Loe raamatut: «Los cuentos absurrealistas»
LOS CUENTOS ABSURREALISTAS
(Absurdos y Surrealistas)
DANIEL SÁNCHEZ CENTELLAS
LOS CUENTOS ABSURREALISTAS
(Absurdos y Surrealistas)
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2017
LOS CUENTOS ABSURREALISTAS (ABSURDOS Y SURREALISTAS)
© Daniel Sánchez Centellas
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
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DANIEL SÁNCHEZ CENTELLAS
LOS CUENTOS ABSURREALISTAS
(Absurdos y Surrealistas)
Índice
Portada
Título
Copyright
Índice
La extraña historia de un retrotelépata
De RMs, TQNIs y otros estereotipos
La evasión laboral
La fiesta del caos
La extraña historia de un retrotelépata
Todo empezó el día en que ella lo supo. No sé cómo lo hizo, pero acertó de pleno: había tenido una aventura. Llevábamos varios días, o quizás semanas, de vida insípida y anodina en la que su exceso de trabajo y mis viajes continuos nos habían hecho algo extraños el uno al otro.
Pero un día se plantó delante de mí, y con su mirada directa e inquisitiva, apoyada en el mueble-armario que tanto nos costó decidir y comprar, en una actitud de obvia acusación, con los brazos cruzados, pude ver la pregunta clara y simple en sus ojos “¿tienes algo que contarme?”.
Eso me acusó con certeza, y yo me delaté sin remedio a lo largo de un tenso diálogo que hasta el día de hoy me persigue, me martillea, y me causa una enorme vergüenza, por lo cual no pienso relatarlo. ¿Para qué? No quiero sufrir gratuitamente nunca más por ese terrible momento que fue para mí.
En efecto, sí, había tenido esa aventura, fue un momento esporádico en el que una mujer me puso en bandeja todas las fantasías que a veces se me habían pasado por la cabeza. Pero a pesar de lo cínico que le pudiera parecer a ella, o a cualquiera que me escuche, lo llegó a saber directamente de mí porque la quiero, y por eso me es y me fue imposible ocultarle nada por más tiempo o, en todo caso, esquivarla durante todas esas semanas sin resultarle transparente como el cristal. Una evasión continua no podía suponer desde ningún punto de vista un plan viable para ocultarle nada.
Su mirada rasgadora podía conmigo, y sin remedio me revelaba mi yo más profundo. Mis argumentos rogando el perdón no sirvieron de nada. Lo nuestro se perdió, y recordando sus palabras y cómo quedamos, pensé que sería para siempre. Tampoco tengo muchas ganas de volverlas a relatar, a explicar a nadie, ni a mis más íntimos amigos, cómo fue exactamente, qué me dijo palabra a palabra. Saben que estoy sufriendo como un imbécil, como creo que merezco. A veces, en esa penosa y bochornosa escena, recuerdo de nuevo con especial atención aquel mueble-armario que significaba tanto, no solo como un gasto que compartimos, sino un preciado objeto que pudo darle una alegría por poder ordenar definitiva y felizmente todos sus libros. Se trataba de un tremendo armatoste que me costó sangre, sudor y lágrimas montar, literalmente, y que además debía cuidar y arreglar de mis patochadas sobre él. Ahora ya no lo podía ver, ahora no podía ser el crisol de nuestra relación, por las marcas y arañazos que tenía, por los libros regalados el uno al otro o por lo resistente que resultaba a nuestros empujes cuando… no, no quiero recordar más, me resulta doloroso. Qué estupidez más grande eso de darse cuenta de lo mucho que se valora un amor cuando ya se ha extinguido, algo por otra parte tan frecuente.
En fin, seguí a trancas y barrancas, encontrando la salvación en la rutina, en mi trabajo, en vicios baratos como los juegos online, y en olvidarme de quién había sido durante esos seis años. A pesar de todo eso, siempre pienso que… fui cuidadoso, pensé que ella no podía llegar a saber nada, era prácticamente imposible, y esa sórdida aventura no podía ser más que algo esporádico. Desde un principio pensé positivamente que saberlo solo podría hacerle daño y por eso lo oculté. ¿Vergonzoso?, ¿cínico? Lo que queráis, pero pasó, se supo, y lo estoy pagando. Lo peor de todo es que, según me cuentan amigos comunes y familiares, ella también. Aún me pregunto cómo lo descubrió, y las innumerables sospechas sobre cómo pudo ser capaz de saberlo a pesar de cualquier ínfima pista borrada fueron el inicio de la paranoia, convertida en certeza para mí, que luego me sobrevendría y sería lo que realmente deseo relatar: que mi mente podía ser perfectamente leída por cualquiera.
Fue entonces, tras la ruptura, seguramente por el estado de profunda depresión en el que quedé, cuando empezaron a sucederse los sueños que encajaban con la realidad. Mi médico de cabecera y mis amigos me comentaban que eso no era de extrañar si tenía por costumbre, ya desde que era pequeño, soñar unos sueños ordinarios y realistas, pero, ¡qué casualidades tan curiosas se daban!
Finalmente la depresión y el estrés en mi trabajo me llevaron a un estado mental en el que creía firmemente que mi pensamiento era leído por todos. ¿Cómo se iba a explicar, si no, lo que supo ella? ¿Y que la esporádica amante supiese mis debilidades más íntimas? ¿No era ese sin duda el mismo motivo para el cumplimiento de mis sueños, o más bien de mis pesadillas? No veía otra explicación.
De hecho, en varias ocasiones empecé a notar que algo raro pasaba en mi relación con los demás, pero la primera vez que hablé con mi amigo Alfredo tras mi ruptura, fue la ocasión más paradigmática de lo que me sucedía y me iría sucediendo en los próximos dos años. La cosa fue más o menos así, estábamos preparando el equipaje para una excursión, y me dijo:
—Sigues pensando en ella, en Yolanda.
Yo no había hecho ni una sola referencia a ella, y me quedé entre sorprendido y molesto. Íbamos a pasar una jornada de espeleología, una afición que Yolanda para nada compartía conmigo, y ni durante toda la mañana, ni durante el desayuno, ni mientras revisábamos el equipo había aparecido en la conversación. De acuerdo, era una pregunta previsible y, en efecto, no podía dejar de pensar intensamente en ella. Sin embargo, le contesté con evasivas:
—Yo estoy hoy por lo que tengo que estar. En un par de horas estamos en la entrada a la sima.
—Bueno, no hace falta que te pongas así. Pero sé que haces estas actividades por intentar pasar mejor el tiempo y en fin, para no sufrir. No hace falta ser un lince para darse cuenta de eso.
Me irritó que acertase tan de pleno en toda mi filosofía de vida durante ese último año. Yo seguía hablando con cierto matiz borde:
—No sabía que mi cabeza fuese transparente para que me veas los pensamientos.
—Es así, Carlos, lo es. Quizás es por eso que todos los amigos te queremos cuidar. En realidad todo el mundo conoce tus intenciones. Pobrecillo.
Permanecí un momento parado, pensando qué contestarle o cómo quedarme, si enfadado, si tomármelo en broma, si tal… pero no hizo falta pensar más alternativas, él me había leído exactamente, y en ese preciso momento, mientras yo seguía inmóvil y silencioso en esa sucesión de pensamientos, me apuntó:
—Carlos, amigo, por cómo te veo, te digo que si tienes que escoger entre enfadarte conmigo o reírte, de verdad, empieza por tomártelo todo más a guasa, es más sano.
Contesté un lacónico “vale”, con más perplejidad que enfado o cualquier otra cosa. El colmo fue cuando, al meternos en el coche y antes de darle al contacto, me dijo:
—¿Qué te ha sorprendido? ¿Que sepa lo que piensas? Pero, Carlos, eres bastante predecible. Ya sé que ahora me dirás que nos concentremos en la espeleología.
No dije nada más. Estaba furioso, casi no podía hablar porque estaba suponiendo que sabría todo lo que pensaba en cada segundo. Cómo no, Alfredo había acertado. Me lo quedé mirando fijamente y pensé “no me digas una palabra más hasta que lleguemos al lugar”, y fue exactamente así, no me dijo una sola palabra más.
Empecé a espantarme un poco. Lo más preocupante es que me volvía a pasar con más gente. Algunos me decían que era porque estaba en una época de pensamiento lineal y obsesivo, por eso se me veía venir siempre, aparte de lo sincero y transparente que he sido toda mi vida. Bueno, esos eran sus argumentos, pero yo empezaba a ver claro que lo que decían y mis pensamientos, incluso con antelación, coincidían pasmosamente.
Finalmente no podía llegar a otra conclusión forzosa más que en realidad todos debían de saber lo que pensaba. Por esa razón, y con el fin de evitar una creciente paranoia que se estaba instalando en mi psique, decidí no frecuentar a mis amigos durante un largo tiempo. Como si me leyesen la mente, todos me comprendieron, o como mínimo me dijeron que ya se esperaban que fuese a hacer tal cosa. Desesperante.
Al menos me quedaba el trabajo, donde en realidad no tenía amigos. Convivía con todos dentro de una correcta cordialidad de formulismo, de conveniencia, pero al fin y al cabo nadie tenía la confianza, y yo mismo ponía las barreras para que hicieran cualquier apreciación personal o subjetiva. Además, si repetían que lo que hacía era lo que se esperaba de mí, no me sorprendería. Al contrario, me alegraría. De hecho, tal como estaba en esos momentos, si al menos iba sacando el trabajo, ya lo podría considerar un logro. Una aseveración de ese estilo, aunque pudiera parecer que me volvían a leer la mente, como mínimo podría entenderla como un cumplido. Lo que no podía evitar es que algunas veces cuchicheasen a escondidas de mí y de forma casual llegase a oírles. Fue así como en una ocasión pude escuchar como en susurros tras la puerta mal cerrada de un despacho que decían:
—Este tío se piensa que está en esta empresa como si fuese su casa.
Pude distinguir que era la voz ronca y madura de Arturo, jefe de logística.
—¿Se refiere a Carlos? ¿Verdad? —respondió un tercero, que no identifiqué pues a veces no era capaz de reparar en sus subalternos, ya que podían no durarle demasiado.
—¿De quién hablaría así, si no?
—Sí, y eso acaba siendo motivo de preocupación. En el estado en que se le ve, seguro que comete un error o varios, y nosotros estamos por debajo para sacar las castañas del fuego —argumentó así a su superior, poniéndose de su lado de una manera ampulosamente retórica.
—¿Qué vamos a hacer si no? No por él, sino por la empresa, que vivimos de ella. Aunque no es nuestro jefe, es un cargo superior en la línea de producción, su trabajo condiciona el nuestro.
—Tendríamos que hacer algo jefe —replicó servilmente el subalterno al señor Arturo.
—Mira, chico, lo que hay que hacer, al menos por una vez y como ya sabemos que la va a cagar, es estar prevenidos. Se trata de reducir las consecuencias y lo que nos pueda afectar, para luego enseñarle el estropicio al gerente. Y punto, no está bien que sus errores descansen en nuestro esfuerzo.
—¿Usted cree que tomará represalias, señor Arturo? —El tono era cada vez más sumiso en el pobre muchacho, que quería tener a bien a su superior.
—¿Carlos represalias? ¿Pero no habíamos quedado en que no es nuestro jefe? Además, no pertenece a ningún ala de la empresa, a ningún corrillo, ya sabes, va por libre y eso al final se paga porque en realidad no tiene apoyos. Espero que eso te sirva a ti de ejemplo en esta empresa o donde vayas a parar, siempre hay que asociarse. Con unos o con otros.
El empleado le contestó con un breve sonido nasal de dos notas, pero yo ya no quería oír más, y a hurtadillas me fui de allí aprovechando que mis suelas nunca suelen ser ruidosas, solo me faltaría eso.
De nuevo me antecedían a todo lo que podía llegar a pensar. Y es más, lo peor de todo: al final, como habían predicho esos dos, cometí errores de cierta envergadura. Curiosamente justo cuando estos dos intrigantes habían decidido no estar presentes, y cuando su trabajo había cambiado a otra línea para que mis errores no les afectasen demasiado.
Demasiadas coincidencias se sucedían en mi rutina diaria. Llegué a estar totalmente convencido de que la gente podía leer mi pensamiento. ¿Cómo era eso posible? Ocurría sin ni siquiera estar yo presente, por lo que no podía ser por mi expresión o mis gestos.
Por suerte no ocurrieron más desgracias en mi trabajo, aunque lo pasé muy mal, por supuesto. Ahora más que nunca necesitaba mis ingresos, y acabar en el paro hubiese supuesto una catástrofe. Creo que esa angustia mayor me ayudó en parte a olvidar esa paranoia in crescendo que me hacía tener la certeza de que todo el mundo me leía la mente.
Sin embargo, por mucho que yo pensase o hiciese otras cosas, esa maldita verdad me perseguía casi en cualquier parte que yo estuviese. Encontrarme con los vecinos me ocasionaba una zozobra indescriptible. Se me quedaban mirando perplejos, estupefactos. ¿Por qué? No hay que discurrir demasiado: podían saber lo que pensaba, quizás como un susurro en sus voces. No sabría decir cómo lo harían, pero las pruebas de que era así se me presentaban en cada instante de mi vida. Se podría llegar a pensar que yo sabía de antemano que muy probablemente la mayoría de mis vecinos intuían o sabían que estaba crujido en el alma por haber roto mi relación, y que el mismo morbo de esa gente por saber cómo lo llevaba “el pobre chico”, podía ser el único motivo para que todo el mundo me mirase.
Pero eso, esa prolongación en el tiempo, ya era demasiado. Había pasado un poco más de un año, y la gente seguía mirándome, o incluso me miraba más y con más descaro.
El colmo, el remate de todo, era al coger el metro. Me perseguían las caras de la multitud que me escrutaba sin parar tanto en el andén como dentro de los vagones, con ojos de asombro, desorbitados, justo cuando aparecían en mi mente todos los remordimientos y mi cobardía. Esos hechos me resultaban prácticamente explícitos. Podían saber todos qué diablos tenía en mi sesera. Cada día sucedía así, era una de las pruebas más contundentes para llegar a esa conclusión.
El caso más reiterativo era el de una chica, de la que en principio no me percataba y que, al darme cuenta que hacía el mismo recorrido que yo, observé que se fijaba en mí hasta clavar su mirada ensoñadora en mi cara con un aire entre altivo y condescendiente, entre negligente y compasivo, acompañado con una leve sonrisa. Obviamente esa mirada y esa condescendencia no podía ser más que por mi estado anímico, que se captaba como si mi cráneo fuera de cristal en lugar de ser de hueso, músculo y piel.
La angustia que sufría era inaguantable. ¿Me leeríais alguno de vosotros? Entonces lo hubiese jurado. Es más, ahora que lo relato, sospecho que pensáis que estoy paranoico, que estáis flipando conmigo, que tengo un problema muy grande. ¿No es así? Apuesto lo que sea a que es así, que pensáis que estoy loco. ¡Sí, no lo neguéis! ¿A quién se le ocurre increpar a un lector? A un loco, ¡cómo no! Venga, vamos, confesadlo. ¡Sí, vosotros lectores y lectoras, los que estáis delante de este penoso relato! Sin dudarlo, pensáis que estoy loco. Por eso mismo, porque me juzgáis en mi paranoia, porque pocas veces habíais visto un caso así. ¡¡Estáis pensando lo mismo que yo!! ¿No es cierto? Entonces, irremisiblemente, ¡¡me habéis leído la mente!! ¿Qué más pruebas son necesarias? Sí, sí, es así. No lo podemos negar, ni yo, ni tú, lector o lectora. Ni tú en concreto, quien seas que leas estas líneas, que con el simple hecho de leer mis escritos consigues leerme el pensamiento, y eso que no he profundizado en mi vida, ni os he explicado mi rutina, solo ínfimos detalles. ¡No me vengáis con milongas de que la literatura refleja no sé qué, no me lo creo! Que nadie le lee la mente a Julio Verne o a Tolkien por leer sus novelas. Ni siquiera os he dicho cuál es mi trabajo, pero da igual, sabéis de antemano que, haga lo que haga, me sentiré amargado y eso, ¡es precisamente lo que pienso yo! ¡Vuelve a confirmarse que me estáis leyendo lo que pienso! ¡Leches!
Con un ahogado sollozo (ahogado, pequeño, que tampoco me iba a poner demasiado melodramático), sabía positivamente que no tenía escapatoria. Me demostraba objetivamente que tenía la virtud, por increíble que pudiera parecer, de poder ser leído telepáticamente por todo el mundo. Vendría a ser como una especie de mutante tipo X-Men, pero en lugar de poseer una característica que me elevara por encima de la especie humana, me ocurría al revés, tenía un carácter que la evolución deberá borrar mediante la selección natural, y por de pronto lo hacía inhibiendo mi capacidad de reproducción, pues con esta característica ninguna mujer querría acercárseme. ¿Creéis que exagero? Pues para muestra un botón: el ejemplo en mi quebrada relación y el tiempo que hacía que no se me acercaba más que la cajera del supermercado para darme el cambio de la compra.
Aunque la chica que me miraba con marcada y especial atención cada mañana, sin falta, era un enigma para mí. Podría andar sobre la treintena de edad, como tantas, y resultaba más tierna que bella, más fibrada que fuerte, más llenita que corpulenta, y esbelta en cierta medida si, como a veces hacía, se esforzaba en ponerse derecha. Era morena, de ojos pardos, completamente en la media de una española cualquiera. En realidad no debería ser así, no debería mirarme nadie en absoluto, porque en mi mente no había más que un pozo negro de miedo, desesperación y paranoia. Y menos ella, a la que seguramente, con un trabajo y un futuro, cualquier otra persona le resultaría mejor que yo como compañero o compañera. ¿Sería ella otro individuo mutante defectuoso de nuestra especie? Quizás debiéramos ser tratados como minusválidos, pero sí, lectores y lectoras, estáis en lo cierto: nos tomarían a cachondeo. ¿Lo veis? Me habéis vuelto a leer la mente. En cualquier caso, en ese estado en el que casi todo ya me daba igual, quise hacer un experimento, tras asegurarme a lo largo de un tiempo de que ella estaría en el mismo vagón sin falta, mirándome indefectiblemente.
Sí, lo estaba. Obviamente, ella también me debía leer la mente, eso es lo que habíamos establecido como teoría de partida, ¿verdad? Bien, pues para asegurarme de que mis conclusiones no fuesen meras impresiones, me dispuse un día a realizar el experimento para salir de dudas y descartar la única posibilidad de que no estuviese mirándome porque me leía la mente: que fuera miope, y que estuviese mirando al vacío y coincidiera su campo de visión con el lugar en el que yo me hallaba. El experimento fue así: escribí una serie de letras y números de manera clara y sencilla, me aproximé a ella, y amablemente le dije:
—Hola, disculpa. ¿Me podrías ayudar en una cosa?
Ella respondió muy dulcemente, con la acostumbrada amabilidad espontánea que algunas personas despliegan sin percatarse.
—Sí, claro. ¿De qué se trata? —Una mirada llena de sorpresa, una piel sonrojada, y esa dulzura exaltada me daban pistas de que yo tenía razón.
—¿Puedes leerme esto a esta distancia?
Ella respondió en cuanto me aparté con un papel escrito:
—A, equis, de minúscula, de minúscula, uve doble, guión bajo, cuarenta y tres, jota, jota, minúsculas las dos, o mayúscula y o mayúscula —dijo de esa manera la secuencia completa que había escrito—, ¿es que es un concurso o algo así?
—Más o menos. Y ahora esta otra a esta distancia.
Me situé unos pocos metros más lejos, aprovechando que no había demasiada gente, y le mostré otro papel con otra secuencia escrita en una tamaño normal de letra de imprenta. Aguzando un poco la vista, ella me recitó la secuencia:
—De mayúscula, hache minúscula, doscientos veinticuatro, i mayúscula, guión medio, te minúscula, cincuenta y ocho. ¿Lo he hecho bien?
—¡De maravilla, ves estupendamente! —le dije con una sonrisa, para que no perdiese el interés, mientras me percataba de que tenía una vista envidiable.
Me tomé una pequeña pausa en la que ella se me quedó mirando mientras algunas personas que nos rodeaban empezaban a observarnos como si se tratase de un espectáculo. Para no desembocar en un bochorno general, me acerqué a ella y le dije discretamente:
—Lo siguiente que debo decirte, si quieres saber el final de la prueba, será mejor que no te lo diga delante de todo el mundo.
—¡Ah, claro! Vaya plan. Es cierto, pues esperemos a bajar en mi parada, ¿no? —contestó, dándose cuenta de la situación y agarrando su bolso en un gesto como si buscase protección.
Parecía algo ingenua. Bueno, en realidad resultaba bastante ingenua. Pero no me quería aprovechar, yo solo quería llegar al final de mis conclusiones. Cuando bajamos en la misma estación, pues en efecto nuestro recorrido acababa en el mismo lugar para ir cada uno a dos empresas vecinas en la misma calle, le dije:
—Disculpa que esto no sea ningún premio. Te voy a contar por qué lo he hecho. Escucha: si tú miras cada mañana hacia donde estoy yo con esa mirada y, como acabo de comprobar, no eres miope, entonces es que me lees la mente. Sabes lo que pienso, ¿verdad?. —La pobre me miró contrita, y su expresión de compasión fue si acaso más acentuada, al responderme:
—Siento mucho si te he podido ofender. Sí, sí que miraba hacia ti.
Yo ya lo tenía claro, y con expresión exaltada y alzando la voz, no pude contenerme:
—¡Ajá! ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Esta es la prueba irrefutable!
Reflexioné: sí, para mí lo era, como que la Tierra va dando giros sobre sí misma cada veinticuatro horas. La chica quiso excusarse con nuevos argumentos:
—Pero es que se te ve tan amargadito, y además eres buena persona. Ya he visto como unas tres veces que cedías el asiento mientras nadie lo hace.
—No me digas más —le dije con sequedad—, no me digas más, yo tampoco te quiero ofender, pero estoy seguro de que sabrás que estoy intentando recomponer mi vida. Bueno, en realidad todo el mundo lo sabe, y necesito calma. Y por eso mismo, necesito calma. —Me puse los dedos sobre los ojos cerrados intentando aliviar la tensión creciente.
Ella, inesperadamente, me tocó cálidamente el brazo. Abrí los ojos, y en efecto, estaba conmovido, pero sin decir nada, solo pensando “por muy bondadosa que seas, siento decirte que no podría interesarme por ti, ni siquiera como amigos, tal como me siento”. Fue entonces cuando ella me dijo para mortificación mía:
—Comprendo cómo te sientes, sé que es mejor dejarte solo.
Y se fue, dejándome con una dulce sonrisa en sus labios.
Transcurrió el día gris y taciturno y no la volví a ver en el viaje de vuelta al coger el metro. Tampoco la busqué, pensé que quizás podría estar en otro vagón. ¡Qué más daba! Lo curioso fue que al día siguiente sí la vi, pero en esta ocasión miraba a otro hombre. Se me llenó la cabeza de interrogantes, pero dado que ya no me miraba tanto, podía descansar al menos de ella. Sin embargo, las miradas fugaces, sorprendidas y desorbitadas de los demás iban avisándome de que el fenómeno seguía ocurriendo. Estaba seguro de que al leer mi mente la gente quedaba seriamente espantada. Primero, por el hecho de poder leerle la mente a alguien, y segundo, por el horror de ver mis vicios, mis miserias, mis torpezas y mi depresión.
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