Loe raamatut: «Ideas periódicas»

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© 2021, Carlos Peña

© De esta edición:

2021, Empresa El Mercurio S.A.P.

Avda. Santa María 5542, Vitacura,

Santiago de Chile.

ISBN: 978-956-9986-74-1

ISBN digital: 978-956-9986-75-8

Inscripción Nº 2021-A-3236

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ÍNDICE

Prólogo

Esfera pública y expresión

El espejo común

El mundo del diario

La libertad de expresión

Las nuevas amenazas al diálogo racional

La libertad de expresión y el humor

Religión y moral

El lugar de la religión en el mundo de hoy

Religión y política

¿De qué hablamos cuando hablamos de moral?

La bellota y el roble: sobre los derechos del embrión

Suerte y mérito

Modernidad y modernización

¿Qué es lo moderno?

El malestar en lo moderno

La anomia juvenil

La lección de una revuelta estudiantil

Pluralidad y libertad

Política y libertad

Libertad de enseñanza: el caso de la Purísima

Educación y ciudadanía

El género en la sociedad contemporánea

Los desafíos de la pluralidad

El sentido de la neutralidad del estado

¿Tiene límites la no discriminación?

¿Qué significa tratar con justicia a los pueblos indígenas?

Humanismo y lectura

El individuo y los fantasmas de la literatura

La última utopía

Leer en tiempos difíciles

Epílogo

PRÓLOGO

«Como un individuo solitario que exagera los talentos de sus pocos amigos para mantenerlos cerca, así nosotros exageramos la significación de nuestros propios ideales para llenar el vacío de nuestra vida moral».

M. Oakeshott, The Tower of Babel, 1948

¿Tiene importancia la religión en la sociedad contemporánea? ¿En qué consiste la reflexión moral? ¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿Tienen derecho las identidades sexuales o étnicas a ser protegidas de la palabra ajena o del humor? ¿Hay razones para proteger al embrión? ¿En qué consiste la modernización? ¿Por qué ella parece estar acompañada de una permanente sensación de pérdida? ¿Será cierto que el estado es siempre un enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Qué significa que la autoridad deba ser neutral? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué importan?

Esas y otras preguntas similares son las que hoy inundan la esfera pública —y pronto anegarán a la recién electa Convención Constitucional— y acerca de ellas trata este libro.

En la primera parte —Esfera pública y expresión— se explica de qué forma tenemos un mundo en común gracias al lenguaje que compartimos. Las palabras, no hay que olvidarlo, son la verdadera constitución del mundo. El lenguaje, observa Octavio Paz, está a medio camino de la naturaleza y la cultura. No pertenece a la primera y a la vez es condición para que exista la segunda. Por eso los lugares donde ese pacto verbal se ejercita —los libros y los diarios— son tan importantes y de ahí también la importancia de defender la libertad de expresión en ellos. Todas esas formas más o menos tácitas de controlar la expresión humana —desde lo que hoy se persigue como negacionismo, la corrección política o la simple censura— acaban dañando la vida cívica.

La segunda parte se ocupa de la religión y la moral. A pesar de todos los pronósticos que alguna vez se formularon, el sentido de lo religioso parece estar íntimamente atado a cualquier forma de cultura. Lo que llamamos cultura es el esfuerzo de la condición humana por estirarse más allá de sí misma. George Steiner dice por eso que detrás de toda expresión cultural está la sospecha de lo que llama «una presencia real». No podemos saber desde luego si esa presencia real efectivamente existe; pero la tendencia a aprehenderla parece latir en todas las culturas y bajo diversas formas. Por lo mismo, cualquier análisis de la sociedad actual debe responder la pregunta del lugar que cabe a la religión en ella. Y si bien la moral no es lo mismo que la religión, entre ambas hay un cierto parentesco. Ambas derivan de esa peculiar tendencia de los seres humanos que los lleva a esforzarse por comprender el sentido del mundo en derredor y del lugar que cabe a la propia conducta en él. La religión provee importantes orientaciones de sentido a la democracia y ha de permitirse su más amplia expresión; pero su influencia en las decisiones públicas debe ampararse en razones susceptibles de ser comprendidas por todos. Hay aquí un importante desafío para una democracia liberal.

La tercera parte examina lo moderno como fenómeno. La esfera pública y la religión tal como hoy las conocemos, existen imbricadas con los rasgos propios de una sociedad moderna. Las sociedades experimentan, como ha ocurrido con la sociedad chilena, cambios radicales en sus condiciones materiales a los que la literatura llama modernización. Ese fenómeno no siempre coincide con la modernidad como experiencia cultural. Es pues necesario examinar en qué consiste y cuál es el origen de lo moderno y de qué forma la literatura ayuda a entender algunos de los procesos del mundo de hoy y el malestar que parece acompañarlo. La sociedad chilena ha experimentado esos procesos y esos malestares al extremo que hoy inundan la vida cívica y amenazan con estropearla. Ocuparse de ellos es pues muy importante. Y en el trasfondo del debate constitucional que se inicia se encuentra la necesidad de comprenderlos.

La cuarta parte examina un aspecto que acompaña a la sociedad moderna como si fuera una sombra: la pluralidad de formas de vida. Si hay un rasgo estrictamente moderno es el tránsito de la vida como destino a la vida como elección. De allí deriva la extrema diversidad de formas de vida y de concepciones que hoy día experimentamos acerca de en qué consiste vivir bien. Ello plantea un especial desafío a la política contemporánea: cómo permitir que todas esas formas de vida cooperen entre sí, sin favorecer a ninguna de ellas por sobre otras. La pluralidad contemporánea parece demandar neutralidad al estado; pero ¿es eso posible? Analizar la actitud del estado frente a la pluralidad de toda índole es quizá el aspecto más importante del debate constitucional que se inicia.

En fin, el texto concluye mostrando de qué forma las instituciones de la sociedad tal cual hoy las conocemos

—los derechos humanos, por ejemplo, o el diálogo democrático— son el fruto de una cierta imagen de la condición humana que apareció en la literatura con autores como Montaigne o Defoe. No podemos comprender parte del agobio de lo moderno sin la figura de Joseph K., el personaje de Kafka, ni la tendencia a controlar técnicamente el mundo y a la vez imaginar una perfecta belleza ilusoria, sin Don Quijote, el personaje de Cervantes. Mantener esas imágenes con que nos concebimos —y comprender cómo en ellas se funda nuestra dignidad— es una forma de cuidar las instituciones.

Al final hay un epílogo acerca de lo que podría significar para algunas de las cuestiones que en este libro se discuten, los recientes resultados electorales. Y el desafío que les espera a quienes obtuvieron la confianza de la ciudadanía.

Los textos que componen el libro —a excepción de dos— son inéditos y fueron escritos en los primeros meses del año 2021. Y todos ellos se ocupan, como se acaba de mostrar, de esclarecer algunos de los problemas de la sociedad de hoy. Por supuesto estos ensayos no intentan mostrar cómo solucionarlos, sino que quieren contribuir a esparcir una actitud más reflexiva en torno a ellos.

Uno de los rasgos más notorios del Chile contemporáneo, lo constituye el hecho de que en él abundan los malestares acerca de la vida en común y las preguntas acerca de cómo ella debiera organizarse mejor. Pero las respuestas escasean. Y las fuentes tradicionales de autoridad donde solía buscárselas —la Iglesia, los partidos políticos o incluso la universidad— ya no parecen capaces de proporcionarlas. Todas esas instituciones están sumidas en una cierta agitación, y no siempre intelectual, consecuencia de la cual incluso llegan a dudar de sí mismas. La Iglesia, que durante tanto tiempo formó parte del espacio público llamando la atención acerca de las violaciones a los derechos humanos en la dictadura o más tarde acerca de los desafíos de la modernización, parece haber perdido ese ímpetu. Incluso guardó silencio en vez de mostrar indignación cuando sus templos (esos lugares que permiten al creyente en medio del tráfago cotidiano asomarse a un espacio sagrado) fueron

incendiados por las turbas. Los partidos políticos han disminuido su prestigio en la ciudadanía y se sienten tentados a recuperarlo de la peor forma que se les podía imaginar: amplificando lo que la gente irreflexivamente siente o anhela. Las ideas generales para orientar el esfuerzo colectivo, cuya formulación fue siempre la tarea de los partidos, hoy arriesgan ser sustituidas por las ocurrencias que ganan aplausos. Y en fin, las universidades, esos lugares donde la cultura debe esforzarse por estar a la altura de sí misma para transmitirla a las nuevas generaciones, hoy son empujadas a que sus académicos publiquen papers y artículos sobre no importa qué para así subir en los rankings, en vez de reflexionar acerca del entorno en el que desenvuelve la vida.

Por supuesto no vale la pena exagerar. Lo que hoy le ocurre a la sociedad chilena no es original ni inédito. Como recordó Jorge Millas en uno de sus ensayos, «todas las épocas se han sentido alguna vez acongojadas». Y lo que las diferencia entonces no es el malestar que las aqueja sino la forma en que procuran hacerle frente.

Y ahí sí que actualmente aparece un rasgo inédito.

Hoy día, antes que reflexionar, se acostumbra a tomar posiciones nítidas y firmes frente a todos los problemas y se prefiere condenar apresuradamente a aquellas que no coinciden con las propias, en vez de esforzarse por refutarlas o dejarse persuadir por ellas. Ha contribuido a esa actitud, sin duda, la existencia de las redes sociales. Las cuales tienen muchas virtudes como la instantánea comunicación entre las personas; pero al hacerlo las invitan a expresar tan rápida y brevemente sus opiniones frente a este hecho o aquel otro, que la reflexión o el argumento desaparecen. El resultado es que las personas se ven atrapadas por lo que la psicología llama el «sesgo de confirmación»: buscan rápidamente los puntos de vista que coinciden con los suyos y cancelan o castigan a los que los desmienten o se alejan

de ellos.

La práctica a la que ese empleo de las redes da origen —la aparición de tribus de opinión cuyos integrantes refuerzan recíprocamente sus prejuicios, los que a su vez son amplificados por los medios que ven en ellos una reedición de las antiguas audiencias masivas— amenaza con dañar severamente la esfera pública que es, a todas luces, la base de la democracia. Esta no es simplemente un mecanismo para sumar opiniones o contabilizar intereses, ella descansa sobre un ideal de diálogo en el que las personas, reconociéndose una misma condición, expresan sus puntos de vista y exhiben las razones a favor de él. Esa dimensión de diálogo es la que las redes, por su misma índole, desdibujan. El diálogo requiere ideas, las ideas reflexión, y su defensa o refutación argumental necesita tiempo. Ninguna de esas condiciones se ven favorecidas por el empleo de las redes como un foro donde se suman posiciones y donde las ideas, cuando las hay, se esconden en frases breves o altisonantes que buscan el aplauso inmediato en vez de una adhesión racional.

En los primeros tiempos, cuando recién comenzaron a expandirse, se decía que las redes aumentarían la participación informada de la ciudadanía. Las elecciones se centrarían en «temas» propuestos por los ciudadanos; los votantes podrían hacer el escrutinio de quienes aspiraran al poder; el gobierno sería más transparente; los dictadores o los aspirantes a serlo, perderían el control; y en su conjunto las democracias liberales se verían fortalecidas. Basta ver lo que ocurrió con Donald Trump o lo que está ocurriendo entre nosotros para advertir que esas esperanzas no están cerca de cumplirse. La gente se ha visto más atrapada que nunca en sus prejuicios los que, sin darse cuenta, confirman a diario leyendo su lista preferida de Twitter o las noticias seleccionadas para ella por un algoritmo en Facebook; los votantes en vez de hacer el escrutinio de los candidatos simplemente confirman sus preferencias; los gobiernos si bien son más transparentes son también más sensibles a los cambios de opinión; y la tiranía no se ha alejado sino que, una de las peores, lo que Alexis de Tocqueville llamó el imperio moral de la mayoría amenaza con estar al mando.

Por supuesto un libro no puede corregir una situación como esa; pero puede ayudar a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública.

En uno de los brillantes ensayos que escribió, Michael Oakeshott observa que la vida humana se desenvuelve en dos planos de manera casi simultánea. En uno de ellos la vida se despliega de forma más o menos automática, siguiendo el hábito conductual o la disposición del carácter, que es el resultado de la educación y de la forma en que fuimos sociabilizados en los grupos a los que pertenecemos.

En el otro, en cambio, la vida vuelve reflexivamente sobre sí misma, se palpa y se examina a la luz de un cierto criterio o de un cierto ideal que se propone perseguir. Cuando en un momento y lugar determinados domina la primera dimensión, la vida se desenvuelve de manera más o menos simple, como si se deslizara por un plano liso y levemente inclinado, casi sin tropiezos. La conducta entonces no es una incógnita puesto que posee la naturalidad de la respiración. Cuando, en cambio, domina la segunda dimensión —la que hoy caracteriza a nuestra vida pública— la prosecución de un ideal cualquiera sea, la conducta se vuelve problemática, entra en tensión con sus partes componentes, y se revisa a sí misma para averiguar si está o no a la altura de ese propósito, bueno o malo, que se ha propuesto perseguir. Entonces parece más importante tener una ideología acerca de cómo comportarse, que saber hacerlo.

Quizá en esa aguda observación de Michael Oakeshott —dar más importancia a la ideología acerca de la conducta que saber comportarse— radica la explicación para uno los principales rasgos de nuestra época: la tendencia a moralizarlo todo y al mismo tiempo la imposibilidad de comportarse a la altura; el impulso a clasificar el punto de vista ajeno antes que el esfuerzo por comprenderlo; la tendencia a erizarse frente a quien piensa distinto en vez de disponerse a refutarlo.

Y ese es el peligro que afrontan las sociedades que, como la chilena hoy, se ha propuesto modificarse a sí misma.

Sería presuntuoso, desde luego, pretender que el puñado de ideas que en estas páginas se exponen pueda aminorar ese peligro; pero si ayudan al lector a formarse un juicio propio allí donde no había ninguno, a cambiar el que tenía o a confirmarlo reflexivamente, ellas habrán cumplido

su tarea.

Carlos Peña


EL ESPEJO COMÚN

Si hay algo que caracteriza a la sociedad contemporánea, es el sostenido debilitamiento de los espacios comunes. La esfera pública parece hoy desperdigarse en el laberinto de las redes sociales. En medio de ese panorama ¿hay algo en común? ¿Y en qué consiste?

¿Cómo es que tenemos algo en común y podemos conversar, intercambiar ideas, discrepar, comentar el diario? La pregunta parece estar de más; sin embargo, basta un poco de reflexión para darse cuenta de que no admite una respuesta muy sencilla. Y encontrar una respuesta es clave para entender lo que hoy se llama opinión pública, el lugar donde circulan los diarios, las ideas, y donde descansa la democracia.

Basta comenzar describiendo la propia experiencia —la suya o la mía— para tropezar de inmediato con una dificultad.

Cada individuo humano tiene pensamientos que atesora en su conciencia y experimenta su vida de una forma inaccesible para cualquier otro. Es lo que suele llamarse el mundo interior. Se trata de una suma de vivencias, pensamientos, temores que constituyen al individuo que cada uno es y que son opacos para los terceros que se relacionan con él. Como explicaba Ortega en una de sus clases, el dolor físico o el miedo o cualquier sensación semejante, son estrictamente personales y no pueden ser compartidos. Que sean personales no quiere decir que solo le ocurran a usted; quiere decir que la experiencia del dolor o del miedo es intransmisible. Ver la mueca del sufrimiento, su fisonomía, le permiten darse cuenta de que su pareja sufre un dolor físico; pero enterarse, por sus músculos contraídos que él o ella lo padece no es lo mismo que sentirlo.

En la filosofía la pregunta ¿cómo sé que hay otras mentes, que el individuo que veo frente a mí tiene pensamientos, siente dolor, etcétera? es muy frecuente. Se la ha respondido diciendo que lo sabemos por analogía: en la medida que el otro tiene características externas que son como las mías puedo suponer que tiene el tipo de experiencia interior que tengo yo (este argumento se encuentra en John Stuart Mill y en la obra de Edmund Husserl). Sin embargo, una vez que sabemos que hay otras mentes y que ellas no son fruto de una ilusión o un engaño, aparece el segundo problema. Una vez que sé que quien está frente mío siente y piensa del mismo modo que siento y pienso yo ¿cómo puedo saber el contenido de lo que él o ella piensa o la sensación que siente? Tenemos múltiples formas de conjeturar lo que el otro piensa, pero no podemos pensar sus pensamientos o sentir su dolor. El dolor, al igual que otros sentimientos cualesquiera, es estrictamente propio, subjetivo, e incomunicable como tal. Puedo saber que alguien siente dolor por el llanto, el rostro contraído o la mirada ausente, pero no puedo sentir su dolor. Y lo que se dice del dolor puede decirse también de los pensamientos tristes o alegres. Nadie puede acceder a los pensamientos de otro. Cada uno vive, al parecer, encerrado en sí mismo, recluso, sin poder escapar de esa celda que cada uno es para sí.

Pero si lo anterior es cierto ¿cómo entonces llegamos a comunicarnos y a tener un mundo en común? ¿Cómo puede existir una esfera pública, ese sitio donde la política y la prensa se desenvuelven?

La respuesta a ese problema resume casi toda la filosofía del siglo XX y permite comprender buena parte de la condición contemporánea.

A primera vista el asunto es extremadamente sencillo.

Los individuos tienen pensamientos y cuentan con una herramienta, el lenguaje, para transmitirlos a los demás. La descripción del fenómeno parece transparente. Primero pensamos acerca de la realidad y luego, gracias al milagro del lenguaje, damos a conocer a los demás lo que pensamos. Un matemático de fines del siglo XIX, Gotlob Frege advirtió, sin embargo, que el asunto no era tan simple porque ¿cómo podríamos saber que el pensamiento que usted tiene al usar la palabra «silla» es el mismo pensamiento que al oír esa palabra tiene su interlocutor? Alguien dirá que son los ademanes que ejecutamos al decir, por ejemplo, «ahí hay una silla» (señalándola con el índice) lo que permite asociar las palabras con las cosas. Esa es más o menos la forma en que San Agustín describe el lenguaje en Las Confesiones. Pero es obvio que esa explicación no es suficiente: usted podría creer que silla es el nombre del gesto y no del objeto que él señala, o que la palabra silla alude a la forma del mueble y no a su función, etcétera. Como explica Wittgenstein no es posible aprender un lenguaje mostrando el significado de las palabras. Sugirió entonces que los significados no estaban en la cabeza, sino en el lenguaje. Si los significados y los pensamientos fueran una cuestión interna a cada uno, algo psicológico, entonces no habría ninguna posibilidad de un mundo en común. Cada uno viviría encerrado en sí mismo preso de la ilusión de que se comunica con otros.

Pero obviamente no es así, vivimos en un mundo que compartimos. Realizamos acciones comunes, adquirimos compromisos, discutimos, hacemos política, celebramos contratos, escribimos cartas al director, leemos el diario y lo comentamos ¿cómo es eso posible?

Eso ocurre gracias al lenguaje o, más bien, gracias a que el lenguaje no es un invento individual, algo que cada uno elabore para expresar sus pensamientos. Un lenguaje privado es una idea absurda. El lenguaje es algo social que heredamos y cuando nos sumergimos en él accedemos a un mundo compartido con todos quienes lo manejan. El lenguaje, pudiéramos decir, es portador de un mundo al que, al aprenderlo, nos incorporamos.

Existe, en suma, un mundo en común porque compartimos un lenguaje común. El mundo en común es entonces no algo que antecede a la comunicación, sino algo que la comunicación constituye. Los significados estarían allá afuera, en el lenguaje compartido y no dentro de cada uno. Usted adquiere un lenguaje y logra comunicarse, cuando se sumerge en una práctica social, en una forma de vida. Es esta práctica social que lo obligó a salir de sí, lo que le permite manejar las herramientas de la comunicación.

Wittgenstein dijo por eso que el lenguaje era una forma de vida. La frase no es una metáfora, quiere decir que aprender una cierta forma de vida, un cierto modo de interactuar con los demás y tratar con las cosas es, al mismo tiempo, aprender un lenguaje, participar de una comunicación. Y participar de una comunicación sería, al mismo tiempo, participar de un mundo. Si el lenguaje se fractura o se dispersa en múltiples idiolectos, donde cada persona principia a hablar de un modo peculiar, es el mundo en común el que se vuelve más borroso.

Un ámbito ampliado de comunicación sería, pues, lo que permite vivir en común.

Algunos autores han situado en el siglo XVII la aparición de un ámbito donde el mundo compartido que el lenguaje hace posible comenzó a ampliarse y a hacerse cada vez más agudo. Se le suele llamar esfera pública. Se trata de un espacio que en las sociedades modernas se constituyó gracias a la imprenta y a los diarios. Los diarios que entonces principian a circular acreditan la existencia de un acontecer que está más allá de la vida individual y crean, poco a poco, la conciencia que hay cosas comunes, que al margen de la vida que cada uno haya decidido llevar, hay asuntos que conciernen a todos.

En sus inicios, el espacio público apareció como una práctica de raciocinio, un ámbito donde las personas intercambiaban sus puntos de vista y sus experiencias y las contrastaban con las reglas impuestas por el poder del estado. Ello habría ocurrido originariamente en torno a la prensa y a los cafés donde las personas se reunían a comentar las noticias y murmurar acerca del poder estatal. El fenómeno habría coincidido también con la aparición de lo que hoy llamamos novelas y el empleo en ellas de las lenguas nacionales lo que habría hecho crecer inmensamente el público de lectores. Mientras el estado establecía reglas y procedimientos formales para hacer posible la vida colectiva, el espacio público, ese ámbito donde los ciudadanos conversaban e intercambian experiencias, insuflaba un cierto sentido o significado a la vida colectiva. Las personas llevaban una vida personal o íntima en la familia o en sus grupos más inmediatos, por una parte, y una vida en la impersonalidad de la sociedad y de las reglas, por la otra. El espacio público establecía una mediación entre ambos niveles de la existencia: el individuo (en la época por supuesto una minoría de hombres) podía así generalizar el sentido de su vida y expandirlo hacia la esfera de las instituciones.

Algunos autores han documentado que la aparición de esa esfera contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la democracia moderna y en el caso de América Latina a la constitución de las repúblicas. La democracia moderna habría sido deliberativa: las diversas posiciones se confrontaban racionalmente en un largo debate acerca de la vida en común.

Al describir el fenómeno o ese tipo de espacio público (como un ámbito donde se intercambian razones y se generaliza el sentido de la propia vida) es inevitable hablar en pasado porque hoy, al revés de esa imagen, parecen proliferar ámbitos de comunicación más bien diferenciados, donde en vez de deliberarse acerca de un mundo en común proliferan y se acentúan las diferencias y las identidades.

La imagen de una sociedad que delibera acerca de sí misma sigue siendo, por supuesto, importante y alimenta un ideal democrático que hay que esforzarse por realizar. Pero hoy diversas transformaciones en la infraestructura de la comunicación humana, sumada a otros fenómenos de índole más directamente cultural (algunos de los cuales se examinarán más adelante), han hecho difícil la realización completa de esa imagen.

Veamos.

Ante todo, ocurre que la sociedad —en especial la sociedad moderna— se diferencia en múltiples actividades, cada una de las cuales, por decirlo así, genera una forma peculiar o propia de comunicación, un código comunicativo específico. Es lo que los sociólogos identifican como la diferenciación de la sociedad moderna. La actividad económica, por ejemplo, mira la realidad a través de conceptos como el dinero; la actividad jurídica mediante conceptos como correcto o incorrecto; la actividad política a través del poder, etcétera. La sociedad moderna entonces se multiplica en varias formas de comunicación lo cual quiere decir que existen varios mundos según la forma de comunicación que los constituye. Y cada forma de comunicación mira a las otras a partir de su propio código comunicativo. La entrega del objeto que llamamos dinero puede ser un pago visto desde el punto de vista económico, un soborno desde el punto de vista jurídico, o un juego desde el punto de vista educativo, etcétera. Cada subsistema en el que se desenvuelve la vida al generar su propia forma de comunicación reduce el mundo en la medida que lo somete y lo filtra, por decirlo así, a través de su propio código de comunicación.

De esta manera, al incrementarse en la modernidad la diferenciación de funciones, se incrementa también, el número de ámbitos en que desenvolvemos nuestra existencia. Como en las condiciones modernas cada uno desempeña muchos roles o tareas —es padre o hijo, trabajador, tiene tal o cual profesión, participa del sistema económico, del político, del jurídico, etcétera— de ahí resulta que nadie participa de un solo mundo, sino que entra y sale de varios y, cuando abandona la comunicación, o lo que es lo mismo, cuando sale de alguno de los mundos en que estaba, es para volver a encontrarse a solas consigo mismo.

Fíjese usted en lo que hemos venido a parar.

Comenzamos preguntándonos si acaso teníamos un mundo en común. La pregunta surgía porque la mayor parte de lo que sentimos es intransmisible y siendo así, entonces, surge como un problema explicar la presencia de un mundo en común. La respuesta fue que la comunicación era la que lo hacía posible, pero ello ocurría no porque la comunicación fuera un medio o instrumento de lo que sentimos o pensamos, sino porque la comunicación constituye lo que sentimos o pensamos. Decir comunicación y decir mundo vendría a ser más o menos sinónimos. Así la esfera pública sería ese mundo en común erigido en torno a la comunicación. Desgraciadamente en la sociedad moderna, agregábamos, las funciones se diferencian y los códigos comunicativos también hasta llegar al extremo que parece desaparecer un mundo único y proliferar los mundos —los subsistemas de comunicación— en que desenvolvemos muestra vida.

¿Significa eso que carecemos de un mundo en común, de un lugar donde nos encontramos constituyendo eso que se llama opinión pública?

Por supuesto que no; lo que ocurre es que la esfera pública y la opinión que se forma a su amparo se han transformado.

Se encuentra ante todo lo que un autor llamó la «refeudalización de la esfera pública». En la época feudal el poder y los símbolos comunes se representaban, se ponían en escena ante los ojos del público. Así el aura del poder se hacía patente al ejecutarse el rito ante la presencia directa de aquellos a quienes afectaba. El boato de las ceremonias públicas presenciadas por el pueblo era la mejor muestra del fenómeno. No era el discurso racional sino la representación del aura del poder lo que constituía la esfera pública. Hoy día la esfera pública habría vuelto a esa práctica como consecuencia de la aparición de la televisión. La televisión suprime la distancia y permite entonces que el público asista de manera más o menos directa a la representación del poder. A diferencia de la prensa que estimula el raciocinio, la televisión permite a quienes ejercen el poder establecer una especie de intimidad a distancia con las audiencias más que entrar en diálogo con ellas. La televisión tiene, por supuesto, otras ventajas como la de exhibir formas de vida que de otra manera permanecerían invisibles y permitir que el público vigile a la autoridad sin que ella por su parte lo vea, pero el rasgo mencionado parece ser su característica fundamental. Hay aquí algo del tinte de espectáculo con que a veces se nos aparece la vida pública y política.

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