Autobiografía de mi padre

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Autobiografía de mi padre
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Damián Noguera B.
Autobiografía de mi padre
Héctor Noguera:
Memorias actorales


Noguera B., Damián

Autobiografía de mi padre

Héctor Noguera: Memorias actorales

Santiago, Chile: Catalonia, 2022

ISBN: 978-956-324-920-0

ISBN Digital: 978-956-324-921-7

BIOGRAFÍA

920.71

792 REPRESENTACIONES ESCÉNICAS

Diseño de portada: Gbuarulo & Aloms

Fotografía de portada: Marcela Montecinos

Corrección de textos: Darío Piña

Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M. Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

Primera edición: diciembre, 2021

ISBN: 978-956-324-920-0

ISBN Digital: 978-956-324-921-7

RPI: 2021-A-10862

© Damián Noguera B., 2022

© Editorial Catalonia Ltda., 2022

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl@catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

1. Olvidar quién soy

2. La ciudadela

3. Ver y ser visto

4. Reconocer y ser reconocido

5. Frases nuevas

6. La memoria no es una batalla que podamos ganar

7. Lejos de la magia

8. Todo viejo es un rey Lear

Agradecimientos

Para mi papá

1. Olvidar quién soy

1

«¿Alguien de los presentes me reconoce? ¿Camino así? ¿Hablo así? ¿Dónde están mis ojos?», me responde un bufón a lo alto de un muro escalonado azul. Me dice: «Eres la sombra del rey Lear».

Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. El dividido reino de Bretaña es un telón de papel de diario sobre una malla de gallinero con colores desérticos y terrosos, como si acaso esta isla fuera el desierto de Atacama y nosotros una tribu andina que escribió las primeras leyendas. Camino junto a mi séquito de caballeros y pajes sin poder ni dote entre las haciendas de mis dos hijas mayores. Llevo un collar con cuatro colmillos embadurnados que encorvan mi espalda. Entrecierro mis párpados. Muestro una mirada vaga, perdida, que se mira a sí misma y no deja espacio para mirar nada más.

Me arrodillo y miro hacia el cielo. Estoy atrapado a medio camino entre el gesto y el pensamiento. Veo dos focos cenitales con una pantalla blanca y una pantalla azul. Eso es el cielo. Una pantalla blanca y una pantalla azul. Escucho el crujir de las butacas, los murmullos ahogados en la sala del Teatro de la Universidad Católica en plaza Nuñoa. Alguna que otra tos distante contenida por el sonido casi quirúrgico de este edificio. Siento el peso de cientos de miradas sobre mí, un peso que nada tiene de silencioso. Son miradas impacientes. Miradas que se mueven y se acomodan. Miradas que esperan ver algo que no van a ver, que esperan saber algo que nunca van a saber de mí. La mayoría son estudiantes de secundaria. Veo pasar las botellas de pisco debajo de las butacas. Vivo en ese momento de los años noventa en donde es mejor que los piscos pasen debajo de las butacas.

Recuerdo que estaba sentado en mi corte entre dos escaleras azules, un mapa y un báculo entre el blanco de los vestuarios de lino, el rojo cobrizo de los telones andinos y el azul marcial de la corte. Decido heredar mi reino para que la muerte me arrastre libre. Divido mis tierras según el amor que me profesan mis hijas y conservo el título de rey. Goneril, la mayor, se arrodilla frente a mí y me dice que me quiere más allá de toda valoración, me quiere más que a sus propios ojos, más de lo que se puede expresar en palabras y aun así, ocupa las palabras para expresar su amor, y tan solo por eso le doy un pedazo generoso de mi territorio. Ahora es Reagan quien se arrodilla con una mirada codiciosa que no puedo percibir, y me dice que no considera otra alegría que el cariño que una hija profesa por un padre. «Para ti y tu descendencia», le respondo, «vaya para siempre este vasto tercio de nuestro reino», y con mi báculo delimito un nuevo territorio del mapa que yace en mis pies. Y ahora, al fin le toca a la más querida, la menor, la más frágil, Cordelia, la única que no tiene un delineador negro bajo los ojos y ella se me acerca y de su bella juventud recibo lo que entiendo como la peor de las indiferencias. «Mi cariño por vuestra majestad», me responde, «es el que dicta nuestro grado de parentesco, ni más ni menos». Y en ese momento, el báculo que divide la historia de mi reino se me cae de las manos y Cordelia, que no puede expresar lo que no siente, que no tiene la altanería de sus hermanas, será la víctima de todo el peso de un orgullo herido. «Tan joven y tan poco cariñosa», le digo con odio, mientras acomodo una de mis togas. «Tan joven y tan verídica, señor», me responde, con la entereza de una hija que le dice a un padre que tan solo lo puede amar como padre. Ahora tengo que tomar la decisión equivocada y seguir el desquiciado camino de ese error durante las tres horas que dura este montaje. «Que la verdad sea tu dote entonces», le respondo, y luego me acerco a ella con lo poco que queda de un cuerpo anciano a maltraer por el peso de un reino que se desvanece. Respiro y digo: «Por la diosa maldita de la luna y la noche, por el flujo y reflujo de los mundos que determinan la vida y la muerte, aquí dejo de ser el padre de esta hija, desconozco todo tipo de vínculo, todo grado de consanguinidad o parentesco». Me aproximo a ella aún más y frente a sus ojos jóvenes y asustados, frente a su frágil e insegura sinceridad, me acerco a centímetros de los ojos verdes de Claudia Di Girolamo y le grito: «De hoy en adelante y para siempre, tente por una extraña a mi persona y a mi corazón». Y luego siento que algo muere en mí, y no sé si acaso es Lear o soy yo, y noto en mi cuerpo que ahora empieza el gran desvarío que es esta obra y veo la cara de Cordelia, su dolor, su miedo, su cuerpo ahora roto, y pienso que por muy ficticio que sea todo esto, cuando lloro, cuando grito, eso es lo que mi cuerpo hace. Mi mente lo sabe. Mi cuerpo lo siente. El amor de Cordelia puede más que su lengua, pero eso yo no lo puedo saber y por eso le quito todo, por no honrarme lo suficiente con palabras, por no poder mostrar su corazón por la boca. Siento el peso de mi cuerpo como nunca lo había sentido antes, mis manos, mis ojos, mis hombros. ¿Podré acaso levantar mi mano izquierda otra vez? ¿Podré sostener este báculo?

Sé todo lo que tiene que suceder. Todo significa algo. Cada uno entiende algo que va más allá de mí. Cada movimiento se lee como parte de una historia más grande. Todo porque cientos de perspectivas distintas se centran en un mismo foco óptico. Salgo de escena. Me miro en el espejo de uno de los camarines del teatro. Me llamo Héctor Noguera Illanes. No me reconozco con esta barba que llega hasta mi pecho. Mi pelo desgreñado y desteñido en un color todavía cobrizo por el montaje de Theo y Vicente hace un semestre atrás. Una corona de espigas y trigo. Mi cuerpo embadurnado en un barro ahora seco y envuelto en capas de lino. Escucho la voz de Kent y el bufón a lo lejos en el proscenio. Qué diría mi papá si me viera así, sin saber si acaso voy a poder levantar mi mano izquierda, sin saber si va salir de mi cuerpo el sonido de mi voz, sin saber si voy a tener la energía suficiente para vivir lo que tengo que vivir ahora.

Entrecierro mis párpados. Me muestro una mirada vaga, perdida, que se mira a sí misma y deja poco espacio para lo que sucede afuera. Abro mi boca. La abertura más grande posible. Encorvo mi espalda y susurro en un mismo suspiro y exhalación: «¡Ingratitud! Un corazón de mármol un demonio / Más siniestro que monstruo submarino / cuando se muestra bajo la forma de un niño». Que los pensamientos pasen. Que todo lo que estoy viviendo, pensando, sintiendo, que todo eso venga pero no se quede, no ahora. Que todo pase. Pero pienso otra vez. Quiero que el mundo se acabe. Pienso que me quiero ir de aquí, que todo está en mi camino, que no sé dónde dejé mis llaves y mi billetera, que todo lo que me llevó a este lugar fue un error, y de pronto camino y me miro en un espejo distinto al cual no sé cómo llegué. Reviso mis bolsillos. La billetera no está ahí. Tampoco las llaves. Quizás las dejé adentro del auto. Siento el peso de mi cuerpo como nunca antes. Pienso en el texto una última vez. Levanto mi mano izquierda y ejercito mi voz. «Enero, febrero, marzo, abril…». Expando las vocales de cada mes para aclarar mi garganta. «Mayo, junio, julio…». Con cada vocal intento evitar esos zarpazos de consciencia que me dicen que no sé nada del texto que viene. «Agosto, septiembre…». No lo logro. No sé nada del texto. «Octubre, noviembre…». Alberto Vega a mi lado se maquilla mientras tararea una canción con una calma que envidio. «Diciembre, enero…». Existe acaso alguna solución definitiva a este nerviosismo que no se transforma, que solo persiste función tras función. Cómo voy a liberar fuerzas cercanas al delirio noche tras noche y salir vivo de todo esto. Alfredo Castro quiere de mí una entrega que no me atrevo a dar, no con este personaje. Siento el hedor de mi vestuario que ha acumulado los sudores de casi toda una temporada, y así los años pasan.

 

Mi discernimiento desfallece. Soy un anciano que perdió la cabeza, que decidió destruir todo lo que construyó por no recibir de una de sus hijas la entrega de un amor verdadero. Pero qué es el amor verdadero. Entrecierro mis párpados. «Es un espanto ver al pobre viejo destartalado». Empiezo a mover mi cabeza. Intento soltar mi cuello, y a la vez, me pliego en mí mismo para mostrar a una persona que no puede escuchar, que no puede entender, que solo ve agresión a su alrededor, que siente una constante revolución dentro de su cuerpo. Empiezo a tambalear. Intento purgar de mi mente lo que se supone es actuar bien, el sonido que se supone que debería tener mi voz, la imagen que tengo de mí mismo. La tempestad se abalanza: «Que el agua de mis ojos sirva para fraguar la arcilla». Esto es lo que soy ahora. Mi cuello empieza a responder. Soy un ser destartalado que lo único que quiere es el amor incondicional de sus hijas. Esto es lo que soy ahora. Cordelia me quiere de la manera en que una hija puede querer a un padre y eso tiene límites que no estoy dispuesto a aceptar. Esto es lo que soy ahora. Soy muy viejo y por el deseo que honren mi obra pierdo lo que está más cerca de mí. Sí. Esto es lo que soy ahora. Respiro. El texto es un recuerdo otra vez. Estoy atrapado dentro de mí y todo me agrede. Me miro al espejo y finalmente puedo decir: «Todo viejo es un rey Lear».

Esto es lo que soy ahora. Y luego salgo otra vez.

2

Sostengo un nudo en mis manos. Una cuerda que no puedo desatar. Las escaleras azules se superponen a la terrosidad rota de los telones. Camino perdido como un huésped inoportuno en la hacienda de mi hija mayor, con un bufón riéndose de mí y Kent, mi fiel servidor, desterrado y obligado a aparentar alguien que no es. Ahora todo el escenario es tierra, el color grisáceo del lino, los vestuarios y las capas de Marcos Correa que arrastran el polvo del escenario. Estamos en la corte de la mayor de mis hijas, y ella se atreve a acusar mis desvaríos y con la falsa elegancia y manierismos de la corte me pide prudencia, describe los malos modales de mis caballeros que han hecho de su casa un prostíbulo. Me dice que la vergüenza motiva medidas inmediatas, que si no hago lo que me pide ella misma va a tomar la iniciativa de despedir a mi séquito de su hacienda. «¡Ingratitud!», le respondo. «Un corazón de mármol un demonio / más siniestro que monstruo submarino / cuando se muestra bajo la forma de un niño». Mi propia hija me da órdenes. Me han mentido. Me han despojado de mis bienes. Me siento un huésped en mi propio reino. El bufón a lo alto de las escaleras me da la espalda y Kent, camuflado y ungido en barro, me mira con una mezcla de amor y lástima. No estoy dispuesto a resignarme a la poca autoridad que me queda, a la que renuncié por mi propio desvarío. Empiezo a enrojecer. Todos me miran asustados como esperando a que me invada la locura, y yo no quiero enloquecer. Grito fuera de mí: «¡Demonios y tinieblas! ¡Ensillad mis caballos! ¡Reunid a mi séquito! ¡Bastarda depravada! ¡Todavía me queda otra hija!». Estoy al borde de perder mi voz. Camino en círculos. El calor es insoportable. Alfredo Castro me exige el más absoluto paroxismo. ¿Cuán abyecto puedo llegar a ser? ¿Cuán abyecto quiere Alfredo que sea? Grito otra vez: «¡Ay del que se arrepiente demasiado tarde!». El duque de Albany me pide paciencia. Le respondo diciéndole que es un buitre execrable. Ramón Núñez como el bufón se sigue riendo desde la altura del muro con un gallo petrificado como corona. Kent, al otro extremo inferior, se agacha asustado. Una tempestad se abalanza. Me lamento, con una voz aguda y quebrada me golpeo la cabeza con mi mano. Digo: «¡Oh, Lear, Lear, Lear! Golpea a la puerta / que permitió pasar a la locura / y dejar a la intemperie a la cordura».

Se puede maldecir a los padres, pero no a los hijos, y ahora tengo que maldecir a mis hijas. Eso es lo que tengo que hacer. «Tumores purulentos. Furúnculos pestilentes. Achaques de mi carne». No quiero decir lo que tengo que decir. Empieza el vértigo. Los silencios involuntarios. El crujir impaciente de las butacas. No sé si olvidé lo que tengo que decir o simplemente no quiero decirlo. El sudor frío en mi espalda, las tensiones de mi cuello, la posición de mis hombros, el espacio que ocupa mi diafragma. La manera en que me muevo hoy no es la misma manera en que me moví ayer. No puedo parar de pensar. Esto es lo que soy ahora, un ser tambaleante y destartalado que lo único que quiere es un amor incondicional, como si acaso necesitara la confirmación de que su gran pasado no fue inútil, que todo lo que construyó es importante ahora que ya no tiene nada. Soy el rey Lear momentos antes de maldecir a sus hijas. Y al fin, me atrevo a mirar a Goneril y decirle:

Escucha naturaleza escucha De ese vientre maldito no salga jamás Un hijo que la honre con el nombre de madre. Y si llegara a salir Sea un hijo del tedio Un tormento continuo de la mañana a la noche. Que imprima Prematuras arrugas en su frente Y en sus mejillas macilentas surcos profundos Por donde corran lágrimas de sangre. Sus afanes y dolores maternos Tórnalos en motivos de mofa y desprecio Para que experimente en carne propia Los dolores agudos Que nos causan los hijos ingratos. El diente de la víbora no se le compara ¡Adiós, adiós!

Y luego salgo y mientras lo hago, pienso que quiero llorar, pero el rey Lear no llora. No todavía. «Ustedes creen que me voy a poner a llorar. Se me va a romper el corazón en mil pedazos antes que yo me ponga a llorar». Se escucha el sonido reverberante de gotas que caen y que anuncian la tormenta. Prefiero combatir la hostilidad del viento que quedarme en las haciendas de mis hijas. Tengo que ser el terror de la tierra. Tengo que creer en lo que estoy diciendo, debo creer en su vida escénica, y esa es una vida que en este momento no quiero creer. Alfredo me pide que busque en mí. Lo que pasa es que no quiero ver eso que hay en mí. Por qué quiere acaso mostrar mi verdad. Qué quiere que la gente vea en mí. En qué momento el teatro se supone que tenía que mostrar la verdad. Cómo memorizar esta maldición paterna. No lo logro recordar. No lo quiero entender. Me enfrento a mi propia moral. Hay miles de personas mirándome y estoy aún solo con mi propia moral. Yo sé que Cordelia va a morir, pero el rey Lear no puede saberlo, no todavía.

Empieza la tormenta. Tercer acto. Escena cuarta. Qué refugio vamos a encontrar. Miro a Ramón Núñez. El gallo emplumado en la punta, su lengua bufonesca hacia fuera, sus labios remarcados en rojo, los colores de sus telas se sobreponen a la oscuridad. Lo miro a los ojos, le digo: «Quiero olvidar quien soy». Ramón me toma en sus brazos como si acaso fuera un niño despojado, apenas aguanta el olor de mi vestuario y mira hacia los camarines con cara de asco. Puedo ver las pequeñas resquebrajaduras de su maquillaje blanco, como grietas que surcan su cara. Mi cabeza no da más. Salgo hacia los camarines y me miro en el mismo espejo una última vez. Lear renuncia a sus hijas. A quienes he renunciado yo por todo esto. No quiero ser un mueble más en este teatro. Eugenio Dittborn está muerto. Cuando termine esta temporada, voy a renunciar. He trabajado treinta años en este teatro y voy a renunciar.

3

Al final Cordelia muere. La sostengo en mis brazos mientras miro un cielo que titila y emito un sonido continuo, bajo y agónico. Cuánto tiempo ha pasado en estas tres horas. La escalera es ahora un semicírculo horizontal azul que se balancea como un péndulo al frente de un puente levadizo. Se me nubla la vista. Miro mis manos. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Si su aliento humedece el espejo, significa que vive.

Descanso mi cabeza en su pecho y me pregunto: «¿Por qué motivo ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti ni el más mínimo aliento?». Detrás mío persisten los dos telones de colores terrosos y andinos que son el desierto de este mundo. Ya no cuelgan sobre mí las pesadas capas de lino, tan solo una toga que es la desnudez de un anciano que lo ha perdido todo y una horca sobre mi cabeza que es el final de Cordelia, asesinada por una orden que como siempre, como en cada función de esta maldita obra, no fue cancelada a tiempo.

La miro imbuido en un largo y hermético silencio, un silencio que ya he sentido antes, la luz es fría y distante, salen de mi boca cuatro palabras. Digo: «Mi pobre loquita estrangulada».

Yo pude haberla salvado. Estoy seguro que pude haberla salvado. Miro su cuerpo roto y en este presente que se siente a ratos distanciado de la vida pienso en mi hija, en mi hija que murió poco después de nacer, en mi real hija, una cosita azul que vi sobre una cama clínica rodeada de médicos que corrían desde un pasillo hasta un ascensor que se cerró para no verla nunca más. Una cosita azul como el azul de esta escalera. Onfalocele suena como una palabra inconclusa, como un estómago que no alcanzó a cerrar. Y me pregunto asustado por qué la pena del rey Lear se siente más fuerte que mi propia tristeza. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Me subo al semicírculo roto que es el último estertor de mi reino y digo que nunca la voy a volver a ver, repito:

Nunca.

Nunca.

Nunca.

Nunca.

Y el péndulo poco a poco se desequilibra y balancea con cada palabra y yo me desequilibro con él. El péndulo de este mundo. Recuerdo estar solo junto a un ataúd blanco camino al Cementerio General y no entiendo la situación, no entiendo por qué estaba tan solo, quizás por la extraña ambigüedad que rodea la muerte de algo que acaba de nacer. Con los pocos estertores que me quedan de voz me dirijo a Kent y le digo que mire a mi hija, que miren sus labios, que de verdad la miren, y me sigo balanceando y les digo que miren su cuerpo muerto otra vez, y siento que mi cabeza ya no puede más, me acuesto en el péndulo y grito: «¡Reviéntate, corazón…, explota de una vez, por favor!», y mi corazón al final explota y me muero, y el doctor Ricardo Franck se me acerca y me dice que la niñita murió, que es mejor así, que de lo contrario su vida hubiera sido un tormento, y tiene razón, Ricardo siempre tiene la razón, pero esa es una ecuación que no puedo aceptar y mis hijas, la María Piedad y la Amparo, están junto a mí y mi cuerpo se balancea de un lado hacia otro en el azul de una escalera rota. Pienso que mi historia no es nada comparado con las tragedias que tengo que vivir en este escenario, no he vivido guerras, no me han torturado, no he traicionado a nadie, no he hecho absolutamente nada, entonces, por qué Alfredo Castro insiste que busque dentro de mí, qué ve él que no estoy logrando ver yo, qué estoy sintiendo aquí que no puedo sentir en otro lado.

 

Era de noche cuando volví a mi casa. Volví a un nido vacío. La Claudia y yo. Los estudiantes en el público ya no dicen nada. No dicen nada porque ya no pueden más de aburridos y borrachos, y abandono la vida a la cual Lear ya no tiene derecho de existir en la más total de las abulias, y por alguna razón la gente aplaude, porque creen que el teatro es un deber que hay que resistir. La gente aplaude su resistencia, no me aplaude a mí.

Una de las enfermeras me dijo que la había bautizado poco antes de morir, que la llamó Claudia como su madre. Yo le digo Claudita. Y eso me calma, porque solo algo que tiene un nombre puede morir de verdad.

Tendré que volver mañana. Siempre hay que volver mañana. Salgo a saludar y, entre gritos y vítores, hago una última reverencia, la reverencia de un muerto, para poner fin al rey Lear de Shakespeare. Y en ese preciso momento, el momento en que mi cabeza se inclina, en que pienso que esta temporada no va a terminar nunca, me pregunto asustado si acaso voy a poder nacer de nuevo.