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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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XII

Muy gozoso y satisfecho estaba D. Benigno Cordero con el suceso de su vuelta a la patria y al hogar querido, y resuelto a que el durase mucho el contento, hacía propósito firmísimo de no tornar a mezclarse en política, ni vestir uniforme, ni menos hacer heroicidades en Boteros ni en otro arco alguno. Verdad es que guardaba en su pecho cual tesoro riquísimo o como los restos queridos de una persona amada que se depositan en secreta urna, las mismas aficiones políticas a que debió su destierro. Eso sí: antes creyera que el sol salía de noche que dejar de ver en la libertad, en el progreso y en la soberanía del pueblo, la felicidad de las Naciones. Mas era preciso poner una losa sobre estas cosas y D. Benigno la puso.

– Desde hoy – dijo, – Benigno Cordero no es más que un comerciante de encajes. No adulará al absolutismo, no dirá una sola palabra en favor de suyo; pero no, ya no tocará más el pito constitucional ni la flauta de la milicia. A Segura llevan preso. Yo tengo ideas, sí, ideas firmes, pero tengo hijos. Es posible, es casi seguro que otros, que también tienen mis ideas, las hagan triunfar; pero mis hijos por nadie serán cuidados si se quedan sin padre. Atrás las doctrinas por ahora, y adelante los muchachos. Ahora silencio, paz, retraimiento absoluto… cabeza baja y pico cerrado… pero ¡ay! alma mía, allá recogida en ti misma y sin que te oigan los oídos de la propia carne en que estás encerrada, no ceses de gritar: «¡Viva, viva y mil veces viva la señora libertad!».

Los muchos amigos del ex-jefe de milicianos le felicitaban cordialmente, y sus parroquianos así como sus compañeros de comercio recibieron gran contento al verle. Como era tan generoso, y tenía un natural por demás expansivo, antejósele, ocho días después del de su vuelta, obsequiar a los amigos con un modesto banquete dedicado a grabar en la memoria de todos el fausto evento de su liberación; pero D.ª Robustiana, cuyo sentido práctico igualaba al peso de su cuerpo, le quitó de la cabeza la idea de aquella manifestación dispendiosa, arguyéndole así:

– Desgraciadamente no estamos para fiestas. Acuérdate del dinero que has gastado en congraciarte con esos pillos; que tiempo hay de dar banquetes. Mañana domingo, 28 de Agosto, haremos para la cena un extraordinario de poca monta, y convidaremos a Romo, al Sr. de Pipaón que también nos ha servido, y a Sola. Total: tres convidados. Basta, hombre, basta. Tiempo hay de echar la casa por la ventana, y no faltará un motivo para ello ni tampoco elementos, ¿me entiendes?… porque si siguen los frailes reponiendo la ropa del altar, no faltará venta de encaje blanco para todo el año que corre.

D. Benigno, como siempre, armonizó su opinión con la de su cara esposa, y a consecuencia de tan dulce avenencia, al día siguiente la cocina de los Corderos despedía inusitado aroma de ricas especias, el cual anunciaba a toda la vecindad la presencia de un extraordinario. A la hora de la cena resplandecía el comedor con la luz de dos quinqués, colocados en contrapuestos sitios, y alrededor de la mesa se sentaron el Sr. de Pipaón, Sola y los de Cordero, sin excluir los niños, que ocupaban un extremo junto a su hermana. El puesto más preeminente entre los de convite estaba vacío, lo cual causaba gran disgusto a D. Benigno.

– ¿Por qué no habrá venido Romo? – decía. – Es particular: no le hemos visto desde el día de mi llegada. ¿Estará enojado con nosotros?

Se esperó un rato; pero viendo que no parecía, dio principio el banquete. El digno anfitrión estaba intranquilo por aquella ausencia de su amigo, y a cada instante miraba a su esposa como para preguntarle qué opinaba ella de tan extraño caso. Ya D.ª Robustiana había dicho:

– Estará muy ocupado en la Comandancia de Voluntarios. Se le han mandado tres avisos al anochecer. Ustedes no saben bien la calma que gasta el Sr. de Romo. Otra noche le convidamos a cenar y se descolgó aquí a las diez de la noche.

La señora presidía majestuosamente la mesa y gobernaba con mucha destreza aquella maniobra de los banquetes antiguos, consistente en estar pasando platos de aquí para allí y de derecha a izquierda, como si los convidados en vez de reunirse para comer lo hicieran para jugar al juego de sopla y vivo de lo doy. Descollaba su hermoso busto por encima de la blanca mesa, a manera de un trono forrado en tela oscura sobre el cual colocaran su cabeza como provisionalmente y mientras parecía el cuello perdido. Con la estrechez del ajuste, los abundantes dones que en ella acumuló sin tasa Natura formaban un circuito de tanta extensión que una mosca (esto puede asegurarse y lo certificaron testigos oculares), una mosca, decimos, que salió de uno de los brazos para ir al otro pasando por delante, tardó no se sabe cuánto tiempo en dar la vuelta y llegar a su destino.

En el otro extremo de la mesa Primitivo y Segundo, que por ser día de fiesta vestían de padres provinciales de la orden dominica, estaban bajo la vigilancia de Soledad y Elena respectivamente, las cuales no podían probar bocado, entretenidas en enseñar a los frailescos ángeles el modo de comer; y mientras el uno se rociaba con sopa los hábitos, llevábase el otro la cuchara a los ojos, sin cesar de pedir, chillar y hacer comentos varios sobre cuanto desde la fuente a sus platos pasaba.

Pipaón, cuyo apetito parecía crecer a medida que había menos motivos aparentes para ello, amenizaba con sus chistes la comida. Estaba elegantísimo, como de costumbre, el ingenioso cortesano, ataviado con su calzón de punto blanco, su levita polonesa de mangas jamonadas, su corbata metálica destinada a anticipar la idea de la muerte en garrote, por si acaso algún día era el individuo condenado a ella. Revueltos los cabellos con artístico desorden, parecía su cabeza una escoba, en lo cual cumplía a maravilla con los preceptos de la moda corriente. ¡Oh! era aquel un señor muy bondadoso y sencillo, que lo mismo se sentaba a la mesa del rico que a la del pobre, con tal que en ellas hubiera buenos manjares que comer; y sin dar privadamente excesiva importancia a las ideas políticas, lo mismo fraternizaba con el negro que con el blanco, siempre que ni el uno ni el otro le estorbasen en su prodigioso medro. Menos alegre que su comensal a causa de la ausencia de Romo, D. Benigno conversaba con chispa y donaire, volviendo con graciosa movilidad el rostro hacia Pipaón, hacia su esposa y hacia la silla vacía donde se echaba de menos la torva figura del voluntario realista; y ¡cosa singular! aquella silla donde no se sentaba el hombre oscuro, tenía cierto aspecto lúgubre. Romo no estaba allí, y sin embargo parecía que estaba.

Esquivando entrar en el tema político a que la verbosidad importuna y mareante de Pipaón quería llevarle, D. Benigno dijo:

– Ya he manifestado cuál es mi propósito. Y qué, Sr. D. Juan, ¿cree usted que me será difícil cumplirlo? De ningún modo. Los que necesitan de la política para vivir, porque si no hay bullanga no comen, difícilmente aceptarán esta oscura vida privada que es mi delicia. Quite usted a los intrigantes la política y será como si les cortaran las manos a los rateros o los pies a las bailarinas. ¿Digo mal? Hoy con este partido, mañana con el otro, ello es que siempre se les ve a flote…

A D. Benigno se le cayó del tenedor un pedazo de calabacín que en él tenía, aguardando a que la boca callase para entrar. La causa de tan inesperado siniestro fue que D.ª Robustiana le estaba tocando el codo, primero suavemente y después con fuerza, para que su marido cayese en la cuenta de que estaba haciendo la sátira de Pipaón.

– Verdad es que no todos los que se ocupan de política son así – dijo el honrado comerciante pinchando de nuevo la hortaliza, – ya se comprende; pero ni a unos ni a otros quiero parecerme. La vida privada es hoy mi sueño de oro… No quiere decir que en lo íntimo de mi alma no exista siempre… pero dejemos esto. Puede uno llevar en su fuero interno el fardo que más le acomode, sin necesidad de ponerse una etiqueta en la frente… esto es claro como el agua. No hay necesidad de meter ruido. En la vida privada puede tener el buen ciudadano mil ocasiones de realizar fines patrióticos y de servir a la patria. ¿Cómo? Cumpliendo lealmente esa multitud de pequeños esfuerzos que en conjunto reclaman tanta energía como cualquier acto de heroísmo; así lo ha dicho Juan Jacobo Rous… tente lengüita. Dejemos a ese caballero en su casa, pues hay palabras que ahorcan… Yo me concreto a lo siguiente: vea usted mi plan, Sr. de Pipaón.

Antes que el plan de D. Benigno, merecía la atención de Bragas una lonja de ternera, cuyo especioso condimento bastaba a acreditar la ciencia culinaria de la señora de Cordero.

– Muy bien, Sr. D. Benigno – gruñó Pipaón engullendo. – Su plan de usted me parece muy bien asado… No, no, quiero decir que la ternera está muy bien asada y que su plan de usted es excelente, sabrosísimo, es decir, atinadísimo.

– Mi plan es el siguiente: Yo trabajo todo el día con excepción de los domingos; yo cumplo con los preceptos de Nuestra Santa Madre la Iglesia oyendo misa, confesando y comulgando como se me manda; yo cumplo asimismo mis obligaciones comerciales; yo no debo un cuarto a nadie; yo educo a mis hijos; yo pago mis contribuciones puntualmente; yo obedezco todas las leyes, decretos, bandos y órdenes de la autoridad; yo hago a los pobres la limosna que mi fortuna me permite; yo no hablo mal de nadie, ni siquiera del Gobierno; yo sirvo a los amigos en lo que puedo; yo no conspiro; yo celebro mucho que todos vivan bien y estén contentos; en suma, yo quiero ser la más ordenada, puntual y exacta clavija de esta gran máquina que se llama la patria, para que no dé por mi causa el más ligero tropezón… ¿Qué tal? ¿Me he explicado bien?

Conversación tan interesante hubo de interrumpirse porque uno de los chicos tuvo la ocurrencia de derramar sobre su hábito toda la salsa que había en el plato, mientras el otro barraqueaba como un ternero porque no le permitían comer con las manos. Calmada la agitación al otro extremo de la mesa, D. Benigno continuó:

 

– Siempre ha sido mi norma de conducta… Segundito, cuidado… ocupar el puesto que me señalaban las circunstancias. He sido y soy esclavo de mi deber… Primitivo, que te estoy mirando; ¿cómo se coge el tenedor?… Un día las circunstancias me dijeron: «es preciso que seas valiente» y fuí valiente. Heridas tengo que darán razón de ello. Hoy me dicen las circunstancias: «es preciso que seas pacífico» y pacífico soy… Niños ¿me enfado?… Mi conciencia está tranquila con tan juicioso plan de conducta; a mi conciencia obedezco y nada más.

En esto sonaron fuertes campanillazos en la puerta de la casa. D.ª Robustiana se sobresaltó.

– A buena hora viene ese señor… cuando ya estamos en los postres – dijo D. Benigno. – De seguro es Romo.

– No, no llama él de ese modo – observó la señora, poniendo atención para oír en el momento que la criada abría.

– Puede que sea Romo – indicó Pipaón dirigiendo sus dedos en persecución de una pera que rodaba por el mantel.

– Son dos señores, dos hombres – dijo la criada entrando en el comedor. – Preguntan por el amo.

– Allá voy – dijo Cordero levantándose.

– Que esperen – manifestó D.ª Robustiana con mal humor. – ¡Que siempre te has de levantar de la mesa…!

D. Benigno salió con la servilleta sujeta al cuello. En la sala encontró dos hombres desconocidos.

– Una luz, Reyes – gritó a la criada.

La claridad de la vela que trajo la moza permitió al honrado patriota distinguir bien las fisonomías. Creía reconocer aquellas caras. Ninguna de las dos despertaba grandes simpatías, y en cuanto a los cuerpos eran de lo más sospechoso que puede imaginarse.

– ¿Es usted D. Benigno Cordero? – le preguntó uno de ellos secamente.

– Para lo que ustedes gusten mandar. ¿Qué quieren ustedes?

– Que venga usted con nosotros.

– ¿A dónde?

– ¡Toma… a la cárcel! – exclamó el individuo esgrimiendo su bastoncillo y admirado de que no se hubiera comprendido el objeto de tan grata visita.

D. Benigno se quedó aturdido… Creía soñar… estaba lelo.

– ¡A la cárcel! – murmuró.

– Y pronto. Tenemos que hacer…

– A la cárcel… – dijo otra vez Cordero, como el delirante que repite un tema. – Yo… ¿por qué?… ¿yo…? ¿han dicho que a la cárcel…?

– Sí señor, a la cárcel… nosotros no tenemos que explicar… No somos jueces – graznó el polizonte con desenfado y altanería, consecuente con el tono general de los pillastres que se dedican a perseguir a la gente honrada.

– Aguarden ustedes un momento – dijo Cordero sin saber lo que decía. – Voy… Les diré a ustedes…

Dio varias vueltas, tropezó con una puerta. Parecía un hombre que ha perdido la cabeza y la está buscando. Sin propósito deliberado, fue al comedor, entró. Su esposa y su hija perdieron el color al ver su cara, que era la cara de un muerto.

– Son dos caballeros – murmuró Cordero con voz trémula. – Dos amigos… No hay que asustarse… Tengo que salir con ellos… Pipaón amigo, salga usted a ver qué es eso… mi sombrero, ¿en dónde está mi sombrero?

Dio una vuelta alrededor de la mesa y salió otra vez. Sin duda había perdido el juicio.

– Conque dicen ustedes que… ¡a la cárcel!… ¿y se podrá saber…?

– Si usted no viene pronto – dijo el polizonte con ira, – llamaremos a los voluntarios que están abajo.

El otro bribón había encendido un cigarro y fumaba mirando los cuadros de la sala.

– Pues vamos. Esto es una equivocación – dijo el comerciante recobrando un poco su entereza.

– ¿Pero su hija de usted no se presenta? – preguntó el primer esbirro.

– ¡Mi hija!

– ¡Sí señor, su hija! – exclamó el mismo abriendo las manos y mostrando en dos abanicos de carne sus diez dedos sucios, negros, nudosos y con las yemas amarillas por el uso del cigarro de papel.

– ¿Y para qué tiene que presentarse mi hija?

– ¿Pues qué?… ¿No le dije que su hija tiene que venir también a la cárcel?

– Usted no me ha dicho nada, y si me lo hubiera dicho, no lo habría creído – afirmó Cordero sintiendo que su corazón se oprimía.

– Vea usted este papel – dijo el funcionario mostrando un volante. – Benigno Cordero y su hija Elena Cordero.

– ¡Mi hija! – exclamó D. Benigno, lanzando un gemido de dolor. – ¿Pues qué ha hecho mi hija?

– ¡Eh! que suban los voluntarios. Así despacharemos pronto.

D. Benigno se había vuelto idiota. No se movía. Pipaón que había oído algo desde la puerta, se acercó diciendo:

– Esto ha de ser alguna equivocación de la Superintendencia.

Al verle los de la policía le hicieron una reverencia, como suele usarlas la infame adulación cuando quiere parecerse a la cortesía.

– ¿No es usted el que llaman Mala Mosca? ¿No me debe usted su destino? – preguntó Pipaón.

– Sí señor – repuso el infame mostrando tras los replegados labios una dentadura que parecía un muladar. – Soy el mismo, para servir al señor de Pipaón.

– A ver la orden.

Pipaón leyó a punto que entraban en la sala, sobrecogidas de terror, las tres mujeres y los dos frailecitos y la criada.

– Nada, nada, esto debe de ser un quid pro quo – dijo Bragas con disgusto evidente; – pero es preciso obedecer la orden. Desde este momento empezaré a dar los pasos convenientes…

Los de Cordero se miraron unos a otros. Se oía la respiración. En aquel instante de congoja y pavura, Elena fue la que tuvo más valor, y haciendo frente a la situación exclamó:

– ¿Yo también he de ir presa? Pues vamos. No tengo miedo.

– ¡Hija de mi alma! – gritó D.ª Robustiana abrazándola con furor. – No te separarás de mí. Si a los dos os llevan presos, yo voy también a la cárcel y me llevo a los niños.

– Con usted no va nada, señora – dijo el polizonte. – El señor mayor y la niña son los que han de ir… Conque andando.

Arrojose como una hiena la señora sobre aquel hombre, y de seguro lo habría pasado mal el funcionario de la Superintendencia si D.ª Robustiana, en el momento de clavar las manos en la verrugosa cara de su presa no hubiera quedado sin sentido, presa de un breve síncope. Acudieron todos a ella, y el policía gritó, poniéndose rojo y horrible:

– ¡Al demonio con la vieja!… Vamos al momento, o que suban los voluntarios. No podemos perder el tiempo con estos remilgos.

D. Benigno, cuyo espíritu estaba templado para hacer frente a las situaciones más terribles, elevose sobre aquella tribulación, como el sol sobre la bruma, e iluminando la lúgubre escena con un rayo de heroísmo que a todos les dejó absortos, gritó:

– Vamos, vamos a la cárcel. Ni mi hija ni yo temblamos. La inocencia no tiene miedo, cobardes sayones… Vamos a la cárcel, al patíbulo, a donde queráis, canallas, mil veces canallas… Yo había vuelto la espalda a la libertad, y la libertad me llama… ¡Allá voy, ideal divino; aquí estoy; adelante!… Vamos, miserables, abandono a mi esposa, a mis hijos. Todo se queda aquí… Tan miserables sois vosotros como Calomarde que os manda. Vamos a la cárcel, y ¡Viva la Constitución!

Salió bizarra y noblemente, lleno de entusiasmo y valor, rodeando con su brazo el cuello de Elena, que al heroico arrojo de su padre respondió diciendo también: – «¡Viva la Constitución!».

Al salir encargó a Soledad que cuidase de su madre y de sus hermanos. Algo más pensaba decir; pero los sayones no la dejaron. El compañero de Mala Mosca se quedó para registrar la vivienda.

XIII

Al día siguiente, después de las doce, entró Pipaón en la casa, muy agitado y sudoroso, como hombre que ha subido en pocas horas todas las escaleras de las oficinas de Madrid. Halló a D.ª Robustiana en lamentable estado. Yacía la atribulada señora en cama, y desde la noche anterior, lejos de calmarse sus ataques nerviosos, se habían exacerbado a causa de la inquebrantable resistencia a tomar alimento. Cuando Pipaón entró, no podía dar un paso en la estancia, porque estaba casi a oscuras con objeto de que la luz no molestase a la señora; mas por los suspiros que oía se fue guiando hasta que dio con el lecho y pudo distinguir a Solita, sentada junto a este sin apartar la atención ni un punto de su infeliz amiga.

El ilustre cortesano de 1815 se sentó, cuidando de exhalar también un gran suspiro para que no se dudase de la autenticidad de su pena, y después de enterarse con mucha solicitud del estado de la paciente, dijo así:

– Señora, he visto a Chaperón.

D.ª Robustiana contestó con un quejido lastimero.

– Señora – añadió Bragas, – he visto a Aymerich, jefe de los voluntarios realistas.

Respondiole otro quejido seguido de sollozos.

– Señora, he visto a Ugarte, a Cea Bermúdez, a varios individuos de la Junta Secreta de Estado, a dos individuos de la Comisión Militar.

No obtuvo respuesta.

– Señora, he visto a Calomarde, he hablado con él: estaba almorzando, me hizo pasar, le dije lo que ocurría, contestome que viese a D. José Manuel de Arjona. También es amigo mío: hemos hablado largamente. Voy a enterar a usted con toda claridad de la verdadera situación en que estamos, situación grave, señora, ¿a qué ocultarlo? pero no desesperada. Yo creo que se deben pintar los sucesos tales cuales son, porque de nada valdría desfigurarlos, ¿estamos en eso? Pues bien: juzgue usted por sí misma.

D.ª Robustiana parecía hallarse en estado de no poder juzgar nada por sí misma; pero el impávido Pipaón habló así:

– Ya sabrá usted que ha habido audaces tentativas revolucionarias en Tarifa, Almería y otros pueblos de la costa del Mediodía. Esos tunantes salieron de Gibraltar. El desembarco les salió mal. Gracias a la vigilancia de las autoridades, tan grande iniquidad quedó frustrada. De hoy a mañana, señora, serán fusilados en Tarifa trescientos de esos pillos.

Pipaón notó que el lecho se estremecía.

– Ya sabrá usted – añadió, – que por el Decreto del 20 se condena a muerte a todos los que por cualquier medio pretendan restablecer el sistema representativo. Aquí será fusilado Gregorio Iglesias, un chicuelo de 18 años que intentó unirse a los revolucionarios del Mediodía. También parece que hoy ha sido condenado a muerte otro jovenzuelo, Tomás Franco, por haber proferido expresiones contra la vida de Su Majestad… En La Coruña ha sido preciso sentar la mano. Muchos de los sentenciados a la última pena han sido ejecutados ya; otros se han suicidado con opio o abriéndose las venas… En fin, señora, esto es muy triste, pero usted comprenderá que el Gobierno, viéndose acosado por esos infames demagogos negros sedientos de desorden, necesita mostrarse riguroso, pero muy riguroso… Yo pregunto a todas las personas imparciales y juiciosas: «¿En vista de lo que pasa, puede el Gobierno ser benigno?».

El discreto amigo no recibió contestación ni de la enferma, ni de Soledad, pero lo mismo que si la recibiera, prosiguió diciendo:

– Exactamente: no puede ser benigno. Los frailes, los obispos, todos los absolutistas de temple incitan al Gobierno a extirpar la negrería; los voluntarios realistas que son más levantiscos e indomables que la malhadada Milicia Nacional de marras, amenazan con sublevarse si no se les da todos los días sangre de liberales, horcas y más horcas. ¿Y qué se ha de hacer? Sobre ellos, sobre esa base poderosa se asienta el edificio del absolutismo y ¡ay de todo esto el día en que los voluntarios de la fe pasen del descontento a la sedición y de las palabras a los hechos! Por lo dicho, comprenderá usted que en la situación actual, cuando alguno, aunque sea inocente, tiene la desgracia de caer en la cárcel, no es fácil sacarle de ella a dos tirones…

D.ª Robustiana exhaló la mitad de su alma en un gemido.

– No quiere esto decir que D. Benigno y su niña no puedan salir – añadió Bragas; – saldrán, sí señora, saldrán con la ayuda de Dios. Pero es difícil, sumamente difícil, ¿por qué he de decir otra cosa? ¿Por qué he de engañar a usted con ilusiones que luego serían amargos desengaños? Ahora examinemos el delito de nuestros queridos presos.

Al oír esto, estremeciose otra vez el lecho, y oyéronse sílabas torpemente articuladas.

– El Sr. D. Benigno y su hija han sido delatados, no se sabe por quién ni es fácil saberlo. Por más que yo he tratado de averiguarlo, no me ha sido posible. Acúsanles de… pero vamos por partes, para mayor claridad. Parece que Elenita tiene un novio llamado Ángel Seudoquis…

– ¡Es mentira, es una infame impostura! – exclamó D.ª Robustiana, sobreponiéndose a su estado nervioso. – Mi hija no tiene novio.

– Ángel Seudoquis – prosiguió Pipaón, dando poca importancia a la negativa de la enferma, – hermano de D. Rafael Seudoquis, militar sin purificar, degradado y aun creo que condenado a muerte por varios horrorosos crímenes de Estado. Según consta en la delación, Rafael Seudoquis, que ha venido de Inglaterra con órdenes de los revolucionarios para hacer una tentativa, se valió de su hermano Ángel, novio de la niña, para ponerse en comunicación con D. Benigno, el cual parecía tener encargo de ayudarle…

 

– ¡Qué horrible maquinación! ¡Qué tejido de infames mentiras! – murmuró D.ª Robustiana ahogando los sollozos. – Sola, tú que nos conoces y sabes quién entra y sale en nuestra casa, ¿no te horrorizas de oír tales calumnias?

Soledad no contestó nada. Tenía un nudo en la garganta.

En la delación consta también – prosiguió el amigo de la casa, – que Rafael Seudoquis entró dos veces seguidas disfrazado… grandes barbas, aspecto fiero… yo no le conozco. Ello es que le vieron entrar. Guardábale el bulto su hermano, paseando en la calle. Consta que Elena recibía de él papeles que luego entregaba a D. Benigno, y constan otras estupendas cosas que no recuerdo en este momento.

– Consta que los jueces y delatores son un enjambre de miserables bandidos – afirmó doña Robustiana con ira, incorporándose. – Sola, ¡por Dios santo! tú que nos conoces, di a ese hombre que se engaña, porque también él, con ser nuestro amigo, parece dar crédito a tales patrañas.

– Yo ni afirmo ni niego… poco a poco – manifestó Pipaón, conservándose en aquel saludable justo medio que le había llevado a considerables alturas burocráticas. – El Sr. D. Benigno y su hija pueden ser inocentes y pueden no serlo: de un modo o de otro es el Sr. Cordero un excelente amigo, a quien debo servir y serviré con todas mis fuerzas.

Levantose. La enferma, acometida por una convulsión, desplomose sobre las almohadas.

– Ánimo, señora – dijo con la frialdad del médico que pone recetas en el momento de la muerte. – Usted me conoce y sabe que haré cuanto de mí dependa. El caso es grave, gravísimo: ignoro hasta dónde puede llegar mi influencia; pero hay que confiar en Dios, que hace milagros, que los ha hecho algún día, que los volverá a hacer, señora, si es preciso. Dios ampara a los buenos.

Emitida esta máxima, se llevó el pañuelo a los ojos, como si quisiera limpiar la humedad de una lágrima auténtica, y después de echar un suspirillo mal sacado, salió de la alcoba, dejando a las dos mujeres más atribuladas de lo que estaban antes de su aparición.

Muy avanzada la noche, cuando la enferma, vencida por la fatiga, pudo hallar en un ligero sueño alivio a las penas de su alma, Sola subió a su casa. Ordinariamente subía la escalera en veloces saltos, cual pájaro que vuela a su nido; aquella noche la subió lentamente, con tanto trabajo como si cada escalón fuese una montaña. No apartaba los ojos del suelo, y su rostro estaba lívido. Sin duda veía dentro de sí misma espectros que la horrorizaban.

¿Qué tienes, niña mía? – le preguntó Sarmiento, que había salido a abrirle. – ¡Cuánto tiempo sin verte!… Esa pobre gente estará muy afligida. Y gracias que tienen un ángel como tú para que les acompañe.

La huérfana no contestó nada. La voz de D. Patricio parecía no ser para ella más interesante ni más expresiva que el áspero chirrido de los goznes de la puerta.

– ¿Qué tienes? ¿en qué piensas? – dijo el anciano sentándose junto a ella. – Tú tienes algo.

Después de una pausa en que silenciosamente la contempló, dijo con la más viva amargura:

– ¡Ya comprendo, pobre de mí! Ha llegado el momento de separarte de tu viejo, de meterme en un hospicio y de marcharte para Inglaterra. Como me has tomado algún cariño, esta separación no puede menos de afligirte.

– Ya no me voy para Inglaterra – murmuró Sola con una seriedad sepulcral que desconcertó más a Sarmiento.

– Pues entonces… eso que me has dicho me causa muchísima alegría, hija de mi corazón. ¿Conque no te vas? ¡Qué sabrosas nuevas has traído esta noche a tu viejecito! Dame un abrazo.

Al caer en los brazos del vagabundo, y cuando este la estrechaba con amante ardor en ellos, Sola gimió dolorosamente y se echó a llorar, diciendo:

– ¡Ay, abuelo!… ¡qué desgraciada es tu niña!… Más le valdría no haber nacido.