Loe raamatut: «Las negociaciones nuestras de cada día», lehekülg 2

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¿Imponer, ceder o negociar?

Resolver los diferendos es una eterna tarea humana nada fácil de realizar. Ante esa necesidad ineludible, las personas echan mano —según su estilo y su sensibilidad— a tres alternativas posibles: imponer, ceder o negociar.

El hecho de considerar la negociación una alternativa que se agrega a las muy tradicionales de imponer o ceder, sorprendió a más de una de las mujeres que participaron en los talleres que coordiné sobre el tema. La sorpresa provenía de descubrir que la negociación no sólo no era una «mala palabra» que connotaba una supuesta actitud «materialista», «fría» y/o «calculadora» sino que, además, en la tríada de actitudes posibles para enfrentar los diferendos, la negociación era la alternativa que ofrecía mayores garantías de respeto humano. Es, intrínsecamente, una alternativa no autoritaria, ya que —por definición— incluye un espacio para que las distintas partes puedan defender sus intereses y sus necesidades. Sin embargo este descubrimiento no lleva a disolver automáticamente los prejuicios personales y los mitos sociales que hacen que la negociación sea para muchas mujeres un comportamiento desprestigiado, indigno de quienes se quieren, antifemenino o poco espiritual.

Muchas tienden a creer equivocadamente que la negociación es un mecanismo «natural» y exclusivo del ámbito público y que, por lo tanto, su empleo en el ámbito privado empaña las relaciones personales y afectivas y las contamina de «materialismo», «especulación», «egoísmo» y otros gérmenes. Circula un ocultamiento tendencioso que pretende hacer creer que las negociaciones que se llevan a cabo en el ámbito de lo privado tienen un halo de «indecencia».

Todo esto contribuye a que no resulte fácil revertir la mala fama que tiene la palabra «negociación». Para algunas personas, negociar es «hacer trampas y enredos». Para otros, es sinónimo de corrupción, debido a prácticas muy actuales y tristemente frecuentes como son, por ejemplo, los «negociados». Este es un término derivado de «negociación» que hace referencia a los acuerdos venales. No faltan tampoco mujeres para quienes negociar es lanzarse a una lucha leonina donde se juega la vida. Ante tal variedad de significados que se le atribuyen a la negociación resulta imprescindible destacar que no es necesariamente —como la plantean muchas personas y ciertas corrientes políticas, económicas y filosóficas— una lucha a muerte en la que el beneficio del ganador surge a expensas de la destrucción del perdedor. Ganar —a mi juicio— no es obtener el máximo de beneficio específico en aquello que se disputa sino que incluye cuidar la relación con quien se negocia y contribuir, de alguna manera, a la preservación tanto de la persona como de la relación.

¿Es ético negociar?

La afirmación anterior nos conecta directamente con el tema de la ética y su relación con la negociación. Es importante tener presente que la negociación como alternativa para resolver diferendos no es mala o buena en sí misma. Igual que el dinero o el poder, depende de cómo se la utiliza y con qué objetivos. La negociación adopta signos positivos o negativos según el contexto ético dentro del cual se la pone en práctica. Así por ejemplo, en un contexto de corrupción, las negociaciones son corruptas. En un contexto de competencia extrema, son leoninas. En un contexto de solidaridad, son alternativas para hallar soluciones que contemplen las necesidades de las partes. Es el contexto ético en el que se inserta cada negociación el que le confiere los atributos. En otras palabras: el peligro que muchas mujeres atribuyen a la negociación no reside en negociar sino en la ética que se esgrime al hacerlo.

Al respecto resulta muy importante no confundir los recursos con su utilización. Muchas de las mujeres que no discriminan suelen terminar renunciando a negociar por temor a caer en una práctica reñida con la ética y la solidaridad. Este error las conduce a autopostergaciones reiteradas que deterioran sus vínculos más intensos, porque la solidaridad no consiste en ceder espacios y aspiraciones legítimas sino en repartir equitativamente tanto los inconvenientes como los beneficios.

¿Es menos violento ceder que negociar?

Es frecuente comprobar que muchas mujeres prefieren ceder antes que negociar para mantener lo que ellas llaman la «armonía del hogar». El mantenimiento de esa armonía suele consistir en evitar discusiones, en tolerar estoicamente el disgusto del cónyuge o simplemente en soportar el cansancio que produce el infructuoso intento de establecer un diálogo con un compañero permanentemente esquivo.

Mirado desde este ángulo, el hecho de ceder les resulta mucho menos violento, porque se convencen de que postergar o evitar el malestar es hacerlo desaparecer. Sin embargo, esa «no violencia» es sólo aparente, porque es el resultado de amordazar permanentes desacuerdos.

Se les oye decir:

No lo voy a contradecir para que no se enoje.

Mejor me callo, si no terminaremos peleando.

Prefiero renunciar a lo que me gustaría con tal de mantener la armonía del hogar.

En estos casos se trata de un ceder aplacatorio por temor a las reacciones o los castigos de aquel con quien desacuerdan. El ceder aplacatorio es muy distinto del ceder estratégico, por el que se acepta renunciar a una parte de los propios intereses para hacer posible un acuerdo que finalmente resuelva los diferendos. El ceder aplacatorio abre la puerta a las condescendencias que terminan convirtiéndose en sumisiones. Es resultado de múltiples violencias invisibles. Violencias que, por ser tan habituales, terminan naturalizándose y pasan inadvertidas. Todo el mundo sabe —aunque no siempre lo tengamos presente— que la violencia no reside sólo en la actitud desenmascaradamente hostil, el gesto atemorizante o la palabra mordaz. La violencia ocupa espacios que no siempre son evidentes. Y su forma más encubierta no es la menos dañina.

Hay infinidad de violencias que son «invisibles» para nuestros ojos simplemente porque no estamos acostumbradas a considerarlas como tales. Muchas de ellas se ocultan y escudan detrás de hábitos nunca cuestionados, prescripciones sociales e inercias personales. Algunas de las más frecuentes son el silencio autoimpuesto, las autopostergaciones y la sacralización de los roles femeninos. Veamos a qué me refiero.

El silencio autoimpuesto es el que resulta de ahogar emociones, disimular actitudes o encubrir pensamientos por temor a provocar disgusto, malestar o incomodidad. Es un silencio que bloquea y desdibuja la presencia de la persona como sujeto al reducir sus deseos y opiniones a una acomodación condescendiente en calidad de satélite del otro. Lo que «no se puede decir» queda aprisionado en algún espacio virtual, y ese aprisionamiento se convierte en espacio de violencia invisible. Y nos preguntamos, junto con el poeta: «¿Adónde van las palabras que no se dijeron?»1 ¿Adónde van los anhelos abortados, los silencios forzados y las renuncias autoimpuestas? Seguramente van a parar a una cuenta interminable de facturas incobrables que se cubren con la herrumbre del resentimiento.

La autopostergación, sobre todo dentro del grupo familiar, pone en evidencia que existe un reparto poco equitativo de las oportunidades. Suele pasar inadvertida porque se apoya en justificaciones legitimadas por el orden social como es, por ejemplo, decir que «toda autopostergación femenina está justificada cuando se hace en aras de la felicidad de aquellos a quienes ama». No deja de llamar la atención una concepción tan particular del amor que se basa en la abnegación y la falta de reciprocidad. Dicho de otra manera, en un aprovechamiento unilateral. Una mujer comentaba que en la época de su noviazgo, la tía de quien sería su marido cuestionaba su relación sosteniendo: «Esta chica es demasiado ambiciosa para ser buena esposa de un médico», con lo cual daba por sentado que su sobrino necesitaba una mujer que estuviera a su servicio y dedicara sus mejores energías a consolidar su carrera profesional, al margen de cualquier ambición personal. Esta tía (mujer seguramente tradicional y celosa custodio de los valores conservadores) prefería para su sobrino a una mujer capaz de vivir para otro y a través de otro, que se olvidara de sí misma y se sintiera halagada por estar destinada a desempeñar un rol no protagónico. No son poco frecuentes las mujeres que, convencidas de que ese rol de acompañante constituye un privilegio, dedicaron la vida a sostener y consolidar la carrera de sus esposos.

La sacralización de los roles femeninos es otra forma de la violencia invisible doméstica. La mujer como «la reina del hogar» es un eufemismo y una de las bromas más brillantes que inventó la sociedad patriarcal. Sin entrar en detalles, todos sabemos que las reinas de verdad son atendidas, servidas, complacidas, vestidas, alimentadas, homenajeadas, paseadas, protegidas, educadas, etcétera, mientras que las amas de casa, aspirantes a reinas hogareñas, deben dedicar sus energías —para seguir siendo merecedoras del pedestal al que aspiran— a atender a otros, servir a otros, limpiar para otros, sostener afectivamente a otros, curar a otros, proteger a otros, educar a otros, etcétera. Hay que tener mucha imaginación para llegar a creer que ambos reinados son equivalentes. La sacralización de los roles hogareños disfraza con ropaje sagrado lo que es simplemente servidumbre. Y aquí nos encontramos con una doble violencia: la de la servidumbre y la del engaño.

Otra de las situaciones cotidianas más frecuentes de violencia invisible es la que plantean los estados de dependencia no «naturales»2. Una de las más evidentes y más naturalizadas es la dependencia económica de las mujeres en el matrimonio cuando el ingreso de recursos económicos es producido exclusivamente por el varón3. Recuerdo el comentario de un varón que se consideraba «progresista» que, en rueda de amigos afirmó con orgullo que aunque era él quien proveía el dinero en su casa, su mujer no era dependiente «porque ella no tiene ningún problema en usar mi dinero como propio». Este comentario, además de ser un lapsus, era la expresión cabal inconsciente de su concepción sobre el dinero, y por ende, de la dependencia de su esposa. En esta dependencia está instalado un espacio de violencia invisible sostenido por un marido que ostenta una equidad inexistente y una esposa que probablemente avale esas afirmaciones como ciertas. En estas condiciones, resulta poco probable que a ella se le ocurra negociar una autonomía de la que supuestamente ya dispone.

A partir del análisis de estas diversas situaciones cotidianas es posible afirmar que ceder por temor concentra mucho mayor violencia que afrontar negociaciones. El miedo está en la raíz del ceder aplacatorio. Por miedo muchas mujeres ceden espacios, postergan proyectos, hacen concesiones innecesarias, toleran dependencias, silencian opiniones y asumen unilateralmente la responsabilidad de la «armonía familiar». Con todos esos cederes aplacatorios, muchas mujeres se convierten en cómplices no voluntarias de la violencia de un sistema discriminador y poco solidario. Por miedo, muchas mujeres «se hacen a un costado» quedándose al margen de sí mismas. Prefieren ceder para no negociar, con tal de que los otros «no se enojen».

El ceder aplacatorio no es inocuo. En apariencia, resulta ser —para quienes así actúan— la mejor alternativa antes que abordar una negociación a la que vivencian como intrínsecamente violenta. Sin embargo, a medida que se acumulan cederes aplacatorios, se van acumulando también resentimientos. Y estos dan nacimiento a nuevas violencias, generalmente también «invisibles». Con lo cual el ceder aplacatorio —producto de muchas violencias invisibles— se convierte a su vez en generador de violencias que aparecen disfrazadas. Un ejemplo son los reclamos de reconocimiento que hacen muchas mujeres por todas las actitudes de abnegación que fueron acumulando a lo largo de la vida con cada autopostergación. Muchos rostros de mujeres son desafortunadas evidencias de los efectos devastadores de la violencia invisible ejercida contra ellas y de la contraviolencia actuada por ellas como reacción defensiva. Rictus desolados, miradas desvitalizadas, expresiones rígidas son mucho más envejecedores que cientos de arrugas provocadas por haberse reído mucho.

Podríamos sintetizar diciendo que el ceder aplacatorio junto con la imposición forman parte de una conocida díada. Imponer y ceder son dos caras de una misma moneda, que tiene por eje a la violencia. Quienes imponen, ejercen violencia sobre otros porque invaden espacios ajenos, acallan opiniones y descalifican sentires. Quienes ceden, sufren la violencia ajena y, a la vez, la vuelven contra sí mismos al tolerar la autopostergación. Ambas violencias se perpetúan y se potencian con la carga de resentimientos que generan los sometimientos.

Tres hipótesis sobre negociación y género

Para concluir esta introducción al tema, deseo hacer incapié en que los significados perturbadores que muchas mujeres atribuyen a la negociación —y que circulan de manera inconsciente— se convierten en serios obstáculos para negociar. Muchas de las dificultades que experimentan mujeres de probada capacidad intelectual, cuando deben aplicar en la práctica lo aprendido en sofisticados cursos de capacitación, no tienen que ver con la falta de inteligencia o de habilidades específicas. Dichas dificultades son en realidad síntomas que expresan conflictos. Estos están íntimamente relacionados con los condicionamientos del género femenino, como iremos viendo a lo largo de este libro, aún cuando no dejo de considerar que dichos conflictos están multideterminados y que, además, no son patrimonio exclusivo de las mujeres. Esto me lleva a plantear dos hipótesis que se complementan con una tercera. Las dos primeras hipótesis son:

1 Las diversas formas de inhibición que llevan a muchas mujeres a ceder (con un sentido aplacatorio) para evitar negociar, como también a experimentar malestares significativos cuando están negociando, son síntomas que evidencian la existencia de conflictos.

2 Muchas de estas dificultades no son patrimonio exclusivo de las mujeres pero las afectan mayoritariamente, porque el aprendizaje del género femenino presenta condicionamientos que determinan en las mujeres mayor vulnerabilidad y menores recursos para enfrentarlos.Estas dos hipótesis se complementan con una tercera que, a mi juicio, se convierte en clave inestimable no sólo para comprender teóricamente aspectos profundos de esta problemática sino también como herramienta conceptual que permite transitar caminos de transformación en la práctica concreta que trascienden la teoría.

3 Altruismo no es sinónimo de solidaridad. Sin embargo, se perpetúa una identificación incongruente de ambos conceptos. Dicha identificación se convierte, para muchas mujeres, en un obstáculo que inhibe en ellas las actitudes negociadoras.

Estoy convencida de que la posibilidad de discernir entre el altruismo y la solidaridad es una de las claves fundamentales que permiten poner en marcha cambios concretos en los comportamientos de muchas mujeres en lo que respecta a la negociación. Por ello le asigno a esta tercera hipótesis un valor particularmente significativo. Estas tres hipótesis serán desarrolladas en el último capítulo, que está dedicado a analizar las relaciones específicas entre negociación y género.

Podemos finalizar esta introducción diciendo, de forma sintética, que la negociación que asusta a tantas mujeres cuando deben implementarla para defender intereses propios no es el fantasma que se quiere hacer creer. Es la menos violenta de las alternativas de que disponen los seres humanos cuando se ven en la necesidad de resolver sus diferendos. Pero es mucho más trabajosa y demanda creatividad. Como si esto fuera poco, el hecho de negociar plantea también un desafío personal de cada una consigo misma. Me refiero al desafío que consiste en mantener un equilibrio entre el derecho a defender los propios intereses y controlar las pulsiones de dominio que atentan contra los intereses ajenos. E incluso hay algo más: al cabo de años de investigar, llegué a la conclusión de que casi cualquier negociación empieza siendo una negociación consigo mismo, pero que por la complejidad que ello significa suele ser, con frecuencia, lo último que se aborda cuando debería ser lo primero. Estoy convencida de que no es casual que esta certeza haya aparecido cerca del final de mis investigaciones. Con frecuencia es posible comprobar que cuando el punto neurálgico es candente resulta contraproducente —y a veces imposible— abordarlo de entrada. Se impone, más allá de nuestro deseo, llegar a él dando vueltas, de la misma manera que para atravesar una montaña empinada es necesario ir zigzagueando. La distancia por recorrer se duplica, pero, paradójicamente, es la única manera de acortarla. En este libro respetaré ese «orden de aparición» colocando el capítulo correspondiente a las «negociaciones con una misma» también al final, y sugeriré muy expresamente a lectoras y lectores que controlen los impulsos de precipitarse (como yo tuve que controlar los míos), porque no es poca cosa la preparación y «ablande» que exige el poder enfrentarse con ese tema.

2. Los «no negociables»

En muchas charlas dirigidas a mujeres, el tema de la «negociación» despertaba casi inevitablemente encendidos enfrentamientos que, con frecuencia, se sintetizaban en dos posturas con valores opuestos. Se dejaban oír voces exaltadas que sostenían con fuerza que «hay cosas que no se negocian», haciendo referencia al amor, la solidaridad, la honestidad o la dignidad humanas, entre otros valores. Con la misma intensidad y convicción siempre alguien respondía que «todo es negociable… sólo es cuestión de precio».

Lo «no negociable» es aquello que traspasa el límite, muy personal y subjetivo, de lo que las personas están dispuestas a ceder, en función de sus necesidades, valores y ambiciones. Pero también es lo que no se discute —ni se cuestiona—, porque pareciera formar parte de la propia naturaleza, sin la cual cada uno deja de ser quien es.

Lo que no se discute

Llamó profundamente mi atención descubrir que muchas mujeres ponían en la bolsa de lo «no negociable» una cantidad de actitudes que no sólo no eran cuestionadas, sino ni siquiera factibles de ser pensadas. Entre esas actitudes figuraban, casi en primer plano, comportamientos cotidianos tales como preparar el bolso del fin de semana o del club para el marido (que no era discapacitado), cambiar automáticamente el papel higiénico cuando quien terminó el último rollo fue otro miembro de la familia, levantarse de la mesa a buscar la sal cuando otro expresaba la necesidad de sazonar mejor su propia comida, cambiar los pañales con caca aun cuando al marido le guste compartir las tareas hogareñas. Al respecto una mujer comentaba:

Mi marido es recolaborador. ¿Pero qué hubiera pasado si no fuera así? En mi casa compartimos mucho porque a él le gusta cocinar y salir con los chicos. Me doy cuenta de que compartimos porque es él quien lo decide. No le resto mérito a eso, pero me pregunto: si él no fuera así, ¿tendría yo la fuerza necesaria para negociar y equilibrar las cosas? Porque acabo de darme cuenta de que él limpia los pañales con pis pero no los que tienen caca. Yo lo dejo pasar porque veo que hace otras cosas, pero … ¿y si todos los pañales fueran con caca?

Es evidente que cambiar los pañales con caca nada tiene que ver con comportamientos éticos ni con valores humanos. Es una actividad que más bien engrosa la lista de los trabajos serviles que en la antigüedad estaban destinados a los esclavos y, en las clases privilegiadas de hoy día, al personal doméstico. Sin embargo, aun cuando haya una diferencia ostentosa entre cambiar un pañal con caca y adoptar un comportamiento deshonesto, ambas actividades son igualadas y colocadas cuidadosamente en el mismo nivel de los «no negociables», es decir de aquellas cosas sobre las que no se discute.

Los «no negociables» suelen adoptar variadas y curiosas formas, generalmente a la medida de los pactos no explicitados con que las parejas y las familias han armado la trama vincular.

Otra mujer comentaba que durante diez años acompañó a su marido a un club donde él desarrollaba una actividad muy específica y exclusiva y ella quedaba excluida sin otra posibilidad que llevar un libro para leer. Nunca se le había ocurrido «negociar» con su marido los fines de semana. Negociar, por ejemplo, que se iban a alternar en el rol de acompañantes o que cada tanto iban a tomarse la libertad de disfrutar sin la compañía del otro. Era algo impensado e impensable, no porque estuviera prohibido sino simplemente porque era considerado «natural» que ella debía acompañarlo donde él deseara ir, al estilo de nuestro código civil4 (modificado recién en 1968), que «fijaba el domicilio conyugal donde el marido lo estableciera». La única alternativa que durante diez años puso en práctica esta familia estaba pensada para satisfacer las necesidades de uno solo de sus miembros.

Seguramente porque todos creían que así debía ser, incluso los más insatisfechos. Es evidente que el cambio debe venir de quien menos disfruta, pero si este considera «natural» ocupar un lugar subordinado, el cambio no puede producirse. No fue poca la sorpresa de esta mujer al descubrir cuan activamente había participado en su propia insatisfacción, ni tampoco fue menor su sorpresa al comprobar que una vez descubierta era posible proponer alternativas diferentes y defender sus propuestas, para satisfacción de todos.