Loe raamatut: «Mientras me carcome»

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MIENTRAS ME CARCOME

Carlos Jiménez Cuesta

MIENTRAS ME CARCOME


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© Carlos Jiménez Cuesta (2021)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 — 2º

15007 A Coruña

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ISBN 978-84-18377-98-3

Diseño de cubierta: © Distrito 93/ Yésica López

Fotografía de cubierta: © AdobeStock/grandfailure

Diseño y maquetación: © Distrito 93

OBRA GANADORA DEL

III CERTAMEN MALAS ARTES

DE NOVELA JUVENIL Y DE FANTASÍA

A un primo que apenas conocí

CAPÍTULO 1

En esta ocasión será diferente. El rival es cobarde, traicionero y tramposo. Puedes combatir con deportividad, elegancia y fortaleza, pero nada te asegura vencer. No contra eso. No contra el cáncer.

En realidad, es probable morir antes por muchas otras cosas. Aun así, estamos hartos de escuchar cómo la enfermedad echa sus raíces en nuestros conocidos: un amigo, un familiar; menos en nosotros mismos. Este caso no ha sido la excepción. Mi primo es la víctima. Un primo que apenas conocí. Tan solo lo he visto cuatro veces en mi vida. En este momento, cada recuerdo en el que él aparece se ha atornillado en mi memoria. Bien firme, bien sujeto.

Tampoco hemos tenido mucho interés en vernos. Cada uno vive con sus padres: yo, en Málaga; él, en Valencia. Son nueve horas y media en autobús. Ninguno de los dos ganamos para hacer viajes, o al menos yo, que solo cobro lo poco que me da impartir clases particulares.

He de reconocer que, si conozco la duración del viaje, es porque hoy mismo hice toda esa travesía. No fue a causa de mi primo. De su tragedia me he enterado hace un par de horas. Yo inicié este viaje con mis mejores amigas para disfrutar de Valencia y sus playas. Sin embargo, mis padres me informaron de la mala noticia mandándome un mensaje al teléfono móvil. Al parecer, a ellos se lo acababan de confiar mis tíos de Valencia.

Menuda coincidencia. Menudo revés.

Fue al bajarme del autobús cuando leí la noticia. La sonrisa que cruzaba mi rostro se invirtió por completo. Me quedé rígida. Con ello hice que los pasajeros que salían por detrás tuvieran que ladearme cuando salían del transporte.

Ahora mismo, hace un par de horas de eso.

Aunque aún sigue reverberando en mis tímpanos el traqueteo de las ruedas de las maletas. Recuerdo la capa de humedad cubriendo mis ojos, la mano de Ana cogiéndome de la muñeca para apartarme del paso de los viajeros, la preocupación de Valeria al preguntarme qué pasaba...

Me había bloqueado. Incapaz de ordenarle algo a mi cuerpo.

En aquel momento, me senté en un banco con ellas. Aun cerca del andén. Les fui contando y actualizando conforme recibía más mensajes de mis padres. Al parecer, el estado de mi primo era malo. A ellos les prometí que iría a verlo; lo hubiera hecho sin dudar, me lo hubieran pedido o no.

Cuando salí de la estación, caminé en dirección al hostal con ellas. Lo primero fue dejar el equipaje. Valeria y Ana estaban inquietas por descubrir cómo sería la habitación; yo no tanto. Cuando entramos exploraron cada rincón; yo tan solo las seguí. Al final, se dejaron caer en la única cama que había en el dormitorio, que era de matrimonio; y yo busqué el hueco para descansar. Suspiramos, aliviadas.

—Cabemos, sin duda —dijo Ana y ensanchó una sonrisa.

—Estamos acostumbradas a jugar al Tetris así, ¿no? —rio Valeria—. Mientras no se enteren los del hostal que compartimos habitación, todo irá bien.

Dormiríamos ahí, apretadas, durante cinco noches. Ideal para ahorrar dinero y, de paso, tener unas cuantas anécdotas. Las escuché soltar una risilla tímida, una especie de celebración del inicio de nuestra aventura.

Yo tan solo sonreí. Eso bastó para que mi moral se vengase de mí. Me llegó el recuerdo de mi primo muriéndose en el hospital y, como un puñal, se clavó en lo más profundo de mi ser. Me sentí fatal.

Fui consciente de que una muralla se había instalado en mi estado de ánimo. Eso me impedía disfrutar de lo que había estado planeando durante meses con mis amigas. Algo dentro de mí quería autoflagelarse. Solidarizar con mi primo, dirían.

Aunque eso no era todo. Otra cosa rugía y pataleaba dentro de mí: la necesidad de visitarlo. Quizás así podría arrancar el puñal del remordimiento de mi corazón. Iría. Eso era un hecho. Ya les había informado de ello a Valeria y Ana en la estación de autobuses.

Así me despedí de ellas y salí a la calle. La incertidumbre me invadió, los nervios me roían. Además, me sentía especialmente débil, quizás por mi estado psicológico; así que me compré un bocadillo como si fuera carburante para mis piernas.

Aquel otro viaje no duró otras nueve horas y media, sino veinte minutos, aunque las sentí como tal.

Ya hace dos horas que me bajé del autobús. Ahora mismo, reconozco el hospital donde está mi primo. Se trata de la misma fachada que he ojeado por internet. No hay duda, su blanco sanitario y helado reluce. Además, puedo leer los carteles que muestran el nombre del hospital.

Trago saliva. Iré en representación de mis padres.

Me siento estúpida; o, bueno, dos veces estúpida. Me suelen afectar las cosas de manera especial y me siento culpable por manchar al inicio los planes con mis amigas. Pero claro, ¿qué iba a saber yo? Procuro ver el lado positivo de las cosas y, quizás, mi estancia les pueda servir a mi primo y tíos como una especie de refuerzo emocional. O, en el peor de los casos, como una última despedida.

Solo los he visto cuatro veces, pero sería conveniente añadir una quinta.

Ese pensamiento me hace plantear si, realmente, encajaré allí. Mis padres han avisado a mis tíos de que iba, pero ¿qué opinarán de eso? ¿Estarán molestos por tener que hacerse cargo de una casi desconocida que comparte un poquito de sangre con ellos? Y, ¿qué pasará cuando mi primo me vea? ¿No pensará: «Qué hace aquí esta desconocida, soportando mis dolores»?

Tres veces estúpida.

Cuando me quiero dar cuenta, cruzo el último paso de cebra y me planto frente a la entrada principal del hospital. Entro y echo un rápido vistazo al recibidor para ubicarme. Observo personas distraídas. Pregunto a una por la ubicación del ascensor y allí pulso el botón de la planta. Me elevo. Recorro los pasillos, mientras le pregunto a mi madre por teléfono la habitación exacta.

Al girar la última de las esquinas, reconozco a mis tíos a lo lejos. Aún no me han visto. Ella, Victoria, vaga de una pared a otra, apesadumbrada; su marido, Emilio, solloza en una de las sillas, simples y de plástico. Sus apariencias descuidadas me sorprenden como un guantazo. En ninguno de mis cuatro recuerdos han estado tan lamentables. Tan despeinados. Tan delgados. Tan arrugados. Tan… así. ¿Por cuánto han pasado?

De repente, la atmósfera se densifica en un tono grisáceo.

Me percato de que mis piernas han seguido avanzando, por cuenta propia, hacia ellos. Traicioneras. Mi alrededor se mueve a cámara lenta. Aún no me han visto. Temo interrumpir sus penas. No quiero quebrar la burbuja de emociones en las que se han envuelto.

Advierto que Victoria repite una y otra vez un paseo que forma una elipse pero que, en el último momento, lo rompe para marchar al servicio. Ha informado a Emilio antes de hacerlo. Él no responde, pero la mira de soslayo. Al final, opta por acompañarla sin despegar la mirada del suelo.

Ambos deben de saber de memoria donde está el baño; apuesto que lo han visitado en innumerables ocasiones.

Me he quedado sola, en el último momento posible. El lamento que los tortura les ha impedido percatarse de que yo misma estaba tan cerca de ellos. Por un momento, me creo el fantasma de un hospital que se pasea por los pasillos. Nadie o muy pocos lo ven.

Suspiro de forma torpe, liberando la tensión acumulada.

Echo un vistazo hacia una de las puertas del pasillo. Está entreabierta. Se trata de la más cercana al lugar en el que estaban mis tíos. Debe de ser en la que reposa él. Por alguna razón, le siento muriéndose al otro lado.

La sola idea de asomarme provoca que mi calor corporal huya con pavor. Estoy indefensa y destemplada. Me estremece una brisa helada que asoma por la habitación. Siento como si una escarcha imaginaria lamiera mis brazos, helara mis manos y convirtiera mis dedos en témpanos.

Ignorando unos latidos descontrolados pero silenciosos que carcomen mi interior, me acerco presa de un hechizo. Primero, me agarro al marco de la puerta; luego, inclino la cabeza. Mis ojos se incrustan en el infinito hasta que, en medio de una habitación de paredes desnudas, se dibuja una cama demasiado sencilla. Observo un triste colchón sujeto por un barato somier y unas varillas metálicas. Sobre eso, intuyo un cuerpo descansando bajo la sábana. Se hincha y deshincha de forma imperceptible. Cuelga hacia el suelo un brazo fino y anémico.

Tiene que ser él. Mi Primo: Gonzalo.

Mis ojos se empañan. Entonces mi cerebro toma las riendas y me sacude con los únicos cuatro recuerdos que tengo de él. Una y otra vez. Me sorprende el daño que puede provocar cuatro escenas con una persona tan lejana.

Retrocedo, aturdida, casi trastabillando. Derrotada, me encuentro en el centro del pasillo.

Me dejo caer en la misma silla en la que estaba mi tío Emilio, desconsolada. El asiento aún está caliente. No cálido, sino ligeramente tórrido. Ahí radica la diferencia entre lo que deja una persona feliz de una saturada por la tristeza. Eso es suficiente para terminarme de hundir.

Siento un nudo en la garganta. Sobre la capa de lágrimas se forma otra. Luego otra. De inmediato, una más. Ahí descarrilan mis sentimientos y los precipito gota a gota sin remedio.

Me aíslo de la misma forma en la que había visto a Emilio en este mismo asiento. Sorbo los mocos, como una niña chica. Procuro cerrar mi grifo de emociones. Si mis tíos aparecieran en este momento y me vieran así, podrían sentirse peor. No quiero hacerles eso. No quiero ser un impedimento. Deseo sumar, no restar.

De repente, siento una mano posándose en mi hombro. Me sobresalto. Reconozco a un hombre entrado en edad. No es mi tío. Aun así, mi raciocinio trabaja a toda máquina para asegurarse de que no lo es. Efectivamente, es otra persona.

Me hallo ensimismada con la boca abierta. Analizo cada una de sus facciones. Su sonrisa, cercana, pero muy respetuosa. Su mirada, calmada, pero a mi servicio. Sus arrugas, profundas pero familiares, pliegan su curtida piel. Me transmite tranquilidad de forma inexplicable. Debería de brotar en mí un sentimiento de precaución, pero no lo hace y no me preocupa.

—No llores —me consuela—. Aquellos a quienes conocemos, o conocimos, quieren que estemos felices.

Se fija en que, sobre mis muslos, mantengo de forma inconsciente una mano abierta mirando hacia arriba. Con la lentitud típica de un anciano calmado en su hogar, se saca del bolsillo una bolsa de plástico transparente llena de caramelos de colores y la coloca sobre mis dedos. Perpleja, observo que se marcha en silencio.

Desaparece tras una esquina.

Confusa, calibro el peso de la bolsa manteniéndola sobre mi palma. No parece tener nada raro. Me llevo la apertura a escasos centímetros y compruebo si ha sido abierta antes. Tampoco percibo trampa.

Escudriño cada pastilla. Casi todas son diferentes. La primera es azulada y con virutas. También la segunda. La tercera está bañada en algo amarillento. Otra es la más pequeña de color marrón, pero con un punto profundamente rojizo. Una parece un cerebro blanco y la de al lado una pelota anaranjada de carne. Por último, hay una malformada que parece un intento de cacahuete rosa.

—¿Alicia? —irrumpe una voz y me saca de mis pensamientos.

Por segunda vez me sobresalto, aunque menos que en la primera. Me seco la cara con las mangas y descubro las expresiones agradables de Victoria y Emilio. Sí, ahora sí que son ellos. Me aseguro de que sus sonrisas no son fingidas. Luego intuyo que quien me ha llamado fue Victoria.

—Hola, sí. Soy Alicia —es lo primero que digo, tímida.

No hacía falta confirmar lo obvio. Ellos saben cómo soy. Soy estúpida. Después, caigo en la cuenta de que sigo sentada. Considero que es una falta de respeto estar acomodada frente ellos. De inmediato, me levanto y les doy dos besos.

Acaricio el brazo de Victoria.

—¿Cómo está Gonzalo? —me atrevo con el mejor de los tonos que logro.

—Bueno… —concede Emilio. Con tan solo un hilo de voz, me da a entender que muchos meses de sufrimiento están llegando al fin de una etapa. La última—. No se lo hemos dicho a tu madre. Espero que nos guardes el secreto, todavía no queremos dar la noticia. Tiene metástasis desde hace un tiempo y no para de complicarse. Quizás no pase de esta semana.

No recuerdo qué pasó después. Por mucho que lo intento, los recuerdos se difuminan y reconstruyen diferentes al original. Puedo asegurar que Victoria amagó un lloro, aunque no le quedaba más que derramar. Me comentaron que aquello también era nuevo para ellos: los médicos les habían informado tan solo unas horas atrás. Las heridas eran muy recientes.

No he podido llegar en peor momento. Maldita inoportuna.

Tan solo quiero ser un saco de lágrimas que no moleste. Que ellos descarguen toda su tristeza en mí y que se queden vacíos. Que no se ahoguen en la penumbra. Pero no sé cómo lograrlo sin fallar.

Al enterarme de que no habían almorzado por falta de apetito, les pedí que bajasen al comedor y tomasen algo. O que al menos, salieran a que les diera el aire. Apoyé mi sugerencia en que les ayudaría a calmar su caos interior.

Me dieron un voto de confianza. Se marcharon, no sin antes pedirme que me quedase allí por si había alguna novedad. Según me dijeron, podría hacer mi vigilancia desde el pasillo o dentro de la habitación. Opté por la segunda opción: quería verlo.

Ahora estoy sentada, dándole la espalda a la vida que se oye por la ventana. No dejo de mirar a Gonzalo, iluminado por unos rayos de sol que no logran incrementar su esperanza de vida. Está calvo. Está calvo, joder. Duerme, conectado a algunas máquinas, sedado. Entender esos aparatos me resulta complicado, nunca me he visto en un entorno similar. Quizá nunca más lo haga.

Dejo que me torturen las facciones anémicas de Gonzalo, como redención por mi salud envidiable. Podría haberme pasado a mí, pero el azar ha tocado a su puerta. El gusano hurga en mi árbol genealógico.

También quiero ser su saco de lágrimas. Desearía compartir su dolor si eso sirve para que mi primo pudiera pasar sus últimos días en tranquilidad. Daría, incluso, parte de mi salud. De mi salud… ¿De mi salud? Y, de repente, retiro ese pensamiento. Lo rectifico, asustada. Matizo. Por ejemplo, no quisiera abrazar el cáncer para que Gonzalo se salvase. Ni incluso teniendo por seguro que ambos pudiéramos salvarnos. ¿Y si al final hubiera una equivocación y acabase en un estado terminal, como él? No quiero ser egoísta, no quiero ser traicionera, pero es que tan solo lo conozco de cuatro veces… Me siento fatal por esta reflexión. ¿Quién soy yo para decir: «Mejor quédate con tu mierda, yo paso de tenerla»?

Avergonzada, bajo la mirada, como si mi primo estuviera juzgándome. Finjo entretenerme con la bolsa de caramelos, todavía en mis manos. Me detengo en sus formas y colores. Considero que podría ser una buena idea probar uno de estos. Engañar al sentido del gusto con algo azucarado quizás supondría un estímulo con el que distraerme.

Solo quiero ayudar. Solo quiero ser servicial. Y más en un momento como este.

La abro. Cojo uno de los azulados. Me lo llevo a la boca. Lo saboreo. Percibo un lejano sabor, entre amargo y azucarado. Lo hago bailar bajo la lengua. Lo empujo con el paladar. Lo paseo por las encías. No obstante, me provoca un cansancio que me transporta a las puertas del sueño.

No me extraña. Tengo en mi interior una mezcla química e intensa: la emoción previa del viaje; nueve horas y media de autobús; la noticia nada más bajar en la estación; despedirme de mis amigas, aunque sea por un rato; caminar hasta el hospital y compartir el bucle emocional con mis tíos. Mis niveles de energía descienden a mínimos.

Me mantengo cabizbaja en un exceso de sentimiento respetuoso. La habitación blanca se emborrona gris y luego se sume en una tiniebla que me arropa con mimo.

Esto es muy raro. Mi vista se acostumbra a un entorno que cobra vida a mi alrededor. No sé qué hago aquí ni cómo he llegado, aún soy incapaz de distinguir bien las formas o los colores. Tampoco creo haber mantenido los ojos cerrados por mucho tiempo.

No es el único sentido que se recompone. Huele a gel agradable de baño, sin ningún aroma especial en concreto. Me abraza un calor confortable, pero distante, parecido al de una ducha relajante. Además, percibo el respetuoso sonido de fondo del interior de una concha marina.

Creo estar en una llanura cubierta de arena azulada. Como si fueran arbustos, una especie de trompetas del mismo color apuntan al cielo, y se multiplican por todo el lugar hasta el horizonte. En armonía, emiten una banda sonora melancólica, que juraría que quiere prepararme para el inicio de algo. Algunas escupen burbujas del tamaño de una calabaza, que levitan inalterables perlando el cielo en un cuadro digno de contemplar. Apenas hace aire.

Mis ojos aún están lejos de adaptarse, aunque distingo una figura a unos metros. Se trata de un muchacho que ha permanecido quieto hasta ese momento. Se voltea hacia mí con una expresión confusa, que oculta su derrota e impotencia.

—¿Gonzalo? —le pregunto, reconociéndolo.

De repente, se abre la puerta de la habitación y despierto. Son mis tíos de regreso. Se quedan mirándome durante unos segundos. Saben que me he quedado dormida cuidando de Gonzalo y eso no les ha gustado. Advierten que me he dado cuenta de lo que piensan y que eso me avergüenza en profundidad.

Me disculpo, sofocada.

CAPÍTULO 2

Bocarriba, floto en el agua salada. Mantengo mis pulmones llenos para no hundirme, así como mis brazos y piernas extendidas. El balanceo suave de las olas del Mediterráneo me mece en una tumbona imaginaria que es líquida y refrescante. Mi sofoco por el sol se evapora sin dejar firma.

Con cuidado de que no me escuezan los ojos por la sal, inclino la cabeza hacia la derecha. Veo a Valeria. Luego, lo hago hacia el otro lado. Allí está Ana. Las tres hemos conseguido hacer «el muerto flotante». A falta de dinero para colchonetas (gastado casi todo en una habitación de matrimonio y un viaje de ida y vuelta), le echamos imaginación.

De vez en cuando, pasa alguna persona a nuestro lado, haciendo pie, en dirección opuesta a la orilla. En ese caso, tan solo nos esforzamos en mantener la concentración. En efecto, esto es una competición. Valeria nos ha retado a ver quién aguanta más flotando bocarriba.

Me he callado un truco que probablemente me dará la victoria: mantener la mente ocupada. Cuanto menos piense en resistir, más rápido pasará el tiempo.

Navego mentalmente hasta sumergirme en los recuerdos del día de ayer. Cuando mis tíos me descubrieron y me desperté, quise que me tragara la tierra. Me partí en dos. Una mitad, la mártir, no cesaba en disculparse; la otra, la precavida, tiraba de mí para no incrementar más la negatividad en la atmósfera.

En el momento en el que mi cordura se antepuso, me despedí lo mejor que pude y salí del hospital. Aceleré el paso, huyendo del arrepentimiento. Me dirigí a un restaurante en el que habían cogido sitio mis amigas. Una vez allí les puse al día porque me insistieron, aunque me callé lo del extraño sueño.

Después de actualizarlas, cambié de tema. Planificamos los días siguientes.

Nos acostamos tarde, charlando apretujadas entre carcajadas. Ana me quitó bastantes horas de sueño, no paraba de quejarse de que Valeria estaba a punto de tirarla por uno de los bordes de la cama. Ella se defendió señalándome a mí como una acaparadora de espacio. No lo niego.

El caso es que nos despertamos muy pronto. Desayunamos con lo que aún nos quedaba en las maletas y marchamos en dirección a la playa. Veinte minutos de paseo, una hora de bronceado y, actualmente, voy por quince minutos flotando bocarriba en el mar.

O eso calculo, nunca fui buena estimando. Eso es todo.

Chasqueo la lengua, molesta. Me he quedado sin nada más en lo que pensar. En este momento, si decaigo, si dudo, podría hundirme. Sé de buena tinta que Valeria y Ana continúan flotando (o habría escuchado el agua alterarse).

Una ola amenaza con cubrir todo mi cuerpo, pero acaba lamiéndome el rabillo de uno de mis ojos. Me deja un leve escozor. Por un momento, también temí que el agua me entrase por los agujeros de la nariz; por poco, un par de pequeños túneles marinos.

Me esfuerzo y, tonta de mí, caigo en la cuenta de que hay algo más en lo que puedo pensar. No quiero hacerlo. Se trata de algo que me ha preocupado desde que salí del hospital; lo que no he revelado a mis amigas. ¿Fue un sueño o una alucinación aquel lugar extraño en el que vi a Gonzalo? En todo momento, he intentado responderme de la misma manera: «Da igual lo que fuera, carece de importancia».

Cuando quiero darme cuenta, en vez de una ola, es la curiosidad la que me engulle. Ya no puedo pensar en otra cosa. La incertidumbre sobre lo que aquella experiencia ha significado me carcome. Soy incapaz de despegar la duda de mí. Quizás sea porque, y esto es lo que más temo, me pareció un lugar muy real.

Procuro darle una explicación a cómo habría podido viajar a otro mundo. Me contesto pensando en los caramelos. Tan comunes, tan exóticos. ¿De dónde habría salido aquel anciano? Tan cercano, tan lejano.

No tengo ninguna respuesta válida.

—¡Oye, niño! ¡No salpiques! —estalla Ana, llevándose la mano a la cara y hundiéndose.

—La playa no es vuestra —replica un padre que defiende a un niño de corta edad con manguitos y un casi peligroso pero cómico triple bazuca de plástico. La cara del pequeño es un poema.

—¡Oye, Ana, no salpiques! —repite Valeria, víctima de un efecto dominó que le ha hecho perder en el muerto flotante.

El movimiento de esta última arroja otras gotas endiabladas de sal que, tras una perfecta hipérbola, una de ellas hace diana en mi pupila. Me sumerjo en la oscuridad de mis párpados y el agua me traga de forma irremediable.

¿Habrá quedado claro que he sido la que más ha aguantado?

Horas después, sigo zambullida. En esta ocasión, entre las sábanas de la cama de matrimonio y los brazos y las piernas de mis amigas. En un perfecto Tetris, reposamos desfallecidas en el hostal. A través de las rendijas de la persiana, asoma la luz de las farolas. También oímos música de fiesta, para los turistas que aún tienen aguante. Nosotras, por hoy, hemos optado por charlar después de cenar hasta que el sueño termine de tirar de nuestros párpados. A pesar de estar instruidas en el noble arte de tumbarse en una toalla en las playas de Málaga, los baños de sol de Valencia parecen dejarnos exhaustas. Será la latitud.

A cada rato, mis ojos se desvían hasta mi teléfono móvil, sobre la mesita de noche. Suelo cogerlo para comprobar si hay alguna novedad familiar. Valeria y Ana no me llaman la atención, intuyen por qué compruebo una y otra vez los mensajes. Además, el sueño se va apoderando de ellas.

No hay nada nuevo que me calme el mono de droga. Sí, porque ahora soy adicta a pensar en aquella escena. Ha ido creciendo en mí como una pelota de nieve y ahora es imparable. Me cansa rememorarlo una y otra vez, incluso llega a marearme, pero quiero más. Si hubiera algún mensaje, podría consolar mi ansiedad. La dependencia terminará por arruinar mi sueño si no hago algo.

De repente, se me ocurre. Le escribiré a mi madre mi idea para que la lea mañana al despertar. Si todo surge como tengo pensado, al amanecer, regresaré al hospital para hablar con mi primo Gonzalo. Sé que a veces está consciente. Le preguntaré qué tal está y, si encuentro el momento, sobre si conoce algún entorno azul con extrañas trompetas musicales que escupan burbujas. Sé que no es una pregunta al uso. De todas formas, ese es un objetivo secundario. En realidad, tengo especiales ganas de conversar con un primo que apenas conocí.

De paso, aliviaré el remordimiento por haber fallado a mis tíos al dormirme. Qué menos que acudir dos veces cuando una vida se acerca a su fin, ¿no?

De repente, un brazo vuela de un punto a otro de la cama. Juro que no sé de quién es, estamos tan entrelazadas que parecemos un ovillo de lana.

—¡Oye, no me golpees! —replica Valeria, sobresaltada.

Si se ha quejado ella, habrá empezado Ana. Qué coincidencia, igual que en la playa. Valeria añade un manotazo que por error me acierta en el ojo que aún no tenía rojo. ¿Cómo ha podido pasar otra vez lo mismo? Vaya, seguro que en un rato tendré ambos iguales... Ambos en el mismo día. Qué coincidencia.

Esta vez no me quedo callada. Agarro un cojín y descargo mi ira contra ellas. La han cagado.

Desayuno con mis amigas en un bar y solvento las conversaciones con mi madre. Liberada, repito el paseo hasta el hospital. Reconozco el recibidor y, como si fuera mi propia casa, entro al ascensor. Mientras que llega a la planta que he pulsado, me miro en el espejo y, como es normal, no me alegro de que mis escleróticas vayan a juego. Sí, siguen enrojecidas. Las dos. ¿Qué habré hecho yo para tener unas amigas tan petardas? Parece que llevo desde ayer llorando.

En el pasillo, encuentro a mis tíos en el mismo punto que el primer día (el segundo, ayer, fue de playa y reflexión; y hoy, mi tercer día en Valencia, de reencuentro). Lo veo algo mejor que la última vez. No me extraña, cargaban sobre sus espaldas una noticia muy reciente y dolorosa. Intuyo que han tenido tiempo para avanzar por algunas fases del duelo.

Les pregunto cómo están y les doy algo de conversación para mejorar el clima. Por suerte, lo consigo. Qué sorpresa. Froto con calidez la mano helada de mi tía y, luego, arropo con dulzura el témpano que es mi tío. Cuando encuentro el momento, les recuerdo que quiero hablar con Gonzalo si está despierto. Me dicen que lo está. Saben que he venido para tener una especie de última despedida con él; al menos, una en la que mi primo se entere de que ha tenido visita.

Mis tíos deciden darme intimidad y se retiran para dar una vuelta fuera del hospital. Me alegro, les vendrá bien despejarse. Eso alivia el remordimiento que tenía por quedarme dormida durante el primer día. Aun así, me incomoda la responsabilidad de quedarme sola.

En frente tengo la puerta entornada, desconozco si Gonzalo estará avisado. No dejo que la duda me haga vacilar y me armo de valor. Si entro, podré tener un sexto recuerdo con Gonzalo. Cuanto antes lo haga, más tiempo podré disfrutar de él.

Doy el primer paso y accedo con cuidado. Distingo su cabeza, inclinándose sobre la almohada, aunque aún no se ha dado cuenta de mi compañía. Determinada, guardando las distancias, disparo:

—¿Gonzalo? Soy Alicia. —Más que un saludo, parece una disculpa.

Ante eso, se queda rígido por un segundo. Luego, hace el amago de erguirse, pero tan débil se encuentra que no lo consigue. Le suplico mentalmente que no se esfuerce. Al mismo tiempo, me acerco con premura en silencio, temiendo que el ruido le moleste de alguna forma.

Al final, Gonzalo sigue tendido y yo a su lado. Ladea la cabeza. Me mira. No termino de acostumbrarme a que esté calvo, aunque tampoco le he visto mucho a lo largo de mi vida. Le dedico una sonrisa que ruega aceptación y él me responde con otra confusa.

Caigo en la cuenta de que no he seleccionado para la ocasión ningún tema de charla. Intento pensar en uno, pero no conozco a Gonzalo. Ni qué estudia o en qué trabaja, qué gustos tiene, cuál es su rutina. Quizás lo más inteligente sería hablar sobre algo que tuviéramos en común. Y eso, de forma innegable, es nuestra familia. Pero claro, ¿qué le voy a decir? «¿Tus padres están muy preocupados?» o mejor «Mis padres ruegan para que no te pase nada». De inmediato, un inicio de conversación se antepone en mi caos mental: «¿Cómo estás?». Considero que es una buena forma de empezar. No obstante, me imagino su respuesta: «Terminal, gracias». Lo descarto.

Y, de repente, un ángel o demonio en miniatura se posa en mi hombro y me susurra «¿Qué pensará tu primo si ni siquiera le preguntas cómo está, maleducada?». Me fatigo. Me desbordo.

Empiezo a titubear y acabo por repetir mi saludo de la forma más simple de todas.

—Hola, soy Alicia.

Gonzalo me sigue mirando, aunque ahora es como si estuviera barajando varias ideas. Entorna sus ojos arrugando la frente. Una vena se hincha en su calva. Al final, arranca:

—Planeta azul con trompetas que salen del suelo —suelta, sin más.

Su hilo de voz es débil pero lo suficiente como para derrumbarme. De un solo disparo ha destrozado mis esquemas. Ha creado un atajo directo hacia un objetivo secundario que de forma brusca se ha convertido en el único y principal. Trago saliva y me arriesgo:

—Y que sueltan burbujas que suben al cielo. —Parece una contraseña en clave.

El silencio habla por nosotros y nos grita miles de cuestiones. No dejamos de compartir miradas. Somos dos completos desconocidos con un secreto. Por su expresión, deduzco que él ha pensado tanto en ese entorno como yo.

—¿Cómo lo hiciste? —se atreve, curioso.

Le entiendo. Todos nos asustamos con lo que desconocemos. Eso lo sé bien, porque yo también estoy así desde hace un par de días. Lo que me preocupa, e incluso molesta, es que me haya culpado a mí de ser la causante.

Tasuta katkend on lõppenud.

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