Política exterior, hegemonía y estados pequeños

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Ese carácter particular de la política exterior conduce a J. Rosenau (1982: 242) a sugerir el uso de “una perspectiva teórica que de algún modo combine variables derivadas de modelos nacionales, internacionales y trasnacionales”; para ello hace referencia a “adaptación nacional”43 y a los tipos de acción que genera (ibíd.: 243) como factores influyentes en el proceso de toma de decisiones de política exterior de países pequeños, particularmente en contextos con alta incidencia de superpotencias. Esto conduce a otro aspecto que según A. Henrikson (2002) constituye un factor relevante: la distancia. Ello porque ésta determina la forma en que una política exterior (sobre todo de un Estado pequeño) es implementada y puede afectar los resultados de la misma. Este autor identifica, adicional a la distancia física, tres tipos de distancia: gravitacional, topológica y atribucional;44 lo cual considera fundamental porque en este tipo de política pública hay una distancia física mayor entre el sujeto decisor y el lugar del objeto de la decisión (ibíd.: 438), lo cual incide en sus percepciones sobre la realidad y en las prácticas discursivas; pues el lenguaje productivo no depende o necesariamente coincide con las motivaciones, percepciones, intenciones o entendimientos de los actores sociales; más bien, el lenguaje es “…un conjunto de signos que son parte de un sistema para generar sujetos, objetos y mundos” (Doty 1993: 302). Y como hay una mayor distancia, la práctica discursiva –que es una construcción social– es más relevante en la construcción de la realidad; por lo que resulta válido preguntarse “…cómo los discursos particulares representan el mundo y cómo estas representaciones informan y afectan las prácticas sociales” (McDonagh 2006: 17); particularmente cuando son construidos en contextos culturales diferentes. De ahí la importancia de la cultura en todos los niveles de acción y del esquema dimensional tripartito al que se hizo referencia en la sección anterior.

Precisamente entre Estados pequeños, que actúan en escenarios con un poderoso centro gravitacional, que influencia la dinámica en todas las áreas temáticas, esas distancias se tornan más complejas, como se observa en el siguiente apartado. Pero ello no quiere decir que este tipo de Estado carezca de algunos recursos para lograr alcanzar objetivos de política exterior que pueden ser contrarios a las metas de las potencias grandes e intermedias. Aun cuando se analice esto desde el enfoque neorrealista (dominante en el análisis convencional de política exterior, a pesar que K. Waltz (1979) argumente que su teoría no es de política exterior) se tiene en cuenta que el poder es el producto de una relación e interacción entre actores en condiciones asimétricas.

La principal desventaja de ese análisis tradicional, según la literatura dominante en RI,45 es que utiliza los casos de las potencias, suponiendo que todos los Estados tienen las mismas condiciones como actores internacionales y muestran conductas típicas de actores unitarios y racionales; olvidando que “…los agentes son construidos y llegan a ser articulados en discursos particulares” (Doty 1993: 302), siendo importantes los marcos institucionalizados, según analizo más adelante. Por lo tanto, es necesario redefinir algunas de las premisas básicas de esos enfoques para lograr un enfoque teórico que permita observar y explicar el caso de países que no se caracterizan por ocupar posiciones predominantes en el sistema mundial, o aún en sistemas regionales; pocos que recurren a algunos instrumentos diplomáticos que tradicionalmente han sido considerados válidos por los enfoques de RI dominantes. De esta forma se trata de pequeños actores –vitales para el sistema y el juego de poder– interactuando en un escenario construido sin tomarlo en cuenta, que no pueden dejarse de lado, como supone K. Waltz (1979: 72)46, pues su número es importante en el sistema internacional contemporáneo.

De lo anterior, se deduce que tanto la política exterior (en términos de su formulación e implementación) como su análisis resultan de un proceso colectivo y múltiple, que se desarrolla en diferentes niveles, con la intervención de factores de diversa naturaleza; por lo cual debe ser entendido en el marco apropiado. Trasfondo que no es reconocido por los enfoques tradicionales y dominantes en este campo de estudio y en RI; de ahí la necesidad de recurrir a planteamientos que tomen en cuenta la construcción colectiva de la realidad; lo cual resulta de la relación agente-estructura, que en el caso de esta política adquiere una mayor complejidad por su carácter multidimensional. Es decir, la política exterior es el resultado de la interacción entre distintas agencias que operan en dos estructuras más o menos definidas: la estatal/doméstica y la internacional, cuya construcción responde a procesos particulares por la naturaleza de los agentes que participan en cada una de ellas; estructuras que están interconectadas por múltiples y complejos canales y en las cuales se agrupan actores de distintas naturaleza con intereses particulares sobre las acciones estatales.

Una referencia metateórica: la construcción social de la realidad

Para estudiar un fenómeno que tiene una dimensión histórica, un contexto complejo integrado por varios niveles de acción, múltiples actores con características asimétricas y un marco institucional (orden internacional) bastante definido, pero con un sistema anárquico, se hace necesario tener como trasfondo teórico o metateoría47 el Constructivismo Social –véase el siguiente apartado para una conceptualización sobre esta teoría–, como demuestra el análisis de T. Christiansen (1998) y las referencias a la construcción colectiva que sirve de trasfondo a la formulación de la política exterior de R. Doty (1993), antes citadas. Puesto que los intereses y las expectativas de los agentes (véase particularmente Wendt 1999) inciden en el proceso de toma de decisiones, los cuales tienen una dimensión temporal y una espacial, por lo que el contexto llega a ser un factor crucial, resaltando el rol de las estructuras (cfr. Mair 1998: 315), de las normas y reglas inscritas en esquemas institucionales (Duffield 2007), de la conformación de la relación agente-estructura (cfr. Wendt 1999: Bieler & Morton 2001), de las concepciones de roles de los actores y decisores (Aggestam 1999) y de la problemática de las percepciones que tienen los actores en sus interacciones (Jervis 1968).48

Si a ese panorama, con el trasfondo de una cultura –entendida como el conjunto de “…creencias y actitudes extensas y generales acerca de la nación de uno, de otras naciones y acerca de la relación que realmente obtienen o que obtendrán entre el yo y los otros actores en el ámbito internacional” (Y. Vertzberger citado Aggestam 1999)–, se agrega la influencia del entorno sistémico, entonces se tiene que en ocasiones los decisores de política exterior tendrán percepciones erróneas sobre los eventos y procesos internacionales que generan ruido y decepciones en la toma de decisiones de política exterior (Jervis 1968: 460). Ello hace más complejo tal proceso decisional, pues se trata de adoptar un curso de acción dirigido a un agente con intereses y objetivos propios, normalmente contrarios a los del Estado decisor, que se complica por la presencia de partes secundarias y terceras partes que de una u otra forma intervienen en la dinámica internacional.49

Ahora bien, el proceso de toma de decisiones no ocurre en un momento aislado en la dimensión temporal, sino que se desarrolla en distintos periodos o “capas de cambio” (Christiansen 1998: 105); cada una condicionada por los marcos institucionales y la estructura del sistema internacional en la coyuntura en que tiene lugar el proceso, y que en este caso hace referencia además al contexto institucional y hegemónico en que los decisores de Estados pequeños adoptan los cursos de acción.

A esa dimensión horizontal, que se expresa a través del tiempo, el espacio y las áreas temáticas, se suma una dimensión vertical, compuesta, en el caso de la política exterior, por los ámbitos de acción tradicionalmente reconocidos en RI y ya citados: local/societal, estatal, regional e internacional, entre otros. Ello crea un espacio bidimensional en el que confluyen múltiples factores y elementos que contribuyen a formular la política exterior. En este sentido y respecto a la Unión Europea (UE), T. Christiansen (1998: 106) señala que las dos dimensiones, horizontal y vertical, están estrechamente vinculadas, pues fueron construidos simultáneamente (téngase en cuenta que la relación agente-estructura analizada por el Constructivismo considera que ambos componentes del sistema son constituidos mutuamente) y al mismo tiempo son altamente complejos, porque operan más allá de los marcos legales que sirven de base a las instituciones. Por lo tanto, es necesario tener en cuenta lo que el citado autor denomina “categorías históricas de gobernabilidad” (ibíd.: 111). A esto hago referencia más adelante al definir los elementos básicos del marco teórico que utilizo en este trabajo. De ahí que la política exterior se torna en un fenómeno que, como he indicado, debe analizarse teniendo en cuenta esas dimensiones.

 

En definitiva, desde la perspectiva del Constructivismo, sobre todo de la versión estructural planteada por A. Wendt (1999), la dinámica objeto de estudio se puede esquematizar al tener en cuenta las interacciones entre los Estados pequeños, que coexisten en un escenario hegemónico, a través de la política exterior con el hegemón y las instituciones que contribuyen a regular la conducta de los actores internacionales, sin olvidar la cultura doméstica y global (véase figura 1.1). Reconociendo que la política exterior es formulada en un escenario en donde convergen distintos niveles de acción y culturas, que determinan una política particular en cada Estado, al integrar valores, normas, roles, expectativas, intereses y percepciones de quienes participan en los diversos ámbitos; política que varía de país a país, según se trate de Estados pequeños o grandes, de sistemas políticos penetrados o no, y de sistemas más o menos formalizados, como analizo en este y el siguiente capítulo.


Figura 1.1. Modelo de interacción en un contexto hegemónico. Fuente: elaboración propia.

En este modelo, la cultura tiene una función esencial y se entiende, desde una perspectiva constructivista, como conocimiento socialmente compartido; es decir, que es común a los individuos de una comunidad y los conecta, pudiendo ser conocimiento cooperativo o conflictivo que adopta múltiples formas, tales como normas, reglas, instituciones, ideologías y organizaciones, entre otras (Wendt 1999: 141). En ese sentido, la cultura está presente en todas las esferas de acción de la sociedad y las conecta para darles un sentido de unidad.50

En las siguientes secciones me refiero a las premisas básicas de los cuatro enfoques teóricos que constituyen el marco mínimo para abordar el objeto de estudio de esta investigación. Primero resumo los planteamientos del Constructivismo, sobre todo en su versión social o estructural planteada por A. Wendt; luego las ideas de J. Rosenau sobre sistemas penetrados; posteriormente los planteamientos de C. Hermann sobre el cambio en la política exterior –que analizo en el siguiente capítulo–; y finalmente hago referencia a las tesis del multilateralismo que se expresan en foros como la ONU. Ello me permite formular un marco teórico que facilita el análisis del objeto de estudio.

Constructivismo social

La realidad social no es un hecho dado, sino que es construida por la interacción constante (temporal y espacialmente determinada) entre agentes (individuales y colectivos) y entre éstos y la estructura en la que tienen lugar tales interacciones (Murillo 2002: 21); es decir, “…el mundo social, o más concretamente el sistema internacional, es una construcción humana basada en ideas compartidas… [Por tanto] los hechos sociales existen porque atribuimos intersubjetivamente ciertos significados y funciones a determinados objetos y acciones. Una vez que los representamos colectivamente, confiriéndoles una existencia, se convierten en realidad social, con consecuencias reales” (Sodupe 2003: 166); es decir, “…los hechos adquieren significado porque el observador les da significado” (Rosenau 1976b: 1). Así, los eventos y procesos sólo pueden ser explicados y entendidos al ser observados desde una perspectiva que tenga en cuenta ese carácter de construcción social. J. Searle (1995: 1) reconoce que “hay cosas que existen sólo porque nosotros creemos que existen”, las cuales resultan de una intencionalidad colectiva. A lo cual se suma un tipo particular de hechos: los institucionales, que poseen una especie de “auto-referencialidad” y existen como parte de un conjunto de relaciones sistemáticas con otros hechos (Rosenau 1976a: 35). De ahí que “…dado que los hechos no hablan por sí mismos, sino que tienen significados impuestos sobre ellos por el observador, es crucial recordar que los atributos, motivos y consecuencias adscritos a los actores no son realidad, sino sólo la interpretación de uno de la realidad” (Rosenau 1976b: 2).

Teniendo en cuenta lo anterior, el Constructivismo destaca la conciencia humana y el rol de ésta en las RI, reconociendo la dimensión intersubjetiva de la acción humana y demostrando que los hechos sociales dependen del acuerdo y de las instituciones humanas para existir; por lo que no sólo las identidades y los intereses son socialmente construidos, sino que resultan de factores ideacionales que sólo tienen sentido en un marco cultural compartido (cfr. Ruggie 1998). Eso ocurre tanto en el ámbito local como en el estatal e internacional, por lo que los Estados son construcciones sociales elaboradas a partir de factores materiales e ideacionales mediante una intencionalidad colectiva.51 Por lo tanto, los seres humanos son seres sociales manteniendo relaciones sociales; así “…nosotros hacemos el mundo lo que es, a partir de las materias primas que la naturaleza provee” (Onuf 1998: 59; itálica en el original).

Por consiguiente, toda acción social descansa en una dimensión intersubjetiva, propia de la acción humana. Por ello, las ideas influencian las conductas individuales, que a su vez inciden en las conductas sociales de la colectividad (Murillo 2002: 31). Esto conduce a reconocer el papel fundamental de las identidades y los intereses de los agentes en la construcción de los hechos sociales; que no son cuestiones dadas, sino que están sujetas a los efectos de la interacción diaria que tienen los actores en distintos contextos e interrogantes y desafíos generados durante la acción social, que modifican o consolidan la identidad y los intereses (ibíd.: 40). Ello significa que el rol de los entendimientos intersubjetivos –resultado de esas interacciones– permite dar significado a los incentivos e intereses;52 por lo que el Constructivismo asume que “…los entendimientos e intereses deben ser sostenidos y transformados por los agentes en un interactivo contexto social”; de ahí, por ejemplo, la “construcción social de las crisis”, las cuales “…no pueden ser reducidas en el sentido materialista a ‘choques exógenos’ que alteran la distribución de poder” (Widmaier 2007: 784).

Por supuesto, lo anterior no puede ser explicado y entendido fuera del marco generado por la relación agente-estructura, que es una relación de “constitución mutua” (ibíd.: 34);53 es decir, más que una dualidad es un asunto complejo vinculado a una relación creativa, en la que es posible lograr entendimientos dinámicos de la relación entre agentes (individuales y colectivos) y las instituciones, como intermediadoras de esa relación e interacciones (Hay & Wincott 1998: 956)54 y entre éstas y la estructura. Teniendo en cuenta que la estructura posee tres elementos básicos: estructura material, estructura de intereses y estructura de las ideas; las que se originan en el hecho que (i) los individuos y las organizaciones ayudan a reproducir o transformar la sociedad y (ii) la sociedad está hecha de relaciones sociales, lo que provoca que los agentes y la estructura sean interdependientes (cfr. Wendt 1987: 337-38).

En esa relación agente-estructura, sobre la que se construye la realidad, se considera que “los elementos cognitivos y normativos juegan un rol importante en cómo los actores entienden y explican el mundo” (Surel 2000: 495).55 Esto es importante porque ciertos elementos y factores cuentan en el establecimiento de las diferencias espacial, temporal o sectorial y en la variación de los marcos cognitivos y normativos globales que cada actor posee (ibíd.: 508).56

Esto se hace más importante porque, en general, pero particularmente en el caso de la política exterior, las tendencias empíricas en las últimas décadas han conducido a la convergencia de lo doméstico y lo internacional, al igual que de las agendas de ambos escenarios en áreas temáticas que resultan transfronterizas (téngase en cuenta la referencia a la política transméstica que se mencionó en una sección anterior); lo cual ha hecho que las fronteras estatales se tornen más difusas. Por lo tanto, si, como anotan J. Jupille y J. Caporaso (1999: 431) “las políticas ocurren en un marco de principios, normas, reglas o procedimientos entendidos mutuamente –es decir, en un contexto institucional”, la política exterior resulta un hecho social construido a partir de los principios, normas, reglas, procedimientos y prácticas que tienen lugar en dos ámbitos distintos: el mundo estatal ordenado en términos de no intervención, autonomía y autodeterminación (noción del Estado soberano) y el mundo internacional caracterizado por un orden anárquico construido sobre la idea de igualdad soberana y grandes asimetrías en las capacidades y acciones, en donde las instituciones internacionales resultan claves en la dinámica global y condicionan la conducta de las unidades del sistema; pues al ser constituidas por acuerdos intersubjetivos de los Estados y otros actores, resultan en una constelación de intereses de las agencias gubernamentales que representan al Estado miembro (Zürn 1997: 298). Así se generan procesos de socialización, los cuales analizo más adelante.

Ello hace que las acciones, ideas, expectativas y acuerdos intersubjetivos no floten libremente en el espacio sistémico, por lo cual, como indica A. Wendt (1999: 140), la cultura, entendida como conocimiento compartido, tiene una mayor importancia en la formulación de la política exterior, al resultar esta de una combinación de dos contextos institucionales: el doméstico y el internacional. Sin embargo, el conocimiento resultante de la información procesada en esos ambientes institucionalizados también puede tener carácter privado (que adquiere mayor relevancia cuando el o la representante del Estado ha ocupado el cargo por periodos prolongados), el cual “…consiste de creencias que los actores individuales mantienen a diferencia de otros.” Y agrega este autor (ibíd. 140-1): “En el caso de los Estados esta clase de conocimiento [privado] a menudo provendrá de consideraciones domésticas e ideológicas. Lo cual puede ser un determinante clave de cómo los Estados enmarcan las situaciones internacionales y definen sus intereses nacionales…”; es decir, de cómo las imágenes y cosmovisiones que poseen los decisores sobre el entorno internacional –pero generalmente se asientan en el primer nivel de análisis y acción: el individual–,57 las interacciones bilaterales y multilaterales entre Estados y las expectativas y preferencias moldean la realidad propia y colectiva. Pero al mismo tiempo constituye uno de los factores que permiten una participación más limitada de la opinión pública y de ciertos grupos de interés en la toma de decisiones de la política exterior por la especificidad de algunos de los fenómenos, por el carácter –incluso “místico”– que tradicionalmente ha caracterizado la formulación de dicha política y por la diversidad de normas y reglas que condicionan la conducta de los actores en los marcos institucionales internacionales –en la mayoría de los casos de naturaleza muy distinta al orden doméstico por la anarquía que predomina en el sistema internacional–; a lo cual hago referencia más adelante en este capítulo.

 

Sin embargo, el conocimiento privado no se limita a las primeras fases de la formulación de la política exterior, sino que su relevancia va más allá, porque “…cuando los Estados comienzan a interactuar con los otros sus creencias, mantenidas privadamente, inmediatamente llegan a ser una ‘distribución’ de conocimiento que puede tener efectos emergentes” (ibíd.: 141). El conocimiento compartido que emerge de la interacción generará estructuras sociales que condicionarán las identidades y los intereses de los agentes que lo crearon. Ello ratifica el hecho que “…la gente hace la sociedad, y la sociedad hace a la gente” (Onuf 1998: 59); aunque incide de manera diferenciada en las distintas personas, según la posición que éstos ocupen en la estructura doméstica.

La comprensión de la interacción entre lo doméstico y lo internacional se hace más relevante en un momento en el que la “internacionalización” es cada vez más evidente, producto de fronteras más porosas y de un mayor volumen de flujos transfronterizos.58 Esto incide en la construcción de identidades individuales y colectivas, así como en las expectativas, intereses y preferencias de los Estados en los distintos niveles de acción y esquemas normativos en los que participen.

Ahora bien, las identidades, intereses, preferencias y expectativas son construidas por los agentes, teniendo en cuenta sus experiencias y percepciones, el contexto cultural, el rol que ocupan en la estructura y sus interacciones con esta y con otros agentes; es decir, aquellas son exógenamente dadas (Wendt 1999: 315); pero se expresan y adquieren sentido en dependencia con lo endógeno. Así no pueden ser explicadas en forma separada del contexto que las condiciona y determina; como el de la dimensión temporal. De ahí la necesidad de observar la toma de decisiones –influenciada por las identidades, intereses, preferencias y roles del decisor, y otros actores colectivos, como grupos de interés– en el ámbito apropiado. Pero también es necesario atender estos aspectos de los agentes porque:

Los intereses y las identidades estatales pueden moldear el rango de escogencias de políticas que los líderes estatales considerarán apropiadas; pero el rango de opciones de política aceptable puede depender igualmente de hacia quién la política es dirigida, en términos de identidad y poder. Dos factores en particular parecen influenciar la decisión recurrir a la fuerza para promover o implementar normas: la posición del Estado objeto en el sistema internacional y su poder relativo del implementador. (Duffield 2007: 57)

Los Estados, sobre todo los pequeños, valoran sus posibilidades de éxito de sus acciones externas dependiendo de los destinatarios de tales acciones; no es lo mismo buscar implementar una norma en un contexto regional en donde las partes no muestran grandes asimetrías, que hacerlo en un foro o escenario con presencia de grandes potencias y con profundas brechas en términos de recursos y capacidades a ser afectadas por las nuevas normas o reglas. Lo mismo ocurre en el caso de las superpotencias. Algo similar sucede con la construcción de la agenda internacional o de la inserción de un tema de dicha agenda. Por supuesto, en esta decisión incide también la percepción de sí mismo y las auto-imágenes que tengan los Estados, pues en algunos casos y en ciertas áreas temáticas, Estados con relativo escaso poder e influencia en el sistema internacional podrán lograr que se adopten normas, para ello recurren al prestigio que tengan en el área específica. Esto acontece con países como Costa Rica en materia de derechos humanos. Otra posibilidad es que los Estados pequeños y débiles coordinen esfuerzos para lograr la inserción de un tema o la adopción de una norma o regla en un foro multilateral, aprovechando su peso conjunto relativo.

Lo anterior es producto de dos factores: 1) los Estados con capacidad para introducir reglas pueden determinar quién es parte del juego de poder en el escenario particular (es decir, definir quién es parte y quién no lo es de un sistema, en calidad de actor); y 2) los Estados con capacidad de definir o restringir el discurso y los temas de la agenda pueden crear identidades sociales y ubicar a los Estados en ellas –llegando a precisar quién es parte y quién no del sistema– (Duffield 2007: 58-9). Esto es lo que sobreviene con las potencias hegemónicas, quienes deciden, en gran parte, la arquitectura del sistema internacional.

K. Thelen (1999: 375), a partir del aporte de J. Zysman, señala que “la definición de intereses y objetivos es creada en los contextos institucionales y es separada de ellos.” Por consiguiente, debo señalar que la formación de intereses y preferencias es una cuestión endógena y exógena; de ahí que para entender este fenómeno deban observarse los distintos contextos en los que interactúa el decisor. Ello porque los individuos, al igual que los agentes colectivos, tienden a arrastrar las experiencias de un ámbito a otro. Esto se aprecia más cuando se tiene en cuenta que la decisión puede significar la permanencia o retiro del decisor, quien procura mantener y fortalecer su posición. De ahí que “…los actores que entran en una interacción social raramente emergen los mismos” (Johnston 2001: 488); porque, como señala N. Onuf (citado ibíd.: 492), “…las relaciones sociales hacen o construyen a la gente –nosotros mismos– dentro de las clases de seres que somos” (énfasis en el original).

Ello se hace más evidente y tiene mayor repercusión en el caso de los decisores de política exterior, quienes operan entre dos órdenes e interpretan las realidades de esos dos niveles de acción según sus experiencias, percepciones y expectativas propias; pero también según lo que ellos consideran son los intereses nacionales y cómo éstos se implementan según las condiciones vigentes en cada escenario y momento. Adicionalmente, operan en el punto de convergencia de las normas domésticas e internacionales que están entrelazadas profundamente, pues “muchas de las normas comienzan como normas domésticas y llegan a ser internacionales a través de los esfuerzos emprendedores de varias clases” (Finnemore & Sikkink 1998: 893).

Hay que reconocer que los conceptos son creados colectivamente y tienen intencionalidad, por lo que adquieren significado en un ámbito específico, lo cual, en el caso de política exterior, dificulta la comprensión de las concepciones para quienes no forman parte de la comunidad de intereses y no son socializados en esos procesos.59

De esa manera, los intereses y preferencias están relacionados con la construcción de las instituciones, de la misma forma que éstas condicionan a aquellas y a los decisores. Al respecto, cabe citar a H. Milner y R. Keohane (1996: 4) cuando señalan:

Las instituciones políticas reflejan las preferencias de políticas de los actores domésticos, dado que son intencionalmente creadas para garantizar la búsqueda de políticas particulares. Pero también tienen efectos independientes: crean reglas para la toma de decisiones, ayudan a estructurar agendas y ofrecen ventajas a ciertos grupos mientras desventajas a otros. A través del tiempo, instituciones fuertes pueden moldear las preferencias de política de los actores. Dado que las instituciones tienen efectos, la gente tiene preferencias acerca de las instituciones también como acerca de políticas; y estas preferencias estarán vinculadas.

De acuerdo con J. Ferojohn (citado Thelen 1999: 376) los “entendimientos y significados culturalmente compartidos” son claves en la selección del posible equilibrio estratégico.60 Así es necesario tener en cuenta la experiencia del decisor (no sólo en el contexto propio de la decisión a adoptar, sino en otros contextos previos y actuales en los que participe el actor); es decir, las causas están vinculadas con cuestiones propias de la motivación y la conducta individual (que son explicadas por los marcos cognitivos y normativos). Asimismo, en mayor o menor medida aquellas son condicionadas por los modelos de recursos y relaciones (cultura) en los que los individuos están insertados (Pierson & Skocpol 2002: 12).

Las causas de una situación pueden haberse generado en otros momentos y con la participación de otros actores, lo que pudiera no ser observado si no se reconoce la prolongación temporal, espacial y cultural de los procesos. Recurriendo a una analogía, sería como concebir la totalidad de un árbol como sólo la parte que sobresale del suelo, obviando la existencia de raíces y su vinculación con un entorno distinto al del tronco y las ramas –como sucede en la mayoría de los análisis de la formulación de la política exterior–.

En definitiva, las decisiones no pueden ser observadas, explicadas y entendidas sin considerar los intereses y preferencias de los decisores y la interacción entre éstos y la estructura o estructuras que poseen los diferentes niveles de acción. Pero tampoco pueden ser entendidas sin atender la dinámica de los ambientes institucionales y las normas y reglas que operan en ellas y que producen los procesos de socialización y moderan o determinan las conductas de los agentes. En esto tienen significativa importancia las reglas constitutivas, como generadoras de contextos históricos que contribuyen a formar a los actores.61

Las normas constituyen un “…estándar de conducta apropiada para actores con una identidad dada” (Finnemore & Sikkink 1998: 891, énfasis agregado), por lo que opera en una dimensión intersubjetiva y se clasifican –como se mencionó– en regulativas, constitutivas y prescriptivas. Por consiguiente, “…las normas deben ser expresadas, de vez en cuando, verbalmente o en papel, consciente o inconscientemente, o de otra manera no podrían ser compartidas por los miembros de un grupo social” (Duffield 2007: 9), que en el caso de los decisores de política exterior está constituido por integrantes del mismo país y por aquellos de otros Estados y visiones culturales e incluso civilizacionales diferentes. Pero también están relacionados con las expectativas societales, las que repercuten de tres formas distintas sobre los decisores de política exterior: 1) en calidad de ciudadanos internalizan ciertas normas sociales y culturales; 2) como políticos internalizan expectativas societales acerca de la conducta política apropiada; y 3) en cuanto representantes de sus países se comportan en formas acordes con las normas societales relevantes (Rittberger 2004: 23).