Loe raamatut: «Arte in(útil)»

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Arte (in)útil

Sobre cómo el capitalismo desactiva la cultura

CICLOGÉNESIS 15 | RAYO VERDE


Arte (in)útil

Sobre cómo el capitalismo desactiva la cultura

Daniel Gasol

Medios de comunicación como divulgadores de conocimiento, lucha política para la representación e instrumentalización del arte como relato de Estado.


Primera edición: septiembre 2021

© 2021 Daniel Gasol

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2021

Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol

Maquetación edición papel: Noemí Giner

Producción editorial: Xantal Aubareda, Sandra Balagué y Diana Rahmouni

Corrección: Gisela Baños

Diseño ebook: Iglú ebooks

Publicado por Rayo Verde Editorial

Mallorca, 221, sobreático, 08008 Barcelona

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http://www.rayoverde.es

ISBN: 978-84-17925-23-9

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.

Índice

Introducción

Arte: configuración oficial

Una hipotética democratización del arte

La institución como método de dominación

Exposición, visibilidad y existencia

Artistas: narrativas sobre la creación

La burocratización cultural

Escena laboral como control

La mutación de la crítica

A mi padre y a mi madre, que se esforzaron por ofrecerme una educación que ellos no tuvieron para no pasar por la esclavitud del trabajo, permitiéndome ser un poco más libre.

A Lidia Górriz, mi directora de tesis, que confió en mí y me acompañó en un proceso de conocimiento sobre un área poco abordada desde el arte.

A mi codirector de tesis, Octavi Comeron, quien, en sus últimos días, se esforzó por entregarme una corrección extensa y detallada para un ensayo que aún debía acabar.

A ti, David, que fuiste el inicio de un trabajo que continúa y nos ha unido hasta hoy.

Y a ti, Laura, por tu profesionalidad, por la confianza que depositas en autores jóvenes y por liderar una editorial que plantea otras formas más allá de la comercialidad.

Introducción

El presente libro, Arte (in)útil: sobre cómo el capitalismo desactiva la cultura, indaga sobre la noción de arte emergente desde el prisma del fenómeno de la mediatización como «productor» y configurador de realidades y, por tanto, de las líneas formales y discursivas de los artistas.

Han existido varias motivaciones que han provocado que esta investigación se convierta en un libro que explore cuestiones sobre la consideración del arte, como profesionales de este campo, desde una perspectiva de volumen de audiencia o cuantitativa. El estímulo principal para plantear tal cuestión surge del cambio de paradigma en torno a la idea de exposición con el objetivo de dar visibilidad a las obras: una visibilidad necesaria para que estas lleguen a serlo.

Las instituciones culturales independientes, públicas o privadas, parece que nacen y se conceptualizan como esos lugares productores de trabajo que impulsan a los artistas emergentes a generar obras que gozan de cierta visibilidad en el contexto local. Debido a un entramado de negociaciones socioculturales y económicas, nace en el artista una necesidad de exhibir para existir con la finalidad de lograr una meta «profesional», y es así como la convocatoria pública se convierte en la forma más accesible de lograrlo, donde «todo el mundo» tiene oportunidad de participar «democráticamente».1

Esto significaría que el centro o la institución es un dispositivo que estructura líneas de trabajo y, por tanto, un productor que conceptualiza y proyecta qué debe ser arte. Sin embargo, plantear dicho escenario nos lleva irremediablemente a preguntarnos: ¿es el artista quién se adapta, en su producción, al tipo de trabajos «aceptados» por instituciones para ser exhibidos o, por el contrario, es la exposición institucional la que dota al trabajo de una hipotética importancia, con la consecuencia indirecta de generar legítimamente, creaciones colindantes de parecido formal y conceptual? Dicho de otra manera: ¿crean los artistas su obra con una línea argumental y estética adaptada a lo que las instituciones entienden por arte para poder exponer su trabajo y obtener así visibilidad y adquirir valor artístico?

Considerando la gravedad de la propuesta, en lo que afecta a la cuestión sobre cómo entendemos el arte que se produce en la actualidad, propongo una segunda pregunta: ¿es esta forma de relación un mecanismo para institucionalizar el trabajo y el producto artístico, convirtiendo el poder político-estatal en dogma?

La voluntad de investigar en torno a las ideas del artista y la institución como ente legitimador surge de la observación de similitudes en las líneas de producción de las convocatorias donde participan artistas. ¿Se adaptan los creadores a las instituciones para exhibir su obra o es la obra un fenómeno expositivo que legitima eso que debemos considerar como arte? ¿Se asume, desde el sector artístico, la idea del trabajo exhibido como obra existente, generando así dependencia a las exhibiciones o, por el contrario, es tan solo un efecto secundario de la responsabilidad que se le otorga a las instituciones que «mediatizan» discursos? ¿Es la generación del éxito liberal en forma de economía y visibilidad resultado de un proceso global mecanizado por los medios de comunicación?

Para desarrollar la presente investigación, nos hemos visto obligados a establecer las siguientes tipologías de creación y creadores: «arte contemporáneo», que hace referencia a un tipo de arte enmarcado en un circuito institucional dirigido a la visibilidad y el mercado —como, por ejemplo, obras que se muestran en galerías de arte contemporáneo—; «creación contemporánea», que engloba aquellas creaciones que navegan entre la estética cool o de moda, con imágenes determinadas y estereotipos ornamentales propios de determinado contexto —objetos o imágenes establecidos en consonancia a las «estéticas visuales contemporáneas»—, y «arte emergente», que impone la idea de novedad a una generación mediatizada que requiere de visibilidad e institucionalización para desarrollar su propio trabajo como artista en escenarios previos a que este se convierta en «arte contemporáneo».

Desde esta escena, cabe preguntarse si se trata de una cuestión propiamente local o internacional, lo que propicia diversas cuestiones en relación a otros contextos culturales: ¿existen varios tipos de creación o existen contextos determinados que proyectan qué debe ser arte? ¿Qué consideramos arte emergente? ¿Qué obra es expositiva? ¿Qué institución es adecuada para exhibir una producción artística? ¿Cómo afecta el sistema capitalista y laboral a la creación y exposición de arte?

Desde esta perspectiva, y considerando la génesis de dichas lógicas, señalamos que el formato de la convocatoria pública en espacios no propiamente artísticos, como los centros cívicos en Cataluña, parece haber suplido la figura del centro productor y de exhibición cultural y se presenta como un espacio donde celebrar la libertad que los artistas obtienen para mostrar su trabajo.

En relación al centro cívico, citamos una cuestión del crítico y comisario Martí Manen formulada en 2007 desde A-desk: «¿Una fiesta es una exposición? Si lo es, ¿es posible ver algo en una fiesta? Si no lo es, ¿las obras sirven de decoración a la fiesta?».2

No obstante, la institución en formato expositivo que convierte un trabajo en arte, por su naturaleza, «diseñando», de esta manera, la definición de arte, parece llevar implícita un marco mediático al que podemos señalar como responsable de las transformaciones y fenómenos que configuran cierta cultura mercantilista, generando relaciones de poder entre instituciones, artistas y público.

El contenido de este marco de relaciones, no obstante, tan solo representa la punta del iceberg en su función de mediadora entre arte, artista e institución, determinando relaciones sociales que se alejan de la cultura como herramienta crítica de transformación y pensamiento convirtiéndolo en una producción más del contexto posfordista.

Arte: configuración oficial
Una hipotética democratización del arte

Las definiciones y clasificaciones sobre cómo entender el concepto «cultura», relatadas desde diferentes medios de comunicación como la televisión u otros de índole social —por ejemplo, una inauguración—, configuran una de tantas concepciones que tenemos sobre la palabra «arte». Sin embargo, debemos tener en cuenta que «arte», tal y como lo comprendemos aquí, presenta un enfoque basado en la creación artística como producto legitimado desde instituciones públicas y/o privadas.

Cuando hablamos de «arte», entrecomillado, hablamos de ese tipo de creación expuesta en instituciones que lo validan como tal, y al que se le permite descansar en el cubo blanco. Carles Guerra, en el libro Ideas recibidas. Un vocabulario para la cultura artística contemporánea,3 afirma que la institucionalidad que responde al cubo blanco ha representado el lugar por excelencia de la modernidad crítica internacional: el MoMA es blanco, el MACBA también, así como la Whitechapel Gallery de Londres y la galería Senda de Barcelona.

Hablar, pues, del cubo blanco —o espacio en blanco— significa hablar de un contexto en el que se exhiben trabajos artísticos en uno o varios formatos con la premisa básica —y a veces el único objetivo— de llegar a un gran volumen de audiencia para proyectar una información que hipotéticamente debemos considerar.

Creer y confiar como espectador del espacio en blanco es fácil: este no contiene publicidad —aún—, no distrae con estímulos decorativos y el diseño arquitectónico en este color facilita la concentración del espectador para consumir eso que debe considerar importante. Así pues, esta actitud «perversa» por parte del cubo blanco, que dirige la mirada y obliga a ejercitar la reflexión hacia «algo» que intenta hablarnos, funciona como mecanismo de propaganda política que influye en la actitud y comprensión pública, y que, desde otro escenario, pasaría desapercibido.

Brian O’Doherty, en un recopilatorio de textos publicados entre 1976 y 1981,4 argumenta de qué forma la modernidad ha desarrollado un espacio neutro que aísla a una obra exhibida de su contexto, centrando la experiencia del espectador en un objeto expuesto por relaciones económicas y sociales, y dirigiendo su mirada hacia un marco recontextualizado, geopolítico e histórico.

Desde este punto de partida, y a través de un enfoque mediático, el resumen de ideas adquiridas a partir de imágenes para simbolizar un escenario que nunca hemos vivido ha conseguido configurar nuestros patrones. Dênis de Moraes, en Sociedad mediatizada, describe este fenómeno diciendo que «las relaciones humanas tienden a virtualizarse o telerrealizarse en el escenario de la mediatización, caracterizado por mediaciones e interacciones basadas en dispositivos teleinformacionales».5

Pongamos un ejemplo de la cuestión presentada por Moraes: nos encontramos en la zona del lejano Oeste de PortAventura Park en Salou, y vemos una escultura de madera en forma de indio en la entrada de un establecimiento. Algunos entienden que se trata de una tienda de tabaco y que el indio deviene símbolo homenaje a la época dorada del tabaco, los siglos XVIII y XIX , cuando esta planta se introdujo en Europa. Otros espectadores, en cambio, no relacionan la figura de madera de la entrada de la tienda con «tabaco», pero sí con «Oeste de los Estados Unidos»: se trata de una (re)contextualización mediante un escenario que evoca imaginarios paradigmáticos.

La relación que aporta una información sintetizada que conocemos previamente porque ha sido (re)construida, aunque no vivida como experiencia, es el primer paso hacia la mediatización de sujetos dentro del contexto global: el reconocimiento de imágenes se relaciona con escenarios informativos. Hablando desde un punto de vista sociológico —esto es, comprendiendo la sociología como funcionamiento y desarrollo de la sociedad en el ámbito de las relaciones sociales—, la actividad virtual como telerrealidad (re)crea nuestras relaciones con una «realidad» que escenifica imágenes informativas sobre ella misma, simplificando una información en forma de imagen que deviene realidad al proyectar un paradigma determinado. Según Cereceda:

La aparición de una cultura eminentemente visual e icónica convierte escenas en iconos informativos que no hemos vivido, pero que han sido (re)vividos porque han sido (re)creados y convertidos en imágenes icónicas y simbólicas del contexto mediante una simplificación informativa previa.6

De la misma forma que (re)creamos épocas históricas mediante escenas que acaecen historicistas, el cubo blanco, como institución cultural, nos invita como consumidores a relacionar y comprender que dentro de una institución cultural hay arte, porque eso es lo que contiene ese escenario. En este punto, apuntamos al público o al espectador-usuario como consumidor que asume que la institución cultural contiene arte, pero dicha lógica no significa que ese «arte» pueda descifrarse mediante mecanismos institucionales ofrecidos en, por ejemplo, un statement7 expositivo. Tan solo se impone un titular, sin desgranar el contenido de este.

Desde esta cuestión institucional que afirma como arte el contenido, podríamos plantear que el indicativo para identificar ese «arte» se manifiesta a través de la respuesta del volumen de audiencia como un dato importante en tanto a su significación. Sin embargo, la inclusión poco fluida entre el arte exhibido y el espectador, hace que pensemos que relacionar al público consumidor y al visitante con la comprensión de una obra tan solo es una manera de percibir un fenómeno que va más allá. Partiendo de la iconización de, y desde, Barcelona mediante el modernismo catalán como escenario de visita obligada, películas como Vicky, Cristina, Barcelona, de Woody Allen; Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar; Una casa de locos, de Cédric Klapisch, o Biutiful, de Alejandro González Iñárritu, son tan solo unos ejemplos sobre cómo, narrativas mediante, se ha ayudado a iconizar el concepto de modernidad en ciertos lugares que contienen ciertas escenificaciones que ayudan a construir estados proyectados a partir de elementos simbólicos.

De la misma manera que la noción de cubo blanco aborda la subjetividad «monitorizada» en la institución —mediante recorridos, cronogramas o dispositivos interactivos—, (re)dirigiendo la forma de percibir el arte como experiencia, la mediatización como fenómeno de relaciones usa el empirismo —la experiencia o vivencia puede quedar demostrada científicamente— como concepto que trasciende la fenomenología de «verdad» en tanto a la experiencia que obtenemos. Como describe David Hume, en 1739, en su Tratado de la naturaleza humana, las circunstancias que producen una idea individual sobre lo que razonamos definen la idea que concuerda con la idea principal.8

Este sencillo mecanismo resulta revelador, porque señala qué comprendemos en, y desde, espacios políticamente institucionalizados: el cubo blanco no solo define nuestra propia visión de arte y nuestra experiencia sobre qué es «arte», también nos aleja de considerar eso que vemos, ya que el cubo blanco decide por nosotros.

Desde una perspectiva kantiana9 —o un intento de—, los valores del espectador o la audiencia, que pretenden ser subjetivos, sucumben al valor politizado y legítimo como respuesta. Esta representa diversos significados al jugar un papel que genera información que debemos asumir para comprender bien qué es «importante», limitando así la comprensión y la experiencia del arte. No obstante, cabe tener en cuenta los mecanismos que usa el cubo blanco para ser comprendido y asumido. Según Lev Manovich,10 los dispositivos tecnológicos que se utilizan en el cubo blanco amplían el espacio de una forma virtual, así como en la manera que tiene el espectador de relacionarse a través de su libre «experiencia». El autor propone el concepto de visitante como usuario que hace un uso dirigido de dispositivos concretos que generan una comunicación unidireccional, mediatizada y controlada en formato de audioguías o material informativo. No obstante, estos aparatos tecnológicos empiezan a desarrollar un ejercicio de «libertad» sobre los usuarios, y el paradigma de aumentar el espacio físico hacia el virtual hace que este último ejerza cierta autonomía sobre el desarrollo lineal que puede tener, por ejemplo, una audioguía. En este último apunte, Manovich descuida la idea principal de la cual parte este capítulo: la aceptación del cubo blanco contenedor de «arte» como valor hegemónico y, citando a Marcelo Expósito, como dominador neoliberal.11

Esta fórmula mediatizada que trasciende el orden independiente del espectador-usuario para relacionarse desde su experiencia artística pasa a ser fenomenológica a partir de una información ya trazada. La mecánica institucionalizadora del cubo blanco nos lleva a preguntarnos: ¿cuáles son los mecanismos de poder simbólico que la institución usa para transgredir la «libertad» del espectador-usuario, haciéndole comprender que la institución alberga «arte» y que este debe ser interpretado bajo una lógica determinada? Para responder a esta cuestión, debemos comprender de qué forma actúa la institución artística y, por tanto, cómo la percibimos y entendemos. Desde el prisma de que el cubo blanco legitima la obra que contiene, queremos responder a este planteamiento en tanto a consumidores aproximándonos a dos cuestiones:

1) La estructura social que responde a un modelo de sociabilidad en forma de ritual y que garantiza un estatus en el sector del arte desde un escenario relacional ofrecido a la ciudadanía y abordado mediante estrategias dirigidas al público-espectador. Es orgánica y relaciona consumidores y conceptos mediante la programación, actividad o actividades propuestas desde una institución cultural.

Las relaciones entre individuos se establecen de una forma jerárquica y se desarrollan en un escenario formado por elementos visibles e invisibles, así como por varios miembros de la comunidad sin estatus. Lo interesante de este entramado de acontecimientos es la validación del contenido de la institución por parte del espectador-usuario, que confirma que la jerarquía ha sucumbido a la negociación entre el arte y el espectador. Es así como los espectadores-usuarios dependen de un emplazamiento sociabilizador —la institución— para relacionarse con individuos del grupo con o sin estatus: sin escenario no hay actuación.

Este mecanismo de comprensión por parte de la institución y del espectador-usuario se torna más que complejo en el contexto institucional, y es que el mecanismo mediatizador que ha vinculado a sujetos con la comprensión de «realidad» cultural se ha convertido en una forma de comunicación para percibir y ver el mundo: relatar y linealizar una experiencia que debe ser vivida. Observar las relaciones sociales desde el ámbito institucional y cultural, en concreto, comparándolas con el mass media madre —la televisión— y como un generador informativo de valores, es comprender a la institucionalidad como símbolo de poder que transmite conocimiento y saber. Yolanda Montero, en Televisión, valores y adolescencia dice:

La televisión realiza una función socializadora fundamentalmente mediante el entretenimiento, y la ficción resulta a menudo mucho más eficaz que la información a la hora de influir en las opiniones y actitudes de la gente. […] Como ejemplo, un capítulo de la popular telenovela venezolana Cristal, que en España contribuyó a que las mujeres acudieran al médico para prevenir el cáncer de mama en mayor medida que cualquier noticia o cualquier campaña del Ministerio de Sanidad y de la Organización Mundial de la Salud. En Cataluña, una pareja de personajes homosexuales —muy humanos y entrañables— de Poble Nou, un serial de gran resonancia social, hizo más por la aceptación social de la homosexualidad que un espacio de debate emitido en la misma cadena por las mismas fechas. […] Se ha comprobado que las profesiones de los protagonistas de las series de éxito —como Ironside, Doctor Ganon, Turno de oficio o Lucas Tanner— se convirtieron en las más demandadas en muchas universidades, que vieron incrementar el número de matriculados, coincidiendo con la popularidad de sus personajes. Se constata así que la empatía con el telespectador se consigue recurriendo a los mecanismos psicológicos de implicación emotiva: la identificación con unos personajes y la proyección de sentimientos hacia otros.12

2) El poder institucional como desarrollador de jerarquías que centraliza conocimientos para concretar la definición de Estado, como la legitimación de la cultura como forma de poder que define qué debe ser arte y qué no debe serlo.

De la misma forma que De Moraes apunta indicios en los patrones de sociabilidad y la percepción de los individuos alrededor de escenarios que conforman aquellos, los espectadores apoyan estructuras institucionales imperativas y sin negociación a través de su consumo. Se trataría de la «sobremodernidad» que Marc Augé nos narra en su texto «Sobremodernidad. Del mundo tecnológico de hoy al desafío esencial del mañana».13

Según Augé, con la sobremodernidad recuperamos la idea casi mitómana de generar creencias y referentes que, como tales, ya que son poder, hacen frente al fracaso y al miedo que conlleva la modernidad. Sin discutir sobre la filosofía que contiene tal afirmación, la uniformidad en las formas de comprender y relacionarse con el poder han llevado a que el mecanismo mediatizado del sujeto —producto, forma de venderlo, socialización con este, admiración por él, compra, venta…— asuma formas que debe cumplir en tanto a la relación institución-usuario para satisfacer pautas comunicativas y validar así, al artista y su trabajo en el marco correspondiente.

Podemos representar esta cuestión, que puede parecer un tanto inconexa para justificar la idea de la relación mediática en torno a la institución, mediante la siguiente tabla cronológica:


Análisis de la situación Análisis de la situación del contexto
Desarrollo de necesidades Desarrollo de necesidades hacia la creación emergente
Creación del producto Elección del producto mediante jurado
Formas de publicidad Inauguración para dar visibilidad y sociabilidad
Venta de producto Continuidad del producto

En la columna derecha de la tabla, en lo referente a la llamada «industria cultural» y respecto a la estrategia común de marketing desarrollada por los mass media, percibimos una serie de relaciones en los mecanismos que llevan a los espectadores-usuarios a comprender su relación con el medio institucional de forma concreta y definida. Así pues, la interacción de los individuos con la institución conlleva la generación de una estructura jerárquica de poder entre el espectador-usuario y esta como paradigma de arte, un marco de necesidad que desencadena una relación de dependencia para el desarrollo cultural. Malinowski relata el concepto de institución como:

[…] un acuerdo sobre una serie de valores tradicionales alrededor de los que se congregan los seres humanos. Esto significa también que esos seres mantienen definida una relación, ya entre sí, ya con una parte específica de su ambiente natural o artificial. De acuerdo con lo estatuido por su tradicional propósito o mandato, obedeciendo las normas específicas de su asociación, trabajando con el equipo material que manipulan, los hombres actúan juntos y así satisfacen algunos de sus deseos, marcando al mismo tiempo su impronta en el medio circundante.14

Lapassade, por su parte, establece:

La institución es el equivalente en el campo social de lo que es el inconsciente en el campo psíquico. Lo cual se expresa en otros términos por medio de la fórmula: la institución es el inconsciente político de la sociedad. La institución censura la palabra social, la expresión de la alienación, la voluntad de cambio.15

Brown, que aborda la institución como «un sistema establecido o reconocido socialmente de normas o pautas de conducta referentes a determinado aspecto de la vida social»,16 nos hace pensar que las conductas que presentan tales autores configuran mecanismos de interacción entre los individuos y la institución en relación al estatus de espectador-usuario con los mismos valores, configurando la forma de ver el «arte» y recreando así una jerarquía institucional que se construye como contenedor que filtra narrativas políticas del Estado.

No obstante, tratar de responder de forma concreta a la cuestión de cómo la institucionalidad impone, «liberando» al espectador de la toma de decisiones en valores, es complicado. Hablar de «arte» desde la institución visibilizadora de «arte» y cultura artística supone analizar el comportamiento social y mediático, y, por tanto, institucional —o institucionalizado—, como presagio a la propia producción de cultura definida y formada por varios entes estructurales y/o sistémicos, que parten desde los medios hasta la herencia histórica de Estado. Para comprender las relaciones entre «arte» y cultura, debemos considerar la herencia histórica, así como las heterogeneidades socioculturales, modificadas mediante el fenómeno de globalización. Según De Moraes, haciendo referencia a Arjun Appadurai:

Si es a través de la imaginación que hoy día el capitalismo disciplina y controla a los ciudadanos contemporáneos, sobre todo, a través de los medios de comunicación, la imaginación también es la facultad a través de la cual emergen nuevos patrones colectivos de diseño, de desafección y de cuestionamiento de los patrones impuestos a la vida cotidiana a través de la cual vemos emerger formas sociales nuevas, no predatorias como las del capital, formas constructoras de nuevas convivencias humanas.17

De Moraes señala cómo la política diseñada por el capitalismo se manifiesta en ítems culturales y en su forma de relación con el poder. Así pues, podemos entrever que el «arte», tal y como lo comprendemos, procede de una estructura institucionalizada desarrollada mediante la dependencia política al capital que convierte cultura en «arte», creando así identidades desarrolladas por, y en, políticas culturales. Sin embargo, y como intento de fuerza antagónica, la hibridación de proyectos culturales apoyados desde esferas de poder legitimadas para desarrollar «arte» tienden a dirigirse hacia un consenso popular e hipotéticamente desjerarquizador, casi de apropiacionismo o motín por parte de la cultura popular, que niega una esfera aburguesada a la que se pretende dominar. Nicholas Mirzoeff desalienta esa falsa apropiación, ya que, de la misma forma, la institución, en su afán de legitimar la práctica en forma «popular», se convierte en un poder en sí misma, en una forma de comprender la institución como un canal comunicador a partir de un orden ideológico-simbólico en un formato visual y «experiencial»:

Las partes constituyentes de la cultura visual no están, por tanto, definidas por el medio, sino por la interacción entre el espectador y lo que mira u observa, que puede definirse como acontecimiento visual. Cuando entramos en contacto con aparatos visuales, medios de comunicación y tecnología, experimentamos un acontecimiento visual.18

La experiencia visual de la que Mirzoeff nos habla supone una forma de mirar u observar «eso» que es merecedor de ser visto. El orden de comportamiento sobre lo que ha de ser mirado supone una manera de entender la institución como ente central de ideas que convierte signos en ideologías que tienden a ser unidireccionales. No obstante, encontramos proyectos de artistas que parecen padecer un desarraigo institucional con sus proyectos, poniendo en cuestión el sistema institucional o realizando una crítica a este. Sin embargo, la intención no supone más que una ilusión óptica ante este tipo de producciones, ya que el arte pasa a convertirse en «arte» y su función principal queda diseminada ante una validación institucional que dota al relato de una simbología distante de su realidad original, tal y como Guy Debord afirmó en La sociedad del espectáculo.19

Debord, mediante la alusión a la posesión del poder absoluto como metáfora de control, narra el conocimiento parcial en la mentira totalitaria: la diseminación cultural del arte para desarrollar una estructura institucional de la cual los artistas requieren su existencia para desarrollar sus metas de producción, así como una corroboración tanto para ellos mismos como para su trabajo. La dependencia del artista «emergente» —aquí vamos a entenderlo como el artista que está empezando su carrera profesional— hacia esferas institucionales basadas en legitimar la producción no solo se basa en plataformas de exhibición, sino en convertir la producción en «arte» mediante una lógica liberal y posfordista, donde el trabajador abandona su creatividad y flexibilidad durante su producción.

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