Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 1158

Font:

Napoleón regresa a la altura de Rossomme, donde se apea del caballo y contempla todo el campo de batalla. Detrás de él, los ritos y la música siguen resonando, semejantes a la llama de un reguero de pólvora. Luego, todo queda en ese silencio solemne que se cierne siempre sobre dos ejércitos a punto de combatir.

En breve queda roto ese silencio por una descarga de fusilería que estalla hacia la extrema izquierda francesa y cuya humareda se divisa por encima del bosque de Gormont; son los tiradores de Jerôme que han recibido la orden de empezar el combate para llamar la atención de los ingleses hacia aquel lado. En efecto, el enemigo descubre su artillería y el estampido de los cañones se sobrepone al ruido de los fusiles. El general Reille hace avanzar la batería de la división Foy y Kellermann lanza a galope a sus doce piezas de artillería ligera. Al mismo tiempo, en medio de la inmovilidad general del resto de la línea, la división Foy se pone en movimiento y marcha en auxilio de Jerôme.

En el momento en que Napoleón tiene los ojos fijos en este primer movimiento, un ayudante enviado por el mariscal Ney, encargado de dirigir el ataque del centro sobre la granja de la Haie-Sainte por la carretera de Bruselas, llega a galope y anuncia que todo está dispuesto y que el mariscal sólo aguarda la señal. En efecto, Napoleón ve las tropas designadas para este ataque, escalonadas ante él en masas profundas; y va a dar la orden de ataque, cuando de pronto al echar una postrera ojeada sobre el conjunto del campo de batalla, divisa entre la bruma algo así como una nube que avanza en dirección de Saint-Lambert. Se vuelve hacia el duque de Dalmacia, que en calidad de jefe de Estado Mayor estaba a su lado, y le pegunta qué piensa de aquella aparición. Al punto se dirigen sus anteojos hacia aquel lado; unos sostienen que son árboles, otros que son hombres: Napoleón es el primero en reconocer que es una columna. ¿Será Grouncy? ¿Será Blücher? Se ignora. El mariscal Soult supone que es Grouchy; pero Napoleón, como por presentimiento sigue dudando; manda llamar al general Domont y le ordena que marche a Saint-Lambert, con su división de caballería ligera y la del general Subervie, para reconocer la derecha, comunicar prontamente los cuerpos que llegan, efectuar su reunión con ellos si es el destacamento de Grouchy, o contenerlos si es la vanguardia de Blücher.

No se acaba de dar la orden, cuando se ejecuta un nuevo movimiento. Tres mil hombres de caballería salen repentinamente en diagonal, se desarrollan como una inmensa cinta, serpentean un momento por las líneas del ejército y, luego, escapándose por la extrema derecha francesa, avanzan rápidamente y se forman como para una parada, a unas tres mil toesas de su punto de partida.

Mientras se ejecuta este movimiento, que por su precisión y por lo vistoso ha distraído un momento la atención de lo que pasa en el bosque de Goumont, donde continúa el fuego de artillería, un oficial de cazadores lleva a presencia de Napoleón un húsar prusiano, al que se acaba de coger prisionero en un reconocimiento entre Wavre y Plancenoit. Este húsar es portador de una carta del general Bulow, que anuncia a Wellington que llega por Saint-Lambert y le pide sus órdenes. Además de esta explicación, que disipa todas las dudas relativas a las masas de tropas que se descubren en el horizonte, el prisionero da nuevos informes, a los que hay que dar crédito por increíbles que parezcan. Y es que, esa misma mañana, los tres cuerpos del ejército pruso-sajón, estaban en Wavre sin que Grouchy los hubiera molestado: no hay ningún francés a la vista, ya que una patrulla de su regimiento, al hacer un reconocimiento, ha avanzado hasta dos leguas de Wavre sin encontrar nada.

Napoleón se vuelve al mariscal Soult y le dice:

—Esta mañana teníamos noventa y nueve probabilidades en nuestro favor. La llegada de Bulow nos hace perder treinta; pero aún nos quedan sesenta contra cuarenta. Y si Grouchy remedia la horrible metedura de pata que cometió ayer entreteniéndose en Gembloux, si envía su destacamento con rapidez, la victoria será todavía más decisiva, porque el cuerpo de Bulow quedará enteramente destrozado. Que venga un oficial.

Al punto acude un oficial de Estado Mayor, a quien el Emperador encarga que lleve a Grouchy la carta de Bulow y le apremie para que llegue cuanto antes. Según lo que él mismo ha dicho, a aquella hora debe de estar delante de Wavre. El oficial dará un rodeo y le alcanzará por su retaguardia; tendrá que andar cuatro o cinco leguas por caminos excelentes; cuenta con un buen caballo, y promete ver a Grouchy dentro de hora y media. En el mismo instante, el general Domont envía un ayudante que confirma la noticia; son los prusianos los que tiene a la vista, y por su parte acaba de destacar algunas fuerzas escogidas para ponerse en comunicación con el mariscal Grouchy.

El Emperador manda al general Lobau que cruce con dos divisiones la carretera de Charleroi y se encamine a la extrema derecha para sostener la caballería ligera; escogerá una buena posición donde con diez mil hombres pueda contener a treinta mil. Tales son las órdenes que da Napoleón cuando confía en sus hombres. Se verifica al punto este movimiento y Napoleón fija la vista en el campo de batalla.

Los tiradores acaban de romper fuego en toda la línea, y sin embargo, a excepción del combate que prosigue con el mismo encarnizamiento en el bosque de Goumont, todavía no hay nada verdaderamente serio. Aparte de una división que el ejército inglés ha destacado de su centro y enviado en socorro de los guardias, toda la línea anglo-holandesa está inmóvil y las tropas de Bulow descansan en su extrema izquierda, y se forman aguardando su artillería, metida aún en el desfiladero. En aquel momento, Napoleón envía al mariscal Ney la orden de que sus baterías rompan fuego, marche sobre la Haie-Sainte, se apodere de este punto a la bayoneta, deje en él una división de infantería, se lance en seguida sobre las dos granjas de Papelotte y de la Haie, y eche de ellas al enemigo para separar el ejército anglo holandés del cuerpo de Bulow. El ayudante portador de esta orden, parte, cruza la pequeña llanura que media entre Napoleón y el mariscal, y desaparece entre las compactas filas de las columnas que aguardan la señal. A los pocos minutos, ochenta cañones rompen fuego a la vez y anuncian que se va a ejecutar la orden del jefe supremo.

El conde de Erlon avanza con tres divisiones cubierto por aquel fuego terrible, que empieza a causar vacíos en las líneas inglesas, cuando de pronto, al atravesar una hondonada, la artillería se atasca. Wellington, que desde la altura en que está situado ve este percance, lo aprovecha para lanzar sobre aquélla una brigada de caballería que se divide en dos cuerpos, y carga con la rapidez del rayo, en parte a la división Marcognet, y en parte a las piezas alejadas de todo socorro y que, no pudiendo maniobrar, no sólo han suspendido su ataque, sino que tampoco se hallan en estado de defenderse. La infantería, demasiado agobiada, queda rota y pierde dos águilas; la artillería es acuchillada, se cortan los tiros de los cañones y se desjarreta a los caballos; siete cañones quedan ya fuera del servicio. Cuando Napoleón observa este desgraciado suceso, manda a los coraceros del general Milhaud a que corran en socorro de sus hermanos. Aquella muralla de hierro se pone en movimiento, apoyada por el cuarto regimiento de lanceros. La brigada inglesa, sorprendida en flagrante matanza, desaparece ante aquel choque terrible, abrumada, despedazada: dos regimientos de dragones, entre otros, han sido totalmente aniquilados, se recobran los cañones y se salva la división Marcognet.

Aquella orden, tan admirablemente ejecutada, la dirigió el mismo Napoleón, lanzándose a la cabeza de la línea, entre balas y granadas, que dieron muerte a su lado al general Devaux e hirieron al general Lallemand.

Entretanto Ney, aunque privado de artillería, sigue avanzando, y mientras aquel descalabro tan fatal, aunque prontamente remediado, sucede a la derecha de la carretera de Charleroi a Bruselas, hace marchar por el camino y a la izquierda, campo a través, otra columna que llega por fin a la Haie-Sainte.

Allí, bajo el fuego de toda la artillería, a la cual la francesa apenas puede contestar, se concentra todo el combate. Por espacio de tres horas, Ney, que ha recobrado toda la fuerza de sus verdes años, se ocupa en atacar vivamente aquella posición, de la que consigue por fin apoderarse, llena de cadáveres enemigos. Tres regimientos escoceses han quedado tendidos en su mismo puesto, muertos tal como habían combatido, y la segunda división belga, las quinta y sexta divisiones inglesas, han dejado un tercio de su gente. Napoleón lanza sobre los fugitivos los infatigables coraceros de Milhaud, que los persiguen a sablazos hasta en medio de las filas del ejército inglés en el que introducen el desorden. Desde la altura en que está situado, el Emperador ve los bagajes, los carros y las reservas inglesas alejándose del combate y arremolinándose en el camino de Bruselas. Si Grouchy aparece, la jornada será suya.

Napoleón tiene la vista constantemente fija en dirección de Saint-Lambert, donde los prusianos han iniciado por fin el combate. Estos, a pesar de la superioridad de su número, están contenidos por los dos mil quinientos jinetes de Domont y de Subervie y por los siete mil hombres de Lobau, que están aguantando excepcionalmente la embestida, y permitiendo a Napoleón sostener su ataque del centro. Mientras, él, se mantiene impasible, sin oír ni ver nada que le anuncie la tan esperada llegada de Grouchy.

Napoleón envía al mariscal la orden de mantenerse a todo trance en su posición: necesita un rato para determinar su plan.

Por la extrema izquierda, Jerôme se ha apoderado de una parte del bosque y del castillo de Goumont, del que no quedan más que las cuatro paredes, pues todos los techos han sido derribados por las granadas. Pero los ingleses continúan sosteniéndose en el camino hondo que hay a lo largo de la huerta; por lo tanto, este frente no ha sido más que una victoria pírrica.

Enfrente y hacia el centro, el mariscal se ha apoderado de la Haie-Sainte y se mantiene allí a pesar de la artillería de Wellington y de sus cargas constantes de caballería, que se frenan ante el fuego espantoso de nuestra fusilería. Por este lado hay victoria completa.

A la derecha de la carretera el general Durutte acomete las granjas de Papelotte y la de Haie, donde hay probabilidad de triunfo.

En fin, a la extrema derecha, los prusianos de Bulow, que han entrado por fin en acción, se establecen perpendicularmente a la derecha francesa. Treinta mil hombres y sesenta bocas de fuego marchan contra diez mil hombres de los generales Domont, Subervie y Lobau. Allí está, por el momento, el verdadero peligro.

Pero más peligro acecha todavía tras escuchar las noticias que van llegando: las patrullas del general Domont regresan sin haber visto a Grouchy, pero en breve, al fin, se recibe un despacho del mismo mariscal. En lugar de partir de Gembloux al amanecer, como había prometido hacerlo en su carta de la víspera, no había emprendido la marcha hasta las nueve y media de la mañana. Esto son muy malas noticias para los franceses, que necesitan su apoyo inmediato. Sin embargo, son las cuatro y media de la tarde y hace cinco horas que el cañón retumba. Napoleón confía en que, obedeciendo a la primera ley de la guerra, acudirá al ruido de los cañones. A la siete y media podría estar en el campo de batalla: hasta entonces hay que redoblar los esfuerzos y sobre todo detener los progresos de los treinta mil hombres de Bulow, que, si Grouchy llegara por fin, se encontrarán a aquella hora cogidos entre dos fuegos.

Napoleón ordena al general Duhesme, que dirige las dos divisiones de la guardia joven, que se encamine a Plancenoit, hacia donde Lobau, acosado por los prusianos, se bate en retirada por escalones. Duhesme parte a galope con ocho mil hombres y veinticuatro cañones, los pone en batería y rompen fuego en el momento en que la artillería prusiana barre con su metralla la calzada de Bruselas. Este refuerzo contiene el movimiento progresivo de los prusianos y aún hay momentos en que parece que los hace retroceder. Napoleón aprovecha este respiro y manda a Ney que marche a paso de carga hacia el centro del ejército anglo-holandés y lo desbarate; llama a sí a los coraceros de Milhaud, que cargan a la cabeza para abrir un hueco; el mariscal lo sigue, y al poco rato corona la meseta con sus tropas. Toda la línea inglesa es amputada y atacada a quemarropa. Wellington lanza contra Ney toda la caballería que le queda, mientras que su infantería forma el cuadro. Napoleón comprende la necesidad de sostener el movimiento y envía al conde de Valmy la orden de trasladarse con sus dos divisiones de coraceros a la meseta para apoyar las divisiones de Milhaud y Lefèvre-Desnouettes. En el mismo momento, Ney hace avanzar la caballería pesada del general Guyot, a la cual se une las divisiones de Milhaud y Lefèbre-Desnouettes, que vuelven a la carga. Tres mil coraceros y tres mil dragones de la guardia, es decir, los mejores soldados del mundo, avanzan a galope tendido y chocan con los cuadros ingleses, que se abren, vomitan su metralla y vuelven a cerrarse. Pero no hay nada que contenga el ímpetu terrible de nuestros soldados. La caballería inglesa, rechazada y acuchillada por la larga espada de los coraceros y de los dragones, penetra por los intervalos y corre a rehacerse a retaguardia bajo la protección de la artillería. Al punto, coraceros y dragones se precipitan sobre los cuadros, rompiendo alguno de ellos, pero los soldados mueren sin retroceder un paso. Entonces comienza una horrorosa carnicería, interrumpida de vez en cuando por cargas desesperadas de caballería, contra las cuales tienen que revolverse los soldados franceses y durante las cuales los cuadros ingleses respiran y vuelven a formarse para ser rotos de nuevo. Wellington, perseguido de cuadro en cuadro, vierte lágrimas de rabia al ver acuchillar de aquel modo a su vista doce mil hombres de sus mejores tropas; pero sabe que no retrocederán un ápice, y calculando el tiempo que debe transcurrir antes que la destrucción sea completa, saca el reloj y dice a los que le rodean:

—Aún quedan para dos horas; pero antes de una, o habrá cerrado la noche o habrá llegado Blücher.

La lucha continúa así tres cuartos de hora.

Entonces, desde la altura en que domina todo el campo de batalla, Napoleón ve desembocar una masa profunda por el camino de Wavre. Por fin llega Grouchy, que tanto se ha hecho esperar; tarde, es verdad, pero aún lo bastante a tiempo para contemplar la victoria. Al ver aquel refuerzo, envía un ayudante a anunciar a todas direcciones que Grouchy aparece y va a entrar en línea. En efecto, sucesivamente se van desplegando masas que se ponen en orden de batalla; nuestros soldados redoblan su ardor porque creen que sólo tienen que descargar el último golpe. De pronto una formidable artillería retumba delante de los recién llegados y las balas, en vez de ir dirigidas contra los prusianos derriban filas enteras de franceses. Todos cuantos rodean a Napoleón se miran estupefactos; el Emperador se da una palmada en la frente: no es Grouchy, es Blücher.

Napoleón no aparta la vista de la situación, que es terrible. Sesenta mil hombres de tropas de refresco, con las cuales no contaba, caen sucesivamente sobre sus tropas, rendidas por ocho horas de lucha. La ventaja se mantiene por él en el centro, pero ya no tiene el ala derecha; empeñarse en dividir en dos el ejército enemigo sería ya cosa inútil y hasta peligrosa. El Emperador concibe y ordena entonces una de las más ingeniosas maniobras de cuantas ideó en sus más aventuradas combinaciones estratégicas: consiste en un gran cambio de frente oblicuo sobre el centro, merced al cual hará frente a los dos ejércitos. Además, el tiempo transcurre, y la noche que debía llegar para los ingleses, llega también para él.

Entonces da orden a su izquierda de dejar a retaguardia el bosque de Goumont y a los pocos ingleses que se mantienen todavía al abrigo de los muros almenados del castillo y de acudir a reemplazar al primero y al segundo cuerpo, que han sufrido mucho, al mismo tiempo que libertará a la caballería de Kellermann y de Milhaud, demasiado comprometida en la meseta del monte Saint Jean. Manda a Lobau y a Duhesme que continúen la retirada y vayan a situarse en línea por encima de Plancenoit; al general Pelet que se sostengan con firmeza en esta aldea a fin de apoyar el movimiento; el centro que gire sobre sí mismo; al mismo tiempo un ayudante de campo recibe la orden de recorrer la línea y anunciar la llegada del mariscal Grouchy.

Al saberse esta noticia se reanima el entusiasmo; todo se pone en movimiento en la inmensa línea. Ney, que ha perdido ya cinco caballos, desenvaina la espada. Napoleón se pone a la cabeza de su reserva y avanza personalmente por la carretera. El enemigo continúa plegando su centro y su primera línea queda rota; la guardia la rebasa y se apodera de una batería desenganchada. Pero allí tropieza con la segunda línea, que se compone de una masa terrible, compuesta de los restos de los regimientos dispersados dos horas antes por la caballería francesa y que han podido rehacerse. Son de las brigadas de las guardias inglesas, del regimiento belga de Chassé y de la división de Brunswick. No importa. La columna se despliega como en una maniobra; pero de pronto, diez piezas de batería rompen el fuego a tiro de pistola y arrebatan toda su cabeza, mientras que otros veinte cañones la cogen de soslayo y causan estragos en las masas amontonadas alrededor de la Belle Alliance, que su movimiento acaba de dejar al descubierto. El general Friant queda herido; los generales Michel, Jamin y Mallet, muertos; así como los mayores Augelet, Cardinal y Agnès; el general Guyot, al dar por octava vez una carga con su caballería pesada, recibe dos balazos; Ney tiene su ropa y su sombrero acribillados de balazos, y en toda la línea se nota un momento de vacilación.

En ese momento, Blücher ha llegado al caserío de Haie y arrojado de él a los dos regimientos que lo defienden. Estos, que por espacio de media hora han hecho frente a diez mil hombres, se ponen en retirada; pero Blücher llama seis mil hombres de caballería inglesa que guardan la izquierda de Wellington y que son ya inútiles desde el momento en que esta izquierda está ocupada por los prusianos. Estos seis mil hombres, que llegan mezclados con aquellos a quienes persiguen, abren un hueco horrible en el corazón del ejército mismo. Cambronne se arroja entonces con el segundo batallón del primer regimiento de cazadores entre la caballería inglesa y los fugitivos, forma el cuadro y protege la retirada de los demás batallones de la guardia. Este batallón atrae para sí todo el choque y se ve rodeado, apretado, atacado por todos lados. Entonces es cuando Cambronne, a quien se le conmina para que se rinda, contesta no con la frase florida que se le ha atribuido, sino una sola palabra, palabra de cuerpo de guardia, pero a la cual su energía no quita nada de su sublimidad. Casi al punto, cae del caballo, derribado por un casco de metralla que le hiere en la cabeza.

En el mismo instante Wellington hace avanzar toda su extrema derecha, de la que puede disponer, y que a causa del movimiento francés, ya no hay nada que la contenga, y tomando a su vez la ofensiva, la lanza como un torrente desde las alturas de la meseta. Esta caballería envuelve los cuadros de la guardia, a la que no se atreve a atacar, luego da media vuelta a la derecha y embiste a nuestro centro más abajo de la Haie-Sainte. Entonces se sabe que Bulow rebasa la extrema derecha francesa, que el general Duhesme está peligrosamente herido y, en fin, que Grouchy, con el cual se contaba, no acaba de llegar. El fuego de fusilería y de cañón estalla a quinientas toesas a nuestra retaguardia: Bulow nos ha desbordado. Resuena el grito de «¡Sálvese quien pueda!» Y comienza la derrota. Los fugitivos desorganizan los batallones que se sostienen todavía. Napoleón, en el momento de quedar envuelto, se encierra en el cuadro de Cambronne con Ney, Soult, Bertrand, Corbineau, Flahaut, Gourgand y Labédoyère, que se encuentran sin soldados. La caballería multiplica sus cargas. La artillería inglesa barre todo el llano desde la cresta de sus alturas; la francesa, que ya no tiene quien la sirva, permanece callada; aquello no es ya un combate, es una carnicería.

En aquel momento se despeja algo el cielo; Blücher y Wellington, que acaban de reunirse en la granja de la Belle Alliance, se aprovechan de esta circunstancia para poner su caballería en persecución de las tropas francesas; se rompen los restos que hacían mover este cuerpo gigantesco, y el ejército se dispersa. Únicamente algunos batallones de la guardia se sostienen y mueren.

En vano intenta Napoleón contener este desorden. Se echa en medio de la derrota, encuentra un regimiento de la guardia y dos baterías de reserva detrás de Plancenoit, y procura reunir a los fugitivos. Por desgracia, la noche impide que le vean y el tumulto que le oigan. Entonces se apea del caballo y se arroja, espada en mano, en medio de un cuadro; Jerôme le sigue diciendo:

—Tienes razón, hermano; aquí debe caer todo lo que lleva el nombre Bonaparte.

Pero lo cogen sus generales y sus oficiales de Estado Mayor y lo empujan sus granaderos, que están dispuestos a morir, pero no quieren que su Emperador muera con ellos. Lo montan a caballo, un oficial coge la brida y se lo lleva a galope, y así pasa entre los prusianos, que lo han desbordado por espacio de más de media legua. No hay bala de fusil ni de cañón que le hiera. Por fin llega a Jemmapes, se detiene un instante, renueva sus tentativas de reunión de los fugitivos, a las cuales siguen oponiéndose la noche, la confusión, la derrota general y la encarnizada persecución de los prusianos. Convencido al fin de que, como en Moscú, todo había concluido por segunda vez y que solamente en París podría reunir el ejército y salvar la Francia, prosigue su marcha, hace un alto en Philippeville, y llega el 20 a Laon.

El que escribe estas líneas no ha visto a Napoleón más que dos veces en toda su vida con ocho días de diferencia. Y esto durante el corto espacio de un relevo. La primera vez, cuando iba a Ligny, la segunda cuando volvía de Waterloo, aquella vez, a la luz del sol, ésta a la de una lámpara; la primera vez en medio de aclamaciones de la muchedumbre, la segunda en medio del silencio de una población.

Tanto una como otra, Napoleón estaba sentado en el mismo coche, en el mismo sitio, vestido con el mismo traje, la misma mirada vaga, extraviada, la misma fisonomía, tranquila e impasible, sólo que al volver tenía la cabeza un poco más inclinada sobre el pecho que al ir.

¿Era por enfado porque no podía dormir, o por dolor de haber perdido el mundo?

El 21 de junio, Napoleón está de regreso en París.

El 22, la cámara de los pares y la de los diputados se declaran en sesión permanente y proclaman traidor a la patria a quien intente suspenderlas o disolverlas.

El mismo día, Napoleón abdica a favor de su hijo.

El 8 de julio, Luis XVIII vuelve a París.

El 14, Napoleón, después de rechazar la oferta del capitán Baudin, hoy vicealmirante, que le propone llevarle a los Estados Unidos, pasa a bordo del Bellérophont, tripulado por el capitán Maitland, y escribe al príncipe regente de Inglaterra:

Alteza Real:

Blanco de las facciones que dividen mi país y de la enemistad de las más grandes potencias de Europa, he consumido mi carrera política. Como Temístocles, acudo a tomar asiento en el hogar del pueblo británico. Me pongo bajo la protección de sus leyes, que reclamo de Vuestra Alteza Real, como la del más poderoso, del más constante, del más generoso de mis enemigos.

NAPOLEÓN

El 16 de julio, el Bellérophont se hace a la vela para Inglaterra.

El 24, fondea en Torbay, donde Napoleón supo que el general Gourgaud, portador de su carta, no había podido saltar a tierra y tuvo que desprenderse de sus despachos.

El 26, por la noche, el Bellérophont entra en la rada de Plymouth. Allí empiezan a circular los primeros rumores de su deportación a Santa Elena. Napoleón no quiso darles crédito.

El 30 de julio, un comisario notificó a Napoleón la resolución relativa a su deportación a Santa Elena. Napoleón, indignado, coge la pluma y escribe:

Protesto solemnemente aquí, a la faz del cielo y de los hombres, de la violencia que se me hace, de la violación de mis derechos más sagrados, al disponerse, por la fuerza, de mi persona y de mi libertad. He venido libremente a bordo del Bellérophont; no soy el prisionero, sino el huésped de Inglaterra. He venido a instigación del capitán, quien me dijo que tenía órdenes de su Gobierno para recibirme a bordo y llevarme a Inglaterra con mi comitiva, si así me agradaba. Me he presentado de buena fe para ponerme bajo la protección de las leyes de Inglaterra. Así pisé la cubierta del Bellérophont y me encontré en el hogar del pueblo británico. Si el Gobierno, al dar al capitán del Bellérophont la orden de recibirme, así como a mi comitiva, ha querido tenderme una emboscada, con ello ha faltado al honor y mancillado su pabellón.

Si se consumara este acto, en vano sería que los ingleses quisieran hablar en adelante de su lealtad, de sus leyes, de su libertad; la fe británica resultará perdida en la hospitalidad del Bellérophont.

Apelo a la Historia: ella dirá que un enemigo, que hizo largo tiempo la guerra al pueblo inglés, acudió libremente en su infortunio a buscar un asilo al amparo de sus leyes. ¿Qué mayor prueba de aprecio y confianza podía darle? ¿Y cómo se respondió en Inglaterra a semejante magnanimidad? Se fingió tender una mano hospitalaria a ese enemigo, y cuando se hubo entregado de buena fe, se le inmoló.

NAPOLEÓN

En el mar, a bordo del Bellérophont.

A pesar de esta protesta, el 7 de agosto tuvo Napoleón que desembarcar del Bellérophont para pasar a bordo del Northumberland. En la orden del Ministerio se prevenía que se quitase a Napoleón su espada; pero el Almirante Keith se avergonzó de semejante orden y no quiso ejecutarla.

El lunes, 7 de agosto de 1815, el Northumberland zarpó para Santa Elena.

El 16 de octubre, a los setenta días de su salida de Inglaterra y a los ciento diez de haber marchado de Francia, Napoleón arribó a la roca que iba a convertir en pedestal.

Inglaterra aceptó en toda su extensión el oprobio de su traición y a partir del 16 de octubre de 1815 los reyes tuvieron su Cristo y los pueblos su Judas.

VII

NAPOLEÓN EN SANTA ELENA

Napoleón pasó aquella noche en una especie de mesón, donde se encontró muy incómodo. A las seis de la mañana del día siguiente partió a caballo con el gran mariscal Bertrand y el almirante Keith para Longwood, a una casa que este último había alquilado para su residencia, como la más conveniente de la isla. De camino el Emperador se detuvo en un pequeño pabellón dependiente de una casa de campo que pertenecía a un negociante de la isla llamado Balcombe. Sería su morada temporal hasta que Longwood no se hallara en estado de poder habitarse. Había estado tan mal el día anterior, que aunque el pequeño pabellón estaba casi desmantelado, no quiso volver a la ciudad.

Por la noche, cuando fue a acostarse, se fijó en que había una ventana sin cristal ni cortina en la cabecera de su cama. Las Cases y su hijo la taparon como pudieron y subieron a un desván donde cada cual se tendió en un colchón; los criados, envueltos en sus capas, durmieron en el suelo atravesados en la puerta.

Al otro día, Napoleón almorzó, sin mantel ni servilletas, las sobras de la comida de la víspera.

Todo esto no era más que el preludio de la miseria y las privaciones que le esperaban en Longwood.

Sin embargo, poco a poco esta situación mejoró: se trajo del Northumberland ropa interior y vajilla. El coronel del 53º de línea ofreció una tienda de campaña, que se instaló como prolongación del cuarto; y desde entonces, Napoleón, con su acostumbrada disciplina, trató de organizar su nuevo modo de vida.

A las diez mandaba llamar a Las Cases para almorzar con él. Terminado el almuerzo y después de media hora de conversación, Las Cases le leyó lo que él le había dictado el día anterior. Acabada la lectura, Napoleón siguió dictando hasta las cuatro de la tarde. A esta hora se vistió y salió para que pudieran limpiar el cuarto, bajó al jardín, que le agradaba mucho y en cuyo extremo había un cenador cubierto de lona como una tienda de campaña. Solía sentarse bajo este cenador, adonde habían llevado una mesa y sillas, que le proveía de abrigo contra el sol. Allí dictaba órdenes a sus compañeros hasta la hora de cenar, que estaba fijada a las siete. Se pasaba el resto del día leyendo a Racine o a Molière, porque no había ninguna obra de Corneille, de las cuales Napoleón pidió se representara alguna comedia o tragedia. Por la noche, se acostaba lo más tarde posible, porque si se acostaba temprano se despertaba a media noche y no volvía a conciliar el sueño más. ¿Quién de los condenados de Dante hubiera querido cambiar su suplicio por los insomnios de Napoleón?

Al cabo de pocos días, se sintió cansado y enfermo. Se habían puesto a su disposición tres caballos y creyendo que le sentaría bien un paseo, preparó, con los generales Gourgaud y Montholón una cabalgada para el día siguiente. Pero todo se frustró al recibir la noticia de que un oficial inglés tenía orden de no perderle de vista. Despidió al punto los caballos, diciendo que, puesto que el disgusto de ver a su carcelero era mayor que el bien que le podía proporcionar el ejercicio, saldría ganando quedándose quieto en casa.