Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 1157

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Pero no hay momento que perder: los aliados, que se disputan Sajonia y Cracovia, han continuado arma al brazo y mecha encendida. Se han dado cuatro órdenes y Europa marcha otra vez contra Francia. Wellington y Blücher reúnen doscientos veinte mil hombres, ingleses, prusianos, hannoverianos, belgas y brunswickenses, entre Lieja y Courtray; los bávaros, los badenses y los Wirtembergueses se aglomeran en el Palatinado y en la Selva Negra; los austriacos avanzan a marchas forzadas para reunirse con ellos; los rusos atraviesan la Franconia y la Sajonia y en menos de dos meses llegarán desde Polonia a las orillas del Rin. Novecientos mil hombres están dispuestos y pronto lo estarán otros trescientos mil. La coalición tiene el secreto de Cadmo: a su voz los soldados brotan de tierra.

Sin embargo, a medida que Napoleón ve engrosar los ejércitos enemigos, siente cada vez más la necesidad de apoyarse en ese pueblo que frustró sus esperanzas en 1814. Por un momento vacila pensando si le convendrá dejar la corona imperial para empuñar de nuevo la espada de primer cónsul; pero Napoleón, nacido en medio de las revoluciones, las teme. Tiene miedo de los arrebatos populares, porque sabe que no hay nada que contenga al pueblo cuando se desborda. Si la nación se ha quejado de carecer de libertad, le dará el acta adicional; 1790 ha tenido su federación, 1815 tendrá su Campo de Marte. Quizás así Francia le dé total espaldarazo. Napoleón pasa revista a los federados, y el 1 de junio presta juramento de fidelidad a la nueva constitución. Aquel mismo día abre las Cámaras.

Libre ya de esta comedia política que representa a regañadientes, recobra su verdadero papel y vuelve a ser general. Tiene ciento ochenta mil hombres disponibles para abrir la campaña. ¿Qué hacer? ¿Marchar al encuentro de los anglo-prusianos para alcanzarlos en Bruselas o en Namur? ¿Aguardar a los aliados ante los muros de París o de Lion? En definitiva: ser Aníbal o Fabio.

Si aguarda a la embestida de los aliados, ganará tiempo hasta el mes de agosto y habrá completado sus levas, terminado sus preparativos y organizado todo su material; lucharía con todos sus recursos contra un ejército mermado en sus dos tercios por las tropas de reconocimiento que habrá tenido que sacrificar forzosamente.

Pero la mitad de Francia, entregada a la causa bélica, no comprenderá la prudencia de su general en esta maniobra. Se puede imitar a Fabio cuando se tiene, como Alejandro, un imperio que ocupa la séptima parte del globo, o cuando, como Wellington, se maniobra en imperio ajeno. Pero esta estrategia no casa bien con el carácter del Emperador.

Está decidido: llevará la iniciativa atacando Bélgica, dejará asombrado al enemigo, que no le cree en estado de entrar en campaña. Puede batir, dispersar e incluso destrozar a Wellington y a Blücher, antes de que el resto de las tropas aliadas haya tenido tiempo de reunirse con ellos. Entonces Bruselas se declarará a favor suyo, las orillas del Rin tomarán las armas; Italia, Polonia y Sajonia se sublevarán y de este modo, justo al principio de la campaña, el primer golpe, si se asesta bien, puede disolver la coalición.

También es cierto que en caso de un revés, se atraería al enemigo a Francia desde principios de julio, es decir, cerca de dos meses antes de lo previsto. Pero ¿acaso se puede dudar de este ejército y prever una derrota después de su marcha triunfal del golfo Juan a París?

El Emperador tiene que desviar la cuarta parte de sus ciento ochenta mil hombres para guarnecer a Burdeos, Toulouse, Chabéry, Bélfort, Estrasburgo y sujetar la Vendée, ese antiguo cáncer político mal extirpado por Hoche y por Kléber. Le quedan, pues, ciento veinticinco mil hombres que concentra desde Philippeville hasta Maubeuge. Es cierto que tiene enfrente doscientos mil, pero si deja pasar tan solo seis semanas, tendrá que combatir contra los ejércitos de toda Europa. Parte de París el 12 de junio, el I4 establece su cuartel general en Beaumont rodeado de sesenta mil hombres, echando a su derecha dieciséis mil hombres sobre Philippeville y cuarenta mil a su izquierda hacia Solre-sur-Sambre. En esta posición Napoleón tiene delante el río Sambre, a la derecha el Mosa, a la izquierda y a la retaguardia los bosques de Avesne, de Chimay de Gedine.

Por su parte, el enemigo, situado entre el Sambre y el Escalda, se escalona en un espacio de veinte leguas, poco más o menos.

El ejército pruso-sajón, dirigido por Blücher, forma la vanguardia: ochenta mil hombres y trescientos cañones. Se divide en cuatro grandes cuerpos: el primero mandado por el General Ziéthen, que tiene su cuartel general en Charleroi y Fleurus, y forma el punto de concentración; el segundo, mandado por el general Pirsch, acantonado en los alrededores de Namur; el tercero, a las órdenes del general Thielmann, situado a orillas del Mosa en las cercanías de Dinant; el cuarto, mandado por el general Bulow y que, establecido detrás de los tres primeros, tiene su cuartel general en Lieja. El ejército pruso-sajón, distribuido de este modo, presenta la forma de una herradura cuyos dos extremos avanzan, por un lado, hasta Charleroi, y por el otro hasta Dinant. Se halla un extremo a tres leguas y el otro a legua y media de las avanzadas francesas.

Wellington dirige el ejército anglo-holandés, que se compone de ciento cuatro mil doscientos hombres y forma diez divisiones, separadas en dos grandes cuerpos de infantería y uno de caballería. El primer cuerpo de infantería dirigido por el príncipe de Orange, que tiene su cuartel general en Braine-le-Comte; el segundo, por el teniente general Hill, cuyo cuartel general está en Bruselas. Por fin, la caballería, estacionada alrededor de Gramont, tiene a la cabeza a lord Uxbridge y el parque de artillería está acantonado en Gante.

El segundo ejército presenta la misma disposición de líneas que el primero, sólo que la herradura está vuelta en dirección contraria, y en lugar de ser los extremos, es el centro el que se halla más inmediato a nuestro frente de batalla, pero enteramente separado por el ejército pruso-sajón.

Napoleón ha llegado, en la noche del 14, a dos leguas de los enemigos, todavía sin que el enemigo haya tenido noticia de su marcha. Pasa una parte de la noche inclinado sobre un mapa del país y rodeado de espías que le llevan informes seguros sobre las diferentes posiciones del enemigo. Reconoce el terreno, calcula, con su rapidez habitual, que el enemigo ha extendido de tal modo sus líneas que necesitaría tres días para reunirse: atacándolos de improviso puede dividir los dos ejércitos y batirlos por separado. De antemano ha concentrado en un solo cuerpo veinte mil caballos; el sable de esta caballería está llamado a cortar por la mitad esta serpiente, cuyos trozos separados aplastará con facilidad.

El plan de la batalla queda trazado: Napoleón dirige en todas direcciones sus órdenes, continúa examinando el terreno e interrogando a los espías. Está seguro de conocer perfectamente la posición del enemigo y de que éste, en cambio, ignora la suya. Cuando de pronto llega al galope un ayudante del general Gérard, trayendo la noticia de que el teniente general Bourmont y los coroneles Clouet y Willoutrey se han pasado al enemigo. Napoleón lo escucha con la tranquilidad del hombre acostumbrado a las traiciones y volviéndose a Ney, que está de pie junto a él, le dice:

—Ya lo oís, mariscal; se trata de vuestro protegido, en el que yo no tenía ninguna confianza, del que me habéis respondido y al que he concedido un puesto en consideración. Ya lo veis, se ha pasado al enemigo.

—Señor —le contestó el mariscal—, perdonadme; pero le creía tan leal que habría respondido de él como de mí mismo.

—Señor mariscal —replicó Napoleón levantándose y poniéndole una mano en el brazo—, los azules siempre son azules y los blancos, blancos.

Con la misma tranquilidad, vuelve a sentarse y hace en su plan de ataque las modificaciones que esta defección exige.

Al rayar el día, sus columnas se pondrán en movimiento. La vanguardia de la izquierda, compuesta de la división de infantería del general Jerôme Bonaparte, rechazará la vanguardia del cuerpo prusiano del general Ziéthen y se apoderará del puente de Marchiennes. La derecha, mandada por el general Gérard, sorprenderá muy temprano el puente del Châtelet, mientras que la caballería ligera del general Pajol, formando la vanguardia del centro, avanzará sostenida por el tercer cuerpo de infantería y se apoderará del puente de Charleroi. A las diez, el ejército francés habrá pasado el Sambre y estará en el territorio enemigo.

Todo se ejecuta como Napoleón lo ha mandado. Jerôme desbarata a Ziéthen y le hace quinientos prisioneros. Gérard se apodera del puente del Châtelet y rechaza al enemigo a más de una legua al otro lado del río. Sólo Vandamme se ha retrasado, pues a las seis de la mañana aún no ha levantado su campamento.

—Ya nos alcanzará —dice Napoleón—; cargad, Pajol, con vuestra caballería ligera; yo os sigo con mi guardia.

Pajol parte y arrolla todo cuanto se le presenta: un cuadro de infantería quiere resistir, pero el general Desmichels se precipita sobre él a la cabeza de los regimientos cuarto y noveno de cazadores, lo rompe, lo hace pedazos y hace unos cuantos centenares de prisioneros. Pajol llega, descargando sablazos, delante de Charleroi, donde penetra a galope, seguido de Napoleón. A las tres llega Vandamme; un malentendido en la escritura de una cifra ha sido causa de su retraso; ha entendido un cuatro por un seis. En su error ha recibido él mismo su castigo, porque no ha podido disfrutar del honor del combate. Aquella misma noche todo el ejército francés ha pasado el Sambre: el de Blücher está en retirada sobre Fleurs, dejando entre él y el anglo-holandés un espacio vacío de cuatro leguas.

Napoleón se da cuenta de este punto débil y se apresura a aprovecharse; da a Ney orden directa de partir con cuarenta y dos mil hombres por la calzada de Bruselas a Charleroi y de no detenerse hasta el caserío Quatre-Bras, encrucijada situada en la intersección de los caminos de Bruselas, de Nivelles, de Charleroi y de Namur. Allí contendrá a los ingleses, mientras que Napoleón batirá a los prusianos con los setenta y dos mil hombres que le quedan. El mariscal parte al punto.

Napoleón, que cree ejecutadas sus órdenes se pone en marcha el 16 de junio por la mañana y descubre al ejército prusiano listo para la batalla entre Saint Amand y Sombref, de frente al Sambre. Se compone de tres cuerpos que estaban acantonados en Charleroi, Namur y Dinant. Su posición es desafortunada porque presenta su flanco derecho a Ney, quien, si ha seguido las instrucciones recibidas, debe estar a estas horas en Quatre-Bras, es decir, a dos leguas a su retaguardia. Napoleón toma sus disposiciones en consecuencia: forma su ejército en una misma línea que el de Blücher para atacarle de frente, y envía un oficial de confianza a Ney para ordenarle que deje un destacamento en Quatre-Bras y marche a toda prisa hacia Bry para caer sobre la retaguardia de los prusianos. Otro oficial parte al mismo tiempo para hacer detener el cuerpo del conde de Erlon, que forma la retaguardia francesa y que por lo tanto no debe haber pasado todavía de Villers-Perruin. Debe girar a la derecha y avanzar hacia Bry. Esta nueva instrucción adelanta una hora la situación de las cosas y duplica las probabilidades, puesto que si uno falla, el otro no fallará: todo el ejército prusiano está perdido. Los primeros cañonazos que Napoleón oirá por la parte de Bry o de Vagnelee serán la señal del ataque de frente. Tomadas estas disposiciones, el Emperador hace un alto y aguarda.

Pasa el tiempo y Napoleón no oye nada. Son las dos, las tres, las cuatro de la tarde; el mismo silencio. Pero la jornada es demasiado preciosa para desaprovecharla de este modo; la del día siguiente puede dar como resultado la reunión de los ejércitos enemigos, y entonces habrá que trazar un nuevo plan, menos favorable claro está. Napoleón da la orden de ataque; la batalla mantendrá ocupados a los prusianos y no podrán percatarse de la presencia de Ney, que llegará sin duda al oír el cañoneo.

Napoleón concentra el combate con un gran ataque a la izquierda, a fin de atraer hacia este lado la mayor parte de las fuerzas del enemigo y alejarlos de su línea de retirada para el momento en que Ney llegue por la antigua calzada Brunequilda, que es el camino de Gembloux. Luego lo dispone todo para arrollar su centro y cortarlo así en dos partes, encerrando la parte más considerable del ejército en el triángulo de hierro que ha preparado desde la víspera. Se traba el combate y dura dos horas sin que se reciba ninguna noticia de Ney ni de Erlon. Sin embargo, deben de estar avisados, piensa Napoleón, desde las diez de la mañana el uno no tenía más que dos leguas que andar y el otro dos y media. Napoleón se ve obligado a vencer solo. Da orden de hacer entrar en combate a sus reservas para operar sobre el centro el movimiento que decidirá el éxito de la jornada. En este momento se le anuncia que una fuerte columna enemiga aparece en la llanura de Heppignies, amenazando su ala izquierda. ¿Cómo ha logrado pasar esta columna entre Ney y Erlon? ¿Cómo ha ejecutado Blücher la maniobra que él había pensado? No acierta a comprenderlo. Pero no importa: detiene sus reservas para oponerlas a aquel nuevo ataque, y suspende el movimiento sobre el centro.

Un cuarto de hora después, se entera de que aquella columna no es otra que el cuerpo de Erlon que ha enfilado el camino de Saint-Amand en lugar del de Bry. Entonces vuelve a ordenar su maniobra interrumpida, marcha sobre Ligny, se apodera de él a paso de carga y pone al enemigo en retirada. Pero se hace de noche y todo el cuerpo de Blücher desfila por Bry, que debería estar ocupado por Ney y veinte mil hombres. Sin embargo, se ha ganado la jornada: cuarenta piezas de artillería caen en poder francés y quedan fuera de combate veinte mil hombres. Además, el ejército prusiano está tan desmoralizado, que de los setenta mil hombres de que se compone, apenas los generales han podido reunir treinta mil a media noche.

El mismo Blücher ha sido derribado del caballo y gracias a la oscuridad, ha escapado lleno de contusiones.

Durante la noche, Napoleón recibe noticias de Ney. Los fallos de 1814 se repiten en 1815: Ney, en lugar de marchar al amanecer según la orden recibida hacia Quatre-Bras, y de apoderarse de esta plaza que sólo estaba ocupada por diez mil holandeses, ha partido de Gosselies al mediodía, de suerte que como Quatre-Bras estaba designado por Wellington como punto de reunión sucesivo de los diferentes cuerpos de ejército, estos cuerpos habían llegado de las doce a las tres de la tarde, por lo cual Ney no encontró allí diez mil sino treinta mil hombres. El mariscal, que ante el peligro recobraba siempre su energía habitual y que creía que era seguido por los veinte mil hombres de Erlon, no vaciló en atacar. Pero su asombro fue grande cuando el cuerpo con que contaba no acudía en su auxilio y que, rechazado por fuerzas superiores, no encontraba su reserva en el sitio donde debía estar. En consecuencia, envió a buscarla con la orden terminante de acudir. Pero en este momento recibió a su vez el aviso de Napoleón. Era ya demasiado tarde: el combate estaba trabado y se necesitaba sostenerlo. Sin embargo, envió un nuevo aviso al conde de Erlon para autorizarle a continuar su marcha sobre Bry, y mientras tanto se revolvió con furia sobre el enemigo. En aquel instante llegó otro refuerzo de doce mil ingleses, conducidos por Wellington, y Ney tuvo que batirse en retirada sobre Erasmo, mientras que el cuerpo de ejército del conde de Erlon, gastando la jornada en marchas y contramarchas, se había paseado constantemente entre dos cañones en un radio de tres leguas, sin ninguna utilidad para Ney ni para Napoleón.

Con todo, si la victoria era menos decisiva de lo que hubiera podido ser, no por eso dejaba de ser una victoria. Al retirarse por la izquierda, el ejército prusiano había dejado al descubierto al inglés, que resultaba así el más avanzado. Napoleón, para impedir que se rehiciese, destacó en su seguimiento a Grounchy con treinta y cinco mil hombres, ordenándole que lo acosase hasta que hiciese frente. Pero Grounchy cometerá a su vez el mismo error que Ney; sólo que las consecuencias serán esta vez más terribles.

Por acostumbrado que estuviera el general inglés a la rapidez de los golpes de Napoleón, creyó que podía llegar a Quatre-Bras a tiempo de reunirse con Blücher. En efecto, el 15, a las siete de la tarde, lord Wellington recibe en Bruselas un correo del mariscal de campo anunciándole que todo el ejército francés está en movimiento y que ha estallado ya la batalla. Cuatro horas después, en el momento en que va a cabalgar, recibe la noticia de que los franceses se han apoderado de Charleroi y que su ejército, de ciento cincuenta mil hombres, marcha sobre Bruselas, cubriendo todo el espacio que se extiende entre Marchiennes, Charleroi y Châtelet. Al punto se pone en marcha, ordenando a todas sus tropas que salgan de sus acantonamientos y se concentren en Quatre-Bras, adonde llega a las seis, según ha quedado dicho, para conocer la derrota del ejército prusiano. Si el mariscal Ney hubiera seguido las instrucciones recibidas, habría descubierto un ejército destrozado.

Por lo demás, dos muertes, la del duque de Brunswick que ha perecido en los Quatre-Bras y la del general Letort, en Fleurus, han introducido un cambio terrible.

He aquí la posición respectiva de los tres ejércitos en la noche del 16 al 17:

Napoleón acampó en el campo de batalla; el tercer cuerpo, delante de Saint-Amand; el cuarto, delante de Vichy; la caballería del general Grouchy, en Sombref; la guardia, en las alturas de Bry; el sexto cuerpo, detrás de Ligny y la caballería ligera, hacia la carretera de Namur, en la cual tenía sus avanzadas.

Blücher, repelido levemente por Grouchy, que después de una hora de persecución lo había perdido de vista, había practicado su retirada en dos columnas y se había detenido detrás de Gembloux donde se le había reunido el cuarto cuerpo, dirigido por el general Bulow, llegado de Lieja.

Wellington se había mantenido en Quatre-Bras, donde las divisiones de su ejército se habían reunido sucesivamente, muertas de cansancio, habiendo marchado toda la noche del 15 al 16, todo el día del 16 y casi toda la noche del 16 al 17.

A eso de las dos de la madrugada, Napoleón envía un ayudante de campo al mariscal Ney. El Emperador supone que el ejército anglo-holandés seguirá el movimiento retrógrado del ejército pruso-sajón y manda al mariscal que comience de nuevo su ataque sobre Quatre-Bras. El conde Loban, que se ha dirigido por el camino de Namur con dos divisiones del sexto cuerpo, su caballería ligera y los coraceros del general Milhaud, le apoyarán en este ataque. Todo parece indicar que no tendrá que vérselas más que con la retaguardia del ejército.

Al amanecer, el ejército francés se pone en marcha dividido en dos columnas: una de sesenta y ocho mil hombres, mandada por Napoleón, que irá contra los ingleses, y otra de treinta y cuatro mil, a las órdenes de Grouchy, que perseguirá a los prusianos.

Ney sigue retrasado y Napoleón es el primero que llega a ver en el horizonte la granja de Quatre-Bras, donde se encuentra un cuerpo de caballería inglesa. Para hacerla salir y reconocerla, lanza una partida de cien húsares, que regresa rechazada vivamente por el regimiento enemigo. Entonces el ejército francés hace alto y ocupa su posición de batalla; los coraceros del general Milhaud se extienden por la derecha, la caballería ligera se escalona a la izquierda, la infantería se coloca en el centro y en segunda línea, y la artillería se aprovecha de los movimientos del terreno y se sitúa en posición.

Ney no se ha presentado todavía, y Napoleón, que teme perderle como pasó el día anterior, no quiere comenzar ninguna maniobra sin él. Envía quinientos húsares hacia Frasne, donde debe de estar, para intentar comunicarse con él. Al llegar al bosque Delhutte, que está entre las carreteras de Namur y de Charleroi, el destacamento cree ver en un regimiento de lanceros rojos, perteneciente a la división de Lefèbre-Desnouettes, un cuerpo inglés, y rompe fuego contra él. Al cabo de un cuarto de hora se dan cuenta del error que ha desatado el fuego amigo. Ney está en Frasne, como pensó Napoleón. Dos oficiales se desmarcan y le dan la orden de apresurarse en su marcha a los Quatre-Bras. Los húsares regresan y ocupan su puesto a la izquierda del ejército francés y los lanceros rojos continúan en el suyo con premura. Napoleón, para no perder tiempo, manda poner en batería doce cañones que rompen fuego. Buena prueba de que el enemigo ha evacuado Quatre-Bras durante la noche y no ha dejado más que una retaguardia para proteger su retirada es que tan solo dos piezas le contestan. Por lo demás, nada puede hacerse sino por instinto o por apreciación, porque la lluvia, que cae a torrentes, limita de sobremanera la visión del horizonte. Después de una hora de cañoneo, durante la cual Napoleón tiene la vista fija hacia el lado de Frasne, viendo que el mariscal sigue tardando, envía orden tras orden. Entonces acuden a decirle que el conde de Erlon ha aparecido por fin con su cuerpo de ejército, y como no ha llegado todavía a Quatre-Bras ni a Ligny, Napoleón le encarga la persecución del enemigo. En seguida se pone a la cabeza de la columna y marcha a paso de carga hacia Quatre-Bras. El segundo cuerpo aparece detrás de él. Napoleón a galope, atraviesa, acompañado solamente de treinta hombres, el espacio que se extiende entre las dos carreteras. Se acerca al mariscal Ney, a quien echa en cara no sólo la lentitud del día anterior, sino también la de ese día, que le ha hecho perder dos horas preciosas durante las cuales, quizá habría derrotado al enemigo. Luego, sin dar tiempo a las disculpas del mariscal, se pone a la cabeza del ejército que marcha con el barro hasta las rodillas. Piensa que el mismo inconveniente lo tendrá también el ejército anglo holandés y que experimenta, por añadidura, todas las desventajas de la retirada. Entonces manda a la artillería volante que tome la delantera por la carretera, por donde puede rodar con toda facilidad, y que no cese un momento el fuego, aunque sólo sea más que por indicar su posición y la del enemigo. Los dos ejércitos continúan marchando por aquel pantano, en medio de la bruma, arrastrándose por el lodo, semejantes a dos inmensos dragones antediluvianos, como los soñados por Bróngniart y Cuvier, que se enviaban uno a otro llamas y humo.

A eso de las seis de la tarde, el cañoneo se fija y aumenta: el enemigo ha presentado una batería de quince piezas. Napoleón adivina que se ha reforzado la retaguardia y que, como Wellington debe de haber llegado cerca del bosque de Soignes, va a tomar por la noche posición cerca de este bosque. El Emperador quiere cerciorarse de ello y manda desplegar los coraceros del general Milhaud, que simulan cargar, bajo la protección de cuatro baterías de artillería ligera. El enemigo deja ver entonces cuarenta piezas, que rompen fuego a la vez. No queda duda: todo el ejército está allí. Esto es lo que Napoleón quería saber. Llama a sus coraceros, a los que necesita para el día siguiente, toma posición delante de Plancenoìt, establece su cuartel general en la granja del Caillou (Guijarro), y manda que durante la noche se establezca un observatorio, desde lo alto del cual pueda descubrir al día siguiente toda la llanura. Todo parece indicar que Wellington aceptará la batalla.

Durante la noche, Napoleón trata de interrogar a muchos oficiales ingleses de caballería cogidos prisioneros aquel día, pero de ninguno puede conseguir algún informe.

A las diez, el Emperador, que cree que Grouchy está en Wavre, le envía un oficial para comunicarle que tiene ante sí a todo el ejército anglo-holandés en posición, delante del bosque de Soignes, apoyando su derecha en el caserío de la Haie, y que con toda probabilidad, le presentará batalla al día siguiente. En respuesta a esto, le manda que dos horas antes de amanecer destaque de su campamento una división de siete mil hombres con dieciséis piezas de artillería y se encamine con ésta hacia Saint Lambert, a fin de que pueda ponerse en comunicación con la derecha del grueso del ejército y operar sobre la izquierda del anglo-holandés. En cuanto a él, tan pronto como se cerciore de que el ejército pruso-sajón ha evacuado Wavre para encaminarse a Bruselas, o para seguir otra dirección, marchará con la mayor parte de sus tropas en la misma dirección que la división que le servirá de vanguardia, y cuidará de llegar con todas sus fuerzas, hacia las dos de la tarde, hora en que su presencia será decisiva. Por lo demás, Napoleón, para no atraer a los prusianos con sus cañones, no empezará la acción hasta muy entrada la mañana.

Apenas acaba de expedir este despacho, cuando un ayudante del mariscal Grouchy llega con un parte escrito a las cinco de la tarde y fechado en Gembloux. El mariscal ha perdido la pista del enemigo; ignora si se ha dirigido a Bruselas o a Lieja, por lo cual establece avanzadas en cada uno de estos caminos. Como Napoleón andaba visitando los puestos, no encuentra el parte hasta su vuelta, y al punto expide otra orden semejante a la que había enviado a Wavre. Al poco rato de salir el oficial portador de esta orden, llega otro ayudante con un segundo parte, fechado también en Gembloux. Grouchy ha sabido a las seis de la tarde, que Blücher se ha encaminado a Wavre con todas sus fuerzas. Su primera intención era seguirle en el mismo instante pero las tropas habían establecido ya su campamento y estaban haciendo el rancho; por consiguiente no partirá hasta la mañana siguiente. Napoleón no se explica esta ominosa pereza de sus generales que, desde 1814 a 1815 habían tenido un año para descansar, y envía al mariscal una tercera orden más apremiante que las primeras.

Tras estos sucesos, en la noche del 17 al 18 las posiciones de los cuatro ejércitos son estas:

Napoleón, con el primero, segundo y sexto cuerpos de infantería, la división de caballería ligera del general Subervie, los coraceros y los dragones de Milhaud y de Kellermann y, en fin, con la guardia imperial, es decir, con sesenta y ocho mil hombres y doscientos cuarenta cañones, acampa detrás y delante de Plancenoit, ocupando la carretera de Bruselas a Charleroi.

Wellington, con todo el ejército anglo-holandés, fuerte de más de ochenta mil hombres y de doscientas cincuenta piezas, tiene su cuartel general en Waterloo, y se extiende sobre la cresta de una eminencia desde Braine-Leland hasta la Haie.

Blücher está en Wavre, donde ha reunido setenta y cinco mil hombres, con los cuales está dispuesto a marchar adonde el cañón le indique que se necesita de él.

Por último, Grouchy está en Gembloux, donde descansa después de haber andado tres leguas en dos días.

La noche transcurre de este modo. Todo el mundo presiente que se está en vísperas de la batalla de Zama; pero aún se ignora quién será Escipión y quién Aníbal.

Al despuntar un nuevo día, Napoleón sale visiblemente turbado de su tienda, porque no espera encontrar a Wellington en la misma posición; cree que los generales inglés y prusiano han aprovechado la noche para reunirse delante de Bruselas y que le aguardan a la salida de los desfiladeros de la selva de Soignes. Pero a la primera ojeada se tranquiliza; las tropas anglo holandesas siguen coronando la línea de las alturas donde se detuvieron la víspera: en caso de derrota, su retirada es imposible. Napoleón no dirige más que un golpe de vista sobre sus disposiciones; luego, volviéndose a los que le acompañan, dice:

—La jornada depende de Grouchy; si cumple las órdenes que le he dado, tenemos noventa nueve probabilidades contra una.

A las ocho de la mañana se aclara el tiempo, y algunos oficiales de artillería enviados por Napoleón a reconocer la llanura, vuelven informándole de que las tierras empiezan a secarse, y de que dentro de una hora la artillería podría empezar a maniobrar. Napoleón, que ha echado pie en tierra para desayunar, se encamina a la Belle-Alliance y reconoce la línea enemiga; pero dudando aún de sí mismo, encarga al general Haxo que se acerque a ella todo lo posible, para cerciorarse de que el enemigo no está protegido por algún atrincheramiento levantado durante la noche. A la media hora este general está de vuelta, diciendo que no ha visto ninguna fortificación y que el enemigo no está defendido más que por la naturaleza misma del terreno. Los soldados reciben la orden de prepararse y de sacar sus armas.

Napoleón había tenido al principio la idea de empezar el ataque por la derecha; pero a eso de las once de la mañana, Ney, que se ha encargado de examinar esta parte del terreno, acude a decirle que un riachuelo que cruza el barranco se ha convertido, a consecuencia de la lluvia, en un torrente cenagoso que le será imposible cruzar con la infantería. Entonces Napoleón cambia de plan; esquivará esta dificultad local, se remontará al origen del barranco, romperá el ejército enemigo por el centro, lanzará caballería y artillería por el camino de Bruselas y así los dos cuerpos de ejército, divididos por el medio, encontrarán cortada la retirada, el uno por Grouchy, que no puede menos de llegar a las dos o las tres de la tarde, y el otro por la caballería y la artillería, que defenderán la carretera de Bruselas. Para llevar a cabo esto, el Emperador lleva todas sus reservas al centro.

Luego, como todo el mundo está en su puesto aguardando la orden de marcha, Napoleón pone su caballo a galope y recorre la línea, despertando por dondequiera que pasa los ecos de las músicas militares y los clamores de los soldados, maniobra que da siempre a los comienzos de sus batallas un aire de fiesta que contrasta con la frialdad de los ejércitos enemigos, en los que ninguno de los generales incita jamás bastante confianza o simpatía para despertar semejante entusiasmo. Wellington, con un anteojo en la mano y apoyado contra un árbol del camino de travesía delante del cual sus soldados están formados en línea, presencia ese espectáculo imponente de todo un ejército que jura vencer o morir.

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Autori teised raamatud