?

—No, mi buena Nanette.

—Si la señorita quisiera abrir la ventana, quizás le haría bien. Quizás la señorita no sabe que…

—Sí, Nanette; lo sé.

—Es que digo yo, señorita, ¡es tan guapo!, ¡y parece tan distinguido!

—Demasiado para la pobre Bathilda.

— ¡Demasiado distinguido para vos! ¿Es que vos no valéis más que nadie en el mundo? Además, ¡vos sois noble!

—Soy lo que parezco; una pobre muchacha, con la que cualquier gran señor cree poder jugar. Así que ya lo sabéis: esta ventana no debe abrirse por nada del mundo.

— ¿Queréis hacerle morir de angustia? Desde esta mañana no se aparta de la ventana, y tiene un aspecto de tristeza que da pena verle.

— ¡A mí qué me importa su tristeza! ¡No quiero saber nada de ese joven! No lo conozco, ni siquiera sé su nombre. Nanette, ¿qué dirías si alguien te dijera que ese joven que parece tan sencillo, tan leal y tan bueno, era un malvado, un traidor y un mentiroso?

— ¡Dios mío!, señorita… yo diría que era imposible.

—Pues ese joven que vive en la buhardilla, que se asoma a la ventana vestido con sus ropas sencillas, ¡estaba ayer en Sceaux dando el brazo a madame del Maine, vestido con un brillante uniforme de coronel! ¿Qué te parece?

—Que por fin el Señor es justo y os envía a alguien digno de vos. ¡Virgen santísima! ¡Un coronel! ¡Un amigo de la duquesa del Maine!

—Pues que le aproveche.

—Dejadme abrir la ventana, señorita.

—Os lo prohíbo. Id a vuestros quehaceres y dejadme tranquila, y si viniera, os prohíbo que le dejéis entrar, ¿entendido? Nanette salió dando un suspiro.

Una vez sola, Bathilda volvió a su llanto. Su dignidad ofendida le prestaba fuerzas; pero se sentía herida en lo más profundo de su corazón. La ventana continuó cerrada.

Después de comer se dio cuenta de que Mirza rascaba la puerta.

Mirza entró dando saltos, con muestras de una loca alegría; Bathilda comprendió que algo insólito le había ocurrido a la perrita; la observó con más atención y vio la carta atada en el collar.

Abrió el pliego, y por dos veces intentó descifrarlo; no lo consiguió; las lágrimas le nublaban los ojos. Hizo un esfuerzo, y al fin pudo leerla.

La carta, aunque decía mucho, no era del todo explícita. Raoul protestaba por su inocencia y pedía perdón. Hablaba de extrañas circunstancias que exigían el secreto. Pero lo que más importaba a Bathilda era que quien había escrito aquellas líneas confesaba estar loco de amor. La carta, sin tranquilizar del todo a la joven, le hizo un gran bien. Pero por un gesto de orgullo femenino, decidió no ceder hasta el día siguiente.

En cualquier caso, el efecto de la carta, aunque incompleto, era tan evidente que cuando Buvat volvió de su trabajo encontró a su pupila con mucho mejor aspecto.

Aquella noche Bathilda se acostó muy tarde; a pesar de la noche en vela que había pasado, no tenía ningunas ganas de dormir. Durante la velada la joven se sintió tranquila, contenta y feliz, porque la ventana frontera seguía abierta, y en esa persistencia adivinaba la ansiedad de su vecino.

Cuando al fin la rindió el cansancio, Bathilda soñó que tenía a Raoul a sus pies y que éste le daba tan buenas razones, que a la postre era ella la que se declaraba culpable y quien pedía perdón.

Se despertó convencida de que había sido demasiado severa y su primera intención fue abrir la ventana. Pero, ¿no significaría una rendición incondicional el hecho de abrirla ella misma? Esperaría a que entrase Nanette.

La criada, que había sido regañada el día anterior por culpa de la ventana, ni siquiera osó acercarse a ella. Cuando otra vez quedó sola, Bathilda se sintió desconsolada.

¿Qué hacer? Esperar, pero, ¿hasta cuándo? ¿Y si Raoul volvía a ausentarse?; y esta vez, quizás para siempre… Bathilda se sentía morir.

Nanette había ido a la compra al barrio de Saint-Antoine; su ausencia duraría por lo menos dos horas. ¿Qué hacer durante aquellas mortales horas? Hubiera sido tan agradable pasarlas en la ventana… Hacía un sol hermoso, a juzgar por los rayos que se filtraban a través de la cortina. Bathilda volvió a sacar la carta del corpiño donde la escondía; ya la sabía de memoria, pero daba igual; la volvió a leer. ¡Si al menos recibiese una segunda carta!

Era una buena idea; tomo a Mirza en brazos, la besó en el hocico, y abrió la puerta que daba al descansillo…

Un joven estaba parado delante de la puerta, con el brazo levantado hacia la campanilla.

Bathilda lanzó un grito de alegría, y el joven una exclamación de amor.

Una vez cerrada la puerta, Raoul dio unos pasos y se dejó caer a los pies de Bathilda.

Los dos jóvenes cambiaron una indescriptible mirada de amor; luego, al unísono, pronunciaron sus nombres, sus manos se enlazaron y todo quedó olvidado. Este suele ser el final de los disgustos, si los que se aman son jóvenes.

Así permanecieron durante algunos minutos. Por fin Bathilda sintió que las lágrimas humedecían sus ojos, y dijo con un suspiro:

— ¡Dios mío! ¡Dios mío…cuánto he sufrido!

— ¿Y yo?, pobre de mí, que parecía culpable y soy del todo inocente.

— ¿Inocente? ¿Del todo?

—Sí, inocente —replicó el caballero.

Entonces contó a Bathilda todo lo que de su vida tenía derecho a contar… Al final de la larga historia la muchacha supo que Raoul tenía orden de ir a Sceaux para dar cuenta del resultado de su misión a Su Alteza Serenísima la duquesa del Maine. El lector puede imaginar las lamentaciones, las palabras de amor y las protestas de fidelidad que siguieron.

Luego le tocó el turno a Bathilda; también ella tenía muchas cosas que contar, pero en ella no había ni reticencia ni misterios: no era la historia de una época de su existencia, sino la de toda su vida.

Harmental, de rodillas, bebía hasta la más insignificante palabra y no se cansaba de escuchar a su amada, plenamente dichoso de sentirse correspondido por Bathilda, y orgulloso de que ella fuese digna de su amor.

Pasaron las dos horas como si fueran dos segundos. Buvat fue el primero que llegó a casa.

La reacción inicial de Bathilda fue de temor; pero Raoul la tranquilizó con una sonrisa: su visita tenía un pretexto. Los dos enamorados cambiaron un último apretón de manos y Bathilda franqueó la puerta a su tutor, que, como de costumbre, lo primero que hizo fue besarla en la frente.

Buvat quedó estupefacto cuando vio que otro hombre, que no era él, había osado entrar en el apartamento de su pupila. Fijó su mirada en el intruso, creyendo reconocerle.

— ¿Es al señor Buvat al que tengo el honor de hablar?

—El mismo, señor —respondió el buen hombre con una inclinación.

— ¿Conocéis al abate Brigaud?

—Lo conozco —asintió Buvat—; un hombre que vale mucho, vale mucho…

—Tengo entendido que en cierta ocasión le pedisteis que os proporcionara trabajo de copia…

—Sí, señor, soy copista —dijo con una nueva inclinación.

—Pues bien, el querido abate, que es mi tutor, ha sabido de un excelente encargo para vos.

—Gracias, os lo agradezco. ¿Queréis sentaros, caballero?

—Sí, señor, con mucho gusto.

— ¿Y cuál es ese trabajo?, por favor…

—El príncipe de Listhnay os lo dará. Vive en la calle de Bac, en el número 110. Creo que es español, mantiene correspondencia con la Gaceta de Madrid y envía crónicas con noticias de París.

—Pero, ¡esto es un hallazgo!, señor…

—Un verdadero hallazgo, vos lo habéis dicho, que os dará bastante trabajo, ya que toda la correspondencia es en español.

— ¡Diablo!, ¡diablo! —murmuró Buvat.

—Pero creo que aun sin conocer la lengua, muy bien podéis hacer las copias.

—Señor, no sé qué deciros. ¿Puedo preguntar, si no es indiscreción, a qué hora podré visitar a Su Alteza?

—Pues ahora mismo, si queréis. ¿Os acordáis de las señas?

—Sí, calle de Bac número 110. Muy bien, allí me dirigiré.

—Pues entonces, hasta la vista. Y vos, señorita, recibid mi agradecimiento por la bondad con que me habéis hecho compañía en tanto esperaba al señor Buvat.

—Este joven es muy amable —comentó Buvat cuando Harmental hubo salido.

—Sí, muy amable —respondió Bathilda maquinalmente.

—Sólo hay una cosa que me extraña: me parece haberle visto en alguna parte. Y su voz tampoco me es desconocida.

En aquel momento entró Nanette, anunciando que la comida estaba servida. Buvat, que tenía prisa por marchar a casa del príncipe de Listhnay, salió rápidamente hacia el comedorcito.

— ¿Vino el apuesto joven? —preguntó la criada.

—Sí, Nanette; y me siento muy dichosa.

Bathilda pasó a su vez al comedor.

Harmental no se sentía menos feliz que la joven. Estaba seguro de ser amado; se lo había dicho Bathilda. Y ésta pertenecía a la nobleza. No había, pues, razón alguna que se opusiera a aquel amor.

Cuando terminó la comida, después de rezar en acción de gracias, la muchacha fue, contenta y confiada, a abrir la dichosa ventana, tanto tiempo cerrada. Harmental ya estaba en la suya. A los pocos instantes los dos amantes se habían puesto de acuerdo: la buena Nanette sería la intermediaria.

Los dos jóvenes no se apercibieron del regreso de Buvat hasta que lo tuvieron en el mismísimo portal de la calle.

— ¿Qué tal te ha ido, padrecito? —preguntó Bathilda.

—Muy bien; he visto a Su Alteza.

— ¡Padrecito!, no debéis darle este tratamiento; el príncipe de Listhnay es solamente de tercera clase, y no tiene derecho a él…

—Por mí, como si fuera de primera, y no pienso quitarle el «Alteza». ¡Un príncipe de tercera clase! ¡Qué dices! Si mide casi seis pies, está lleno de majestuosidad, ¡y maneja los luises con pala! Me paga las copias a quince libras la página y ¡me ha dado veinticinco luises por adelantado!… ¡Vaya con el príncipe de tercera clase!

—Entonces, padrecito, ¿estáis contento?

—Muy satisfecho. Pero tengo que decirte una cosa.

— ¿Qué cosa?

—Que al atravesar la calle de Bons-Enfants, para tomar el Pont Neuf, he tenido una especie de revelación. Me parece que el joven que vino antes era el mismo que el de la famosa noche que todavía tiemblo al recordar.

— ¡Pero eso no tiene sentido!

—No; ya sé que no tiene ni pizca de sentido. Hija, me vas a perdonar: hoy no puedo hacerte la tertulia; he prometido al príncipe que empezaría esta misma noche a copiar. Buenas noches, querida niña.

—Buenas noches, padrecito.

Los enamorados pudieron continuar su interrumpida conversación. Dios sabe a qué hora cerraron sus ventanas.

Capítulo XIX

EL SUCESOR DE FÉNELON

Pero la tierra, que para ellos había dejado de girar, seguía moviéndose para los demás; y los acontecimientos que debían volverlos a la cruda realidad en el momento más inesperado, seguían forjándose en silencio.

El duque de Richelieu había cumplido su promesa. El mariscal de Villeroy, que se había ausentado de las Tullerías por una semana, había sido reclamado por su esposa al cuarto día: la mariscala le decía en una carta que su presencia al lado del rey era más necesaria que nunca; el sarampión acababa de declararse en París y ya había contagiado a algunas personas del Palacio Real. No se hubiera podido encontrar mejor excusa.

Villeroy regresó inmediatamente; las muertes que tres o cuatro años antes habían afligido al reino fueron cargadas en la cuenta del sarampión, y el mariscal no quiso perder la ocasión de mostrar su vigilante celo. El mariscal, como ayo del rey que era, ostentaba el privilegio de no abandonar a éste a no ser por orden del propio monarca, y de permanecer en su compañía, cualquiera que pudiese ser el visitante; esta disposición rezaba incluso con el regente. Villeroy ejercía una gran influencia sobre el niño-rey, habituado a temer a todos y que sólo confiaba en la amistad de Villeroy y del señor de Fréjus.

Los conspiradores convinieron aprovecharse de que el lunes, a causa de sus prolongadas «cenas» del domingo, el regente no solía visitar al rey. Ese día podían entregar las dos cartas de Felipe V al pequeño Luis XV, y al señor de Villeroy le sería fácil hacerle firmar la orden de convocatoria de los Estados Generales, que sería cursada y publicada en el acto, de modo que el regente se encontrase ante un hecho consumado.

El duque de Orléans seguía su vida acostumbrada, absorto en su trabajo, en sus estudios, en sus placeres y, sobre todo, en sus conflictos familiares. Tres de sus hijas le daban disgusto tras disgusto.

Madame de Berry vivía públicamente en compañía de Riom, con el que podía temerse que cualquier día se casara.

La señorita de Chartres, por su parte, seguía en sus trece: tenía que ser monja; no abandonaba el convento de Chelles, donde su padre iba a visitarla todos los miércoles.

La otra de las tres hijas que tantos quebraderos de cabeza le causaban era la señorita de Valois, que el regente sospechaba era la amante de Richelieu, sin tener pruebas concretas de ello, a pesar de que su policía estaba sobre la pista de los presuntos amancebados.

Y para colmo, tenía que soportar a Dubois, que de ningún modo abandonaba su idea de ser arzobispo. Se había convertido en una idea fija.

La sede de Cambrai había quedado vacante por la muerte en Roma del cardenal de la Trémoille. Era uno de los arzobispados más ricos de la Iglesia gala: representaba más de ciento cincuenta mil libras de renta. Dubois no le hacía ascos al dinero, de modo que era difícil adivinar si lo que le atraía era el honor de ostentar una sede arzobispal que había ocupado el ilustre Fénelon o simplemente los beneficios materiales anejos.

A la primera ocasión que se le presentó, Dubois volvió a poner el asunto del arzobispado sobre el tapete. El regente le desafió a que encontrase un prelado dispuesto a imponerle las sagradas órdenes.

— ¿Es ésta la única dificultad? —exclamó alegremente el futuro arzobispo—. No os preocupéis; tengo al que necesito.

—Imposible —opuso el regente, no creyendo que la bajeza cortesana pudiera llegar tan lejos.

—Lo vais a ver —insistió Dubois; y rápidamente abandonó el gabinete del duque.

Al cabo de unos instantes estaba de vuelta.

— ¿Y bien? —le desafió el regente.

—Vuestro primer capellán en persona, monseñor. Ni más ni menos.

— ¿Tressan?

—El mismo que viste y calza. Ahí le tenéis.

La puerta se abrió, y el lacayo anunció a monseñor el obispo de Nantes.

—Venid, monseñor —le invitó a pasar Dubois—. Su Alteza Real desea honrarnos a los dos; nombrándome a mí, como os he dicho, arzobispo de Cambrai, y escogiéndoos a vos para la consagración.

—Monseñor de Nantes —interpeló el regente a su capellán—, ¿es cierto que, bajo vuestra responsabilidad, estáis dispuesto a hacer de este abate un arzobispo? ¿Sabéis que es un simple tonsurado, que ni siquiera ha recibido el subdiaconado, ni el diaconado, para no hablar ya del sacerdocio?…

— ¿Y eso qué importa? —le interrumpió Dubois—. Aquí tenéis a monseñor de Nantes que os puede decir cuántas órdenes se pueden conferir en un solo día.

—Pero no hay otro ejemplo de semejante escándalo.

—Sí lo hay: San Ambrosio. —Tú no eres licenciado.

—Tengo la palabra de la universidad de Orléans.

—Te hacen falta testimonios, antecedentes.

— ¿Y para qué está aquí Besons?

—Una certificación de buena conducta y costumbres…

—Me la firmará Noailles.

— ¡Ah!, respecto a eso, te apuesto a que no.

— ¡Bueno!, en ese caso, me la firmaréis vos.

—Os prevengo por adelantado que a la ceremonia de vuestra consagración faltará un invitado de gran importancia.

— ¿Y quién será el guapo que se atreva a agraviarme de ese modo?

— ¡Yo!

— ¿Vos, monseñor? Vos estaréis en vuestra tribuna oficial.

—Os repito que no.

—Hasta el miércoles, señor de Tressan; hasta la ceremonia, monseñor.

Dubois salió contentísimo a comunicar a todos su nombramiento.

En un punto se equivocaba: el cardenal de Noailles se negó rotundamente a ser cómplice de aquella mascarada. Ni las amenazas ni los halagos sirvieron para decidirle a extender el certificado de buena conducta. Bien es verdad que fue el único que tuvo el valor de oponerse al escándalo que pondría en entredicho la santidad de la Iglesia de Francia.

El día señalado todo estaba a punto. Dubois fue consagrado.

El primer visitante que hizo su aparición en las habitaciones del nuevo arzobispo fue… ¡la Fillon!, que en su doble calidad de confidente de la policía y de alcahueta tenía entrada franca. Pese a la solemnidad del día los ujieres no se atrevieron a impedir el paso a la mujerzuela cuando dijo que la traían asuntos de la mayor importancia.

— ¡Caramba! —exclamó Dubois al ver a su vieja amiga—, ¿qué es lo que os trae por aquí, buena pieza?

—Venía para haceros una revelación, pero pensándolo bien, prefiero callarme.

—Una revelación, ¿a propósito de qué? ¿Tiene algo que ver con España? —preguntó el novel arzobispo frunciendo el ceño.

—No se trata de política, sino de mujeres. Nada, compadre: una hermosa joven que quería presentarte; pero, puesto que te has hecho ermitaño, buenas tardes.

Y la Fillon se encaminó hacia la puerta.

— ¡Ven acá! —la retuvo Dubois, dando por su parte cuatro pasos en dirección a su escritorio.

Tomó una bolsita que contenía cien luises y se la dio a la Fillon.

—Dos mil quinientas libras, me parece que es una bonita cantidad.

—Sí para un abate, no para un arzobispo.

— ¡Pero desgraciada!, ¿es que no sabes hasta qué punto están empeñadas las finanzas del rey?

— ¿Eso te preocupa, bribón? ¿Acaso no está aquí el señor Law, que volverá a llenar las arcas de millones?

—Bien está. Y resuelto el prólogo, dime ahora lo que de verdad te trae.

—Antes de que diga una sola palabra has de prometerme que a cierto amigo mío no hemos de tocarle ni un pelo de la ropa.

— ¡Si es viejo amigo tuyo debe ser merecedor de que lo ahorquen cien veces!

—No digo que no, pero yo le debo favores; fue él quien me puso en camino para llegar a ser lo que soy.

—Bien, ¿qué quieres?

—Quiero la vida de mi capitán.

—La tendrás.

— ¿Palabra de qué?

— ¡Palabra de arzobispo!

—No me sirve.

—Palabra de Dubois.

— ¡Eso está mejor! Y ahora, vamos al grano: mi capitán es el oficial más raído de todo el reino.

—La especie abunda. ¡Sigue!

—Se da el caso de que mi capitán, de un tiempo a esta parte, anda más rico que Creso. ¿Y qué moneda es la que tira a manos llenas?

—Lo supongo.

— ¿Te imaginas de dónde viene?

— ¡Sí, señor! Seguro que son doblones de España.

—Y de oro puro…, con la efigie de Carlos II…, doblones que valen cuarenta y ocho libras como un ochavo… y que brotan del bolsillo de mi querido capitán como de una fuente.

— ¿Y desde cuándo ha comenzado a sudar oro tu capitán?

—Exactamente desde la antevíspera del día en que el regente hizo fracasar un intento de rapto en la calle de Bons-Enfants.

—Ya… ¿Y por qué has tardado tanto en venir a prevenirme?

—Porque primero había de explotar la mina; ahora los bolsillos del capitán comienzan a andar vacíos; es el momento propicio de enterarse en qué lugar los llenaba.

—Bien, madre Fillon… todos tenemos derecho a vivir, incluso tu capitán. Pero es necesario que me tengas informado de todos sus pasos.

—Día a día.

— ¿Y de cuál de tus damiselas está enamorado?

—De la Normanda. Es la querida de su corazón.

—No olvides el trato; día a día he de saber lo que hace el capitán.

—Exactamente.

— ¿Palabra de qué?

—Palabra de Fillon.

— ¡Enhorabuena!

La Fillon se encaminó hacia la puerta; en el momento en que se disponía a salir, se cruzó con un lacayo.

—Monseñor, un hombre honrado pide hablar con Vuestra Eminencia. Es un empleado de la Biblioteca Real, que a ratos perdidos hace copias.

— ¿Y qué quiere?

—Dice que haceros una revelación. Ha mencionado no sé qué relativo a España.

—Hacedle entrar. Y vos, comadre, entrad en ese gabinete.

— ¿Para qué?

—Pudiera darse el caso de que nuestro escribiente y el capitán se conocieran.

La Fillon entró en el gabinete. Un instante después el lacayo abrió la puerta y anunció a Jean Buvat.

Capítulo XX

EL CÓMPLICE DEL PRÍNCIPE DE LISTHNAY

LA FÁBULA DE MAESE BERTRAND Y RATON

El día anterior a las siete de la tarde, Buvat había llevado al número 110 de la calle de Bac el resultado de su trabajo, y recibió de las mismas augustas manos nueva tarea. El príncipe de Listhnay, habiendo comprobado la habilidad y diligencia del copista, esta vez le dio un legajo mucho más abultado: había trabajo para por lo menos tres o cuatro días. Buvat volvió a casa orgulloso por aquella prueba de confianza. Se puso enseguida a trabajar; inútil es señalar que el alegre estado de ánimo del calígrafo hacía que la obra le saliese perfecta. Una vez terminada la primera copia, encontró, entre esa y la segunda, un documento en francés, que seguramente se había traspapelado. El buen Buvat, esclavo de su deber, se dispuso a copiarlo escrupulosamente, aunque no viniera en la relación numerada de los papeles que tenía que trasladar: