Loe raamatut: «Sobre la animalidad (y otros textos afines de política contemporánea)», lehekülg 2

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PARTE I

El nacimiento del animal: una relectura de Las palabras y las cosas 1

En El animal que luego estoy si (gui) endo Derrida (2008) analizó la “mutación” de la “relación de los hombres con los animales”. En dicho texto, pesado y denso en su argumentación, el autor sostiene varias hipótesis. Una de ellas es el grado de intensidad con el cual los seres humanos han visibilizado el mundo de los animales en distintas formas, afortunadas unas, desafortunadas otras. Por ejemplo, Derrida enfatiza que, hace doscientos años los hombres no tenían un saber (etológico, zoológico, biológico y genético) sobre los animales que los interviniera y transformara;2 tampoco los estudiaban de manera sistemática y masiva. Los animales no eran objeto de una crueldad intensiva, no solo en lo que refiere a la alimentación (las crías industriales para alimento humano), tampoco a su exterminio a manos del hombre (extinción de especies, caza, utilización como materia prima, etc.). Esta intensidad y visibilidad quizá tenga relación con el crecimiento de la población mundial. Pero al mismo tiempo los animales no habían entrado en una preocupación filosófico-jurídica sobre sus “derechos”, tampoco se habían creado tantos colectivos y políticas de los estados para protegerlos.3 Volver a pasajes poco leídos de Las palabras y las cosas de Foucault nos puede ayudar a comprender cómo es que “el animal”4 fue construido con las mismas categorías que las de lo humano moderno Occidental. Así, se hizo entrar a los hombres y a los animales en un proyecto integral de gestión de la vida. Cuestión urgente hoy en día en la que la famosa biopolítica se explica a través de una animalización del hombre, es decir, se explica poniendo énfasis en la “reducción” de lo humano a lo animal. Pero esa biopolítica la entenderemos en su complejidad en un doble vínculo, es decir, al mismo tiempo que el humano se animalizó, el animal también entró a gestionarse con los criterios con los que se gestiona la humanidad. Leamos la reflexión de Agamben (2005) sobre este punto:

No es fácil decir si la humanidad que ha tomado sobre sí el mandato de la gestión integral de la propia animalidad es todavía humana […] ni tampoco está claro si el bienestar de una vida que ya no sabe reconocerse como humana o animal puede sentirse como satisfactorio […] la humanización integral del animal coincide con una animalización integral del hombre (Agamben 2005, 99).

Agamben refiere el proceso biopolítico en el que hay una indistinción de humanos y animales. En términos antropocéntricos y humanistas somos algo más que animales, pero en términos biológicos tan solo somos animales. Y lo mismo sucede para los animales.

Ahora bien, esta cuestión de la intensificación citada y que analizamos más adelante, traería como consecuencia también, por oposición o por resistencia, una intensificación y un cambio en la relación compasiva hacia los animales. Una preocupación por la vida de los animales, de los cuales el hombre sería responsable tanto de su maltrato como de su defensa. De la activación de una agresión profunda y sistemática, pero también la de su envés: leyes a favor de los animales, luchas contra su sufrimiento, equiparación del hombre con el animal o la humanización del animal mediante vocabularios jurídicos (derechos del hombre, derechos del animal); biológicos (la población, la especie, la herencia, el desarrollo, la reproducción, etc.). Dicha intensificación, paradójicamente, se muestra, por un lado, mediante los conceptos de la biología radicalmente al identificar las esferas del hombre con relación a las de los animales y, por otro lado, al separarlos mediante el pensamiento moral o jurídico. El humanismo, cualquiera de sus vertientes, arrastra la semántica jerárquica de los antiguos, según la cual la distinción filosófica fundamental es la que nos separa de nuestra animalidad y, diría Sartre (2004), lo que nos “hace ser más que una piedra o una mesa”.5 Por un lado, la historia de la invención del animal como objeto (lo explicaremos) y la gestión de la vida, y por el otro las abstracciones morales sobre la superioridad y la responsabilidad del hombre sobre los vivientes.

Una serie de conceptos han sido utilizados en la configuración de diversas disciplinas. A través de las palabras, el mundo social y el mundo animal quedaron comprometidos desde el inicio de la época clásica, periodización de Michel Foucault (1998). Es cierto que el humanismo y la filosofía occidental anterior al estructuralismo hacían también grandes esfuerzos por no confundir “mundos del animal” y “mundos de lo humano”.6 A través del concepto de “lo propio”7 se intentó delimitar las esferas arrebatando al animal aquello que solo era supuestamente específico de lo humano. Aun así, en muchas ocasiones esos conceptos no fueron suficientes y las relaciones entre lo humano y lo animal quedaron marcadas por la pregunta sobre el umbral o “separación”, pero paradójicamente también, por la continuidad. Un esfuerzo de epistemólogos franceses como Canguilhem y Francois Jacob por delimitar las esferas marca la preocupación que, como explicaremos, al no ser superada daría lugar al nacimiento del concepto de “biopolítica” de Foucault, que describe nuestra modernidad aún hoy. Eso es lo que sostendremos, que no hay biopolítica sin la discusión sobre la continuidad o la separación entre lo humano y lo animal. Es esta tensión entre separación y continuidad lo que nos interesa estudiar. Para ello, debemos volver a leer Las palabras y las cosas.

Conceptos como desarrollo, evolución, población, reproducción, escasez y más recientemente, en la biología molecular, “información”, “escritura”,8 por mencionar algunos, fueron tomados indistintamente para explicar fenómenos sociales, así como fenómenos de la naturaleza. Estos préstamos (cuyo origen y estudio sobre el momento en el que surgieron es ocioso, pues el hecho es que fueron así usados) arrastran valores de un campo a otro haciendo aparecer la vida como algo general y homogéneo. A pesar de los esfuerzos de separar las disciplinas, en muchas ocasiones los préstamos eran inevitables. El esfuerzo, por ejemplo, de Freud y de autores clásicos, pero también de muchas iniciativas del activismo contemporáneo, de tratar de demostrar que las abejas (u otros animales) son sociables, con el fin de equipararlos al mundo humano es el resultado de ese continnum. Dominique Lecourt, en el prólogo a Lo normal y lo patológico de Canguilhem, escribe lo siguiente sobre el esfuerzo de delimitación de las esferas de explicación del saber:

En efecto, es necesario agregar que la palabra es el vehículo constante –aunque con frecuencia el menos consciente– de los préstamos “teóricos”: préstamos de un dominio científico a otro o, –lo que a menudo está más cargado de consecuencias– introducción de valores ideológicos no científicos en el orden de lo científico. A propósito de esto puede leerse el estudio acerca de la “Théorie cellulaire”: allí se ve de qué manera el término “célula” es capaz de transportar valores sociales y políticos de acuerdo con la época considerada; y se ve también lo que esto puede costarle a la ciencia y a la filosofía (Lecourt 2009, XVIII).

Aquí, la preocupación de la generación de Lecourt9 es que las palabras actúan metafóricamente e introducen valores que no tienen nada que ver con los referentes. Esta situación, que podríamos denominar retoricidad del lenguaje (la vieja idea de Nietzsche y Rousseau según la cual el lenguaje está lleno de metáforas y tropos), suscita la controversia de que si usamos una palabra para describir fenómenos distintos (por ejemplo, el desarrollo de una planta y el desarrollo de una sociedad) esos fenómenos terminaran tratándose de la misma manera por las posibilidades perfomativas del lenguaje. Así, leemos que Canguilhem, citado por Lecourt, está preocupado por lo siguiente:

El organismo es concebido por Oken a imagen de la sociedad, pero esta sociedad no es la sociedad de individuos tal como es concebida por la filosofía política de la Aufklaurung, sino que es la comunidad tal y como la concibe la filosofía política del romanticismo […] La historia del concepto de célula es inseparable de la historia del concepto de individuo. Este hecho ya nos ha autorizado para afirmar que sobre el desarrollo de la teoría celular planean valores sociales y afectivos (Lecourt 2011, XVIII).

Estos préstamos suscitaron infinidad de discusiones y preocupaciones porque se pensaba que planteaban obstáculos al mismo desarrollo de la biología y a la forma en que ésta produce su teoría. Incluso que esos préstamos eran desafortunados en términos sociales, como el sabido traslado de las categorías de “escasez” y “población” a las teorías de Darwin, o el concepto de “lucha por la vida” que iba y venía de la sociología a la biología. Esta preocupación se refleja aquí, a propósito de la discusión entre Wallace y Darwin:

Empero, si Darwin pudo dejar de advertir, en el informe de Wallace, la falta de un concepto que contenía para él, ante todo, la referencia a un modelo de explicación intermedia, es porque comprobaba en ese texto la presencia de un mismo modelo de explicación fundamental: el modelo económico malthussiano, pues también Wallace había leído a Malthus hacia 1845, y lo recordaba en 1858. También él había encontrado en la ley de Malthus la oportunidad y el permiso para forjar, desde un punto de vista de biología general, el concepto de lucha por la vida. La biología proporcionó con frecuencia modelos a las ciencias sociales, que demasiado a menudo resultaron falsos. Aquí estamos en presencia de un caso particularmente notorio en el cual, a la inversa, las ciencias sociales proporcionan un modelo a la biología (Canguilhem 2009, 115).

Todas estas discusiones marcaron el nacimiento del concepto de biopolítica que se usó para referir la animalización del hombre o la entrada de lo humano en los procesos biológicos.10 Sin embrago, los animales no pueden ser dejados a lado de la preocupación “fundamental” del hombre por la gestión de la vida. Agamben implicó una cuestión lingüística en este asunto. Según él, para los griegos había dos formas de entender lo que nosotros entendemos por “vida”. Bíos, la vida protegida, humana, y zoé, la vida común a dioses y animales. Es una distinción que se comprueba en los textos de Platón y de Aristóteles.11 “Zoé expresa el simple hecho de vivir, común a dioses y animales, y bíos que indicaba la forma o manera de vivir de individuo o grupo” (Agamben 2010, 9). Esta confusión implica que lo que para los griegos era lo zoológico (la vida común a dioses y animales) para nosotros es lo biológico (la vida común a hombres y animales).

Esto tiene que ver con la inscripción, en la época clásica según la periodización de Foucault en Las Palabras y las cosas, del animal y del hombre en un proyecto general de gestión de la vida. Un proyecto que a partir del nacimiento de la biología involucró varios problemas y conceptos que construyen al animal (y al hombre) como objeto y que al hacerlo trasladan indistintamente la gestión de la vida haciéndola aparecer más allá de la historia del animal de los siglos XVI y XVII y de la teoría de la clasificación de Linneo. Este proyecto general, acerca de cuya historia reflexionaremos aquí, traslada propiedades a los vivientes de manera homogénea, asignándoles las características de los otros. Por ejemplo, el traslado de los saberes médicos del hombre al animal, la veterinaria, o la experimentación animal para el “supuesto” bienestar humano. Este proyecto, entonces, involucra a todos los vivientes y ha producido un conjunto de conceptos con los cuales se reducen las experiencias de lo viviente. Tales conceptos refieren fenómenos muy diversos tales como “la reproducción, la fisiología, la herencia, la organización, la evolución y, más recientemente, la retroacción y la morfogénesis” (Illich 2008, 618). No es nuestro interés saber cuál de dichos conceptos mencionados por Illich es mejor para describir la preocupación de la biología por la vida, sino analizar cómo esas preocupaciones transformaron la gestión de los vivientes (animales-hombres) en un asunto de empiricidad. Esos conceptos pasan por la historia de las teorías biológicas que van de Linneo al nacimiento de la biología molecular. No son, desde luego, conceptos que se superen unos a otros, sino que, más bien, se atraen, se modifican, se toman prestados de otras disciplinas y al final se “aplican” a todos los vivientes. Si le creemos a Foucault, el hombre, la naturaleza y el animal surgieron en un espacio europeo cuya temporalidad podemos pensarla hacia finales del siglo XVIII y que desarrolla sus posibilidades hasta nuestros días. Por ello se ha hablado de biopolítica estudiada como la integración de los seres humanos a procesos biológicos. Empero, el asunto es más complejo, pues no puede pensarse el concepto foucaultiano convirtiéndolo en una preocupación por lo humano, en un humanismo de hecho.

Así, tenemos que analizar ahora la forma en la que se construyó el referente “animal” y se lo convirtió en objeto de preocupación. Foucault ha demostrado que la invención de la naturaleza pudo lograrse a condición de que la episteme del renacimiento diera paso a la episteme clásica. Conviene explicar este proceso o, mejor dicho, la arqueología de los objetos de estudio en uno y otro momento. Considero que en ambas epistemes se encuentra el origen de la animalidad tal y como en algunos de sus aspectos la seguimos entendiendo en nuestros días. La animalidad entró al mismo tiempo que el discurso sobre la naturaleza, con la ayuda de las viejas formas de clasificación del siglo XVII.

Proyecto de una serie general del orden, teoría de los signos que analiza la representación, disposición de cuadros ordenados de las identidades y las diferencias: así se constituyó un espacio de empiricidad que no había existido hasta fines del renacimiento y que estará destinado a desaparecer a principios del siglo XIX (Foucault 1995, 77- 78).

Queriendo hacer una delimitación de la forma de conocer clásica, anterior a la modernidad, y que inaugura el siglo XIX, Foucault encuentra un espacio en el discurso que antecede a la biología y un procedimiento para conocer que se basa en “identidades” y “diferencias”. Es en buena medida lo que en corrientes históricas se conoce como “barroco” pero que en definitiva puede verse como un recorte del mundo en el que “la naturaleza entre por fin en el orden científico” (Foucault 1995, 6). Así lo que hace posible la entrada de esta forma de conocimiento, la episteme clásica, es una especie de miasma epistemológica entre el orden de las cosas y su representación. Esto deja de lado la antigua episteme del renacimiento que implicó las categorías de semejanza, similitud, y emulación para conocer el mundo. Este miasma es entre taxinomia y mathesis.

En la medida en que las representaciones empíricas deben poderse analizar en naturalezas simples; se ve que por entero la taxinomia se relaciona con la mathesis; a la inversa, dado que la percepción de las evidencias no es más que un caso particular de la representación en general, se puede decir también que la mathesis no es más que un caso particular de la taxinomia. (Foucault 1995, 78).

Mathesis y taxinomia, ordenamiento de las cosas y clasificación implicados para explicar la naturaleza. Y, de hecho, en estos conceptos se supone un espacio estable que ordena las especies sin preocupación por la vida orgánica o su funcionamiento, es decir, las ordena por un campo de observación que cuadriculaba la percepción de la vida.

Tal sistema ordenaba las especies y los géneros en un campo espacial, no temporal. Dentro de una espacialidad supuestamente uniforme y continua, simplemente no se plantearon preguntas acerca de la gradación y conexión entre especies y géneros, preguntas a las que después se respondería, en la sociedad burguesa, como un desarrollo en el tiempo (Lowe 1986, 99).

Puedo decir, con Lowe, que la historia de la percepción burguesa no es distinta de la historia de la percepción general de las especies, a las cuales habría que agregar el análisis de las riquezas y la teoría general de los signos. Aquí sólo nos interesará este “nacimiento” de la naturaleza, en tanto que clasificación y en tanto imaginación del animal como un ente observable y clasificable. ¿Cómo llegó esto a suceder? ¿Cómo volvió el hombre la vista hacia el animal para preocuparse por sí mismo? ¿Cómo se introdujo este problema con relación, por ejemplo, al humanismo del siglo XIX? Trataré de responder luego de anudar una reflexión entre la distancia que separa a la historia natural de la Historia en general.

Según Foucault, no se trataba de que la historia natural, su discurso y sus afinidades con la biología aparecieran con la caída del mecanicismo cartesiano, sino de que “cuando la complejidad del vegetal y del animal hubieron resistido lo suficiente a las formas simples de la sustancia extensa, fue necesario que la naturaleza se manifestara en su extraña riqueza; y la minuciosa observación de los seres vivientes nacería sobre esta playa de la que el cristianismo acababa de retirarse” (Foucault 1995, 129). Por desgracia, dice Foucault, las cosas no son sencillas. Para que ocurriera esto, era necesario que la “historia” se convirtiera en “natural”.

Foucault opone dos historias naturales que se implican en sus contenidos, pero no en su gesto epistémico. Dos historias que son signos en este sentido de la forma en que la época clásica se imaginó lo viviente. Por un lado, Aldrovandi y, por otro muy cercano a Linneo, Jonston. La naturaleza, para el primero, era todo el conjunto de lo dicho y lo escrito acerca de un animal o de una planta.

Hasta Adrovandi, la historia era el tejido inextricable y perfectamente unitario de lo que se ve de las cosas y de todos los signos o depositados en ellas: hacer la historia de una planta o de un animal era lo mismo que decir cuáles eran sus elementos o sus órganos, que semejanzas se le pueden encontrar, las virtudes que se les prestan, las leyendas e historias en las que ha estado mezclado, los blasones en los que figura, los medicamentos que se fabrican con su sustancia, los alimentos que proporciona, lo que los antiguos dicen sobre él, lo que los viajeros pueden decir (Foucault 1995, 129).

Imaginemos cómo, de manera común, esas historias sobre los animales no tienen que ver solo con su constitución física, con su carácter de objeto, sino con toda una semántica que asegura el conocimiento sobre ellos. Pensemos aquí, la extraordinaria imagen que Francois Jacob da de Aldrovandi:

Cuando Aldrovando [sic] habla del caballo, describe su forma y aspecto en cuatro páginas. Pero necesita cerca de trescientas para entrar en detalles sobre los nombres del caballo, su cría, hábitat, temperamento, docilidad, memoria, estado afectivo, reconocimiento, fidelidad, generosidad, espíritu de victoria, rapidez, agilidad, capacidad prolífica, simpatías, antipatías, enfermedades y tratamiento; tras esto vienen los caballos monstruosos, los caballos prodigiosos, los caballos fabulosos, los caballos célebres, con descripción de los lugares donde se hicieron famosos, el papel de los caballos en la equitación, en el transporte, en la guerra, en la caza, en los juegos, en las faenas del campo, en los desfiles, la importancia del caballo en la historia, en la mitología, en la literatura, en los proverbios, en la pintura, en la escultura, en las medallas, en los blasones (Jacob 1999, 13, 15).

Todo el saber de la naturaleza tenía la intención de contar indistintamente, tanto lo que se ha observado del animal, lo que se ha documentado, como lo que se ha fabulado e, incluso, filosofado sobre él. Nuestro caballo, por ejemplo, sería un verdadero héroe. No un mero animal desnudo.

Jonston, por el contrario, despliega a propósito del animal un saber “empobrecido”, sabía de esta cuestión mucho menos que Aldrovandi ya que subdivide su capítulo sobre el caballo en categorías más analíticas, mucho más empíricas, como el nombre, las partes, el lugar de habitación, etcétera. Retomando el argumento de Foucault, lo importante es saber que no se trata de una ruptura entre un pensamiento mágico y un pensamiento científico, sino de un corte entre una semántica en la que las palabras estaban atadas a las cosas, y otra en la que las palabras “representan a las cosas”. Así, el animal, en su historia y en sus posibilidades de existencia, aparece como desnudo.12 “Las palabras que se entrelazaban con el animal han sido desatadas y sustraídas: y el ser vivo, en su anatomía, en su forma, en sus costumbres, en su nacimiento y en su muerte, aparece como desnudo” (Foucault 1995, 130). Aquí la palabra clave es “desnudo”. El tema del “animal desnudo” es correlato del “hombre desnudo” también estudiado en la época y hasta nuestros días (de Burke a Agamben). Es el tema que opone la cuestión de los derechos humanos a los derechos del ciudadano. Un hombre desnudo o un hombre que reclama los derechos del hombre necesita, a su vez, ser ciudadano de un Estado que se los garantice. Lo mismo sucede con el animal. Al parecer una naturaleza sustraída de la semántica de la historia que Aldrovandi atribuye a todos los seres deja al animal desnudo, sin la narrativa que lo puede vestir y hacerlo aparecer en una semántica fabulosa, científica y práctica. Las tensiones entre los defensores de los derechos de los animales y quienes no se los atribuyen pueden buscarse en esa reducción. Solo en un espacio de conocimiento de reducción semántica puede el animal quedarse sin su historia. Sabemos que en ese momento de conversión de la mirada sobre la naturaleza las preocupaciones de la primera biología se trasladaban a un sitio en el que la observación prevalecía por sobre la singularidad de los vivientes. La reproducción, la recuperación del tejido, la enfermedad, la herencia tocan a todos los vivientes por igual y se entra así en el momento de indistinción biológica entre el humano y el animal. Y a pesar de ello las discusiones sobre la vida de los animales arrastran las huellas de esas fabulaciones en las que los animales eran estudiados en su espesor de significación y no solamente como objetos de análisis. Aun hoy se buscan en culturas milenarias formas de convivencia con los animales que se sustraigan a la objetivación. Tanto hombres como animales ingresan en un proyecto general de gestión de la vida.

Un nuevo objeto es pensado a través del estudio que hace entrar al animal en el ámbito general del estudio de la vida. Preocupación de Linneo, pero también de Lamarck y Darwin más tarde. Preocupación en la que los vocabularios se confunden y se transfieren sus posibilidades de explicación y de intervención. Preocupación, en suma, que da lugar a que las disciplinas se presten las palabras y las cosas para poder consolidarse como un saber. La circulación de propiedades (objetos, conceptos, enunciados, imaginaciones, juicios de valor) entre los saberes no es un asunto nuevo y condensa la problemática en la que los referentes empíricos deben ser analizados en términos discursivos, pues ellos también fueron constituyendo positividades.

Foucault concluye que la historia natural no podría ser aún biología, entre otras cosas, porque antes del siglo XIX, la vida no existía.

En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sólo los seres vivos. Éstos forman una clase, o más bien, varias, en la serie de todas las cosas del mundo. Y si se puede hablar de vida es sólo como un carácter –en el sentido taxonómico de la palabra– en la distribución universal de los seres (Foucault 1995, 161).

Al menos por curiosidad deberíamos cotejar esta afirmación con esta otra de Ivan Illich, quien opone la vida de los griegos a la de los modernos:

La vida como una noción sustancializada solo apareció dos mil años más tarde, junto con la ciencia que se proponía estudiarla. El término biología fue acuñado por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck a principios del siglo XIX. Se oponía a las orientaciones de la época barroca en botánica y en zoología que tendían a reducir estas dos disciplinas al estatuto de mera clasificación. Al inventar este término definía un nuevo campo de estudio: “la ciencia de la vida” (Illich 2008, 618).

Un nuevo campo y un nuevo objeto, la vida en la que confluyen todos los vivientes. Al parecer, la lectura de los autores aquí recuperados puede ayudar a comprender mejor la segunda parte de Las palabras y las cosas. Foucault intuía que la biopolítica no era la introducción del hombre en los procesos biológicos, sino la imbricación muy marcada de hombres y animales en un proyecto general de gestión. La biopolítica por tanto no puede ser estudiada de manera humanista haciendo aparecer la pérdida de marcas culturales como un proceso de reducción de lo humano a lo animal (Agamben) o como la entrada de lo humano a procesos meramente biológicos. Debe y puede tratarse de manera deconstructiva, es decir, pensando en que las continuidades y los umbrales entre los vivientes no están claros. La biopolítica no puede ser un humanismo, debe ante todo tomar en cuenta también cómo se construyó ese objeto, tan problemático, que es “el animal”.

Indistinción, separación, continuidad

Pero ¿de dónde viene esta preocupación por la constitución del animal y de la naturaleza? De hecho, al menos por una revisión cotidiana más o menos profunda, la naturaleza es imposible de apresarse, de clasificarse, de catalogarse. ¿Evolución? ¿Progreso de las ciencias? ¿Mejor conocimiento del mundo? ¿Las percepciones sobre lo animal son asunto de una mejor gestión de la vida en el planeta? ¿Por qué la preocupación sobre el animal confluye en un espacio de clasificación, de problematización? ¿Significa ese discurso sobre la naturaleza una partición y una continuidad? El saber biológico introduce al hombre en la animalidad y al animal en la humanidad, al tiempo que el discurso moral los separa. Para Giorgio Agamben, “el conflicto político decisivo” de nuestra cultura radica en “preguntarse en qué modo el hombre ha sido separado del no hombre y del animal en lo humano (el misterio práctico político de la separación es más urgente que tomar decisiones sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y los derechos humanos)” (Agamben 2005, 28-29). Sin embargo, aunque estemos de acuerdo con el pensador italiano, debemos hacer una inflexión en este pensamiento de la separación y es que según lo hemos dicho aquí, la explicación de los saberes desde el siglo XVIII implicó que no había tal separación, que todos los vivientes fueron tratados por igual. A eso le llamamos biopolítica. Volver a separar cada uno de los vivientes en su singularidad nos parece que puede ser la inflexión. Ello nos permite pensar no un corte general y abstracto sobre lo humano y lo animal, sino una multiplicidad de cortes entre los miles y miles de vivientes. Un poco como la historia de cada uno de los caballos de Aldrovandi. O mejor aún, como la propuesta derridiana de la superación del umbral. El umbral, el límite entre lo humano y lo animal, ha sido uno de los factores que dieron cuenta de la separación abstracta entre hombre y animal. Tomaré dos ejemplos.

Recupero aquí el argumento de Agamben sobre la época: “En el corazón de un hombre habita, peligrosamente, un animal”. Ese cliché no debe ser tomado como algo inocente. Autores diversos piensan, desde la lógica del sentido común, que “los hombres tienen una parte animal que no pueden negar” o que “la modernidad ha negado la parte animal”. No es ello, desde luego, la hipótesis de una persona común, sino de connotados filósofos. Hipótesis que, dependiendo de su complejidad, se toma más o menos en serio. Pero, no es un discurso que no deba ser analizado. Todo lo contrario. Una vez hecha la separación entre las palabras y las cosas, correspondía hacerla entre los parlantes y las cosas, entre la naturaleza y el hombre, entre los animales y el hombre. Hay que hacer una demarcación estricta, objetiva entre unos y otros. Sobre todo, si hay especies muy parecidas morfológicamente al hombre. Así, Linneo se pelea con Descartes “que nunca ha visto un mono”, y que, sin embargo, los reduce a seres mecánicos. Pero también se pelea con los teólogos, de quienes no está dispuesto a aceptar la teoría de que la diferencia es que los animales no tienen alma. Así, estrictamente en un análisis de la morfología, Linneo introduce el tema del pigmeo y del hombre equiparándolos en una misma línea, buscando siempre rescatar alguna diferencia.

Pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos más que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes (cit. en Agamben 2010, 38).

El texto de Linneo no explica nada acerca de las diferencias o similitudes entre humano y no humano, más bien describe una preocupación y una “extravagancia” de Linneo al introducir el asunto de lo humano con el ejemplo del pigmeo. De cualquier forma, el texto muestra una discusión de la época. Esa discusión tiene que ver con la cuestión de los límites.

En general, en el antiguo régimen, las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluctuantes de lo que serían en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, porque se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. […] Además la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible la asignación de identidades ciertas (Agamben 2010, 38).13

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9786078781775
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