La baba del caracol

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La baba del caracol
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© BERNABÉ FERNÁNDEZ

CHANTAL MAILLARD

Es poeta y ensayista. Doctora en filosofía, se especializó en filosofías y religiones de la India en la Universidad de Benarés y ha sido profesora titular de Estética y Teorías de las Artes en la Universidad de Málaga. Ha recibido el Premio Nacional de Poesía por el libro Matar a Platón (2004) y el Premio de la Crítica por Hilos (2007). Ha colaborado durante dos décadas con los suplementos culturales de ABC y El País. Es autora de numerosos ensayos y de una serie de diarios (Filosofía en los días críticos, Husos, Diarios indios y Bélgica). En India (2014) ha reunido sus escritos (poesía, ensayo, diarios y crítica) en torno a ese subcontinente. La mujer de pie (2017), La herida en la lengua (2017) y La razón estética (2017) son sus últimos títulos publicados. En la editorial Vaso Roto ha publicado La baba del caracol (2014), Escritos sobre pintura, una antología de textos de Henri Michaux (2018) y ¿Es posible un munso sin violencia? (2018).

Primera edición: abril, 2014

Segunda edición: febrero, 2019

© Chantal Maillard, 2014

© Vaso Roto Ediciones, 2019

ESPAÑA

C/ Alcalá 85, 7° izda.

28009 Madrid

vasoroto@vasoroto.com

www.vasoroto.com

Diseño de colección: Josep Bagà

Dibujo de cubierta: Víctor Ramírez

Queda rigurosamente prohibida, sin la

autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Printed in Spain - Impreso en España

Imprenta: Kadmos

ISBN: 978-84-949952-2-4

eISBN: 978-84-124374-9-2

Depósito legal: M-4826-2019

IBIC: DNF

Chantal Maillard

La baba del caracol

Cinco apuntes sobre el poema


Índice

EN LA TRAZA. PEQUEÑA ZOOLOGÍA POEMÁTICA

EL PÁJARO. VARIACIONES SOBRE POESÍA Y PENSAMIENTO

MICHAUX-SANTÔKA. A TRAZOS

ORINAR EN LA NIEVE

EN UN PRINCIPIO ERA EL HAMBRE

EN LA TRAZA

He aceptado el encargo y me siento responsable. He de responder. Hallar respuesta. Darla. A pesar de haberme prometido no volver a dar ninguna. Paradoja de quien no se resigna a dejar de pronunciar, de pronunciarse.

Responder, pues, a la pregunta por la creación. La creación: palabra obstructora, palabra que dice al mí que quiere anteponerse, que se esfuerza en ello.

Responder.

A pesar del ánimo que se resiste al reto de mantener en el aire, como un experto malabarista, las ideas desde el inicio, mantenerlas allí, tres, cuatro, seis, veinte, en un círculo perfecto, todas a un tiempo, sin perderlas de vista, para luego recogerlas una a una y devolverlas de nuevo, juntas aunque dispuestas de otro modo, al cesto del que provinieron. A la vieja usanza.

Someter la experiencia al uso del impersonal y ponderar: otorgarle al decir el peso que una pluralidad anónima permite. Decir Crear es… Decir En la Grecia clásica… Yo no estuve en Grecia en aquellos tiempos. Lo que puedo decir es de segunda mano, o de tercera. La mano del malabarista.

¿Permitirme hablar en tono impersonal, amparada tras la historia, amalgamando el antes en el ahora, dando fe de lo que no he sido? Mi escritura y mi voz me dicen mientras hablo, y es una ingenuidad suponer que pueda evitar mencionarme mientras acudo a mis bancos de datos y digo El arte es…, cuando utilizo la cópula indiscriminadamente para enlazar términos, caducos en su mayor parte.

No obstante, he de responder. Y lo haré, porque creo que si algo merece ser traído a los foros para su revisión, son aquellos conceptos que nos acompañan como si hubiesen existido desde siempre. «Cuidad de no ser aplastados por una estatua», advertía Nietzsche. Se refería a las ideas. Con el uso, las palabras tienen tendencia a perder su relación con lo que significan y, cuando esto ocurre, se convierten en ideas que trasladan ilegítimamente al ámbito moral el uso que de ellas hacíamos legítimamente en el ámbito práctico. Cargadas de valor, entonces, su solidez es aplastante.

Lo que llamamos cultura, en esta sociedad nuestra cuyos parámetros exportamos al resto del mundo, se asemeja mucho al patio de un palacio, lleno de estatuas colocadas sobre pedestales inestables a los que apuntalamos como podemos para que el patio –y el palacio– continúen abiertos al público. Una de estas estatuas es el Arte que, como el Laocoonte, se yergue formando un trío entre la Creación y el Artista.

¿Qué significa crear? ¿Qué cometido tiene el poema? ¿Qué cometido tienen las artes actualmente? ¿Siguen teniendo ahora, como la tuvieron antiguamente, una función social o se han convertido en uno de esos bienes que los Gobiernos protegen por miedo a quedarse sin ese suelo cultural que diferencia a los pueblos y que por tanto legitima los Estados? ¿Qué necesidad o qué placer satisfacen las artes? ¿Qué se espera de ellas? ¿Qué esperamos del poema?

Y, por otro lado, ¿qué tienen en común las artes plásticas y las de la palabra? ¿Existe algún criterio con el que puedan valorarse tanto un poema como una intervención o son, realmente, como pretenden las empresas que las gestionan, reinos separados? ¿Es necesaria la degradación del producto para que sea aceptado como valor mercantil? ¿En qué beneficia esta devaluación al sistema de mercado? Son éstas algunas de las preguntas que surgen al revisar el concepto de creación. Demasiadas, sin duda, para ser respondidas todas aquí.

Crear una obra de arte. Crear un poema. ¿Es el poema una obra de arte? ¿Es arte del mismo modo que una obra plástica? ¿Qué los diferencia? ¿Qué los asemeja?

Suele suponerse que el poeta, al trabajar con las palabras y su significación, tiene más tratos con el pensamiento que el artista plástico. Es ésta una forma decimonónica de entender las cosas. Lo que importa, en ambos casos, es cierta inclinación, un sesgo de la percepción, una oblicuidad que atraviesa «lo real», superponiéndose de repente a las líneas del mapa con el que acostumbramos a descifrar la existencia.

Quisiera hablar de ambas cosas como si fueran una sola. Una obra (de arte) es un poema. Un poema es una obra, algo que se presenta y se dice, y lo que dice no es distinto de la forma en que se dice.

Sin embargo, me doy cuenta de la dificultad de pensar ambas cosas conjuntamente. En nuestra mente siempre se forma alguna representación mientras se escucha, y esto dificulta las cosas. Tan sólo pediré que se tenga en cuenta, pues, que cuando hablo del «poema» no me refiero tan sólo a la obra escrita.

Quiero empezar sugiriendo que consideremos la manera en que el artista, el hacedor –el que hace (obra)–, se relaciona con lo que llamamos realidad. Propongo que consideremos tres modalidades de relación que son, a su vez, tres modelos teóricos: el de descubrimiento y revelación, el de construcción, y un tercero al que dejaré sin nombre, invitándole a usted a que se lo ponga.

El primero de ellos, el de descubrimiento, puede inscribirse dentro de lo que en filosofía se denomina «realismo». Una actitud realista es la que entiende que la realidad está dada y que lo que el ser humano puede hacer es descubrirla, en la medida de sus capacidades. El poeta, aquí, es un mediador; a él le toca revelarla.

En el segundo, el constructivo, la realidad no está dada sino que ha de ser construida. Así que, como cualquier idealista filosófico, el constructivista necesita entender a los individuos como sujetos activos cuyo cerebro no sea un sistema tan sólo receptivo, sino operante. El artista, aquí, es un arquitecto, o un tejedor. También es un científico. Le compete proponer nuevos patrones.

En ambos casos, tanto si se descubre como si se construye, la realidad es algo estable, y está fuera; tanto si el poeta la recibe como si el artista la construye, no forman parte de ella, ni siquiera cuando hablan en primera persona, proponiéndose a sí mismos como objeto. Según el tercer enfoque, por el contrario, lo que llamamos «la realidad» sería inestable, moviente y, a pesar de sus constantes (que permiten a la ciencia elaborar patrones teóricos), irreducible a parámetros fijos. Hablaríamos de suceso ahí donde se hablaba de realidad y veríamos trayectorias ahí donde creíamos ver objetos y sujetos. La noción de ritmo reemplazaría las de materia y forma (lo que sucede, sucede con un ritmo). Hablaríamos de resonancia. Y de escucha. ¿Y el poeta? El poeta no haría ningún ruido. Abriría la mano, tan sólo, para el poema.

Estos tres enfoques, por supuesto, tienen su historia. Pero están presentes en la actualidad, y esto es lo que nos interesa ahora.

 

I. El erizo y el ermitaño

Como ejemplo actual de la primera modalidad, me gustaría traer aquí a un pequeño personaje, un erizo, el erizo poemático de Jacques Derrida.

Lo que encierra el poema

En un escrito breve,1 diríase que un texto-poema acerca del poema, Derrida habla de ello como de un erizo arrojado al camino, un erizo que se hace un ovillo cuando ve venir la muerte y, justamente por eso, está expuesto a ella, expuesto a ser arrollado en la autopista. «Uno quisiera tenerlo en las manos, aprenderlo y comprenderlo, guardarlo para sí, junto a sí». Pero «no se está quieto en los nombres, ni siquiera en las palabras», el poema. «Cosa más allá de las lenguas», ovillado, «más en peligro que nunca en su refugio: cree defenderse, y se pierde». Se nos pierde. Y para evitarlo, «nace en ti el sueño de aprenderlo de memoria (d’apprendre par coeur). De dejarte atravesar el corazón por el dictado. De un trazo (d’un trait), y es lo imposible, y es la experiencia poemática. Aún no sabías el corazón; lo aprendes así. Con esta experiencia y con esta expresión. Llamo poema a aquello mismo que enseña (qui apprend) el corazón, a aquello que inventa el corazón».

«Un corazón allí (là-bas), entre los senderos o las autopistas, fuera de tu presencia, humilde, a ras de tierra, muy bajito (tout bas). Reitera murmurando: no repite jamás…».

Un corazón «allí» (un coeur là-bas), pero también un corazón que allí late (un coeur là bat), que late allí, fuera de nuestra presencia, fuera del cuerpo, en la autopista. El latido que expresa, que inaugura y expone el compás entre el dentro y el fuera, entre el sí mismo y… el otro.

«Lo poético, digámoslo, sería aquello que deseas aprender, pero del otro, gracias al otro y al dictado». El dictado… ¿Quién dicta? El otro. ¿Qué otro? «Un poema, yo no lo firmo jamás. El otro es el que firma. El yo tan sólo está cuando aparece ese deseo: aprender de memoria».

«Yo es otro», escribía Rimbaud…

El otro. El otro que soy cuando no me soy. Eso que sabe más allá del mí. Porque el mí se construye; el otro no. ¿Qué es lo que el otro sabe? ¿Qué es lo que cela, lo que recela su presencia?

Antes, mucho antes de esta época nuestra, el otro era un inspirado por los dioses, en Grecia era un ser enthusiasmado (en-theós), poseído por un dios. Aun ahora, en lugares como India o como Siria, el poeta sigue conservando el aura de los seres elegidos, es un mediador. Elegido pero anónimo, porque lo que importa es el poema.

El poema, no el sujeto; no lo había en los inicios. El sujeto es el mí que se pone, que se pro-pone frente-a. Y entonces las cosas, los otros (los de-más) vienen a ser objetos. El sujeto es el mí bien construido, una retícula personal, retículas sostenidas entre todos.

¿Respondería el erizo derridiano a una teoría de la revelación? Eso pensé al principio: el dictado. El poema que, recogido, entrañado, hace el corazón, lo des-cubre. Corazón-memoria. Corazón antiguo. Algo se reconoce: «¡Esto era!», exclamamos. A-sentimos. No sabíamos que lo sabíamos. El poema no nos enseña nada que no sepamos ya. El poema sólo des-cubre. ¿Qué es lo que des-cubre? ¿Qué es lo que re-vela? Porque no hay descubrimiento sin revelación (en las artes como en la ciencia), y toda revelación es un volver a velar. ¿Qué es lo que se vela?

El universo metafórico de los velos (el desvelar y el revelar) necesita un cuerpo. Tal cuerpo habrá de ser distinto de la vestimenta que lo cubre. ¿Cumple el erizo con este requisito? Me parece que no. Y de ser así, no está en su sitio en esta primera parte. Tampoco lo estará en la segunda.

Propongo que nos olvidemos un momento del erizo (lo recuperaremos después) y que nos traslademos de los campos a los parajes costeros para seguir a un cangrejo ermitaño.

Como aquél, también el ermitaño parece un ser tímido y vulnerable. Cuando lo cogemos se interna dentro de su concha, una concha de mil volutas, una espiral de vías recónditas. Si abrimos la mano y nos inmovilizamos, al cabo de un rato le vemos asomarse. Nos hace frente y recula sin dejar de mirarnos.

Pero lo más extraño, lo que me llama la atención sobre este animal es que, en realidad, esa concha en la que se retrae no le pertenece; es la concha de un molusco muerto. Y es que, a diferencia de los demás cangrejos, tiene el abdomen blando y necesita protegerse. Es uno de los pocos animales que practican esa variedad de comensalismo a la que se ha dado el nombre de tanatocresis. El ermitaño es un ser frágil que sabe adaptar su cuerpo a las volutas de la concha que le conviene. No puede vivir sin una concha. Cuando se le queda estrecha, va en busca de otra, en la que vuelve a enroscarse.

Así deberemos entender el poema si nos situamos en la perspectiva del modelo de revelación. El poema es lo que adviene antes del texto y, a diferencia del erizo derridiano, no es uno con el texto. El poema habita el lenguaje, se sirve de palabras muertas a las que traslada y reaviva. Vehicula algo (¿vivencias, sentimientos, saberes ocultos?) que difícilmente puede hallar, en las palabras, la manera de decirse en su totalidad. En el modelo de revelación la palabra es símbolo, y el símbolo no ha de confundirse con lo que representa.

Por eso peligra el poema en la letra escrita. El poema ha de transmitirse con la voz, está vivo, es sonoro… ¿Quién, en su infancia, no se ha llevado una concha al oído para escuchar el ruido del mar? El sonido de algo remoto, una resonancia cargada de…, ¿de qué exactamente? ¿De algo olvidado? Uno de los atributos del dios Visnu es una caracola: un símbolo de creación, la creación por el sonido.

El poema utiliza las palabras como el cangrejo las conchas; como él, se retuerce para adaptarse a las volutas de su hábitat. Lo que vemos del poema es lo que vemos del ermitaño: su concha, una envoltura prestada, con la que muchos le confunden. Muchos incluso lo recogerán porque les llama la atención su hermosa apariencia, sin sospechar siquiera que alberga un ermitaño.

El ermitaño no es la caracola; el poema no es la poesía. El poema es aquello a lo que apunta el decir; el poema es el eco. Por eso cuando, con el tiempo, las palabras o los versos se endurecen y pierden su sentido, hay que poder decir de otro modo, con otro ritmo. Cuando la concha en la que habita el ermitaño se le queda pequeña o se deteriora, el animal busca otra más apropiada. A lo largo de su vida cambiará de habitáculo con frecuencia. Así es como el poema atraviesa la historia.

1«Che cos’è la poesia?», en Poesia: Mensile di culture poetica, Anno i, n° 11, noviembre de 1988, pp. 3-11. Traducción de Cristina de Peretti y Patricio Peñalver en «¿Qué es poesía?», en Er, Revista de Filosofía n° 9, 1989.

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