Loe raamatut: «García Márquez»
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Bianchi Ross, Ciro, 1948-
García Márquez : pasaje a la Habana / Ciro Bianchi Ross. -- 1a. ed. -- Santa Marta : Universidad del Magdalena, 2019.
-- (Humanidades y artes. Literatura y estudios literarios)
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN 978-958-746-192-3 -- 978-958-746-193-0 (pdf) -- 978-958-746-194-7 (epub)
1. García Márquez, Gabriel, 1927-2014 - Crítica e interpretación 2. García Márquez, Gabriel, 1927-2014 - Pensamiento político 3. García Márquez, Gabriel, 1927-2014 - Trabajos periodísticos 4. Cuba - Política y gobierno - Revolución, 1959 I. Título II. Serie
CDD: 928.61 ed. 23
CO-BoBN– a1038662
Primera edición, marzo de 2019
Primera reimpresión, noviembre de 2019
© UNIVERSIDAD DEL MAGDALENA
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Diseño editorial: Luis Felipe Márquez Lora
Diagramación: Mauricio Rafael Torres Barbas
Diseño de portada: Andrés Felipe Moreno Toro
Editor literario: Clinton Ramírez C.
Corrección de estilo: Gran Caribe, Pensamiento, Cultura, Literatura
Santa Marta, Colombia, 2019
ISBN: 978-958-746-192-3 (impreso)
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Contenido
La entrevista posible
La historia de esta historia
¡Se cayó el hombre!
Complicidad sin disimulo
A La Habana sin pasaporte
Un bimotor destartalado y sin alma
«Operación Verdad»
Encañonado por la espalda
Prensa Latina S.A.
Los zapatos de muerto de Sosa Blanco
Se estructura la agencia
«Objetivos, pero no imparciales»
Se descubre la invasión
Molesta, luego existe
Al pie del teletipo
Corresponsal errátil
Lo encañonan de nuevo
Dos coberturas
Masetti acosado
Tres directores para una agencia
Nueva York
Fantasma para el progreso
Vigilado
De cabo a rabo
Viejo y seguro servidor
Un hombre muy viejo
Negros nubarrones
El niño terrible
Ya es hora de que vayas a Cuba
Operación Carlota
¿Por qué Mercedes tiene esa cara?
Una solidaridad descarada y terca
La fundación de la fundación
A ese cine hay que darle vuelo
Los Loynaz
Los pies en la tierra
El director que nunca fui
Escuela de Tres mundos
Cómo escribir un cuento
Siete años después
Último encuentro
Don Ambrosio, el editor
El gran sibarita
Nuestro hombre en La Habana
La hora de Londres
Una burla cordial
La ruleta rusa
Su estimativa cubana
Ídolos antiguos y tenaces
Boleros mojados en whisky
Amigos cercanos
Una tarea colosal
Hexámetros herméticos de Lezama Lima
Alejandro El Grande
Agente secreto
Comienza la crisis
Responden con más bloqueo
Carter, mediador
Aparece García Márquez
Cena en Martha’s Vineyard
Otra vez agente secreto
Surge la idea
Retrato hablado
Viejas historias caribes
Visitaré mucho esta casa
No recuerdo cuándo nos vimos
La ancha sonrisa bajo el bigote
Boleros
Su enorme cultura
No tuve esa intuición
Fumar daña su salud
Su secretario postal
El camino del cine
La ofrenda del coronel
Un ballet
Conversaciones
Ostras, mejillones, almejas y gambas
Una vocación incontenible
Arrogante y poco simpático
La mejor edad del mundo
23 ediciones en un año
Aquí siempre fue García
Llegó y ya no se iría
Regresa el hijo pródigo
Escribía temprano en las mañanas
Cuarenta kilogramos de cera
No la desilusiones, ¡por Dios!
La lección de Fidel
A mil años luz de Europa
Colombiano de la costa
Ámbito de una amistad
Dos solitarios
Visto por Fidel
El hombre de la máquina de escribir
Última imagen
En el jardín de rosa
Grandeza y señorío
La cultura y el tiempo
Referencias bibliográficas
Anexos
Para Mayra
La entrevista posible
—Cómo jodes —me dijo Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, 1982, impaciente ya y visiblemente molesto ante mi asedio constante de aquella noche en que me convertí en su sombra. Esquivo y distante, el autor de Cien años de soledad semejaba un dios ofendido.
—Usted también fue periodista y sabe cómo son estas cosas
—Le respondí.
—Sí, yo también lo fui, pero si tú revisas los seis volúmenes en que se recogió mi obra periodística no encontrarás una sola entrevista. Nunca entrevisté a nadie: preferí siempre reconstruir ambientes.
No quise entrar a discutir. Sin romperme mucho la cabeza recordaba por lo menos la entrevista que García Márquez hizo al sacerdote que vio caer la bomba atómica en Hiroshima y que está recogida en uno de esos libros a los que aludía. ¿Y qué otra cosa podría ser Relato de un náufrago (1970) sino el fruto de una larga entrevista? ¿Y La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986)? Pero nada de esto le dije. Estábamos en La Maison, uno de los lugares emblemáticos de La Habana de noche y me le había acercado en el intermedio de un desfile de modas que él seguía junto a su esposa Mercedes y la gran novelista brasileña Nélida Piñón. Fue precisamente con el pretexto de saludar a la autora de Sala de armas que me acerqué a su mesa.
— Si yo tuviera que reconstruir el ambiente de hoy, tendría que hablar sobre un hombre que se pasó toda la noche hurgándose con un palillo en la boca
—Expresé sin meditarlo mucho.
García Márquez, Comendador de la Legión de Honor de Francia, me miró fijo a los ojos y su silencio me hizo pensar que nuestra posible conversación se iría definitivamente al diablo. Por eso apenas pude reprimir mi asombro cuando me invitó a que ocupara el único asiento libre de la mesa.
—Te advierto que yo me comprometí con la cantante a hacer un dúo con ella al final del desfile, pero creo que es mejor que salgamos de esto de una vez… Repíteme lo que tú quieres saber.
Corría el año de 1986. Así comenzó mi entrevista con Gabriel García Márquez. Para llegar a ella recorrí un camino de casi cinco años.
La historia de esta historia
Corría el mes de septiembre de 1981 y el día de la sesión de clausura del I Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, en el Palacio de las Convenciones de La Habana, le hablé al escritor de la posibilidad de esta entrevista. Vestía un overol que lo hacía parecer un mecánico o un camionero. Sin vacilar ante mi petición ni rehuirla, me dio el nombre y el número de la habitación del hotel en que se alojaba entonces y me pidió que lo llamara sin falta. Fueron inútiles mis esfuerzos por localizarlo.
Casi un año después se repetiría, más o menos, la misma historia, solo que en esta ocasión logré hablarle por teléfono.
—Lo siento —manifestó—. En estos momentos hago las maletas pues estoy a punto de partir. Vuelvo a comienzos del año entrante. Búscame entonces sin falta.
Pocas semanas después los teletipos de todo el mundo repetían que la Academia Sueca concedía a García Márquez el Premio Nobel.
Horas antes de conocerse esa noticia, el gobierno mexicano lo condecoraba con el Águila Azteca, y el Consejo de Estado de la República de Cuba tomaba la decisión de conferirle la Orden Félix Varela, la más alta distinción cultural cubana.
Cuando en enero de 1983 volvió a La Habana recordé sus palabras. García Márquez, como es de suponer, no guardaba de ellas la más remota memoria.
Un día le monté una guardia de horas a la entrada de la Casa de las Américas y, para abordarlo, cuando llegó, tuve que correr detrás de él por el vestíbulo de la institución hasta que al fin pude capturarlo en el interior del ascensor.
—Este es mi teléfono. Llámame uno de estos días.
Lo hice y alguien me informó que el escritor no se encontraba. Hice otro intento y me dijeron que había salido. Volví a hacerlo y se había retirado a descansar. Repetí la llamada, pero estaba atendiendo a una visita. Otro intento más y García Márquez en persona acudió al teléfono.
—Mira, dame tu número y no te muevas de ahí; telefonearé dentro de un rato.
Y no sé por qué recordé la famosa frase de Kierkegaard, aquella que afirma que todo lo que no es enseguida es demoníaco. Y tuve razón porque García Márquez jamás llamó. Cuando volví a telefonearle ya había vuelto a México. Transcurrieron entonces más de dos años de soledad en los que el afamado narrador y periodista retornó a Cuba varias veces.
En noviembre de 1985, durante el II Encuentro de Intelectuales, me lo topé en uno de los pasillos del Palacio de las Convenciones de La Habana, donde sesionaba la importante reunión. Iba solo, pero de prisa porque, dijo, debía reunirse con alguien para el almuerzo. Le recordé mi deseo de entrevistarlo, pareció interesarse, pareció acceder, y, enseguida, muy ceremoniosamente, sacó del bolsillo un papelito arrugado donde estaba escrito un número de teléfono.
—Llámame sin falta —dijo.
De nuevo comenzaba a tejerse la misma historia y yo necesitaba armarme de toda la paciencia del mundo porque en definitiva era a mí, y no a él, a quien le interesaba la entrevista.
—Desde ahora quedo obligado a robarle el menor tiempo posible. Me conformo con dos respuestas…
—De acuerdo, llámame.
No lo llamé esa vez, pero la suerte estuvo de mi lado. La casualidad quiso que me lo encontrara esa misma noche en La Maison.
—¡Ah! El hombre de las dos preguntas —dijo al verme—¿Cuáles son?
Se las dije y preguntó si tenía la grabadora conmigo. No, no la tenía; nunca la utilizo, y saberlo pareció quitar interés al creador de Macondo. Volví a acercármele cuando concluyó el desfile de modas. Pudo evadirme y no lo hizo. Su último pretexto para desentenderse del asunto fue casi infantil.
—Voy al sanitario y si tiene otra salida no te empatas conmigo otra vez.
Entré con él al cuarto de baño.
—Déjame mear —me dijo.
Lo dejé solo. El mingitorio tenía, por suerte, una sola puerta y yo esperé frente a ella durante unos minutos que me parecieron toda la eternidad.
—Cómo jodes —dijo al volver a verme.
Total, yo solo quería preguntarle sobre sus proyectos e inquirir su opinión sobre su obra publicada. Un periodista no hace siempre la entrevista que quiere. Hace, mejor o peor, la entrevista posible. Y yo haría, en este caso, la que me permitían sus evasivas y su desgano. No imaginaba entonces, no podía imaginar, que treinta y dos años después yo escribiría esta crónica.
¡Se cayó el hombre!
El propio Gabriel García Márquez confesó que antes del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, no mostró nunca curiosidad de conocer Cuba. Como para otros latinoamericanos de su generación, concebía La Habana
como un escandaloso burdel de gringos donde la pornografía había alcanzado su más alta categoría de espectáculo público mucho antes de que se pusiera de moda en el resto del mundo cristiano: por el precio de un dólar era posible ver a una mujer y un hombre de carne y hueso haciendo el amor de veras en una cama de teatro. Aquel paraíso de la pachanga exhalaba una música diabólica, un lenguaje secreto de la vida dulce, un modo de caminar y de vestir, toda una cultura del relajo que ejercía una influencia de júbilo en la vida cotidiana del ámbito del Caribe (García-Márquez, 2000, p. 115).
Los mejor informados, sin embargo, sabían bien que Cuba había sido la colonia más culta de España, que junto a revistas escandalosas se publicaban las más sofisticadas revistas de artes y letras de todo el continente, y que los culebrones radiales interminables habían nacido junto «al incendio de girasoles de delirio de Amelia Pélaez y los hexámetros de mercurio hermético de José Lezama Lima».
Ciertamente había otra Habana, más allá de la de los marineros yanquis que orinaban en las estatuas de los héroes y de pandillas de gánsteres que operaban a las órdenes de los políticos. «Aquellos contrastes brutales contribuían a confundir mucho más que a comprender la realidad de un país casi mítico cuya azarosa guerra de independencia aún no había terminado, y cuya edad política, en 1955, era todavía un enigma imprevisible» (García-Márquez, 2000, p. 116).
Nicolás Guillén fue el primer escritor cubano que conoció Gabriel García Márquez. El encuentro tuvo lugar en París, en 1955. Vivía el poeta de El son entero en el Gran Hotel Saint Michel, «el menos sórdido de una calle de hoteles baratos donde una pandilla de latinoamericanos y argelinos esperábamos pasaje de regreso comiendo queso rancio y coliflores hervidas», al decir del colombiano. Era la suya, como todas las del Barrio Latino, una habitación con cuatro paredes de colgaduras descoloridas, provista de dos poltronas de peluche gastado, con un lavamanos y un bidet portátil y una cama de soltero para dos personas donde habían sido felices y se habían suicidado dos amantes de Senegal.
Veinte años después, al escribir la crónica sobre su encuentro con el cubano, no conseguía el cronista evocar la imagen del poeta en aquella habitación real, pero sí en una circunstancia en la que no lo vio nunca: abanicándose en una mecedora de mimbre en la terraza de uno de esos caserones de ingenio azucarero de la espléndida pintura cubana del siglo XIX.
Aun en el más crudo invierno parisino, Nicolás mantenía la costumbre de levantarse sin gallo con los primeros gallos y leer los periódicos del día «junto a la lumbre del café arrullado por el viento de maleza de los trapiches y el punteo de guitarras de los amaneceres fragosos de Camagüey», la región natal del poeta en la porción oriental de la Isla. Luego, abría la ventana de su cuarto y despertaba a la calle entera gritando las nuevas noticias de la América Latina traducidas del francés a la jerga cubana.
Escribe García Márquez (2000):
La situación del continente en aquella época estaba muy bien expresada en el retrato oficial de la conferencia de jefes de Estado que se había reunido el año anterior [1956. Nota de CBR] en Panamá: apenas si se vislumbra un civil escuálido en medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general Dwight Eisenhower, que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se había puesto para aquella histórica sus estoperoles de guerrero en reposo (pp. 116-117).
Una mañana, Guillén gritó desde su ventana una noticia única:
—¡Se cayó el hombre!
«Fue una conmoción en la calle dormida porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo», dice García Márquez. Los argentinos pensaron en Juan Domingo Perón; los paraguayos, en Alfredo Stroessner; los peruanos, en Manuel Odría; los colombianos, en Gustavo Rojas Pinilla; los nicaragüenses, en Anastasio Somoza; los venezolanos, en Marcos Pérez Jiménez; los guatemaltecos pensaron que era Castillo Armas; los dominicanos, Rafael Leónidas Trujillo; y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón, en realidad, pero su derrocamiento propició que ambos escritores conversaran sobre Cuba. Guillén pintó un panorama desolador de la situación cubana. «Lo único que veo en el porvenir, concluyó, es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México». Hizo una pausa y remarcó:
—Se llama Fidel Castro.
Complicidad sin disimulo
Cuando al fin triunfa la Revolución cubana, el 1 de enero de 1959, Guillén está en Buenos Aires, y a García Márquez, que trabaja como periodista en Caracas, le parece imposible que en apenas tres años Fidel se hubiera abierto paso «hasta el primer plano de la atención continental».
Desde que Nicolás Guillén le había dado en París el nombre de «un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México», el escritor había seguido con interés creciente la trayectoria de Fidel Castro, y Cuba se había ido particularizando en su horizonte. Un hito significativo resulta, en ese proceso, su entrevista a Emma Castro, publicada en la revista Momento, de Caracas, el 18 de abril de 1958 con el título «Mi hermano Fidel». Por primera vez en su larga carrera de periodista, escribe su biógrafo Gerald Martin, el autor de Relato de un náufrago «se sentía capaz de mostrar un entusiasmo sin freno por un político y un optimismo evidente hacia su cruzada revolucionaria» (Martin, 2009, p. 284). Añade Martin que a partir de la publicación de ese reportaje, ciertos miembros del Movimiento 26 de Julio suministraban información al periodista, información que este introducía en las publicaciones para las que trabajaba.
Pero aún entonces nadie hubiera pensado que en la Sierra Maestra se estaba gestando la primera revolución socialista de la América Latina. En cambio, estábamos convencidos de que se empezaba a gestar en Venezuela, donde una inmensa conspiración popular había desbaratado en veinticuatro horas el tremendo aparato de represión del general [coronel. Nota de CBR] Marcos Pérez Jiménez (García-Márquez, 2000, p. 118).
El 23 de enero de 1958, en efecto, Pérez Jiménez, perseguido de cerca por una pandilla de taxis que no le dieron alcance de puro milagro, logró llegar al aeropuerto de La Carlota, a pocos kilómetros del Palacio Presidencial de Miraflores, donde lo esperaba un avión militar con los motores encendidos. A nadie se le ocurrió arrimar una escalerilla al aparato y el fugitivo, que «parecía un nene grandote con lentes de carey», debió ser izado a duras penas con una cuerda hasta la cabina del avión. Para asirse a la soga debió poner en el suelo un maletín ordinario de cuero negro. En vano, desde la aeronave, pidió a gritos que le hicieran llegar la maleta. Nadie pareció escucharlo o nadie quiso oírlo, y el dictador no tuvo otra alternativa que la de emprender su viaje hacia el Santo Domingo de Rafael Leónidas Trujillo sin los trece millones de dólares que había reservado para sus gastos de bolsillo.
Una nueva etapa se abrió para Venezuela. Durante todo el año de 1958 fue el país más libre de todo el mundo. «Parecía una revolución de verdad», escribe García Márquez (2000, p. 119) en la crónica citada. Ante cada peligro inminente, el Gobierno acudía directamente al pueblo y el pueblo se echaba a la calle ante cualquier tentativa de regresión. Las decisiones oficiales más delicadas eran de dominio público y los partidos políticos, con el comunista incluido, participaban en los asuntos de Estado. Afirma el escritor: «Si aquella no fue la primera revolución socialista de la América Latina debió de ser por malas artes de cubileteros, pero en ningún caso porque las condiciones sociales no hubieran sido las más propicias» (García-Márquez, 2000, p. 119).
Una complicidad sin disimulo se estableció entre el Gobierno venezolano y las guerrillas fidelistas. Los hombres del Movimiento 26 de Julio se movían sin estorbo en Caracas; hacían propaganda por todos los medios posibles, organizaban colectas masivas y enviaban ayuda a los insurgentes cubanos, y la prensa del país, más por la presión de las circunstancias que por la voluntad de sus propietarios, era la prensa de la Sierra Maestra. «Daba la impresión que Cuba no era otro país, sino un pedazo de Venezuela libre que aún estaba por liberar» (García-Márquez, 2000. p. 120) dice el futuro autor de Cien años de soledad.
Llegó así el Año Nuevo de 1959, uno de los pocos de la historia que Venezuela celebraba sin dictadura. Gabriel y Mercedes, que habían contraído matrimonio por aquellos meses de júbilo, esperaron el año en la residencia de uno de los Capriles y regresaron a su apartamento en el sexto piso de un edificio en el barrio de San Bernardino con las primeras luces del amanecer. El ascensor estaba roto y emprendieron la penosa subida con necesarios descansos en los rellanos y «apenas habíamos entrado en el apartamento cuando nos estremeció la sensación absurda de que se estaba repitiendo un instante que ya habíamos vivido el año anterior: un grito de muchedumbres desaforadas se había alzado de pronto en las calles dormidas, y se desataron las campanadas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió el torrente de arpas y cuatros y voces entorchadas de los joropos de gloria de las victorias populares. Era como si el tiempo se hubiera vuelto a la inversa y Marcos Pérez Jiménez hubiera sido derribado por segunda vez» (García-Márquez, 2000, pp. 120-121).
Carecía el matrimonio de teléfono y de radiorreceptor, de manera que Gabriel y Mercedes debían salir a la calle para enterarse de lo que estaba sucediendo. Bajaron las escaleras a zancadas, inquietos por el alcohol que les dispensaron en la fiesta y que podía haberlos alucinado. Pero no. Salieron de dudas cuando un transeúnte les aseguró que el general Fulgencio Batista, derrocado, volaba en esos momentos hacia el Santo Domingo de Trujillo.