Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 891

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-Pero ¿de verdad que ha abierto usted la carta que iba dirigida a su esposa? ¡Oh, señor Weston! -riendo afectadamente-. Debo protestar... ¡Acaba usted de sentar un precedente peligrosísimo! No puede usted dar ejemplos como éste a sus vecinos... Le doy mi palabra que si eso es lo que me espera a mí, las mujeres casadas tendremos que empezar a defendernos... ¡Oh, señor Weston! ¡Nunca hubiera creído una cosa semejante de usted!

-Sí, sí, no se fíe usted de los hombres. Tenga mucho cuidado, señora Elton. En esta carta nos cuenta... es una carta muy corta... escrita a toda prisa, sólo para darnos la noticia... nos cuenta que en seguida van a ir todos a Londres por causa de la señora Churchill... No se ha encontrado bien durante todo el invierno, y cree que el clima de Enscombe es demasiado frío para ella... de modo que van a venir todos para el sur sin pérdida de tiempo.

-¡Vaya, vaya! De modo que viven en el Yorkshire, ¿no? Enscombe está en el Yorkshire, ¿verdad?

-Sí, viven a unas 190 millas de Londres. Un viaje considerable.

-Sí, ya lo creo, muy considerable. Sesenta y cinco millas más de la distancia que hay entre Maple Grove y Londres. Pero, señor Weston, ¿qué son estas distancias para las personas de gran fortuna? Se quedaría usted maravillado si supiera cómo a veces mi cuñado, el señor Suckling, viaja de una parte a otra. No sé si me creerá, pero... en la misma semana él y la señora Bragge fueron a Londres y volvieron dos veces, con cuatro caballos.

-Lo malo de este viaje desde Enscombe -dijo el señor Westones que la señora Churchill, según nos dicen, ha estado toda una semana sin poder levantarse del sofá. En la última carta que le escribió a Frank, según nos contó mi hijo, se quejaba de que estaba demasiado débil para ir hasta su «invernadero» sin que él y su tío la cojan de los brazos. Ya ve usted, esto indica que ha llegado a un grado extremo de debilidad... pero ahora resulta que está tan impaciente por estar en Londres que quiere hacer el viaje sin pasar más que dos noches en el camino... Es lo que dice literalmente Frank. La verdad, señora Elton, es que las señoras delicadas tienen naturalezas realmente singulares. Tiene usted que admitirlo.

-Pues no, no le admito nada de eso ni mucho menos. Yo siempre saldré en defensa de mi sexo. Como ahora. Ya se lo advierto... En esta cuestión encontrará en mí un temible antagonista. Yo siempre estoy al lado de las mujeres... y le aseguro que si usted supiera la opinión de Selina con respecto a eso de dormir en las posadas no se extrañaría de que la señora Churchill hiciera los esfuerzos más increíbles para evitarlo. Selina dice que a ella la horroriza... y yo creo que me ha contagiado algo de sus escrúpulos. Mi hermana siempre viaja llevando sus propias sábanas. Una precaución excelente. ¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mismo?

-Tenga usted la seguridad de que la señora Churchill hace todo lo que cualquier otra gran dama ha podido hacer. La señora Churchill no va a ser menos que cualquier dama, tratándose...

La señora Elton le interrumpió vivamente diciendo:

-¡Oh, señor Weston! No interprete mal mis palabras. Le aseguro que Selina no es una gran dama. No imagine usted lo que no es verdad.

-¿No? Entonces no puede compararse con la señora Churchill, que es tan gran dama como la que puede serlo más.

La señora Elton empezó a pensar que no había obrado bien al negar tan tajantemente la alta condición social de su hermana; lo último que hubiera podido desear es que creyeran su afirmación de que su hermana no era una gran dama; no había sabido expresarse de un modo lo suficientemente ingenioso como para que la interpretara bien; y aún estaba pensando de qué modo podía volverse atrás sin quedar mal, cuando el señor Weston siguió diciendo:

-Yo no siento una gran simpatía por la señora Churchill, como usted ya puede suponer... pero que quede entre nosotros. Quiere mucho a Frank, y por lo tanto yo no debería hablar mal de ella. Además, ahora no tiene salud; aunque la verdad es que, según propia afirmación, nunca la ha tenido. Eso yo no se lo diría a todo el mundo, señora Elton, pero no creo mucho en la enfermedad de la señora Churchill.

-Si está verdaderamente enferma, ¿por qué no va a Bath, señor Weston? A Bath o a Clifton.

-Se ha empeñado en que Enscombe tiene un clima demasiado frío para ella. Supongo que lo que ocurre es que se ha cansado de Enscombe. Es la primera vez que pasa allí una temporada tan larga, y empieza a necesitar un cambio. Es un lugar apartado. Muy bonito, pero muy apartado.

-¡Ah...! Entonces igual que Maple Grove... Nada más apartado del camino real que Maple Grove. ¡Está rodeado de tierras de cultivo tan inmensas! Allí una se encuentra aislada de todo... en un retiro completo. Y probablemente la señora Churchill no tiene la salud o el buen ánimo de Selina para saber apreciar esa clase de soledad. O tal vez no tenga dentro de sí recursos suficientes para vivir en el campo. Yo siempre digo que una mujer nunca tiene demasiados recursos...

y estoy muy contenta de tener tantos que me permitan ser completamente independiente de la sociedad.

-En febrero Frank pasó dos semanas con nosotros.

-Sí, recuerdo haberlo oído decir. Cuando vuelva encontrará un aditamento más a la sociedad de Highbury; es decir, si es que puedo considerarme a mí misma como un aditamento. Pero quizá no tenga la menor noticia de que yo exista en el mundo.

Esta incitación a que se le hiciera un cumplido era demasiado directa para que pasara inadvertida, y el señor Weston, muy galante, exclamó inmediatamente:

-¡Mi querida señora! Nadie excepto usted podría considerar posible una cosa semejante. ¡No haber oído hablar de usted! Estoy seguro que en las últimas cartas de la señora Weston le hablaba de muy pocas cosas que no estuvieran relacionadas con la señora Elton.

Una vez cumplido su deber, el señor Weston podía volver a ocuparse de su hijo.

-Cuando Frank se fue -siguió diciendo-, no teníamos ninguna seguridad de cuándo podríamos volver a verle, y por eso las noticias de hoy nos han causado aún más alegría. Ha sido algo totalmente inesperado. Es decir, yo siempre he tenido el presentimiento de que no tardaría en volver, estaba seguro de que iba a ocurrir algo, no sabía el qué, que haría posible su regreso... pero nadie me creía. Tanto él como la señora Weston estaban terriblemente desalentados. «¿Cómo va a arreglárselas para venir? ¿Cómo vamos a suponer que sus tíos consentirán en volver a separarse de él?» Y así por el estilo... Pero yo seguía pensando que iba a ocurrir algo que nos iba a ser favorable; y ya ve usted que ha sido así. A lo largo de mi vida, señora Elton, he podido comprobar que cuando las cosas nos son contrarias un mes, al siguiente siempre se arreglan.

-Tiene usted mucha razón, señor Weston, muchísima razón. Eso es precisamente lo que yo solía decirle a cierto galán en la época en que me cortejaba, cuando, porque las cosas no iban totalmente a su gusto, sin la rapidez que, hubiera correspondido a sus sentimientos, se entregaba a la desesperación y exclamaba que estaba seguro de que a este paso llegaría el mes de mayo antes de que Himeneo nos recubriese con sus azafranadas vestiduras... ¡Oh, cuánto me costó disipar esas sombrías ideas y hacerle concebir pensamientos más alegres! El coche... teníamos muchas dificultades con el coche; una mañana recuerdo que vino a verme completamente desesperado...

Tuvo que interrumpirse debido a un acceso de tos, y el señor Weston aprovechó inmediatamente la oportunidad para continuar.

-Acaba usted de mencionar el mes de mayo. Mayo es precisamente el mes que la señora Churchill tiene que pasar, según le han aconsejado, o se ha aconsejado a sí misma, en un lugar más cálido que Enscombe... en resumen, que tiene que pasar en Londres; y de este modo tenemos la grata perspectiva de que Frank nos haga frecuentes visitas durante toda la primavera...

precisamente la estación del año que hubiéramos elegido de haberlo podido hacer; cuando los días son muy largos, la temperatura es suave y agradable, todo invita a estar al aire libre y no hace demasiado calor para hacer ejercicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo lo que se pudo; pero había humedad, llovió y el tiempo era desapacible; como suele serlo en febrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni la mitad de las cosas que proyectábamos. Ahora será la época más adecuada. Vamos a pasarlo muy bien. Y yo no sé, señora Elton, si la inseguridad de sus visitas, esa especie de constante espera, no saber si llegará hoy o mañana ni a qué hora, no sé, le decía, si esto dará más alicientes a nuestra felicidad que si le tuviéramos siempre en casa. Creo que sí. Creo que en este estado de ánimo vamos a disfrutar más de su compañía. Confío en que encontrará usted agradable a mi hijo; pero no debe esperar ningún prodigio. Suele considerársele como un joven de grandes prendas, pero no espere usted ningún prodigio. La señora Weston siente un gran afecto por él, lo cual, como puede usted suponer, me halaga mucho. Mi esposa cree que no hay nadie que pueda comparársele.

-Y yo le aseguro, señor Weston, de que no tengo casi ninguna duda de que mi opinión le será francamente favorable. ¡He oído hacer tantos elogios del señor Frank Churchill...! De todas maneras, me veo en el deber de advertirle que yo soy una de esas personas que siempre juzgan por sí mismas y que en modo alguno se dejan guiar por el criterio de los demás. Le advierto que la opinión que forme de su hijo responderá a mi criterio personal... No me gusta adular a nadie...

El señor Weston estaba meditabundo.

-Confío -dijo inmediatamente- en que no he sido demasiado severo al juzgar a la pobre señora Churchill. Si está enferma, sentiría mucho ser injusto con ella; pero hay ciertos rasgos de su carácter que me hacen difícil hablar de ella con la comprensión que yo desearía. No debe usted de ignorar, señora Elton, las relaciones que he tenido con esta familia, ni la clase de trato que me han dispensado; y, entre nosotros, toda la culpa sólo puede atribuírsele a ella. Ella fue la instigadora. De no ser por ella, la madre de Frank nunca hubiera sido menospreciada en la forma en que lo fue. El señor Churchíll tiene mucho orgullo; pero su orgullo no es nada comparado con el de su esposa; el de él es un orgullo pacífico, indolente, caballeroso, que no hace daño a nadie, y que sólo contribuye a hacerle un poco más desamparado y aburrido; ¡pero el orgullo de ella es arrogancia e insolencia! Y lo que lo hace aún más insoportable es que no tiene ningún fundamento de nobleza de familia o de sangre. Cuando se casó con él no era nadie, simplemente la hija de un caballero; pero una vez se hubo convertido en una Churchill, sobrepasó a todos los Churchill en altanería y en grandes pretensiones; pero en realidad puede usted estar segura de que no es más que una advenediza.

-¡Hay que ver! Eso tiene que ser verdaderamente indignante. Yo siento horror por los advenedizos. Maple Grove me ha hecho detestar esa clase de gente; porque en aquellos contornos vive una familia que tiene tantos humos que resultan fastidiosísimos para mi hermana y mi cuñado... La descripción que ha hecho usted de la señora Churchill me ha hecho pensar inmediatamente en ellos. Son una gente que se llaman Tupman, que hace muy poco que se han instalado allí y que se han encumbrado gracias a una serie de relaciones de lo más bajo, pero que tienen unos humos... y que aspiran a ponerse al mismo nivel de las familias que hace ya muchos años que están establecidas en aquel lugar. Como máximo hace un año y medio que viven en West Hall; y nadie sabe cómo han hecho su fortuna. Proceden de Birmingham, que, como usted ya sabe, señor Weston, no es precisamente una ciudad de la que pueda esperarse mucho. ¿Qué puede salir de un lugar como Birmingham? Yo siempre digo que este nombre suena de un modo desagradable; pero esto es lo único que se sabe con certeza de los Tupman, aunque, le aseguro a usted que de ellos se sospecha pero que muchas cosas... Y sin embargo, a juzgar por sus modales, evidentemente se consideran al mismo nivel incluso que mi cuñado, el señor Suckling, que da la casualidad que es uno de sus vecinos más próximos. ¡Oh, es algo francamente horrible! El señor Suckling, que hace ya once años que vive en Maple Grove, propiedad que ya había sido de su padre... por lo menos eso creo... estoy casi segura de que el padre del señor Suckling cuando murió ya había comprado la propiedad.

Su conversación fue interrumpida. Se estaba sirviendo el té y el señor Weston, como ya había dicho todo lo que quería decir, no tardó en aprovechar la oportunidad de dejar a la señora Elton.

Después del té, el señor y la señora Weston y el señor Elton se pusieron a jugar a las cartas con el señor Woodhouse. Las cinco personas restantes fueron abandonadas a sus propios recursos, y Emma dudó de que pudieran componérselas medianamente bien, ya que el señor Knightley parecía poco dispuesto a conversar; la señora Elton buscaba alguien que le prestase atención, y como nadie mostraba deseos de hacerlo, se sentía tan desairada que prefería encerrarse en su mutismo.

En cambio el señor John Knightley parecía más comunicativo que su hermano. Iba a marcharse al día siguiente por la mañana; y empezó diciendo:

-Bueno, Emma, creo que ya no tengo nada más que decirte sobre los niños; pero ya te he dado la carta de tu hermana y podemos estar seguros de que allí todo se explica con los menores detalles. Mis recomendaciones son mucho más breves que las suyas, y probablemente no coincidirán con las de ella; todo lo que quisiera pedirte es que no los miméis mucho ni les deis demasiados potingues.

-Espero que podré complaceros a los dos -dijo Emma-; haré todo lo que pueda para que lo pasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; y para mí el que lo pasen bien excluye el malcriarlos y el darles demasiados potingues, como tú dices.

-Y si se ponen muy revoltosos, los envías otra vez a casa. -Eso es bastante probable, ¿no te parece?

-Creo que ya me doy cuenta de que son demasiado bulliciosos para tu padre...

y de que incluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, si vuestros compromisos sociales aumentan tanto como en estos últimos tiempos.

-¿Nuestros compromisos sociales?

-Ya lo creo; supongo que te has dado cuenta que en estos últimos seis meses habéis cambiado considerablemente vuestro género de vida.

-¿Cambiado? No, la verdad es que no me he dado cuenta.

-Pues no hay la menor duda de que ahora alternáis más de lo que antes solíais hacerlo. Lo de esta noche, por ejemplo. Vengo de Londres sólo para un día y me encuentro con que habéis organizado una cena con una serie de invitados. Hace unos meses, ¿cuándo ocurría una cosa así? Tenéis más vecinos y alternáis más con ellos. Desde hace algún tiempo todas las cartas que recibe Isabella hablan de fiestas y reuniones como ésta; cenas en casa del señor Cole, bailes en la Hostería de la Corona... Lo que ha cambiado mucho es Randalls, y es Randalls tan sólo la que os empuja a todo eso.

-Sí -dijo rápidamente su hermano-, todas esas cosas salen de allí. -Perfectamente... y como supongo que no es probable que Randalls vaya a

tener menos influencia de la que ha tenido hasta ahora, se me ocurre pensar, Emma, que es posible que Henry y John a veces puedan seros un estorbo. En ese caso sólo te ruego que los envíes a casa.

-No -exclamó el señor Knightley-, ésta no tiene por qué ser la consecuencia. Que vengan a Donwell. Yo estaré encantado con ellos.

-¡Por Dios! -exclamó Emma-. ¡Todo eso es ridículo! Me gustaría saber a cuántos de estos numerosos compromisos sociales que dices que tengo no has asistido; y por qué supones que hay la posibilidad de que me falte tiempo para cuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todos esos fantásticos compromisos sociales míos? Cenar una vez con los Cole y hablar de organizar un baile que nunca se ha celebrado. Comprendo perfectamente -dijo dirigiéndose al señor John Knightley- que la buena suerte que has tenido al encontrar reunidos aquí a tantos de tus amigos te ha dado tanta alegría que has concedido demasiada importancia a la cosa. Pero usted -volviéndose hacia el señor Knightley-, que sabe en qué pocas ocasiones llego a ausentarme de Hartfield por dos horas, no puedo concebir que suponga que yo lleve una vida tan disipada. Y en cuanto a mis sobrinitos, debo decir que si tía Emma no tiene tiempo para dedicarles no creo que tío Knightley que, por cada hora que ella pasa fuera de casa él pasa cinco, y que cuando está en casa o se pone a leer o repasa sus cuentas, disponga tampoco de mucho tiempo para ellos.

El señor Knightley parecía estar haciendo esfuerzos para no sonreír; y no tuvo que hacer más esfuerzos cuando la señora Elton empezó a hablarle.

CAPÍTULO XXXVII

Una pequeña y tranquila reflexión sobre la naturaleza de su inquietud al oír aquellas nuevas de Frank Churchill, bastó para tranquilizar a Emma. No tardó en convencerse de que no era por sí misma que se sentía temerosa y confusa; era por él. La verdad era que el afecto de ella se había convertido en algo tan tenue en lo que ya casi no valía la pena pensar; pero si el joven, que, indudablemente de los dos siempre había sido el más enamorado, iba a regresar con un sentimiento tan intenso como el que le embargaba cuando se fue, la situación sería muy penosa; si una separación de dos meses no había enfriado su corazón, ante Emma se presentaban una serie de peligros y de males; tanto por él como por ella sería preciso tener muchas precauciones. Emma no estaba dispuesta a que la paz de su espíritu volviera a verse comprometida, y por lo tanto era ella quien debía evitar cualquier cosa que pudiera alentar al joven.

Su deseo era no permitir que Frank Churchill llegara a una declaración de amor en toda regla. ¡Eso significaría una conclusión tan dolorosa para su amistad! Y sin embargo no dejaba de prever que iba a ocurrir algo decisivo. Tenía la impresión de que no terminaría la primavera sin traer un estallido, un acontecimiento, algo que alterase su actual estado de ánimo, equilibrado y tranquilo.

No pasó mucho tiempo, aunque sí más del que el señor Weston había supuesto, antes de que tuviera oportunidad de formarse una opinión acerca de los sentimientos de Frank Churchill. La familia de Enscombe no se trasladó a Londres tan pronto como se había imaginado, pero muy poco después de su instalación el joven estaba ya en Highbury. Hizo el camino a caballo en un par de horas; no podía pedírsele más; pero como desde Randalls se trasladó inmediatamente a Hartfield, Emma pudo ejercer en seguida sus dotes de observación, y determinar rápidamente cuál era la actitud que él adoptaba y cuál la que ella debía adoptar. En la entrevista reinó la máxima cordialidad. No cabía ninguna duda de que él se alegraba mucho de volver a verla. Pero desde el primer momento Emma tuvo la impresión de que ya no se interesaba por ella tanto como antes, de que la intensidad de su afecto había disminuido. Le estuvo estudiando detenidamente. Era obvio que ya no estaba tan enamorado como tiempo atrás. La ausencia, unida probablemente a la convicción de la indiferencia de ella, habían producido este efecto tan natural y tan deseable.

Frank estaba muy animado; tan locuaz y alegre como de costumbre, y parecía encantado de hablar de su visita anterior y de evocar recuerdos de entonces; pero no dejaba de mostrarse inquieto. No fue su serenidad la que movió a Emma a creer que se había producido un cambio en él. Se le veía intranquilo; evidentemente algo le desazonaba, no tenía sosiego. Aunque jovial como siempre, la suya parecía una jovialidad que no le dejara satisfecho. Pero lo que decidió la opinión de Emma sobre aquel asunto fue el hecho de que sólo permaneció en su casa un cuarto de hora, y que la disculpa que dio para irse tan precipitadamente fue la de que tenía que hacer otras visitas en Highbury.

-En la calle me he encontrado con varios conocidos... no me he parado a hablar con ellos porque no tenía tiempo... pero soy lo suficientemente vanidoso para creer que se sentirían desilusionados si no les visitara, y aunque me gustaría mucho poder prolongar mi visita tengo que irme en seguida.

Emma no dudaba de que él estaba menos enamorado... pero ni la desazón de su espíritu ni su prisa por irse parecían anunciar una curación perfecta; y más bien se sintió inclinada a pensar que todo aquello debía atribuirse al temor de que se avivasen sus antiguos sentimientos y a una prudente decisión de no querer frecuentar demasiado su trato.

En diez días ésta fue la única visita de Frank Churchill. Varias veces creyó posible volver a Highbury como tanto deseaba... pero siempre surgía algún obstáculo que se lo impedía. Su tía no consentía que la dejara. Por lo menos ésta era la explicación que daba a los de Randalls. Si era completamente sincero, si realmente hacía todo lo posible por visitar a su padre, debía pensarse que el traslado a Londres de la señora Churchill no había significado ninguna mejora para su enfermedad, tanto si ésta era simplemente imaginaria como si era de nervios. Que estaba realmente enferma era seguro; él, en Randalls, había afirmado que estaba convencido de ello. A pesar de que una buena parte de sus males no eran más que manías, comparando con épocas anteriores el joven no tenía la menor duda de que la salud de su tía era mucho más delicada ahora que medio año atrás. No es que creyera que sus dolencias fuesen incurables o que las medicinas ya no le sirviesen de nada, ni tampoco dudaba de que aún tenía muchos años de vida por delante; pero todas las sospechas de su padre no lograron hacerle decir que la señora Churchill se quejaba de males imaginarios y que estaba tan rebosante de salud como siempre lo había estado.

Pronto se demostró que Londres no era el lugar más adecuado para ella. No podía soportar tanto ruido. Tenía los nervios alterados y en continua tensión; y al cabo de diez días una carta de su sobrino que se recibió en Randalls comunicaba un cambio de plan. Se iban a trasladar inmediatamente a Richmond. Habían aconsejado a la señora Churchill que se pusiera en las manos de una eminencia médica que vivía allí, y además se le había antojado pasar una temporada en aquel lugar. Se alquiló una casa amueblada en un terreno muy bien situado, y se tenían muchas esperanzas de que el cambio de aires le sería beneficioso.

Emma oyó contar que Frank había escrito a su familia muy contento de aquel nuevo traslado, satisfechísimo de disponer de dos meses completos durante los que viviría tan cerca de sus amigos más queridos... ya que la casa había sido alquilada para los meses de mayo y junio. Por lo visto en sus cartas expresaba la casi seguridad de que podría estar a menudo con ellos, casi tan a menudo como deseaba.

Emma se daba cuenta de a quién atribuía el señor Weston aquellas jubilosas perspectivas. Consideraba que ella era el origen de toda la felicidad que iban a procurarle. Emma confiaba en que no era así. Aquellos dos meses iban a demostrarlo.

La alegría del señor Weston era indiscutible. Estaba radiante de contento. Las cosas no podían ocurrir más de acuerdo con sus deseos. Ahora iba a tener a Frank más cerca que nunca. ¿Qué eran nueve millas para un joven? Una hora de caballo. Estaría allí continuamente. En ese aspecto la diferencia entre Richmond y Londres era tan radical como la de verle siempre y no verle nunca. Dieciséis millas... mejor dicho, dieciocho (había más de dieciocho millas hasta Manchester Street) eran un obstáculo considerable. Cuando le fuera posible salir de la ciudad se pasaría todo el día en ir y volver. No era ninguna ventaja tenerle en Londres; era como si estuviera en Enscombe; pero Richmond estaba a la distancia ideal para que les visitara con frecuencia. ¡Era mejor que tenerlo aún más cerca!

Inmediatamente este traslado convirtió en realidad un ilusionado proyecto de meses atrás: el baile en la Corona. No es que se hubieran olvidado de ello, pero no tardaron en reconocer que era inútil toda tentativa de fijar una fecha. Pero ahora se decidió que se celebraría; se reanudaron los preparativos, y muy poco después de que los Churchill se hubieran instalado en Richmond una breve carta de Frank anunció que el cambio había sentado muy bien a su tía y que no tenía ninguna duda de que podría acudir a Highbury por veinticuatro horas en cualquier momento que fuera preciso, rogándoles tan sólo que fijaran la fecha para lo antes posible.

El baile del señor Weston iba a ser una realidad. Muy pocos días se interponían ya entre los jóvenes de Highbury y la felicidad.

El señor Woodhouse se resignó. Pensó que aquella estación del año era la menos peligrosa para esas expansiones. En todos los aspectos mayo era mejor que febrero. Se solicitó de la señora Bates que fuera a pasar la velada en Hartfield, James fue debidamente prevenido y el dueño de la casa puso todas sus esperanzas en que mientras su querida Emma estuviese ausente ni su querido Henry ni su querido John le pidiesen nada.

CAPÍTULO XXXVIII

No volvió a ocurrir ningún contratiempo que impidiese que se celebrara el baile. La fecha se fue acercando y por fin llegó. Y tras una mañana de una espera un tanto ansiosa, Frank Churchill, muy seguro de sí mismo, llegó a Randalls antes de la hora de comer. Todo estaba, pues, a punto.

No había vuelto a verse con Emma. El salón de la Hostería de la Corona iba a ser el escenario de su segunda entrevista; pero iba a ser algo más íntimo que un encuentro en medio de todos los demás invitados. El señor Weston había insistido tanto en que Emma llegara a la hostería antes de la hora prevista, lo antes que le fuera posible después de los propios organizadores, a fin de que diese su opinión respecto al buen orden y al acomodo de los salones, antes de que llegara nadie más, que no pudo negarse, y por lo tanto era previsible que debía de pasar un rato de amigable y tranquilo coloquio en compañía del joven. Después de recoger a Harriet, ambas se dirigieron a la Corona a una hora muy temprana, muy poco después que la propia familia de Randalls.

Frank Churchill parecía haber estado esperándolas; y aunque fue parco en palabras, sus ojos declaraban que se proponía pasar una velada deliciosa. Todos juntos se pusieron a recorrer los salones para comprobar que todo estaba en orden; y al cabo de unos minutos se les unieron los invitados que acababan de llegar en otro coche; al oír el ruido Emma, sorprendidísima, estuvo a punto de exclamar: «¡Pero si aún es muy temprano!»; pero en seguida vio que los recién llegados eran viejos amigos a quienes como a ella se había rogado que acudieran lo antes posible para ayudar con sus consejos al señor Weston; y a ese coche no tardó en seguir otro de unos primos, a quienes también se había suplicado encarecidamente que llegaran temprano por el mismo motivo, de modo que daba un poco la impresión de que la mitad de los invitados tenían que reunirse previamente con objeto de proceder a la última inspección preliminar.

Emma se dio cuenta de que su criterio no era el único criterio en el que confiaba el señor Weston, y pensó que ser amiga predilecta e íntima de un hombre que tenía tantos amigos íntimos de toda confianza no era lo que más podía halagar la vanidad. Le gustaba su carácter abierto, pero un poco menos de cordialidad con todo el mundo hubiese contribuido a dar más relieve a su personalidad. Un hombre debía ser amable con todos, pero no amigo de todos...

Y Emma pensaba en alguien que era exactamente así...

Los reunidos lo recorrieron todo, inspeccionándolo y haciendo grandes elogios; y luego, como no tenían nada más que hacer, formaron una especie de semicírculo frente a la chimenea, comentando cada cual a su modo, y hasta que surgieron otros temas de conversación, que a pesar de estar en mayo a la caída de la tarde un buen fuego aún resultaba muy agradable.

Emma advirtió que si el número de consejeros privados no era todavía mayor, no había sido por culpa del señor Weston. Ya que al venir se habían detenido en casa de la señora Bates para ofrecerles su coche, pero tía y sobrina habían acordado con los Elton que pasarían a recogerlas.

Frank estaba a su lado, pero no continuamente; su desasosiego revelaba una inquietud interior. Iba de un lado a otro, se dirigía a la puerta, prestaba oídos al ruido de otros coches... impaciente por empezar o temeroso de estar de continuo al lado de ella. Se hablaba de la señora Elton.

-Supongo que no tardará en llegar -dijo él-. Tengo mucha curiosidad por conocer a la señora Elton, he oído hablar tanto de ella... Supongo que ya no puede tardar...

Se oyó el ruido de un coche; el joven se dispuso inmediatamente a salir a recibirles, pero no tardó en regresar diciendo:

-Olvidaba que no nos han presentado. Yo en mi vida he visto ni al señor ni a la señora Elton. O sea que no puedo recibirles.

Aparecieron el señor y la señora Elton; y hubo todas las sonrisas y cortesías de rigor.

-Pero ¿y la señorita Bates y la señorita Fairfax? -dijo el señor Weston mirando en torno suyo-. Nosotros creíamos que iban a venir con ustedes.

El olvido era reparable y en seguida se mandó el coche a recogerlas. Emma tenía una gran curiosidad por saber cuál sería la primera opinión de Frank sobre la señora Elton; cómo iba a reaccionar ante la afectada elegancia de su vestido y sus empalagosas sonrisas. El joven, una vez hechas las presentaciones, se dispuso inmediatamente a formarse una opinión de ella observándola con toda atención.

Al cabo de pocos minutos el coche ya estaba de vuelta; alguien comentó que llovía.

-Voy a ver si encuentro un paraguas -dijo Frank a su padre-; hay que pensar en la señorita Bates.

Apenas hubo salido cuando el señor Weston se disponía a seguirle; pero la señora Elton le detuvo para felicitarle por la buena impresión que le había causado su hijo; abordándole con tanta rapidez que incluso el propio joven, a pesar de no ser precisamente lento en sus movimientos, tuvo que oírlo a la fuerza.

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Autori teised raamatud