Loe raamatut: «La casa de las almas», lehekülg 2

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UN FRAGMENTO DE VIDA


I


EDWARD DARNELL DESPERTÓ del sueño de un bosque antiguo y de un pozo cristalino que se elevaba en una veladura gris de vapor bajo un calor nebuloso y destellante, y al abrir los ojos vio la luz del sol que brillaba en su cuarto y relumbraba en el barniz de los muebles nuevos. Volteó y encontró vacío el lugar de su esposa y, con cierta confusión y asombro del sueño todavía rondando en su mente, él también se levantó y empezó a vestirse deprisa, ya que se estaba despertando un poco tarde y el autobús pasaba por la esquina a las 9:15. Era un hombre alto y delgado, de cabello y ojos oscuros, y pese a la rutina de la Ciudad, a tener que juntar cupones y a toda la monotonía mecánica que había durado diez años, aún había en torno a él una especie de gracia silvestre, como si hubiera nacido siendo una criatura del bosque antiguo y hubiera visto la fuente brotar del musgo verde y las rocas grises.

El desayuno estaba servido en la planta baja, en la habitación de atrás con las ventanas francesas que daban al jardín, y antes de sentarse frente a su plato de tocino frito besó a su esposa de manera seria y cumplida. Ella tenía cabello castaño y ojos cafés, y aunque su bello rostro era serio y apacible, uno habría pensado que podría haber estado esperando a su marido bajo los árboles antiguos, luego de bañarse en el estanque hundido entre las rocas.

Tenían mucho de que hablar en lo que servían el café y se comían el tocino, y el huevo de Darnell ya lo traía la sirvienta, una muchacha estúpida de rostro polvoriento que siempre miraba fijo. Llevaban un año de casados y habían congeniado estupendamente; rara vez permanecían en silencio durante más de una hora, pero en las últimas semanas el regalo de la tía Marian les había brindado un tema de conversación que parecía inagotable. La señora Darnell había sido la señorita Mary Reynolds, hija de un subastador y agente inmobiliario de Notting Hill, y la tía Marian era la hermana de su madre, y supuestamente se había rebajado un poco al casarse en forma modesta con un comerciante de carbón, en Turnham Green. Ella había sentido mucho la actitud de su familia y los Reynolds lamentaron muchas de las cosas que se dijeron cuando el comerciante de carbón ahorró dinero y se hizo de terrenos con permiso de construcción en el barrio de Crouch End, con gran beneficio, al parecer. Nadie había pensado que Nixon pudiera hacer gran cosa en la vida, pero él y su esposa llevaban años viviendo en una hermosa casa en Barnet, con ventanas en voladizo, setos y un potrero, y las dos familias rara vez se veían, pues el señor Reynolds no era muy próspero. Por supuesto, la tía Marian y su marido habían sido invitados a la boda de Mary, pero se disculparon y enviaron un lindo juego de cucharas de los apóstoles en plata, y se temió que no pudiera esperarse nada más. No obstante, el día del cumpleaños de Mary su tía le había escrito una carta muy afectuosa, adjuntando un cheque por cien libras de parte suya y de “Robert”, y desde el momento en que recibieron el dinero los Darnell habían estado discutiendo el tema de cómo disponer de él con sensatez. La señora Darnell deseaba invertir la suma entera en bonos del gobierno, pero el señor Darnell le hizo ver que la tasa de interés era absurdamente baja y, después de mucho hablar, logró convencer a su esposa de invertir noventa libras en una mina segura, que estaba pagando cinco por ciento. Hasta ahí todo bien, pero las diez libras restantes, que la señora Darnell había insistido en conservar, daban origen a disquisiciones y discursos tan interminables como las disputas de las escuelas.

En un principio el señor Darnell propuso que amueblaran el cuarto “desocupado”. La casa tenía cuatro recámaras: la suya, el cuartito de la sirvienta, y otras dos que daban al jardín, una de las cuales se había usado para almacenar cajas, tramos de cuerda y números sueltos de Días tranquilos y Tardes de domingo, además de algunos trajes raídos del señor Darnell que habían sido envueltos con cuidado y puestos a un lado, pues no tenía idea de qué hacer con ellos. El otro cuarto estaba vacío y francamente era un desperdicio, y un sábado en la tarde, cuando volvía a casa en el autobús y mientras le daba vueltas a la difícil cuestión de las diez libras, el vacío indecoroso del cuarto desocupado entró de pronto en su mente y su rostro se iluminó de pensar que ahora, gracias a la tía Marian, se podía amueblar. Se entretuvo con este agradable pensamiento todo el camino a casa, pero cuando entró no le dijo nada a su esposa, pues sentía que era una idea que había que madurar. Le dijo a la señora Darnell que tenía que volver a salir de inmediato, ya que tenía un asunto importante, aunque volvería sin falta para tomar el té a las seis y media; y Mary, por su parte, no lamentaba quedarse sola, pues iba un poco atrasada con las cuentas de la casa. Lo cierto era que Darnell, absorto en la idea de amueblar el cuarto desocupado, deseaba consultar a su amigo Wilson, quien vivía en Fulham, y a menudo le había dado consejos sensatos sobre cómo disponer del dinero de la manera más provechosa. Wilson tenía que ver con el comercio de vino de Burdeos y la única inquietud de Darnell era que no estuviera en casa.

Sin embargo, todo salió bien; Darnell tomó un tranvía por la calle Goldhawk, anduvo el resto del camino y se alegró mucho de ver a Wilson en el jardín del frente de su casa, ocupado entre sus arriates de flores.

—Hace siglos que no te veo —le dijo con alegría cuando oyó la mano de Darnell en la puerta—, pasa. Ah, lo olvidé —agregó, mientras Darnell batallaba con la manija y trataba en vano de entrar—. Claro que no puedes abrir: no te he enseñado.

Era un día caluroso de junio y Wilson apareció con un atuendo que se había puesto a la carrera en cuanto llegó de la Ciudad. Traía un sombrero de palma con una elegante toquilla protegiéndole la nuca, y vestía un saco Norfolk y pantalones bombachos de tejido moteado.

—Mira —dijo, abriéndole a Darnell—, ve la maña. No giras la manija para nada. Primero empujas fuerte y luego jalas. Es un truco mío y lo voy a patentar. Verás, mantiene lejos a los indeseables… lo cual se agradece en los suburbios. Siento que ya puedo dejar sola a la señora Wilson, y antes no sabes cómo la importunaban.

—Pero ¿y las visitas? —preguntó Darnell—. ¿Cómo le hacen para entrar?

—Ah, nosotros les decimos. Además, seguro que alguien se halla atento —dijo, vacilante—. La señora Wilson casi siempre está en la ventana. Ahora salió; fue a visitar a unas amistades. Creo que es el día de casa de los Bennett. Hoy es el primer sábado, ¿verdad? Sí conoces a J. W. Bennett, ¿no? Está en la Cámara, y creo que le va muy bien. El otro día me pasó un dato excelente. Oye —añadió Wilson cuando se encaminaron a la puerta de la casa—, ¿por qué te pones esas cosas negras? Te ves acalorado. Mírame a mí. Bueno, y eso que he estado trabajando en el jardín, pero estoy más fresco que una lechuga. Imagino que no sabes dónde comprar estas cosas. Muy pocos hombres lo saben. ¿Dónde crees que las compré?

—Supongo que en el West End —respondió Darnell por mostrarse cortés.

—Sí, eso dice todo mundo. Y el corte es bueno. Pues te lo voy a decir, pero no se lo cuentes a todos. El dato me lo pasóJameson; tú lo conoces, Jim-Jams; comercia con China; Eastbrook 39. Me dijo que no quería que se enterara toda la Ciudad, pero ve a Jennings, en Old Wall, menciona mi nombre y no tendrás problema. ¿Y cuánto crees que me costaron?

—No tengo idea —dijo Darnell, que nunca en su vida había comprado un traje así.

—Bueno, adivina.

Darnell miró a Wilson con seriedad.

El saco le colgaba del cuerpo como un costal, los pantalones bombachos se escurrían de modo lastimoso sobre sus pantorrillas y en algunas partes prominentes el tejido moteado parecía listo para desvanecerse y desaparecer.

—Supongo que tres libras por lo menos —dijo al fin.

—Pues el otro día le pregunté a Dench, que trabaja con nosotros, y él adivinó cuatro chelines con diez,4 y su padre tiene algo que ver con uno de los negocios grandes de la calle Conduit. Pero sólo pagué treinta y cinco chelines y seis peniques. ¿A la medida? Por supuesto; mira el corte, hombre.

Darnell se asombró del precio tan bajo.

—Y por cierto —continuó Wilson, señalando sus botas cafés nuevas—, ¿sabes a dónde ir por zapatos? ¡Uy, pensé que todo mundo lo sabía! Sólo hay un lugar. Mr. Bill, en la calle Gunning… nueve chelines con seis.

Daban vueltas y vueltas por el jardín y Wilson señaló las flores en los arriates y los bordes. Muy pocas estaban en flor, pero todo se hallaba muy ordenado.

—Éstas son begonias de Glasgow de tallo subterráneo —explicó, mostrando una rígida fila de plantas enanas—, ésas son esquintáceas, ésta es nueva, la Moldavia semperflorida andersonii, y ésta es una Prattsia.

—¿Cuándo salen?

—La mayoría a fines de agosto o principios de septiembre —dijo Wilson brevemente; estaba un poco molesto consigo mismo por haber hablado tanto de sus plantas, pues veía que a Darnell las flores no le interesaban en lo más mínimo.

Y, en efecto, el visitante a duras penas lograba disimular los vagos recuerdos que le llegaban de un antiguo jardín crecido, lleno de aromas, bajo muros grises, de la fragancia de la ulmaria junto al arroyo.

—Quería consultarte sobre unos muebles —dijo por fin Darnell—. Como sabes, tenemos un cuarto desocupado y estoy pensando en ponerle algunas cosas. Todavía no me decido, aunque pensé que podrías aconsejarme.

—Pasa a mi estudio —dijo Wilson—. No; por acá, entremos por atrás —y le mostró otro arreglo ingenioso en la reja lateral mediante el cual una violenta campana de tono agudo se soltaba a sonar en la casa en cuanto uno tocaba el cerrojo.

En efecto, Wilson lo abrió con tanta energía que la campana sonó una alarma frenética y la criada, que estaba probándose las cosas de la señora en la recámara, pegó un salto enloquecido hasta la ventana y empezó a bailotear como histérica. El domingo en la tarde encontraron yeso en la mesa de la sala y Wilson escribió una carta al Crónica de Fulham, atribuyendo el fenómeno a “alguna perturbación de carácter sísmico”.

Por el momento no sabía nada de los grandes resultados de su artilugio y condujo a su invitado con solemnidad hacia la parte de atrás de la casa. Ahí había un tramo de césped que empezaba a verse un poco amarillo, con un fondo de arbustos. En medio del césped había un niño de nueve o diez años que estaba solo, parado con ciertos aires.

—El mayor —dijo Wilson—. Havelock. ¿A ver, Lockie, ahora qué haces? ¿Y dónde están tus hermanos?

El niño no era nada tímido. De hecho, parecía ansioso por explicar los acontecimientos.

—Estoy jugando a que soy Dios —dijo con una franqueza cautivadora—. Y mandé a Fergus y Janet al infierno. Es allá, en los arbustos. Y nunca más volverán a salir. Y arderán por los siglos de los siglos.

—¿Qué te parece? —dijo Wilson, admirado—. No está mal para un jovencito de nueve, ¿no crees? En el catecismo les parece una maravilla. Pero pasa a mi estudio.

El estudio era una habitación que sobresalía de la parte de atrás de la casa. Había sido diseñada como cocina trasera y lavandería, aunque Wilson había envuelto la caldera en muselina para artistas y cubierto el fregadero con tablas, de modo que ahora servía como mesa de trabajo.

—Acogedor, ¿no? —dijo, mientras empujaba hacia delante una de las dos sillas de mimbre—. Aquí me salgo a pensar cosas, ¿sabes? Es tranquilo. ¿Y qué has pensado de los muebles? ¿Quieres hacerlo a gran escala?

—No, en lo absoluto. Todo lo contrario. De hecho, no sé si la cantidad a nuestra disposición será suficiente. Verás, el cuarto desocupado mide tres metros por tres y medio, orientado hacia el oeste, y pensé que, si pudiéramos costearlo, se vería más alegre amueblado. Además, sería agradable poder tener un invitado; por ejemplo, nuestra tía, la señora Nixon. Pero ella está acostumbrada a que todo sea muy fino.

—¿Y cuánto quieren gastar?

—Bueno, pienso que con dificultad podríamos justificar gastar mucho más de diez libras. Con eso no alcanza, ¿no?

Wilson se levantó y cerró la puerta de la cocina trasera con un gesto imponente.

—Mira —dijo—, me alegra que antes que nada hayas venido conmigo. Ahora sólo dime a dónde tenías pensado ir.

—Bueno, había pensado ir a la calle Hampstead —respondió Darnell, titubeante.

—Eso pensé que dirías. Pero te pregunto, ¿de qué sirve ir a esas tiendas caras del West End? No te dan un mejor artículo por tu dinero. Sólo estás pagando por la moda.

—He visto algunas cosas lindas en Samuel’s. En esas tiendas superiores los productos tienen un pulido brillante. Ahí fuimos cuando nos casamos.

—Exacto, y pagaron diez por ciento más de lo que deberían haber pagado. Es tirar el dinero. ¿Y cuánto dijiste que quieres gastarte? Diez libras. Bueno, pues yo puedo decirte dónde conseguir una hermosa recámara, con los mejores acabados, por seis libras con diez. ¿Qué te parece? Con todo y porcelana, por cierto. Y un cuadro de alfombra, de colores brillantes, sólo te costará quince chelines y seis peniques. Mira, cualquier sábado en la tarde ve a Dick’s, en la calle Seven Sisters, menciona mi nombre y pregunta por el señor Johnston. La recámara es color cenizo; “isabelina”, le dicen. Seis libras con diez, incluyendo la porcelana, y uno de sus tapetes “Oriente”, de tres por tres, por quince con seis. Dick’s.

Wilson habló con cierta elocuencia sobre el tema de los muebles. Señaló que los tiempos habían cambiado y que el viejo estilo pesado estaba muy pasado de moda.

—¿Sabes? —dijo—, no es como en los viejos tiempos, cuando la gente compraba las cosas para que duraran cien años. Bueno, justo antes de que mi esposa y yo nos casáramos, un tío mío se murió allá en el norte y me dejó sus muebles. Yo en ese momento estaba pensando en amueblar, y pensé que las cosas me vendrían bien, pero te aseguro que no había un solo artículo que a mi juicio ameritara el espacio que iba a ocupar en la casa. Todo era caoba vieja y deslucida; grandes libreros, secreteres, sillas y mesas con patas en forma de garra. Como le dije a mi señora —pues lo fue al poco tiempo—: “Una cámara de los horrores no es justo lo que queremos, ¿verdad?” Así que vendí todo y saqué lo que pude. Debo confesar que me gustan los cuartos alegres.

Darnell dijo que había oído que a los artistas les gustaban los muebles anticuados.

—Oh, ya lo creo. El “impuro culto al girasol”, ¿no? ¿Viste ese artículo en el Daily Post? En lo personal detesto esas tonterías. No es sano, ¿sabes?, y no creo que el pueblo inglés lo tolere. Pero hablando de curiosidades, aquí tengo algo que vale un poco de dinero.

Se zambulló en un receptáculo polvoriento en un rincón del cuarto y le mostró a Darnell una pequeña Biblia apolillada, a la que le faltaban los primeros cinco capítulos del Génesis y la última hoja del Apocalipsis. Tenía fecha de 1753.

—Soy de la idea de que vale mucho —dijo Wilson—. Mira los hoyos de polilla. Y como puedes ver es “imperfecta”, como dicen. ¿Te has fijado que algunos de los libros más valiosos a la venta son los “imperfectos”?

La entrevista llegó a su fin poco después y Darnell se fue a casa a tomar su té. Pensaba con seriedad en seguir el consejo de Wilson, y después del té le contó a Mary su idea y lo que Wilson le había dicho sobre Dick’s.

A Mary el plan la entusiasmó bastante cuando escuchó todos los detalles. Los precios le parecieron muy moderados. Estaban sentados uno a cada lado de la chimenea —que estaba oculta por una bonita pantalla de cartón, pintada con paisajes—, y ella apoyó la mejilla en la mano, y sus bellos ojos oscuros parecían soñar y contemplar extrañas visiones. En realidad, estaba pensando en el plan de Darnell.

—Sería muy lindo en algunos sentidos —dijo ella al fin—. Pero tenemos que hablarlo. Lo que me temo es que a la larga acabe saliendo en mucho más de diez libras. Hay tantas cosas que considerar. Primero, la cama. Se vería corriente que pusiéramos una cama simple sin las monturas de latón. Luego la ropa de cama, el colchón, las cobijas, las sábanas y el cubrecama: todo costaría algo.

Ella volvió a soñar, calculando el costo de todo lo necesario, y Darnell la observaba, ansioso, calculando con ella y preguntándose cuál sería su conclusión. Por un momento la delicada tonalidad del rostro de ella, la gracia de su forma y su cabello castaño, que le caía sobre las orejas y se agolpaba en pequeños rizos alrededor de su cuello, parecían insinuar un lenguaje que él aún no había aprendido, pero ella volvió a hablar.

—Me temo que la ropa de cama acabaría saliendo muy cara. Aunque Dick’s sea considerablemente más barato que Boon’s o Samuel’s. Y, querido, tendríamos que poner algunos adornos en la repisa de la chimenea. Vi unos floreros muy bonitos en once con tres el otro día en Wilkin & Dodd’s. Necesitaríamos por lo menos seis, y tendría que haber una pieza central. ¿Ves cómo todo va sumando?

Darnell guardó silencio. Vio que su esposa preparaba el argumento final contra su plan y, aunque le hacía ilusión, no podía resistirse a sus alegatos.

—Saldría como en doce libras, más que en diez —dijo ella—. Habría que entintar el piso alrededor del tapete (¿dijiste que es de tres por tres?), y nos haría falta un tramo de linóleo para poner debajo del aguamanil. Y las paredes se verían muy vacías sin cuadros.

—He pensado lo de los cuadros —dijo Darnell, y habló con entusiasmo; sentía que en esto, por lo menos, era irrebatible—. Sabes que tenemos Día en el Derby y Estación de tren ya enmarcados, metidos en un rincón del cuarto de las cajas. Son un poco anticuados, quizá, pero eso no importa en una recámara. ¿Y no podríamos usar algunas fotografías? Vi un marco muy lindo en roble natural el otro día en la Ciudad, para media docena, por uno con seis. Podríamos poner a tu padre y a tu hermano James, y a la tía Marian y a tu abuela con su bonete de viuda… y a cualquiera de los otros del álbum. Y luego está el antiguo cuadro de familia que tenemos en el baúl de cuero; ése quedaría bien arriba de la chimenea.

—¿Dices el de tu bisabuelo con el marco dorado? Pero ése es muy anticuado, ¿no? Se ve tan raro de peluca. Creo que de alguna manera no combinaría muy bien con el cuarto.

Darnell pensó un momento. Se trataba de un retrato kitcat de medio cuerpo de un joven señor, audazmente vestido a la moda de 1750, y recordó muy apenas las viejas historias que su padre le había contado de su antepasado: historias del bosque y los campos, de senderos sumidos en la tierra y del terruño olvidado al oeste.

—No —dijo—, supongo que sí está muy pasado de moda. Sin embargo, vi unas litografías muy lindas en la Ciudad, enmarcadas y bastante baratas.

—Sí, aunque todo cuenta. Bueno, habrá que hablarlo, como dices. Sabes que tenemos que ser cuidadosos.

La sirvienta entró con la merienda, una lata de galletas, un vaso de leche para la señora y una modesta pinta de cerveza para el señor, con un poco de queso y mantequilla. Después Edward se fumó dos pipas de tabaco aromático y se fueron a dormir tranquilamente; Mary primero y su marido un cuarto de hora después, según el ritual establecido desde los primeros días de su matrimonio. Darnell cerró con llave las puertas del frente y de atrás, cerró el gas en el medidor y, cuando subió, se encontró a su mujer ya acostada, con el rostro vuelto sobre la almohada.

Ella le habló con suavidad en cuanto entró en el cuarto.

—Sería imposible comprar una cama presentable por menos de una libra con once, y las sábanas buenas salen caras donde sea.

Él se quitó la ropa y se metió a la cama con agilidad, apagando la vela en la mesa. Las persianas estaban debidamente cerradas, todas parejas, pero era una noche de junio y más allá de los muros, más allá del desolador mundo y de los campos grises de Shepherd’s Bush, una enorme luna dorada había subido flotando a través de veladuras mágicas de nube hasta lo alto de la colina, y la tierra estaba llena de una luz maravillosa entre esa gloria que iluminaba el bosque desde lo alto y el ocaso rojo que persistía detrás de la montaña. Darnell parecía ver algo del reflejo de ese resplandor hechicero en el cuarto. Las paredes pálidas, la cama blanca y el rostro de su mujer reposando sobre la almohada entre el cabello castaño estaban iluminados, y si escuchaba casi podía oír al rey de codornices en los campos, al chotacabras emitiendo su extraña nota desde el silencio del lugar escabroso donde crecen los helechos y, como el eco de una canción mágica, la melodía del ruiseñor que cantaba la noche entera en el aliso junto al arroyo. No había nada que él pudiera decir, pero metió el brazo con lentitud bajo el cuello de su esposa y se puso a jugar con los rizos de cabello castaño. Ella no se movió; se quedó ahí acostada respirando con suavidad, mirando el techo vacío del cuarto con sus bellos ojos, también, sin duda, con pensamientos que no podía pronunciar, besando a su marido con obediencia cuando él se lo pidió, y él le habló con voz titubeante.

Ya casi estaban dormidos —Darnell de hecho estaba a punto de empezar a soñar— cuando ella le dijo muy quedo:

—Mi amor, me temo que no nos va a alcanzar —y él oyó sus palabras entre el murmullo del agua, que caía goteando desde la roca gris hasta el estanque cristalino debajo.

Los domingos en la mañana siempre eran ocasión para la pereza. En realidad nunca hubieran desayunado si la señora Darnell, que tenía los instintos del ama de casa, no se hubiera despertado y visto la brillante luz del sol y sentido que la casa estaba demasiado callada. Se quedó acostada en silencio otros cinco minutos, mientras su marido dormía a su lado, y escuchó con atención, esperando el sonido de Alice moviéndose en la planta baja. Un tubo dorado de luz de sol ingresaba resplandeciendo por un hueco en las persianas y daba en su cabello castaño esparcido alrededor de su cabeza sobre la almohada, y miró el cuarto con fijeza, el tocador “duquesa”, la porcelana de color del aguamanil y los dos fotograbados en marcos de roble, El encuentro y La despedida, que colgaban en la pared. Soñaba a medias mientras seguía atenta a los pasos de la criada y la leve sombra del más vago pensamiento la recorrió, y se imaginó tenuemente, por el breve instante de un sueño, otro mundo donde el embeleso era vino, donde deambulaba por un valle profundo y feliz y la luna siempre salía, roja, por encima de los árboles. Pensaba en Hampstead, que para ella representaba la visión del mundo más allá de los muros, y pensar en el campo la llevó a rememorar los días festivos y luego a Alice. No se oía nada en la casa; podría haber sido medianoche si el largo pregón del periódico dominical no hubiera resonado de pronto, rodeando por la calle Edna, y con éste no hubiera llegado el aviso de gritos y ruidos metálicos del lechero con sus cubetas.

La señora Darnell se sentó en la cama y, ya despierta, escuchó con más cuidado. Era evidente que la muchacha estaba bien dormida y habría que levantarla, o de lo contrario el quehacer de todo el día estaría desfasado y recordaba cuánto detestaba Edward cualquier alboroto o discusión por cuestiones domésticas, sobre todo en domingo, después de su larga semana de trabajo en la Ciudad. Le lanzó una mirada afectuosa a su marido aún dormido, pues le tenía mucho cariño, y así se levantó con suavidad de la cama y fue en camisón a llamar a la criada.

El cuarto de la sirvienta era pequeño y sofocante. Había sido una noche de mucho calor y la señora Darnell se detuvo un momento en la puerta, preguntándose si esa chica en la cama en realidad era la sirvienta de rostro polvoriento que trajinaba día tras día por la casa, o incluso la criatura emperifollada, vestida de morado, con el rostro brillante, que aparecía los domingos a servir el té temprano porque era su “tarde de salir”. El cabello de Alice era negro y su piel, pálida, casi con un tono aceitunado, y dormía con la cabeza apoyada en un brazo, recordándole a la señora Darnell una curiosa litografía de una Bacante cansada que había visto hacía no mucho en un aparador de Upper Street, en Islington. Y una campana entrecortada sonaba, lo cual significaba que ya eran cinco para las ocho y todavía no se hacía nada.

Tocó a la chica en el hombro con delicadeza y sólo sonrió cuando se abrieron sus ojos y, despertando sobresaltada, se levantó con súbita confusión. La señora Darnell regresó a su cuarto y se vistió con calma mientras su marido seguía dormido, y no fue hasta el último momento, mientras se ajustaba el corpiño color cereza, cuando lo despertó y le dijo que el tocino quedaría muy dorado si no se apuraba a vestirse.

En el desayuno otra vez volvieron a discutir el tema del cuarto desocupado. La señora Darnell seguía reconociendo que el plan de amueblarlo le resultaba atractivo, mas no veía cómo era posible con diez libras y, como eran gente prudente, no les interesaba mermar sus ahorros. A Edward le pagaban bien: ganaba —contando el trabajo extra en semanas muy ajetreadas— ciento cuarenta libras al año, y Mary había heredado de un viejo tío, padrino suyo, trescientas libras, que habían sido invertidas con prudencia en hipotecas a cuatro y medio por ciento. Sus ingresos totales, entonces, contando el regalo de la tía Marian, eran de ciento cincuenta y ocho libras al año, y estaban libres de deudas, puesto que Darnell había comprado los muebles de la casa con el dinero que había ahorrado los cinco o seis años anteriores. En sus primeros años en la Ciudad sus ingresos, desde luego, eran menores, y en un principio había vivido con mucha libertad, sin pensar siquiera en ahorrar. Los teatros y las salas de conciertos lo atraían y rara vez pasaba una semana sin que asistiera, siempre en platea delantera, a uno u otro, y en ocasiones había comprado fotografías de actrices que le agradaban. Éstas las había quemado con solemnidad cuando se comprometió con Mary. Recordaba muy bien aquella noche; su corazón rebosaba de alegría y asombro, y la casera se había quejado con amargura del mugrero en la chimenea cuando regresó a casa de la Ciudad la noche siguiente. Aun así era dinero perdido, hasta donde podía recordar diez o doce chelines, y más le molestaba reflexionar que, si lo hubiera ahorrado, casi habría alcanzado para comprar un tapete “Oriente” de brillantes colores. Además, habían existido otros gastos en su juventud: había comprado puros de tres y hasta de cuatro centavos, los últimos rara vez, pero los primeros a menudo, a veces sueltos, a veces en atados de una docena por media corona. En una ocasión una pipa de espuma de mar lo obsesionó por seis semanas; el tabaquero la sacó de un cajón con cierto aire sigiloso cuando él fue a comprar un paquete de Lone Star. Ése era otro gasto inútil: comprar esos tabacos hechos en Estados Unidos; sus Lone Star, Long Judge, Old Hank, Sultry Clime y los demás, que costaban desde un chelín hasta uno con seis por un paquete de dos onzas, mientras que ahora conseguía un excelente aromático de hoja suelta por tres y medio centavos la onza. Sin embargo, el hábil comerciante, que lo tenía ubicado como comprador de bienes caros y de lujo, cabeceó con un aire de misterio y, abriendo la caja de súbito, exhibió la pipa ante los deslumbrados ojos de Darnell. La cazoleta estaba tallada con la imagen de una figura femenina, mostrando la cabeza y el torso, y la boquilla era del mejor ámbar; sólo doce con seis, dijo el hombre, y el puro ámbar, declaró, valía más que eso. Explicó que sentía que era delicado mostrar la pipa a cualquiera que no fuera un cliente habitual y que estaba dispuesto a venderla a menos del costo, “aunque pierda un poco”. Darnell se resistió un tiempo, si bien la pipa lo inquietaba, y finalmente la compró. Un rato le pareció divertido mostrársela a los compañeros jóvenes de la oficina, mas nunca jaló el humo muy bien y acabó por regalarla antes de casarse, pues dada la naturaleza del tallado habría sido imposible usarla en presencia de su esposa. Una vez, cuando estaba de vacaciones en Hastings, compró un bastón de ratán —una cosa inútil que le costó siete chelines— y reflexionó con pesar acerca de todas aquellas noches en las que había rechazado las simples chuletas fritas de su casera y se había ido a flâner5 por los restaurantes italianos de Upper Street, Islington —se hospedaba en Holloway—, consintiéndose con costosas delicias: escalopas con chícharos, estofado de res en salsa de tomate, filete con papas fritas, muy a menudo terminando el banquete con un pequeño trozo de gruyère, que costaba dos centavos. Una noche, después de recibir un aumento de salario, incluso se bebió una botella chica de Chianti y agregó las enormidades de licor Bénédictine, café y cigarros a un gasto ya de por sí escandaloso, y seis centavos al mesero, con lo que la cuenta había subido a cuatro chelines en vez del chelín que le hubiera bastado para una comida sana y abundante en casa. Ay, había muchos otros particulares en esta cuenta de sus extravagancias, y Darnell a menudo había lamentado su estilo de vida, pensando que, de haberse mostrado más cuidadoso, unas cinco o seis libras podrían haberse agregado a sus ingresos anuales.

Y la cuestión del cuarto desocupado lo hizo revivir este arrepentimiento en grado exagerado. Se convenció de que las cinco libras extra le hubieran dado un margen suficiente para el desembolso que deseaba hacer, aunque esto era, sin duda, un error de su parte. No obstante, veía con claridad que, bajo las condiciones actuales, no debía haber deducciones de la muy pequeña cantidad de dinero que tenían ahorrado. La renta de la casa eran treinta y cinco, y las tasas e impuestos sumaban otras diez libras: casi una cuarta parte de sus ingresos se iban en vivienda. Mary hacía lo posible por ahorrar en las cuentas de la casa, pero la carne siempre era cara y ella sospechaba que la sirvienta sacaba rebanadas subrepticias de los cortes y se los comía a medianoche en su cuarto con pan y melaza, pues la chica tenía apetitos desordenados y excéntricos. El señor Darnell ya no pensaba en restaurantes baratos ni caros; se llevaba su almuerzo a la Ciudad y después llegaba a merendar con su esposa: chuletas, un poco de filete, o carne fría de la cena del domingo. La señora Darnell comía pan y mermelada y bebía un poco de leche a mediodía. No obstante, con la máxima economía, el esfuerzo por vivir con lo que contaban y ahorrar para contingencias futuras resultaba enorme. Habían decidido aguantar sin un cambio de aires por lo menos tres años, puesto que la luna de miel en Walton-on-the-Naze había costado bastante, y fue a partir de esto que, de manera un tanto ilógica, habían apartado las diez libras, declarando que si no tendrían vacaciones, gastarían el dinero en algo útil.

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