Loe raamatut: «Ergo»

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© del texto: B. Oliva Mederos

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

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Editorial Mirahadas, 2021

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

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Primera edición: enero, 2021

ISBN: 978-84-18499-83-8

Producción del ePub: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»


A mi hermano, a mi madre

S upongo que estaba detenido, en babia, frente al televisor. Seguimos confundiendo el canal de transmisión con el medio de comunicación, pero este es el más ínfimo de los debates. Como me decía, entre intermedios dormitados en la ensoñación de un día cualquiera de esos en los que el todo y la nada se unen y se constituyen en lo opuesto, no soy nadie. Sigo sin ser nadie, da igual lo que se pueda ver de este cuerpo zarrapastroso a través de la cristalera del salón porque mente y materia se descoyuntan ante la decepción y el desapego de lo que nunca sentí mío. La pared blanca me oía.


A toda prisa recorría el trayecto del trabajo a la biblioteca para encontrarme con lo que deseaba ver cada tarde, aquellos ojos devastadores de la sencillez hecha realidad y la desesperación de la indecisión, puntos fuertes y delicados que confrontaban conmigo. Pero allí que iba yo, a la aventura de la cotidianidad, la emoción por expresar lo que siento, nunca me he enfrentado a un reto de tal calibre, no me considero mejor a nadie, pero el que no se conforma es porque no quiere, y eso sí, lo detesto. Replantearse el destino de lo que no se ha escrito subyuga fantasías trascendentales en mí:

—Creo que ya se me ocurrió.

—¿El qué? —preguntaba anonadada ella.

—El tema de la novela que quiero escribir —afirmaba con ciertos desaires de molestia ante aquella cuestión obvia para mí.

—¡Ah! ¿Sobre qué?

—Sabes que mi imaginación vuela por las cabezas de los individuos que acechan este lugar.

—Menos fanfarronería, y empieza. —Me miraba con incredulidad.

No me interesa narrar lo que aconteció un par de segundos más tarde, principalmente porque me lo reservaré para el aprovechamiento individualista del que me haré acopio tras aletargar y encandilar a tantos lectores como sea posible. Narrador de historias extraordinarias como del post-it inutilizado en fondo amarillo cuyo pegamento se ha evaporado, secado, del tejuelo desprendido del dorso de la cubierta de un libro que nunca terminó de ensamblarse a él (no estaban hechos el uno para el otro) o del conjunto de fichas técnicas que inundan los espacios de la biblioteca, por si algún usuario quiere hacer uso de los recursos.

Inmutado, sereno, tranquilo, allí seguían mis vísceras esperando que algún personaje de las fiestas de Hassan llamase al timbre, obnubilado miraba a través de la ventana que iluminaba la cara de aquellos muchachos del Instituto de Estudios Fiscales, concentrados en su porvenir, su presencia de traje y corbata sin distinción de sexo y su trato cortés, pero falto de humanidad inundaba esos espacios, una presencia a la que te acostumbrabas rápidamente. Después de un semestre yendo día sí y día también confirmaba la mayor de mis desgracias o el peor de mis presagios, según se prefiera, se les coge aprecio.

Ella me daba la orden y solo con un gesto entendía que ya era la hora, que acudiese al baño y que si pudiese le ayudara en la clausura de luces y ordenadores. Predispuesto como el que más, la esperaba con su mochila, su chaqueta y mi libro El corazón de las tinieblas, que cargaba en aquellos días. Y no me refiero a la tortura que Joseph Conrad me afligía, ya bastante me conmovía la fina ironía que aplicaba sobre los negros, sino a la propia del peso de la responsabilidad laboral. Hacía menos de dos semanas comenzaba en una empresa de gestión de los recursos adquiridos por los fondos de inversión en el país, cuya labor era destinada al caos documental. Mal y tarde, nunca se cuenta con nosotros para una labor primordial al frente de cualquier institución, empresa o simplemente familia. Pero no continuaré con la monserga corporativista. Bastante tienen ustedes con aguantarme.

El cansancio hacía mella en mí, pero debía aprender que si la quería no podía pagar con ella mi falta de experiencia, en no saber dividir el espacio personal del profesional, era mi reto. En eso anduve. Recibí un suave codazo, y sin saber cómo, ya estábamos montados en la guagua de regreso a su casa, todas las noches a la salida le acompañaba y pasaba las últimas horas del día destinadas a las risas, las penurias, los problemas familiares, el desencanto y lo común de toda cotidianidad de dos treintañeros en una gran ciudad, insignificantes.

—¡Venga, va!, alégrame el día y cuéntame una de tus historias.

—¿Me estás pidiendo que improvise en medio de este lugar en el que el conductor y el resto de los pasajeros puedan reírse de mí, con mis locuras y ocurrencias, del desenfreno al que nos somete lo que suceda en mi cerebro?

Ella reía y a mí me encantaba, su sonrisa me daba la vida, el café de las mañanas taciturnas.

—Sí, por supuesto. —Continuaba sonriendo. Le había preguntado susurrando y nadie podía escandalizarse con mi pregunta.

—Ahí voy. —Pensaba lo contrario a lo que decía, la eterna duda sobre la improvisación (el miedo de la pluma del escritor, tiempos aquellos remotos), pues me tiré a por la búsqueda de lo que hiciera sorprendernos.

«Parte oficial de guerra, del Cuartel General del Generalísimo, correspondiente al día de hoy, primero de abril de mil novecientos treinta y nueve. Tercer año triunfal. En el día de hoy cautivo y desarmado el ejército rojo han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. LA GUERRA HA TERMINADO.

Burgos, primero de abril, de mil novecientos treinta y nueve. Año de la victoria. El Generalísimo Franco».

Narraba con voz radiofónica imitando a Fernando Fernández de Córdoba.

Ella reía de nuevo, mirándome con desaprobación.

—Eso no vale, siempre utilizas lo mismo, como es lo único que sabes contar de memoria…

Aprovechando su tímido e infantil reproche, con cierto tono de broma, continué apresuradamente recordando al personaje protagonista de El lector de Julio Verne, aporté tintes esporádicos:

«Nino miraba los gestos de su madre, no entendía qué sucedía, por qué movía el cuchillo alejando la papa en vez de acercarla y por qué arqueaba tanto el ángulo, parecía que era inconsciente, pero no le dio relativa importancia, su abuelo descansaba sobre un taburete de madera, de aquellos que nunca se tiraban, de los que duraban mil vidas.

Entretanto, buscaba la mirada cómplice de mi hermana, como era mucho mayor que yo supuse que sabría explicarme algo de lo que acontecía esa misma noche. Renegó y me sentenció con un gesto absurdo, o eso recuerdo ahora. Quién nos iba a decir, que años más tarde entenderíamos lo que le pasaba a mi madre, y por qué se había ido mi padre de casa». La miro a ella, necesitaba sentirme reconfortado y sobre todo aupado a los albores de la literatura. Nada más lejos de la realidad, siempre recibía por su parte contestaciones que me bajaran a la tierra y una vez más atizó:

—¿No está muy visto?, ¿dónde está el padre, escondido o con los maquis?

Supuse que la mejor respuesta era la segunda, así que asentí. Quedó un rato pensativa. Tuvimos que abandonar la guagua e ir camino al tren que nos desplazara a la parada más cercana a su casa. No había conexión directa.

En ese momento, nos encontramos con la mujer sonriente de las ocho de la noche, nos saludaba cortésmente y nosotros le respondíamos de igual manera, tibiamente. Corríamos los tres a la vez ridículamente a por el vagón más cercano, no obstante, en una urbe como esta cada cinco o diez minutos pasa uno, y de repente, ya sentados:

—¿Sabes? Tienes la capacidad de hacer llegar lo que nos quieres contar, es muy difícil y aunque esté tan maniatado y repetitivo el contexto, la ubicación de los personajes y la época… parece que hay algo fresco.

Me desconcertaba, todavía hoy lo hace, te puede sorprender de múltiples maneras, te ofrece su cama y regocijo, su cariño, sus secretos, sus perturbaciones, su fragilidad y debilidad de considerarse inferior al resto y a mí esto me atrapaba, todavía lo sigue consiguiendo. Ella me ha animado a intentar ser lo que me gusta, a relatar y escribir, su regalo, una libreta de tamaño A-siete, cutre, amarilla, chillona, de unas cuarenta páginas (acabo de contar) a doble cara.

Llegamos a su portal, pero pasamos de largo, me acompañaba a la estación de metro, paseábamos de la mano, como pensé que nunca haría, ya que no nos miramos cuando caminamos qué menos que sentirnos el uno al lado del otro, y a menos distancia de la que me gustaría entrábamos en las dichosas escaleras, la corriente de aire inundaba nuestras voces, nos ahogaba, nos apresurábamos, todas las noches igual, era el instante apocalíptico. Nos acercábamos a las vías del vehículo, observábamos a los viandantes que subían y bajaban del metro, aprovechábamos ese tiempo sentados en uno de los bancos de piedra de la estación de Begoña. Dejábamos pasar algunos hasta que ella me empujaba alejándose y eso hacía obedientemente. Pulsaba el botón de la puerta y entraba, apoyaba mi mano y tocaba la superficie de mi corazón, nuestro gesto. Arrancaba y me despedía en un continuo, ella ladeaba su cabeza hasta que la profundidad de la oscuridad ocupaba su espacio en mí. Así noche tras noche.

Surge de nuevo un día, el siguiente precisamente, y ponía mis dos pies a la vez en el suelo, soy de esas personas que les parece ridículo continuar una nueva mañana con un solo pie, y a deber ser el diestro, directrices que recibe uno. Allá que iba, ella me hacía volar, la motivación de salir temprano para estar más tiempo compartiéndolo, caminaba a zancada frenética, escuchaba un runrún en el movimiento de las pocas hojas que resguardaban a descubierto en las copas de los árboles colocados estratégicamente para no molestar a las aceras, ellas disponen y los demás nos sometemos. Parecía que iba dirigido surcando por las calles hacia ese sonido, no lo encontré en los pasos de cebra, ni en la repartidora del periódico en la boca de Legazpi, ni se me apareció en el metro ni en la avenida de América, solo al llegar a mi destino me hice a su oído, en cierta manera representado en tono de burla como el «corona», así lo denominaba uno de mis compañeros, supongo que en un primer momento era más fácil restarle la relativa importancia que a posteriori, sirviendo en este caso, al acercamiento entre el agente infeccioso y ese individuo.

Llegaban noticias «a todos los segundos» de allí y de acá, histriónico novedoso en el campus de la oficina, lo llamo así porque el nexo entre las partes era el aire, pero a veces se les ocurría separar con armas lo que el aire corre (allí los obstáculos son los artículos de oficina), pero esta disonancia sigue sin sorprenderme ya que el aval imponía el derecho a la intimidad departamental, y en aquel lugar, en mayor medida, la individual. Al caso, se producía un cierto estremecimiento, los dineros superaban grandes alturas un día más y en eso poníamos todos dedos, brazos, trasero, piernas y algunos su vida si así fuera. Los datos y cifras de acá y de allí enarbolaban la bandera de la rectitud, y sobre todo la seguridad (dichoso vocablo que engulle lo que toca) poniendo en cierto riesgo el bienestar (supongo, nunca nadie me lo dijo) de los presentes y de los alejados a poca, media y larga distancia entre cuatro paredes, aquellas que separaban al país de sus colindantes. Términos alejados de la realpolitik y de lo consuetudinario de las personas, pero que, en su defensa, atacaban a lo segundo, o así se expresaba. Todo esto en base a lo que nunca se consideró, lo social, lo colectivo. Curioso cuanto menos en aquel lugar.

Finalizada la jornada y uno aturdido por lo que es verdaderamente importante (ahora de nuevo) caminaba leyendo las narraciones de Marlow en el barco que se dejaba llevar por la corriente al futuro, eso hacía yo. Paraba en la avenida más ilustrada de la ciudad, debo reconocer que usaba el ascensor, cuatro escaleras mecánicas rentabilizaban menos que un elevador, y de paso sudaba a cantidades inferiores, por guardar cierto decoro, aunque en ese momento solo intentaba disponer la razón a las palabras de un matrimonio venezolano cuyos nombres no sé, que me recibían en su comercio como si fuese un hijo, conversando de aquello y lo otro. Aquello era lo que nos aturdía, no había pan, así que me quedé sin mi racionamiento de bocadillo diario, declaro no ir por sus tentempiés, que estaban buenísimos, sino más bien por su compañía, me gratificaba y me hacía sentirme parte de algo. No sabía de qué y mucho menos ahora que escribo esto.

—La gente ha perdido la cabeza —se manifestaba perplejo y enojado. Asentí.

—Los establecimientos regentados por chinos han cerrado y el supermercado, al lado, ya no tiene papel higiénico, ni mascarillas ni guantes. En el centro comercial que está aquí a cuatro calles…

En ese momento interviene la mujer en la conversación:

—Hablábamos hace un ratito que esto nos recordaba a nuestro país, allí las cosas eran peores, porque todo el mundo salía a la calle y se producía el temido desabastecimiento. A los demás solo nos quedaba mirar al cielo y rezar.

Después de escucharlos y despedirme, sin mi bocadillo y sin ningún otro artículo de la panadería (la mujer me señaló que me debía dos para la próxima vez que se pudiera), marchaba a paso lento y pensativo, viendo cómo se esfumaba la guagua a lo lejos y tendría que esperar unos cinco minutos. Ya eran más de las siete de la tarde y ella estaría en la biblioteca esperándome.

Continuaba con mi ritual, entraba por el Instituto de Estudios Fiscales, enseñaba con un gesto el documento acreditativo de acceso al recinto, curiosamente, aunque sea un lugar público solamente se permite la entrada a quien lleve tarjetas que demuestren ser benefactor de los recursos del Instituto, y los vigilantes de seguridad me apelaban a que el conocimiento implica fiabilidad, de ello me aprovechaba. Subía por las escaleras, dos pisos, y allí estaban Pilar, Jaime y ella, discutiendo, en una acepción digna del debate y falto de bronca, cuya voz cantante la protagonizaba la funcionaria allí presente. Pilar es una mujer con garra, rubia, de esas personas que lucharon en los años ochenta, en distintas proclamas de la época y que no permitía el que se la amedrentara y mucho menos un hombre de cincuenta años como Jaime. Aparecí ipso facto, y en aquel momento deseé huir, los tres personajes arremetieron a la obligación estatal de opinador debido a mi formación académica y mi trato para con los datos y la documentación. Debí correr escaleras abajo como si llevara un ser dentro, quizás pertenecer al club «Fidelio» de Eyes Wide Shut me reportaba mayores beneficios, ustedes me entienden.

El Gobierno, un día antes, había suspendido toda actividad lectiva para ese mismo miércoles, la decisión provocó una reacción en cadena, tropelías a mansalva, gentes en la inopia del mercado, bolsas de plástico llenas de cerebros incautos, sorprendidos por la histeria y el miedo de lo no presente, niños y mayores corriendo despavoridos ante el presagio del destino final que nunca sucedió (sería imposible escribir esto). A razón de ninguna argumentación lógica se convocó al espíritu santo e hizo acto de presencia y se fue por donde vino. La conjura de los necios, contaban, la realidad superó a la ficción, una vez más, solo era el principio. Solo era martes.

Vine en mí, ella callaba, su virtud, Jaime escuchaba intentando intervenir entre dientes, de esas veces que digas lo que digas no hará efecto en el interlocutor, Pilar argüía duramente ante la racionalidad de estos y aquellos comportamientos, se preveía la catástrofe, al menos lo intuía e hizo acopio de lo que pudo, como persona, sobre todo. Me sorprendió verla así, la conocía desde hacía unos cuantos meses, menos de medio año, pero me servía para que las suposiciones conformaran una opinión sobre ella, era la corrección hecha presente, educada, respetuosa, interesada por lo menos esperado, lo desvalido, las artes, el apremio a la atención y a la escucha, dignas de admiración. Lo afirmo cuando toda esa serie de desdichas eran indignas de la época; rectifico, de aquella y de esta.

Llegó su hora, la de los allí presentes, y nos marchamos, a la espera de la tormenta, una de la que no sabíamos fecha pero que aterraba, y bien lo hizo, la diferencia con los temporales radica en que en estos se estima y predice el momento del impacto, aunque se descuenten fatalidades materiales y personales, se disminuyan las rachas de viento y la cantidad de agua caída por metro cuadrado, conocemos los intereses de las agencias aseguradoras. Allí que nos fuimos, ella y yo, a la búsqueda de lo inaudito, la visita al centro comercial más cercano resplandeció los flashes de las cámaras de nuestros móviles y de ciertos clientes escandalizados, varios no entendíamos que el principio era ese y que la foto más representativa no es la que aparece en la primera página. Repetimos tal acto al día siguiente, y la situación era exactamente calcada, si el martes encontrábamos única y exclusivamente dos paquetes de treinta y dos rollos de papel higiénico (de cierta marca), veinticuatro horas después la avalancha de los productos de la propia empresa (marca blanca) rellenaban el vacío de las estanterías, digno de un gran saqueo. Las botellas de alcohol antiséptico escaseaban, las conservas eran el bien más preciado y el pan «brillaba por su ausencia», los productos perecederos (excepto los huevos y la leche) en su absoluta mayoría, sobrevivían expuestos. Carritos de la compra navegaban los pasillos a toda vela, dos, tres, cuatro, siete, nueve, once, doce, hasta los topes cubrían las rejillas rojas, algunos se preguntaban entre ellos, «no hay de esto, qué hacemos, pues de la otra marca», adultos con niños, ellos sorprendidos, las dependientas, las cajeras del lugar arrastraban sus caras largas. Entendible. Los reponedores no daban abasto, solamente se dedicaban a extraer del almacén palés, los depositaban cerca de las estanterías correspondientes, eran los últimos minutos y no les importaba ocupar el espacio, las gentes saldrían pronto de allí. Circulaban vídeos por diferentes redes virtuales, personas con bolsas de plástico en la cabeza, peleas por ver de quién era o cuál era este o aquel pack de bebidas alcohólicas, algo bastante primordial en dicha situación, unas y otras imágenes de colas y más colas en formación uniforme esperando a entrar en los supermercados, la «reacción lógica», la desesperación, el desabastecimiento, la locura depravada, la perseverancia del «sálvese quien pueda», pero primero «yo, los míos, los allegados…». Repugnancia y vergüenza ajena.

El escenario continúo igual al día siguiente, se decretó el cierre de lugares públicos como bibliotecas o centros administrativos y educativos, aunque no hubiese actividad lectiva los docentes, el cuerpo funcionarial y el resto de la plantilla que mantiene servicios esenciales (véase en lo relativo a la limpieza, el acondicionamiento de jardines, vigilantes…) debían asistir a su puesto laboral, hasta ese mismo jueves, en el que se produjo la clausura y, por ende, ella abandonaba su puesto de becaria, era su último día en aquel lugar (creo que no lo supo en ese instante) al que tanto cariño se le cogió y nos recibió de la misma manera. En mi caso, la oficina hervía, por encima de las cabezas los indicadores de estrés, como cierto videojuego, variaba del verde al anaranjado de la antorcha que mantiene la llama viva, el fuego de los calores, los sudores, el revoleteo, nadie permanecía inmóvil en su asiento más de media hora. Algunos solicitaban teletrabajar porque a sus familias les preocupaba el permanecer en la calle, rondar por espacios abiertos, siempre se dijo que el agente no aleteaba buscando y capturando a su próxima víctima, las personalizaciones metafóricas confundieron a la población, y esta se dejó maniatar. Las ocurrencias se disparataban, el temor acaparaba la misma cuota de share que el humor, quien reía de las actitudes amorales, de la histeria colectiva justificada en la más ramplona de las éticas (por no despreciar el contenido) su convivencia con su nuevo esposo, el pánico. Leyeron y no se les quedó prendado:

«Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado se vuelven bestias».

Todas las noches, de regreso, levantaba la mirada y fijaba mi atención en esas veintitrés palabras, en esos ciento catorce caracteres, ¡sustituyamos «tristezas» por «alarma»!, me gritaron desde el otro lado de la estación al fondo del túnel, mi paseo discurría entre esas paredes plastificadas que narraban las peripecias de don Alonso Quijano, el ingenioso hidalgo. No le hice mucho caso, por lo visto, a ninguno de los dos me refiero.

Hoy, se habla del resguardo ante el metro de distancia mínimo, esa denominada por autoridades no legítimas en la acción del individuo, «máxima distancia de seguridad interpersonal», neologismos atractivos al canto. Aquel viernes, se desató la locura, la saturación colectiva a través de las reacciones particulares desembocó en la muchedumbre, se apelaba al secundum quid, nunca tuvo tanto efecto una guía didáctica, los diez mandamientos falaces a evitar. Los grupos uno (patologías previas) y grupo dos (con cargas familiares) no asistían presencialmente al edificio acristalado, el resto continuaba como si tal cosa, o al menos, intentaban aparentarlo. El pavor alcanzó cierta cota, se me llamó a filas, reunión urgente del departamento a las catorce horas del mediodía en un piso superior. En aquella sala faltaban presencialmente siete personas del equipo por distintos motivos, y otras tantas (me fue difícil averiguarlo, discúlpenme) parecían desubicadas. Y no me refiero a la distribución del metro de distancia (al principio era solo un metro) ni albergar respuestas de pie, apoyados en los enseres materiales del local. Día soleado, vehículos circulaban por las carreteras, amplias retenciones en el acceso al centro de la ciudad, diminutas lenticulares aligeraban su continuo con destino a ninguna parte, factores meteorológicos no adversos que me provocan el presentimiento de que habría devoluciones en caliente. Quiero decir con ello, que regresarán a «troche y moche» y en la más abyecta de sus negaciones, se acostumbrarán apresuradamente.

Quejas, lamentos, demandas, protestas, descontentos, sugerencias incluso risas falsas y nerviosas, el barullo hegemónico instauraba un halo de desesperanza, el ritmo de los tambores llamaba al «todos nos vamos a contagiar», «todos vamos a morir», quizás lo escuché tantas veces, que me importunaba una y otra vez, me penetraba, me violaba.

—Debemos plantarnos y que el lunes nadie venga.

—Si el departamento de IT (mantenimiento del hardware y software de la empresa) estaba preparado para el teletrabajo, ¿qué hacemos nosotros aquí?

—¡Esto es increíble!, los jefes en sus casas y nosotros jugándonos la vida.

—Si no llevara tanto tiempo, esto me haría replantearme muchas cosas en este lugar.

Reía por dentro, atrevimientos varios, reproches prolongados y persistentes, se buscaban unos a otros en la aprobación. Cierto es que «el mayor de los miedos es el mayor de los enemigos», aunque vislumbrarlo es el más perjudicial de las conductas, esto saturaba y agotaba, comprendía lo que ocurría, discernía sus preocupaciones en gimoteos, las plañideras actuaban e interpretaban, esto igualmente incomodaba, escapaba a la razón, lo vi. Seré quien recuerde el sofisma: «los sentidos escapan y son ajenos al entendimiento». Mi martirio, mi calvario.

Minutos más tarde «recorrí el tiempo» y marché de aquel lugar agónico, donde ya no había nadie, hasta nuevo aviso. Y, por fortuna, me encontré con ella, sabía de su presencia, vendría a mi suerte y corría en su busca. Su faz iluminaba la intersección, su sonrisa provocaba desespero en la lentitud de mis andares, devolví su gesto, pero las náuseas de las circunstancias quizás exasperaron en lo antagónico, mea culpa si así fue.

—¿Aprovechamos el momento y viajamos a mi isla?

Su rostro cambió la expresión y me conmovió, ¿algo había ocurrido y no fui capaz de desentrañarlo?

—No. Vete tú si quieres, yo me quedo aquí sola.

Suspendió el viaje programado ese mismo fin de semana para regresar a su Salamanca natal y querida, su familia le apoyaba en sus decisiones, se mantuvieron cabales; sin embargo, su entorno le empujaba a que permaneciera aquí, fiel a las indicaciones gubernamentales. En aquellos momentos, la presión ejercida de regiones periféricas y externas a la capital del país impedían el regreso a los lugares de origen. El rechazo a la propagación de lo inevitable, como así fue, generó angustias irrefrenables por lo inhumano.

—Pero, cómo me voy a ir sin ti, ¿me lo puedes explicar? Si residí aquí cuando no tenía dinero, aguantando «carros y carretas», menos me voy a ir ahora, este es el instante más inoportuno.

Ese algo que ustedes saben superaba con creces el contexto, el escenario apocalíptico. Incrédulo, apoyé mi cuerpo en el banco de madera que, al pasar en estos días, le reprocho sin dedicarle más de medio segundo, ¿por qué no me lo dijiste? Algunos segundos después señalé:

—No lo sé. ¿No ves cómo se están comportando? ¿No hay nadie sensato en este mundo de locos? (en ese instante un chico de unos treinta años paseaba con una bolsa de plástico en mano). ¿Me pides que haga como que no ocurra nada? Ahora, no sé si distanciarnos o recluirme, un ser inerte que busca comida, agua, sexo y comprar. ¿Me quedo solo con mis ideas o dejo llevarme por el panóptico?

Dubitativa, amagó con escapar del lazo, de la unión a través del tiempo, del «musubi», iba y venía, como ese paso de baile en el que uno de los pies sirve de apoyo y equilibra el cuerpo, mientras el otro vibra en su interior y sirve de imitación al segundo, la punta arqueada unos cuarenta y cinco grados en relación con la superficie. Le sorprendía de reojo, no me lo podía esperar. Minutos más tarde, continuaba preguntándome qué ocurría, ¿por qué me sentía así? Apareció ella frente a mí, se agachó y me animó a seguir. Tardé en reaccionar. Concluí: «quienes se han creído superiores a otros han muerto en sus ideas clavando la espada de un alma incorpórea, solos. Otros tanto, han reducido sus aspiraciones a la humildad de su suerte, de las oportunidades». Como nunca tuve ninguna de estas me levanté despacio, no iba a perder a quien quería por la simpleza de ciertas conjeturas, sin altura hipotética, ni meras prenociones.

—¡Vamos, venga! Tenemos que comprar.

La agarré de la mano izquierda, todavía lo recuerdo y seguiré haciendo mientras viva y sufra en la execración de mis errores para con ella. Intenté «quitarle hierro al asunto».

Perseguimos la búsqueda del recóndito lugar donde se pudiera efectuar la recogida de víveres oportunos para la supervivencia, en pro de la «supuesta» catástrofe. Acordé un punto neurálgico cerca de mi vivienda, por si no llegábamos antes a la hora de cierre de cualquier establecimiento por su zona ya que entre su ubicación y la mía distaba más de cincuenta minutos en medio de transporte. Contemplaba el sigilo de los vagones, la falsa tranquilidad que desprendía. Me abrazó, no lo sentí ni lo pude recordar, más adelante me lo achacó, despistado transitaba por medio de la ciudad, subterráneamente, la falta de luz no cegaba ni en mayor ni en menor medida, la aprensión actuaba e interpretaba el papel de su vida. La oscuridad mostraba sus encantos y ante ellos reptaba el desasosiego, el ahogo de los seres inhabitados tras el paso de la ilustración. Reaparecimos a flote, las escaleras mecánicas servían más que nunca para depositar los cuerpos en sus metas, que se los llevara alguien, no era su destino aquella boca. Encaminados en dirección al centro comercial contiguo al río, las idas y venidas de transeúntes cargados hasta la saciedad, el peso del alarmismo sobre sus espaldas, demasiado esfuerzo para una sola persona. La clausura era generalizada, mantenían dos o tres locales la puerta abierta, asustados, acongojados, debían cumplir su firma, pero esta no permanecía especificada ante tal incertidumbre y emergencia. El supermercado en sí era un goteo constante, se apilaban en los cajeros, las prisas no son buenas consejeras, querer correr no te hace llegar primero, ni siquiera te asegura la línea a cuadros.

Y surgió lo inesperado, quieran tal vez denominarlo bloqueo, ansiedad, desazón, allí no vi mi futuro, no sabía dónde estaba, quizás el mareo hizo acopio de un humilde servidor, quizás la excusa atenuante perfecta a mis crímenes de guerra, no entendía lo que sucedía, ella me preguntaba «¿esta?» La respuesta pesa sobre mis hombros, ya fuese a la misma hora del día después, a la semana, veintidós jornales, un mes más tarde, dos, el semestre, un año, el lustro, me equivoqué.

—No lo sé. Haz lo que quieras.

Indignado conmigo, no me entendía, qué ocurrió, por qué. Salí de allí. La esperé. Me rebasó. La miraba, caminaba mucho más deprisa. Tardé en comprender que huía. Alcanzamos el paso de cebra, un semáforo nos escuchó, el único, fue el testigo de mi derrota.

—¿A dónde vas? —le pregunté.

—Me voy. Dijiste «cada uno por su lado» y eso haré.

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