Reto bicentenario

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Reto bicentenario
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David Reyes Zamora

Es director de Semana Económica. Periodista de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y MBA de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile, con estudios de posgrado en marketing digital, data-driven marketing y finanzas. Publicó Revolución.pe: la transformación digital de once empresas en el Perú y Empresari@s vs. COVID-19: estrategias de liderazgo para rediseñar tu empresa con éxito (Conecta, 2018 y 2020, respectivamente). Fue speaker de TEDx Talks con la charla “¿Por qué el machismo impide ejercer la paternidad con plenitud?” y es socio fundador del proyecto Voceras.

ORCID: 0000-0002-8791-5638



© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Autor:David Reyes Zamora
Edición:Luisa Fernanda Arris
Corrección de estilo:Claudia Prieto Requejo
Diseño de cubierta y diagramación:Dickson Cruz Yactayo
Editado por:Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33 (Perú)Teléfono: 313-3333www.upc.edu.pePrimera edición: julio de 2021Impresión bajo demandaVersión e-book: julio de 2021
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)BibliotecaDavid Reyes ZamoraReto bicentenario. Una mirada a las fracturas que limitan el desarrollo del Perú tras la pandemiaLima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2021ISBN de la versión epub: 978-612-318-338-7POLÍTICA ECONÓMICA, DESARROLLO ECONÓMICO, DESARROLLO SOCIAL, SALUD, TRABAJO, EDUCACIÓN, SIGLO XXI, PERÚ985.0648 REYE
DOI: http://dx.doi.org/10.19083/978-612-318-338-7Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2021-06473La publicación fue sometida al proceso de arbitraje o revisión de pares antes de su divulgación.Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.El contenido de este libro es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

A Juli, que este país mejor que soñamos sea para ti.

Agradecimientos

A mis colaboradores eficaces: Luz Fuertes, investigadora y transcriptora de las entrevistas —sin la que este libro no hubiese sido posible—, y Carlo Reátegui, tenaz primer editor de las mismas. A Claudia Gutiérrez, investigadora acuciosa del capítulo introductorio, y a Víctor Álvarez, historiador y profesor de la PUCP, por sus orientaciones sobre el siglo xix incluidas allí.

Una nueva reconstrucción: un nuevo país

¿Cuánto tarda un país en su reconstrucción económica? ¿Cuánto en generar igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos?

Hasta la llegada de la pandemia, el Perú llevaba 21 años de crecimiento económico sostenido, desde la recesión de 1998 —casi inevitable por el impacto de tres crisis financieras globales y un fenómeno de El Niño—, y un quinquenio más si omitimos esa pausa. Sin embargo, no había logrado un piso mínimo de condiciones sociales para los peruanos que les garantizara al menos una buena alimentación infantil, y el acceso a servicios de salud y educación de calidad a lo largo de sus vidas. El crecimiento de los primeros años —no cabe duda— fue una hazaña si consideramos la hiperinflación y la debacle económica que recibieron los técnicos del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y el Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), los cuales, a inicios de 1990, sentaron las bases de lo que el mundo y los inversionistas internacionales calificarían luego como un “milagro”. Con las cifras en frío, es innegable la correlación de este crecimiento con la reducción de la pobreza y la desigualdad en las últimas tres décadas. Pero los números no son suficientes si los ciudadanos no los sienten en su día a día y, para una parte importante de los peruanos, la prosperidad fue falaz.

Las bases —sin las que ningún crecimiento hubiese sido posible— fueron claras: la libre competencia, la reducción al mínimo de la participación del Estado en la actividad económica —ejecutada a través de las privatizaciones de las grandes empresas estatales—, y un conjunto de reglas monetarias, fiscales y macroeconómicas que se cumplieron casi a rajatabla. Hoy, sin embargo, salvo los liberales más férreos, los economistas se preguntan si la mano invisible del mercado basta para el desarrollo y la construcción de un Perú que brinde bienestar a todos o a la mayoría de los peruanos. ¿Cuál es el significado de la democracia en un país con servicios que no alcanzan, y donde es tan difícil encontrar un empleo digno con protección social y un salario que permita a sus ciudadanos, por lo menos, vivir? ¿Qué hace que haya peruanos que parezcan condenados a ver pasar la prosperidad por la ventana? ¿Qué debemos cambiar? Sin duda, no coincidirán del todo con este libro —y con la mayoría de sus entrevistados— quienes creen que basta con el crecimiento económico y no hace falta un Estado fuerte en batallas que, en estas décadas de auge, claramente perdimos o —peor aún— nunca libramos.

Tampoco estarían de acuerdo quienes fundaron la República en 1821 bajo una corriente liberal que se anclaba en la propiedad privada y el libre comercio para contraponerse al viejo régimen de castas. Era lógico: la riqueza del nuevo país no podía provenir —como en la Colonia— de las herencias, los títulos y los abolengos. Así lo escribieron John Locke y Adam Smith —los padres del liberalismo filosófico y luego económico—, y lo adoptaron las Juntas de la Independencia, herederas rebeldes de la Constitución de Cádiz. El primer impulso económico del Perú se lograría a manos de una nueva burguesía que nació del comercio en la primera mitad del siglo xix y se consolidó gracias a la providencia del guano en la segunda mitad. Aquel auge económico —que, ¡oh sorpresa!, estaba asociado a los beneficios de un recurso natural— le permitió al presidente Ramón Castilla iniciar un proyecto de país de clases y sociedades estancas, cuyas divisiones, lamentablemente, persisten hasta la actualidad.

La Independencia abrió los mercados: ya no solo se podía negociar con la vieja metrópoli, España, sino también con Inglaterra, en ese entonces la primera potencia mundial. La idea de nación se cimentó en una base liberal, presente en sus cartas magnas, y sostenida también en la posesión de recursos naturales y la ampliación de las fronteras, que desataron guerras paralelas a las que reforzaron nuestra independencia. De la anarquía de las primeras décadas nos rescató el guano, que con sus ingentes recursos le otorgó estabilidad política al país: la burguesía se consolidó con los pagos de la deuda de guerra y la liberación de los esclavos —y la renta de las concesiones guaneras—, y le brindó legitimidad a un gobierno que le daba de comer. La infraestructura como representación del apogeo se reflejó en ferrocarriles y buques como hoy lo hace en líneas de tren y gasoductos. La comparación con el presente se cae de madura: si el boom del guano acabó en una guerra que destruyó sus ilusiones, ¿la pandemia es la guerra que le sigue al boom de los metales y acaba con los espejismos de su “milagro” económico?

Hay una metáfora histórica y una verdad innegable: el “milagro” de nuestros tiempos sufrió su revés más grande en la pandemia, con un 2020 que nos recordó el punto de partida de esta historia, a inicios de 1990. Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), ese año el producto bruto interno (PBI) cayó 11,12%, la cifra más baja desde 1989, al final del primer gobierno de Alan García (ver el gráfico n° 1). A pesar de que no hay un golpe de inflación —de la que nuestro institucional BCRP nos protege a cabalidad—, sí existe uno que remece las finanzas públicas, tan ordenadas en nuestros años de bonanza. Se cruzan dos factores: un considerable incremento del gasto público, por las medidas de ayuda monetaria a la población y la defensa ante la crisis, y una caída de la recaudación fiscal, natural en un entorno de cuarentenas y negocios paralizados por meses que actualmente viven en riesgo de quiebra, en una lenta recuperación o, en el mejor de los casos, en el punto exacto de equilibrio. Es el costo de lo que no hicimos: las reformas de segunda generación —laboral, tributaria, de salud y educación, y de reforma del Estado—, que quedaron inconclusas o nunca se iniciaron, y que eran claves para construir un país viable.

Gráfico N° 1 Crecimiento económico del Perú (en %)


Fuente: BCRP, s. f.

Si algo permitió el modelo, y su respeto irrestricto de un orden macroeconómico y fiscal, fue un levantamiento de capital sano para paliar la crisis a tasas competitivas para un contexto de pandemia global. Junto con el control de la inflación y la estabilidad monetaria, la capacidad de financiamiento le permitió al país —valga el oxímoron— una crisis estable, sin un quiebre de las arcas públicas ni un vaivén de precios para los trabajadores formales que lograron conservar sus empleos. El largo plazo de la deuda —que sorprende a los ciudadanos— es razonable si consideramos que responde a una emergencia sanitaria. Nada nos protegió tanto como el hecho de convertirnos en el país de la región con el menor riesgo crediticio —excepto Chile— antes de la llegada del COVID-19. Fue la mejor cosecha de la preservación de los fundamentos establecidos en los 90, que le permitieron al Perú aprovechar el boom de los metales y, entre 2002 y 2013, crecer a una tasa promedio del 6,1%, pese al impacto de la crisis financiera de 2009, en la que incluso evitó la recesión.

 

La crisis del COVID-19, sin embargo, atrapó al Perú en la parte baja de la ola, con un crecimiento que se había apaciguado en los últimos seis años, junto con la desaceleración de China y la consecuente reducción del precio del cobre, nuestro principal producto de exportación, del cual, a su vez, es su principal comprador. La desaceleración económica —evidencia de nuestra dependencia del metal— desalentó a un empresario acostumbrado a un ritmo del PBI cercano a los dos dígitos y alejó a un inversionista global optimista que ya veía al Perú con rostro de tigre asiático. El PBI cayó a un promedio del 3,1% en estos años, insuficiente para generar el empleo formal adicional que requiere la masa de jóvenes que anualmente se gradúa como profesional. Un año antes de la pandemia, en 2019, el enfriamiento del gasto público y del consumo privado condujo al Perú a su menor crecimiento de la última década.

En ese contexto, llegó la pandemia para recrudecer un problema que los economistas consideran estructural: la informalidad. Con el confinamiento drástico dictado en marzo, en el segundo trimestre de 2020, la economía se contrajo en el 30,2% (INEI, 2020), el peor resultado trimestral desde que se tiene registro del PBI. Era lógico: los trabajadores informales —siete de cada diez en el Perú (INEI, s. f.)— dejaron de producir y no encontraron una salida, víctimas de sus propios males: la baja productividad, el escaso acceso a la tecnología, y la dependencia del cash, del pago diario y de labores que demandan su presencia física. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que un millón y medio de peruanos perdió su trabajo, el triple de la cifra del mismo trimestre del año anterior, tras un desplome del empleo del 65%. Lo que ocurrió luego no fue del todo alentador: los nuevos desempleados empezaron a recolocarse en la segunda mitad del año con la reapertura gradual de la economía, pero principalmente como subempleados informales; es decir, con sueldos por debajo del mínimo y sin beneficios laborales ni protección social (ver el gráfico n° 2).

Gráfico N° 2 Evolución del empleo en Lima Metropolitana (var. % interanual)


Fuente: INEI, s. f.

El Perú llegaría al bicentenario con niveles del 80% de informalidad, un retroceso de 12 años, y con salarios 12% menores que los de la prepandemia, según Macroconsult (Semana Económica, 2020). El impacto ha sido perverso y en espiral, pues la propia informalidad conduce a estos resultados: el golpe de la pandemia —coinciden los expertos— no hubiese sido tan grande ni profundo si nuestra economía fuese formal. Es nuestra responsabilidad: ante la mayoritaria oposición a cualquier intento de flexibilización de la estabilidad laboral —de la que poquísimos peruanos gozan—, a lo largo de dos décadas, ningún gobierno hizo suya una reforma laboral que incentive y canalice la inclusión de más peruanos en el mercado formal, y empuje el crecimiento de las empresas. Recuperar lo perdido será más que difícil, pues la informalidad es arena movediza: según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), con cifras a 2015, el 55% de los trabajadores informales lo seguía siendo dos años después, lo cual muestra el alto grado de persistencia de este tipo de empleo en el país.

Estos diez puntos menos de formalidad son los diez puntos más que se ganaron entre 2007 y 2013, cuando la informalidad dejó de reducirse y se estancó en alrededor del 70% hasta 2019 (ver el gráfico n° 3), frente a un promedio del 55% en países con niveles de desarrollo similares a los del Perú. La tasa se amplía en el sector rural —casi como una señal de nuestra indiferencia— y llega al 95%, sin mejoras en la última década: allí no había ni adónde caer. A ese mismo sector le afectará más el retorno a la pobreza, que, según los estimados de Unicef, pasaría del 20,2% en 2019 al 30,3% en 2020; mientras que su par, la pobreza extrema, del 2,9% al 6,3%. Son 3,3 millones de peruanos los que se volvieron pobres —otra vez— en el primer año de la pandemia, en lo que constituye uno de los mayores aumentos de la pobreza en la región, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

Gráfico N° 3 Tasa de empleo informal


Fuente: Encuesta Nacional de Hogares (Enaho), INEI, s. f.

Es imposible negar —si nos ceñimos a la data— que el crecimiento económico fue el principal antídoto contra la pobreza en las últimas décadas. Con el auge económico, llegó la inversión y con esta el empleo; y, entre 2004 y 2013, con tasas del PBI que alcanzaron el 9%, la pobreza disminuyó 35 puntos porcentuales (INEI, 2013): un cambio de vida para millones de personas. Abajo, muy lejos, se situó la reducción que obtuvimos en los años posteriores, entre 2013 y 2019 —ya en desaceleración y pese al incremento de los programas sociales—, de solo 2,5 puntos porcentuales. Sin embargo, también es imposible negar que estos avances escondían una fragilidad que se evidenció en la pandemia, cuando los primeros en caer fueron aquellos que apenas habían logrado cruzar la línea de pobreza: peruanos rurales que, apalancados por un programa social, sostenían un negocio todavía de subsistencia, o peruanos urbanos con un trabajo informal, sin seguridad social ni ahorros, excluidos financieramente, que vivían del día a día y que casi volvieron a la pobreza —sin saberlo siquiera— el primer día de la cuarentena.

En total, más de un tercio de los peruanos, principalmente del sector rural, será pobre al final de la pandemia, un retroceso —como el de la informalidad— de diez años (ver el gráfico n° 4). Se trata de un escenario que, sin duda, complejiza el cierre de brechas sociales, sobre todo para los peruanos en pobreza extrema, que se han duplicado. Empobrecido, el peruano promedio fue testigo del colapso de su sistema de salud, pese al rápido incremento del gasto para enfrentar la pandemia a más de 23 000 millones de soles, 13% por encima del gasto de 2019 y 23% más de lo presupuestado. Pero ni ello ni la adquisición de camas UCI, que pasaron de menos de 300 a más de 1500 en un año, evitaron que el Gobierno optara por el confinamiento, ante un estado de muerte que lo acechaba. En los días más álgidos, con los infectados a tope, conseguir una cama UCI se convirtió en un privilegio que no distinguió clase social ni conexiones personales: dos vías que “funcionan” sin problemas en cualquier otro contexto como parte de nuestra “natural” diferenciación social.

Gráfico N° 4 Evolución de la pobreza monetaria (% total de la población)


Fuente: INEI, 2002, 2003 y 2013; MEF, 2001; Unicef, 2020

Algunas cifras explican la fragilidad con la que el COVID-19 sorprendió al sistema de salud. Según el Ministerio de Salud (Minsa), uno de cada dos establecimientos de salud de primer nivel —puesto, posta, centro de salud, centros médicos y policlínicos— no tiene médico y ocho de cada diez carecen de una infraestructura adecuada (Videnza Consultores, 2021). Hay 13,6 médicos por cada 10 000 habitantes cuando lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS) es 23. La brecha en la demanda de medicamentos fue 573 millones de soles según las estimaciones de Propuestas del bicentenario: salud (Videnza Consultores, 2021). La inversión del Perú en salud es del 3% del PBI y, aunque aumenta con los años (ver el gráfico n° 5), continúa, en proporción, muy por debajo de la de otros países de la región, que es de hasta el 6%. El sistema está altamente fragmentado en silos que no se comunican ni colaboran entre sí. Frente a esa maraña, el paciente se siente desprotegido y sin la garantía de una atención de calidad, y opta por alternativas privadas, las cuales muchas veces tampoco satisfacen sus expectativas.

Gráfico N° 5 Gasto destinado al sector salud (en millones de S/)


Fuente: INEI, s. f.

Empobrecido, el peruano promedio también se debate con una educación pública que ya era magra, se limita su acceso y enfrenta un retraso en la enseñanza por el COVID-19. Se suspendieron las clases para casi 10 millones de estudiantes, quienes vivieron un proceso acelerado de virtualización. La educación remota se instaló para los niveles inicial, primaria y secundaria a través de la televisión, la radio y la web, pero su alcance fue diferenciado: solo el 90,3% de las familias del sector rural accedió frente al 96,2% del sector urbano. Un año después, se calcula que, con el confinamiento, solo se habría alcanzado el 35% de avance del aprendizaje (RPP, 2020) en una educación que, en la prepandemia, no lograba los mejores indicadores. Aunque cuestionada por su foco resultadista y censal, la prueba PISA (Ministerio de Educación, 2018) ubicaba al estudiante peruano en el tercio inferior de la tabla en Matemática y Comprensión Lectora. La educación está atascada, además, en un ciclo de bajo gasto como porcentaje del PBI (ver el gráfico n° 6), según el Compendio Mundial de la Educación de la Unesco, con un profesor poco capacitado, y que, sobre todo en el sector rural, enfrenta la falta de conectividad e infraestructura, así como dificultades geográficas para ejercer adecuadamente su labor.

Gráfico N° 6 Gasto del Gobierno central destinado al sector educación (en millones de S/)


Fuente: INEI, s. f.

Con la pandemia, las brechas entre los sectores urbano y rural en educación, que ya eran muy marcadas y persistentes, se agudizaron. En las grandes ciudades, la educación privada de calidad seguirá siendo exclusiva de la punta de la pirámide social, más hoy que 100 000 alumnos se trasladaron de colegios privados a públicos por la crisis (El Comercio, 2021). Con sus estragos, el COVID-19 refuerza la desigualdad en el acceso a los servicios básicos que limita duramente la movilidad social e imposibilita la meritocracia. En pocas palabras, el peruano que nace pobre recibe una mala alimentación que le impide un adecuado desarrollo neuronal, una educación y una salud de baja calidad que no le permiten una vida plena, y ve mermados sus accesos a los mercados por la discriminación social y racial. Aplica aquí lo mencionado por el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz: “Si vives en una comunidad pobre, obtienes escuelas deficientes y lo que yo llamo la transmisión intergeneracional de ventajas y desventajas”.

Si es una mujer peruana, los límites de sus oportunidades aumentan. Se suman la violencia de género, que transita desde los feminicidios —132 en 2020, según la Defensoría del Pueblo, en su mayoría perpetrados por las parejas y exparejas de las víctimas— hasta el acoso sexual, con el 32% de mujeres que se declara víctima solo en el último año, de acuerdo con la Encuesta Mundial WIN, ejecutada en el Perú por Datum Internacional. Por si fuera poco, el home office duplicó el número de denuncias por acoso virtual en el Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE) durante la pandemia. Mientras los sesgos inconscientes de género limitan el ascenso de las mujeres en las empresas, y ellas demandan políticas y acciones contra el acoso como la principal medida de equidad, los CEO se niegan a enfrentar el problema: nueve de cada diez —en su extensa mayoría hombres— consideran que en sus organizaciones hay “mucha” o “bastante” equidad de género según la I Encuesta de Equidad de Género de Semana Económica, la Cámara Española e Ipsos Perú.

Así le damos la bienvenida al bicentenario, con el gran desafío de la recuperación económica y la oportunidad de una segunda reconstrucción más inclusiva, que reduzca las brechas sociales, y brinde las mismas oportunidades a todos los peruanos al margen de su lugar de origen, género o condición social. Esas diferencias, que se encienden en la conflictividad social, también se encuentran en nuestro día a día, en cada una de nuestras interacciones. El fin, por supuesto, no debe perder de vista el medio: el crecimiento económico. No se puede repartir una riqueza que no existe. Así lo entienden todos los que responden en la presente obra. Este libro es, por lo tanto, un llamado a la acción hacia una reconstrucción económica, social y democrática; pues no hay democracia posible ni libre mercado que subsista a tan marcadas diferencias. Como al frente de un infectado grave, cada entrevistada y entrevistado —en una balanza de género equitativa— ha realizado un diagnóstico, entregado una receta y planteado un tratamiento para el Perú con la responsabilidad que su expertise y experiencia en su campo de acción le permite, lo cual abre la oportunidad de tomar el resultado como una guía.

 

Dicho diagnóstico queda resumido, en cada caso, bajo un titular declarativo y tras la misma sentencia que le da nombre a este libro: Reto bicentenario. Así, el Perú es abordado a partir de sus grandes retos económicos —informalidad, trabajo y mercado laboral, pobreza y desarrollo rural, e inclusión financiera—, sus grandes retos sectoriales —salud y educación—, y sus grandes retos políticos y sociales —desarrollo urbano y ciudadanía, lucha anticorrupción, y brecha de género y equidad—; y desde dos ejes transversales: política económica e innovación, anclas de un pasado con resultados tan insuficientes como innegables y de un futuro que demanda colaboración. La naturaleza del libro, de análisis e introspección, le otorga un final cartográfico: una nube de keywords que traza y unifica las propuestas para un país mejor tras la derrota de una pandemia, y a dos siglos de sus primeros pasos de anarquía y libertad.

La pregunta final —abierta a la prospectiva del lector— es cuánto nos tardará esta segunda reconstrucción —si acaso es posible en medio de una crisis—, y si será la definitiva.

David Reyes Zamora

Marzo de 2021

Política económica, entrevista a Magali Silva



“El modelo económico no ha fallado, sino quienes lo han gestionado”

Reto bicentenario. Establecer el objetivo de eliminar la pobreza y desarrollar una sociedad más inclusiva sobre la base del crecimiento como una vía y no como un fin. Emprender una reforma laboral, diversificar la economía y enfrentar las ineficiencias del sistema: la falta de infraestructura y de cuadros altamente competentes en el sector público, y la corrupción.

Responde Magali Silva, exministra de Comercio Exterior y Turismo, y miembro del comité consultivo de la Facultad de Economía y Negocios Internacionales de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Economista por la Universidad del Pacífico (UP) y magíster en Economía por la Universidad de Oregón.

¿Qué sucede con nuestro crecimiento? Hemos tenido dos décadas de crecimiento económico sostenido desde 1998 hasta la pandemia, en algunos años cercano a los dos dígitos. Sin embargo, llegó el COVID-19, y terminaremos la crisis con un grueso de gente que ya había superado la línea de pobreza monetaria y que ha caído nuevamente. Frente al “milagro económico” que perciben los inversionistas de afuera, ¿qué falla adentro?

Si un peruano que vivía durante décadas en el extranjero y que no disponía de información sobre el Perú regresaba en enero de 2020, hubiese dicho: “Mi Perú ha mejorado muchísimo”. Incluso, hubiese pensado que progresamos en salud y educación.

En realidad, nosotros aplicamos la receta, el modelo económico que ha dado resultados en el mundo. Sin embargo, para mí, fallamos en la gestión de los recursos para tener un sistema de servicios básicos o de servicios sociales con un nivel mínimo aceptable. Eso no sucedió. Hasta 2019, si nos comparábamos a nivel de crecimiento económico con América Latina y tomábamos los últimos 20, diez y cinco años, nos ubicábamos en la parte alta de la tabla, superior o muy superior al promedio.

Pero ¿qué ocurrió en los últimos años? En primer lugar, para un país no es fácil cambiar de capitán a la mitad de la ruta. Creo que el doble cambio de conductor que vivimos nos afectó muchísimo porque hemos tenido un país prácticamente paralizado, en el cual no se tomaban decisiones. Con los golpes a la confianza empresarial, las inversiones también se retrasaron. Todos estos elementos nos jugaron en contra. Cuando inició el partido de Martín Vizcarra, ya veníamos con puntos en contra, y se agudizó la paralización del país por una lucha política entre el Ejecutivo y el Legislativo. Entonces, la pandemia nos encontró muy mal parados.

En segundo lugar, el 70% de la economía peruana es informal; y, en la pandemia, el Estado impartió reglas solo para el 30% que podía obedecerlas y tenía mecanismos de ahorro para subsistir si no generaba ingresos. Para mí, ese fue un problema de gestión. Quizá se tomaron las decisiones con la mejor intención: eso no lo niego. Sin embargo, el Perú eligió mal porque optó por una abrupta paralización que causó la ruptura de las cadenas de valor. La economía se afectó muchísimo y, en el aspecto social, no se previeron los mecanismos adecuados para evitar exponer a ese 70% de la población al contagio cuando salieran a recibir su bono. Es un asunto netamente de gestión, que no tiene absolutamente nada que ver con el modelo económico que el Perú eligió hace 30 años.


Te refieres a una coyuntura particular de gestión, en la pandemia, de cierre de la economía y, luego, a una gradual liberación. Pero, si miramos hacia atrás, en esos 20 años de crecimiento económico, ¿por qué no priorizamos asuntos tan fundamentales para nuestro desarrollo como la salud y la educación, y seguimos en la cola en comparación con los países de la región? ¿Eso es gestión o decisión política?

Yo soy de la idea de que la torta debe seguir creciendo. En otras palabras, el crecimiento económico importa porque lo que quieres es que cada ciudadano reciba una mayor porción. Pero no basta con el crecimiento económico: hay que distribuir mejor e implementar reformas. En eso el Perú se ha quedado muy atrás, en las reformas institucionales de segundo nivel que no llevamos a cabo. En el gobierno del presidente Ollanta Humala, del cual fui funcionaria por cuatro años, se dio un gran paso. Se creó el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), siendo uno de sus objetivos acabar con la anemia en la población infantil. También se creó Pensión 65 para adultos mayores vulnerables y Beca 18.

Pero uno de los problemas más graves del Perú es la falta de continuidad de las reformas que efectúan las gestiones anteriores. Necesitas datos, línea de base, evaluación, monitoreo y resultado final para quedarte con lo bueno y mejorarlo. Además, se trabaja con un plan de largo, mediano y corto plazo, y se ejecuta, pero nunca se mueve el arco. Este siempre debe permanecer en un solo lugar, y no puedes patear arriba o afuera porque el arco es el arco. Para mí, nuestro objetivo debe ser acabar con la pobreza y desarrollar una sociedad más inclusiva. Esto se logra a través de la educación, de la justicia social, de los mejores sistemas de alimentación y del fin de la anemia a partir del crecimiento económico. El crecimiento no es un objetivo: es un medio para tener un país sostenible si somos capaces de decidir y tomar las mejores decisiones para el futuro.

Eso es lo que faltó: la continuidad en la política pública orientada a mejorar la calidad de los servicios sociales.

Entonces, para ti, no ha fallado el modelo, sino la gestión pública del modelo.

Así es. Además, agregaría que, si uno analiza el crecimiento del Perú, este ha sido casi empujado en los últimos 30 años por un modelo primario exportador, donde contábamos con grandes proyectos mineros como Yanacocha, Antamina, Las Bambas, pero ahí nos quedamos. En nuestro sistema de recaudación, la mayor fuente es el impuesto a la renta a las mineras, que venden más si los precios internacionales marchan bien. Como no tenemos nuevos proyectos mineros, atravesamos una situación difícil porque los ingresos fiscales han caído enormemente. Eso es lo que me preocupa a futuro: la sostenibilidad fiscal.

¿Crees en la necesidad de una diversificación productiva, como propone el exministro de la Producción Piero Ghezzi?

Creo firmemente en la diversificación. En el Perú, el primer plan de diversificación que se ejecuta es el Plan Estratégico Nacional Exportador (PENX) y es el único que ha logrado una ejecución del 98% durante tres gobiernos. Se inició en el gobierno de Alejandro Toledo, mayormente se ejecutó durante el de Alan García y se culminó en el de Ollanta Humala: tres administraciones distintas. Por ello, antes de irme del Mincetur, lancé el PENX al 2025, pues era un modelo de gestión exitoso. No lo inventé, fui afortunada y lo repliqué.