La austeridad y la 4T

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Sari: Pùblica Social #48
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Esta edición de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la UAM-Xochimilco, fue dictaminada por pares académicos expertos en el tema.

Edición ePub noviembre de 2021

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Hecho en México

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Contenido

La austeridad republicana como política de gobierno

Jaime Muñoz Flores y Carlos Antonio Rozo Bernal

Impacto de la política de austeridad sobre la estrategia de combate a la pobreza

Edgar Ramírez Medina

La austeridad de la 4T frente a la globalización neoliberal

Carlos Antonio Rozo Bernal

Sostenibilidad, presupuesto público y transferencias federales. La peligrosa decisión contemporánea de la política económica del gobierno mexicano

Roberto M. Constantino Toto

Efectos colaterales de la austeridad republicana sobre la salud pública en México

Laura Valencia Escamilla y Armando Valle Yahutentzi

La austeridad en el sector energético: el caso de la industria eléctrica

Jaime Muñoz Flores y Paola Briones Molina

Glosario de siglas y acrónimos

Semblanza de los coordinadores

La austeridad republicana como política de gobierno

Jaime Muñoz Flores y Carlos Antonio Rozo Bernal

La estrepitosa caída hasta cero del crecimiento económico durante el primer año del actual sexenio colocó a México en la larga lista de experiencias de gobierno que han hecho evidente que la política de austeridad es una propuesta equivocada. Desde la década de 1980, el gasto público en México ha sido insuficiente, especialmente en los rubros de desarrollo social e infraestructura. El gasto público total pasó de 34.7% del Producto Interno Bruto (PIB) en 1982, a 19.6% para el año 2000, con una ligera recuperación hasta llegar aproximadamente a 27% en años recientes. Así, el argumento de que el recorte al gasto público impulsa el desarrollo ha mostrado ser falaz, al igual que lo es el plantear que las desigualdades sociales se resuelven con más crédito por medio de la inclusión financiera. Desde que se abrió la economía mexicana a la dinámica de la globalización, estas políticas han agravado el problema del bajo crecimiento y de la desigualdad. Como argumenta Blyth:

La austeridad es una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público. Todo enfocado en una meta: lograr la recuperación de los índices de competitividad. Algo, cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del Estado y la disminución de la deuda y el déficit (Blyth, 2013).

La austeridad puede contribuir a un mayor control de la inflación al reducir la demanda agregada, pero el control de la inflación en condiciones recesivas no es un éxito que merezca el reconocimiento público.

A través de sus diversos artículos, la pretensión de este libro es mostrar que la austeridad no ha funcionado para el fomento del desarrollo y la sustentabilidad. Menos podrá hacerlo en las condiciones pospandemia que afronta el mundo. Recurrimos al planteamiento keynesiano de que la demanda es el factor determinante de la actividad económica, por lo que en tiempos de crisis expandir el gasto público es más provechoso que recortarlo. Por esta razón, Keynes advertía que no hay que confundir la necesidad de reformas estructurales –como el combate a la evasión de impuestos y cambios en la edad de jubilación de los trabajadores– con políticas de austeridad, ya que ésta no es la forma más efectiva para reducir la deuda pública y fortalecer la soberanía. En el presente artículo introductorio se pretende ubicar el concepto de austeridad dentro de la literatura económica, de manera que quede clara la orientación sobre la que se sustentan las políticas económica y social de la presente administración pública. A la vez, el recuento facilitará la comprensión de los diferentes artículos que se presentan en este volumen y de los cuales se hace un resumen en la parte final.

Tendencias recientes de la economía mexicana

La economía mexicana padeció en el segundo trimestre de 2020 la mayor contracción trimestral desde que inició su exposición a la globalización. El PIB retrocedió 17.3%, cuando en el primer trimestre ya había retrocedido 1.2%. Este trágico resultado fue en parte causado por el enfoque de pasividad relativa de la política económica del gobierno federal para enfrentar la pandemia del coronavirus. Con este enfoque se truncó la actividad laboral de 22 600 000 personas y se eliminaron más de 1 100 000 empleos formales. El crédito al consumo desapareció como factor determinante del impulso económico que se tenía hasta antes de la pandemia. Particularmente grave fue la situación desde abril de 2020, cuando la variación anual real del saldo en cartera de crédito al consumo fue 1.9% negativa, luego de que venía en descenso desde septiembre de 2019. Nuevamente México experimentó un vuelco a la seguridad como lo apuntan los registros del Banco de México, cuando entre abril y junio de 2020 la inversión directa de México hacia el extranjero sumó 5 029 000 000 de dólares, lo que implicó un incremento anual de 316%, su mayor monto para un período similar desde 2012. En dicho trimestre destacó la inversión por 960 000 000 de dólares de Inversora Carso, con la que adquirió el 15.4% de participación adicional en Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), conglomerado español involucrado en actividades de construcción y sobresalió la adquisición por parte de Cinépolis del 6.1% de la compañía estadounidense Cinemark, transacción que se estima en más de 100 000 000 de dólares.

La crisis económica requería de políticas activas para enfrentar la pandemia con programas de apoyo laboral como de rentas básicas universales o coberturas de desempleo; invertir en infraestructura con rendimientos sociales y mayor apoyo al sector privado para desarrollar tecnologías que protegieran la salud y el bienestar de la población. Esta orientación requería de un cambio radical en el papel de la política económica contemporánea hacia una mayor intervención del Estado sobre la economía y sobre los mercados financieros que borrara lo ocurrido en la década de 1970 cuando el keynesianismo fue suplantado por la austeridad monetarista friedmaniana.

 

Por el contrario, se optó por ahondar en la austeridad sin movilizar al Banco Central, como lo han hecho los gobiernos con enfoques activos, para que dicha institución actuara como impulsor de mercados en un contexto de inflación a la baja que limita el impacto que puede tener la deuda gubernamental por el bajo costo de su servicio. No se puede minimizar el hecho que el problema básico del momento es la contracción en la demanda agregada por el deterioro en el balance de las empresas y de los hogares, lo cual hace que unos y otros sean más precavidos a la hora de gastar. Como la demanda tardará años en recuperarse, la inflación permanecerá bajo control.

La pandemia ha apuntalado a la desigualdad como un factor que genera vulnerabilidad en el sistema al dejar en la indefensión a los más pobres, lo que requiere de políticas que incentiven la inversión, resuelvan el problema de baja recaudación fiscal, reduzcan el alto grado de informalidad de la economía y mejoren los sistemas de salud, cuya debilidad se hizo evidente con la pandemia. Se perfila así la necesidad de un nuevo papel de la política pública, como viene ocurriendo en los países más exitosos en la lucha contra la pandemia, que no desaparecerá con el regreso a la normalidad.

En este contexto, la idea de la austeridad fiscal puede tener sentido cuando implica el uso de políticas de reducción de los presupuestos disponibles al Estado para impulsar la actividad económica privada que acelere el ritmo y la promoción del crecimiento. Este tipo de políticas se orientan a limitar y reducir los excesos en el gasto público y, en consecuencia, facilitar al Estado que cumpla con las obligaciones de deuda a fin de no perder la confianza de los mercados en la solvencia del Estado y que podría llevar a un incremento significativo del servicio de la deuda por aumentos en las tasas de interés sobre la deuda pública. Al reducir el gasto, se reduce el déficit fiscal lo que genera condiciones para crecer y crear empleos.

Sin embargo, no se puede atender la deuda pública y, simultáneamente, incrementar el gasto público. No se puede gastar sin límite para promover la prosperidad cuando se inicia desde una condición de endeudamiento. Por lo cual es equivocado argumentar que se pueden saldar deudas públicas contrayendo más endeudamiento cuando en realidad lo que ha ocurrido es un abuso del crédito por el sector privado y no un exceso de gasto público. Por el contrario, la idea de que se ha gastado en exceso y que el recorte de este gasto facilita el crecimiento es un peligroso argumento neoliberal, al igual que lo es el que las desigualdades se resuelven con más crédito por medio de la inclusión financiera. Estos argumentos han agravado el problema del bajo crecimiento y de la desigualdad que estuvo implícita en la iniciativa de acabar con el Estado de Bienestar para lograr un mayor crecimiento. Vale aquí insistir en el argumento de Blyth:

La austeridad es una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público –todo enfocado a una meta: la de lograr la recuperación de los índices de competitividad, algo cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del Estado y la disminución de la deuda y el déficit (2013).

A lo que contribuye la austeridad es, entonces, a un mayor control de la inflación al reducir la demanda agregada pero el control de la inflación en condiciones recesivas no es un éxito que merezca el reconocimiento público. La austeridad no funciona si no se logra la reducción de la deuda ni el fomento del crecimiento económico. Lo que resulta es que las obligaciones de un gobierno en apuro financiero incrementan el riesgo por el incremento de los intereses que se cobran, ya que los bancos que los adquieren se encuentran en una situación de mayor riesgo. En el fondo de una crisis de deuda soberana lo que se tiene es una crisis bancaria que es el resultado, no la causa del problema.

Estas posiciones políticas de Keynes provienen de su consideración de que la demanda es el factor determinante de la actividad económica, por lo que en tiempos de crisis expandir el gasto público es más provechoso que recortarlo. El propósito fundamental es mantener la actividad económica para evitar condiciones de desempleo. La austeridad del gasto público aumenta la falta de los ingresos del sector privado que los mercados requieren para funcionar lo que genera aún mayor desempleo. Por esta razón Keynes advertía que no hay que confundir la necesidad de reformas estructurales, como la eliminación de evasión de impuestos y cambios en la edad de jubilación de los trabajadores, con políticas de austeridad. El factor a resaltar es que la austeridad no es la forma más efectiva para reducir la deuda pública rápidamente.

En su Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, Keynes plantea que la demanda es básica como un factor que determina la actividad económica y el empleo mientras que lo que ocurre cuando se recorta el gasto público va en dirección de una insuficiencia del ingreso privado y las demandas del mercado, llevando a poner más personas en el desempleo. López Obrador, en este sentido, actúa como neoliberal en finanzas públicas. El problema es que para el presidente la austeridad parece constituir un imperativo moral y no una solución económica, lo cual lleva a acciones que en lugar de impulsar el empleo tienden a reducirlo, ya que la caída de la demanda lo que produce es desempleo. Se tergiversa de esta manera todo el planteamiento de Keynes, al cual el presidente recurre para defender sus posiciones.

La austeridad históricamente

A lo largo de la historia, el concepto económico de austeridad se ha relacionado con el tipo de medidas que los gobiernos instrumentan con la finalidad de mantener bajo cauce el gasto público. Los límites de dicho gasto son determinados principalmente con base en la captación de recursos fiscales. Cuando las acciones de política pública se restringen a fin de preservar el balance entre ingresos y gastos, se habla de un Estado austero. Las limitaciones del Estado austero guardan el propósito ulterior de mantener acotado el monto de la deuda soberana. La cota de la deuda suele ser marcada por los organismos financieros acreedores y/o agencias calificadoras, tomando como referencia el valor de la producción total de la economía. Mediante la limitación del gasto público, principalmente, un Estado austero controla la relación entre el valor de su deuda y el de su producción.

En principio, el hecho de que la deuda soberana sea observada bajo control reduce la incertidumbre entre los acreedores financieros, empresarios, ahorradores, así como potenciales inversionistas. La constitución de un entorno financiero favorable, a su vez, garantiza que las tasas de interés sobre la deuda soberana permanezcan estables, así como el acceso franco a futuros financiamientos.

Por el contrario, cuando un Estado excede sus límites de gasto, la deuda soberana se convierte en un factor de incertidumbre. Ésta se traduce en volatilidad de tipo de cambio, fuga de capitales, incremento de los intereses de la deuda, encarecimiento y escasez de crédito, cancelación de contratos e inversiones, y, eventualmente, contracciones de la producción, el consumo y el empleo, entre otros efectos económicos adversos.

Por ser un concepto que desde sus orígenes se ha mantenido difuso, resulta difícil ubicar con precisión la genealogía de la austeridad. No obstante, mediante asociación con otros conceptos económicos, el origen puede ubicarse en el siglo XVII, coetáneo a los precursores del pensamiento liberal. En su segundo Tratado sobre el gobierno (1689), John Locke pone marcado énfasis a la importancia de imponer límites al Estado en favor de lo que denomina el orden natural. Casi un siglo más tarde, en su magna obra Una investigación sobre el origen y causa de la riqueza de las naciones, Adam Smith plantea la necesidad de que los Estados nacionales definan límites propios, que permitan el adecuado despliegue de las fuerzas libres del mercado.

La noción de austeridad emerge desde su origen acompañada de significativas contradicciones. En las sociedades europeas de los siglos XVII y XVIII, caracterizadas por enormes desigualdades entre la población y permanentes tensiones sociales, la pretensión de procurar un “orden” que garantizara condiciones idóneas para la expansión del capital y el crecimiento económico, demandaba necesariamente la presencia de un Estado fuerte. Un Estado que, según los liberales, debía al mismo tiempo mantenerse reducido; con bajos costos de operación y limitada participación en los procesos productivos, a fin de que se preservaran los espacios requeridos para el despliegue de los agentes económicos privados. Bajo tales condiciones, en la búsqueda del beneficio propio los agentes privados conducirían a la sociedad hacia un estado de bien común. Lo anterior, guiados por la fuerza de una mano invisible.

Naturalmente, las bondades de limitar la intervención del Estado en la economía pronto se convirtieron en tema de debate. Como rescoldo de un intenso intercambio epistolar con su contemporáneo Thomas Malthus acerca del destino de la tenencia de la tierra, David Ricardo concedió relevancia por primera vez a la función del “soberano” para “destinar adecuadamente los ingresos excedentes al gasto público” (Porta, 1992).

Sin embargo, es hasta un siglo más tarde, con la gran recesión iniciada en el año 1929, que se reconocería a nivel mundial la centralidad del Estado para la contención de las crisis económicas y la reactivación de la economía. En este reconocimiento, John Maynard Keynes fue sin duda el actor principal. En el Reino Unido primero y, más tarde, alrededor de todo el mundo, las ideas keynesianas convencieron a las más altas esferas de gobierno. De acuerdo con los planteamientos de Keynes, aun a costa de un mayor endeudamiento estatal, en tiempos difíciles la inversión pública para desarrollo de infraestructura y el estímulo a la demanda de bienes y servicios conducirían a la economía hacia su recuperación.

Potenciado por la eficaz estrategia para el estímulo a la economía encabezada por Franklin D. Roosevelt, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial la política de intervención estatal para la reactivación de la economía logró consolidarse. La visión de Keynes tomó uno de los principales sitios entre los fundamentos teóricos para el diseño de política económica. Las economías del mundo, inmersas todas en profundas crisis, no debían reaccionar ante la recesión restringiendo el gasto público. Contra lo intuitivo, la crisis económica era el peor momento para impulsar medidas de austeridad. “Keynes was right: the boom, not the slump, is the right time for austerity” (Krugman, 2011).

Por encima de los costos del incremento en la deuda pública, la expansión del gasto Estatal probó ser la medida más adecuada para llevar a la sociedad hacia la senda del desarrollo. Este éxito produjo que la escuela keynesiana se constituyera como principal contracorriente al enfoque de austeridad, que prescribía la restricción del gasto público especialmente en épocas de crisis económica (Davenport-Hines, 2010).

A pesar de que Keynes distinguía al control de la tasa de interés como instrumento principal para orientar el curso de la economía, reconoció su insuficiencia para lograr la recuperación de la demanda en puntos bajos del ciclo económico. El argumento era que en circunstancias de recesión el Estado debía reforzar el impulso a la economía mediante una política fiscal activa, sin importar que ello lo obligara a recurrir a mayores niveles de endeudamiento. Finalmente, el crecimiento económico sostenido generaría un incremento en la captación fiscal y, a la postre, la disminución relativa de la deuda.

De corte decididamente keynesiano, las medidas económicas emprendidas por los países industrializados durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial lograron enorme eficacia. No obstante, al arribar la década de los años setenta, sobrevino un período de estancamiento generalizado de la economía en un contexto de creciente inflación. Esta condición de estancamiento con inflación dio lugar a una andanada de cuestionamientos sobre los alcances de la teoría keynesiana, así como sus implicaciones en términos de política económica.

La visión liberal retomó el auge. La asombrosa capacidad de Milton Friedman para, primero, captar la atención del mundo académico y, posteriormente, la de la clase política, propició una aceptación generalizada de que la cantidad de dinero presente en la economía constituía el principal eje rector, por encima de la tasa de interés y del gasto estatal. La estanflación se aducía como prueba de falibilidad de las medidas keynesianas, pues persistió durante prácticamente toda la década de los años setenta. Durante ese tiempo, a pesar de la intensificación del manejo de la tasa de interés y expansión del gasto público, no se logró reactivar el crecimiento de la economía.

 

Por su parte, las nuevas propuestas y “fresca visión” de Milton Friedman confluían para revitalizar la corriente encabezada por Friedrich Von Hayek, añejo teórico y activista en favor del liberalismo de los mercados. Promovida fuertemente por los sectores de derecha al interior de los gobiernos del Reino Unido y Estados Unidos, la profunda penetración que lograron las ideas de Hayek y Friedman fue clave para que el neoliberalismo económico se extendiera rápidamente por todas las latitudes.

La crisis inflacionaria de inicios de la década de 1970, asistida por el aumento de los precios del petróleo, generó consecuencias en los niveles de deuda pública, principalmente de los países emergentes. La política de sustitución de importaciones que habían adoptado dichos países estaba operando demasiado lentamente, sin lograr una maduración que activara las esperadas industrialización y competitividad locales. La necesidad de importar productos prevalecía, pero combinada ahora con mayores dificultades para exportar. El crecimiento de las deudas soberanas derivadas de dicho desbalance puso en una situación muy vulnerable a las economías emergentes. La recurrencia a mayores créditos alcanzaba sólo para cumplir con el pago de los intereses de las acrecentadas deudas. Esto sentó las bases para que los acreedores financieros impusieran como condición para préstamos adicionales su participación en el diseño de la política económica local. A título del Consenso de Washington, se estableció entonces un conjunto de ejes de acción que no hacía sino apuntalar el enfoque liberal de política económica.

Los elementos fundamentales de dicha serie de medidas constituyen la base de lo que hoy se reconoce como política económica neoliberal (Rodrik, 2018). A saber: a) disciplina fiscal; b) reducción de la tasa marginal de impuestos; c) liberalización de la tasa de interés, del comercio internacional, del tipo de cambio y del flujo de capitales; d) privatización de servicios públicos, y e) autonomía del banco central. En suma, reducción de la presencia del Estado en la economía y la procuración de la estabilidad macroeconómica necesaria para el despegue del crecimiento.

La gran fuerza ideológica con la que se instauró, aunada a los enormes beneficios que reportaba a los grandes capitales, fueron factores determinantes para que dicho régimen se consolidara como dominante de la escena mundial. Tal condición prevalece hasta nuestros días.

No obstante, el tiempo ha demostrado que la adopción del neoliberalismo económico no conduce al prometido crecimiento sostenido. En cambio, al cabo de más de tres décadas de operación, la crisis de endeudamientos públicos se ha profundizado, acompañada por sustanciales crecimientos de las desigualdades.

La gran recesión de 2008 y el reforzamiento del régimen de austeridad

A pesar del exiguo crecimiento y creciente desigualdad que genera, el neoliberalismo ha logrado sortear las complejas pruebas a las que ha sido sometido. Hasta antes de la pandemia, la gran crisis económica de 2008 había sido, indudablemente, la más desafiante de la historia moderna. ¿Fue realmente dicha crisis producto de un brote especulativo en el mercado inmobiliario estadounidense? ¿Fueron la corrupción de las agencias calificadoras y la intermediación desregulada en los mercados de derivados la causa? O, ¿fueron vulnerabilidades sistémicas inherentes al sistema económico imperante las verdaderas causas de la peor debacle financiera de la historia?

La crisis de 2008 se extendió por todo el mundo tan rápidamente que en los meses posteriores a su estallamiento no pocos especialistas auguraron la inminente caída del sistema capitalista, al menos en sus términos conocidos. Sin embargo, el neoliberalismo económico, eje fundamental de dicho sistema, mostró asombrosa resiliencia. A pesar de la gravedad de los daños al sector financiero, punto de origen de la crisis, los mercados se recuperaron en un tiempo extraordinariamente corto como se aprecia en la Gráfica 1.


Un fenómeno análogo ocurrió con la tasa de ganancia del capital. Lejos de verse afectada, ésta última se incrementó sustancialmente con relación a los niveles registrados a inicios de los años setenta, particularmente en regiones poco desarrolladas como América Latina (Gráfica 2).


Una vez recuperados los capitales, los saldos de la gran crisis se fueron centrando progresivamente en el fenómeno de desaceleración económica mundial. A fin de sostener el gasto público y paliar mediante éste la caída de la producción de bienes y servicios, la mayoría de las economías del mundo había recurrido a sustanciales incrementos de sus deudas soberanas. Inclusive las cunas del neoliberalismo, Estados Unidos y Reino Unido, se habían visto forzados a reconocer en la intervención del Estado la única medida con fuerza suficiente para recuperar la economía. Las gigantescas deudas que produjo la crisis a los bancos privados más grandes del mundo fueron asumidas por los gobiernos de sus respectivos países de origen y transformadas en deuda pública. Intervenciones estatales de corte claramente keynesiano al rescate del modelo neoliberal.

Cabe aquí un paréntesis para destacar que el crecimiento económico acelerado ha sido siempre un objetivo que apremia en mayor medida a los países con altos niveles de pobreza y altas tasas de expansión poblacional, en comparación con aquéllos que gozan de economías consolidadas y equilibrio demográfico. Debido a ello, las principales preocupaciones poscrisis de los grandes capitales, ya recuperados, no se centraban en el exiguo crecimiento de la producción mundial. En cambio, los acrecentados niveles de endeudamiento público estaban generando gran preocupación en las esferas financieras.

Los riesgos de moratoria de buena parte de las economías soberanas aumentaban la incertidumbre de los poseedores del capital y la fragilidad del sistema financiero. Este último, centro neurálgico del modelo económico, había probado ser el punto de mayor vulnerabilidad. Así, del seno de los organismos financieros internacionales surgió una iniciativa para reorientar la estrategia de estabilización económica. Como clave fundamental, esta reorientación sería acompañada de un cambio en la narrativa sobre la etiología de la gran crisis. A partir de un intensivo uso de medios de comunicación, instancias oficiales, así como discursos y pronunciamientos en foros internacionales, entre otras acciones, los organismos e instituciones más influyentes del sistema financiero se dieron a la tarea de “explicar” los problemas de la economía mundial en función del exacerbado nivel que habían alcanzado las deudas públicas.

Si se lograba colocar en el imaginario colectivo que los riesgos de la estabilidad económica no eran consecuencia de las vulnerabilidades del sistema financiero, mismo que “experimentaba alzas y bajas, por ser ésa su naturaleza”, sino por los endeudamientos desbordados de las economías nacionales, tendría que aceptarse como medida conducente la imposición de estrictos límites a las deudas públicas, así como la instrumentación de medidas por parte de los gobiernos para racionalizar al máximo su gasto.

Impulsada por los grandes poseedores y administradores de capital, esta sagaz estrategia logró su cometido. Pronto se pudo desplazar la atención sobre los orígenes y consecuencias de la gran crisis, del sector financiero hacia la clase política. Tocaría ahora a políticos y gobernantes asumir la responsabilidad de diseñar y ejecutar las medidas necesarias para reducir las deudas soberanas.

La fórmula dictada por los organismos financieros internacionales con el objetivo de que se recuperaran niveles “adecuados” de endeudamiento público era relativamente simple: los gobiernos, en especial de las economías emergentes, debían intensificar las medidas existentes e instrumentar nuevas medidas de control del gasto público. Ello “imponía la necesidad” de instaurar los regímenes de austeridad que prevalecen hasta la fecha.

Las diferencias entre las economías dominantes y las dependientes, reforzadas por la constante transferencia de riqueza de las segundas hacia las primeras, hace que la austeridad tenga impactos sustancialmente diferenciados. El alto ingreso promedio de la población de las economías desarrolladas permite que la imposición de medidas de austeridad tenga atenuado impacto en la sociedad. Medidas como la restricción de los servicios públicos no siempre implican afectaciones críticas para los ciudadanos de los países desarrollados. La capacidad adquisitiva de la población de estos países les permite acceder a servicios privados de salud, educación, cultura, esparcimiento e inclusive seguridad.