Mi 27F

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Denisse Quezada Guajardo, Mi27F

Edición conmemorativa, abril de 2022, Chile

146 p: 14 x 21 cm.

ISBN: 978-956-6131-32-8

Primera edición digital, abril 2010

Edición conmemorativa, abril 2022.

Derechos reservados:

© Denisse Quezada Guajardo

© Pehoé Ediciones

Registro de propiedad intelectual Nº 250.932

ISBN edición impresa: 978-956-6131-32-8

ISBN edición digital: 978-956-6131-30-4

Edición: Alejandra Silva Pérez

Diagramación e ilustraciones: Óscar Bravo

Fotografía solapa: Rodrigo Órdenes

Mapa interior: Carlos Fuentes

Portada: Leonardo Chacana

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuera el medio, electrónico, digital o mecánico, sin el consentimiento por escrito de la autora.

Dedicatoria


A mis hijos Mathías y Clemente.

A mis hijas Matilde y Dominga (QEPD).

A mis padres y hermana.

Y a mi marido Leonardo Pérez.

A todos los que perdieron a un

ser querido en esta catástrofe.

A Felipe Camiroaga (QEPD), quien me alentó a escribir este libro.

Presentación


El 27 de febrero del 2010 es una de las fechas importantes de la historia de Chile, donde ningún chileno o chilena puede quedar indiferente ante la catástrofe que significó la ocurrencia de un terremoto de 8.8 grados en la escala de Richter. Esta catástrofe se agudizó por las malas decisiones y las fallas en los protocolos, información y comunicaciones; y por qué no decirlo, por la falta de HUMANIDAD de muchos quienes dependía el manejo de este desastre. Además del sistema de protección civil que no estaba preparado para la adecuada evacuación de personas.

Sin darnos cuenta, han pasado doce años desde el terremoto y posterior tsunami que nos remeció a todos y a todas de alguna u otra forma, dejando 525 víctimas fatales, 525 familias dañadas irreparablemente y US$ 30.000 millones en pérdidas materiales, las que golpearon fuertemente la industria de la pesca, el turismo, la vivienda y la educación de muchos chilenos y chilenas, y de lo que a la fecha muchos aún no se pueden recuperar.

Hoy tiene en sus manos un ejemplar que complementó el testimonio de Denisse en una nueva edición, editada, ilustrada y con nuevo capítulo, que le permitirá tener la información global y verídica de las fallas políticas, sociales y estructurales que hubo ese 27F, pero mirado desde el aprendizaje que nos ha impulsado a revisar y/o corregir y/o disminuir muchos aspectos técnicos y humanos.

Agradecimientos


Este libro fue escrito tres veces. Una tarea que realicé a pesar del desánimo y la frustración que me produjo la pérdida de la primera versión cuando robaron mi computador el año 2015, y fue gracias a Leonardo Pérez, mi marido, que tuve la fuerza para emprender este tremendo desafío. Él leyó mis primeros escritos y con ansias me pidió más y más capítulos, convirtiéndose en mi primer editor y crítico. No fue fácil trabajar en esto juntos. A veces fue muy incómodo, pero con su dedicación, amor y profesionalismo, logramos sacar adelante MI27F y este tercer ejemplar conmemorativo, editado, con ilustraciones y nuevos capítulos. Le agradezco por todo.

Agradezco, también, el cariño y apoyo de Tomás Mosciatti, quien aceptó con agrado escribir el prólogo, y de una u otra forma, ser parte de esta historia.

No puedo dejar de mencionar a mi querida amiga y psicóloga, Elena Aceituno, y a mi prima Karina Quezada, quienes fueron un soporte fundamental en esta compleja etapa de mi vida.

Agradezco infinitamente a mi hijo Mathias, quien debió —por primera vez— recordar paso a paso lo vivido. Agradezco que esté a mi lado y verlo crecer día a día.

Prólogo


El instinto materno es una de las fuerzas más formidables e incontrarrestables de la naturaleza. Su imperio vital no admite excusas, no conoce límites, y supera toda lógica y razón. Así lo entendieron y consagraron las culturas clásicas, que entronizaron sus dictados elevándolos a designios de la divinidad: en Grecia, la diosa Deméter –la Ceres de los romanos-, detuvo toda la vida sobre la tierra, mientras buscaba a su hija Perséfone, que había sido raptada por Hades, dios del inframundo. Y el ritmo de la vida sólo siguió su curso cuando Hades accedió a que Perséfone regresara junto a su madre al menos dos temporadas al año.

Se sabe de casos en que madres han sido capaces de levantar un tronco, una enorme roca, e incluso −también en Chile−, hasta un tractor que atrapaba el cuerpo de su hijo. Se sabe de madres, que sin mediar comunicación alguna, han sabido exactamente cuándo sus hijos estaban en peligro vital. Se sabe de madres que han dado −y seguirán dando−, su vida para salvar a sus hijos.

Este relato esencial −la capacidad de una madre de renunciar a todo, de sacrificarlo todo y de hacer hasta lo imposible por un hijo−, se encuentra plasmado, en su propia escala, en la historia que Denisse Quezada nos cuenta en Mi27F.

Todos tenemos un personal recuerdo del terremoto que asoló a Chile en 2010. Se trató del segundo mayor terremoto del que se tienen registros históricos, siendo superado únicamente por el de Valdivia, en 1960, que tampoco ha podido ser olvidado por sus protagonistas.

Ese suceso dantesco, de proporciones catastróficas, cuya enorme magnitud física no alcanza a dar cuenta cabal de sus efectos espirituales, emocionales, sociales, económicos e incluso políticos, es el escenario y el contexto en el que se desarrolla el relato de Denisse.

Se trata entonces, de una historia enmarcada, desde su origen, por la desmesura de lo que sucedió en Chile la madrugada del 27 de Febrero. Y como en todo relato épico, lo que nos cuenta Denisse es pasmosamente simple: su hijo se encontraba junto a sus abuelos, en el epicentro del desastre, y ella decidió partir a buscarlo justo allí donde el inframundo había manifestado todo su terrible poder.

Se trata, aunque ni ella misma parece saberlo, de un viaje iniciático, de un viaje fundamental, que cambiaría su vida para siempre. Y como en ella se encontraba manifestado el arquetipo fundamental de la Madre, el viaje posee dimensiones simbólicas desde un comienzo: se tuvo que encontrar con figuras arquetípicas como “la sombra” −que trata de impedir el viaje desde un comienzo−; el “maestro o tutor”, que proporciona las “armas y vituallas” mínimas para la jornada; los “protectores” a quienes Denisse califica intuitiva y acertadamente de “ángeles”, y los “guardianes de la puerta”, que ponen a prueba el temple y la voluntad del viajero.

Por eso, el relato de Denisse es engañosamente sencillo: usted y yo podemos leerlo rápidamente, incluso descuidadamente, porque en su sencillez, en la aparente simplicidad de lo que ella nos cuenta, se esconde la profundidad del mito esencial que esta historia nos presenta.

Así que los invito cordialmente a leer este libro, que seguramente nos hará recordar nuestros propios 27F.

Las “grandes historias”, las “historias fundamentales de la humanidad”, no son las que de manera ostentosa nos hablan de próceres, caudillos, batallas o efemérides de almanaque, son las que nos llevan a las profundidades más esenciales, vitales y trascendentes de aquello que verdaderamente nos hace ser Seres Humanos.

Tomás Mosciatti


Una extraña tensión reinaba en las calles de Santiago la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010. Eran casi las tres de la mañana y mi pareja y yo habíamos tenido una noche bastante tranquila en el Liguria de Manuel Montt cuando llegamos al departamento que compartíamos en la comuna de Providencia Chile. Al llegar, me contó que tenía que entregar un trabajo muy temprano y se fue, según él, a su consulta. Cansada, me puse el pijama, me lavé los dientes y me acosté. En cosa de segundos escuché un gran rugido desde el fondo de la tierra y una gran sacudida dio inicio al movimiento. Tratando de entender qué sucedía, seguí acostada por algunos segundos, pero el departamento se movía cada vez más rápido. Trataba de sostenerme en pie, pero me sentía como en un tagadá, y no podía conseguir equilibrarme ni por un minuto. Rápidamente me puse las pantuflas para salir a la calle, pero a duras penas logré salir de mi dormitorio.

Con cero noción del tiempo, después de un rato, que me pareció eterno, logré salir y avanzar al living y luego al comedor para llegar a la puerta. Me costó mucho abrirla, tanto por la incesante oscilación como por mi nerviosismo, pero lo logré y me encontré frente a frente con mi vecina Verónica Bustos, quien trató de tranquilizarme –por favor mantén la calma, Denisse, esto pasará, sólo es un fuerte temblor. Ahora bajemos para estar más seguras−.

 

Descendimos por las escaleras como pudimos. Los minutos parecían horas, el movimiento no paraba y se sentía cada vez más fuerte e intenso. De trasfondo, se oían las voces y llantos de los vecinos y uno que otro grito de algunos que habían quedado atrapados dentro de los departamentos. El conserje, nervioso, trataba de encender los generadores, y asistir y contener a los que podía. Casi todos bajaron a la recepción del edificio, con los celulares en la mano tratando infructuosamente de comunicarse con algún familiar. En esos momentos muy pocos tuvieron la suerte de poder hacerlo. Nos mirábamos de reojo, tratando de reconocernos en medio de la penumbra. La mayoría no nos conocíamos, aunque vivíamos hacía años en el mismo lugar.

Todos estábamos muy asustados y nerviosos. Las réplicas del gran movimiento seguían incesantemente y, aunque sin duda lo que había sucedido era un terremoto de proporciones, no teníamos comunicación ni información de lo sucedido.

Pasaban las horas y yo seguía en pijama y con las mismas pantuflas con las que había logrado arrancar de mi departamento. En mi ansiedad, sólo quería tomarme un café, pero no había agua, luz ni gas, por lo que, con un par de vecinos, decidimos ir a comprar un café a la bencinera Copec de Pedro de Valdivia con Eliodoro Yáñez, a un par de cuadras de donde vivía. Cuando llegamos estaba cerrada. Ni café, ni bencina, ni cajeros automáticos; no había nada de nada, así que nos devolvimos a nuestro edificio por el mismo camino.

Ya eran las cinco de la mañana, y el silencio de la calle era estremecedor. De pronto, divisamos a una pareja que se acercaba hacia nosotros caminando por el medio de Eliodoro Yáñez. Cada uno llevaba un bebé en los brazos y estaban muy descontrolados, sobre todo ella. Nos miraron y nos hablaron con desesperación:


—Se nos vino abajo nuestro departamento, no quedó nada bueno, no sé qué vamos hacer. Alcanzamos a salir y a salvar a nuestros bebés que es lo único que nos importa en estos momentos. Ahora vamos a ver mis padres que viven cerca para saber cómo están porque no logramos comunicarnos con ellos por teléfono. Nos quedaremos ahí hasta que todo esto pase —nos dijo entre sollozos la joven madre, mientras su marido la miraba desconsolado. No sabíamos qué decirles, estábamos tan conmovidos como ellos, tenía mis ojos llenos de lágrimas y apenas me salió la voz de la garganta.

—Tienes a tus bebés contigo sanos y salvos, dale gracias a Dios que pudieron escapar, lo material se recupera. ¡Fuerza!, cuídense —fue lo único que se me ocurrió decirle mientras la abrazaba y a la vez pensaba en qué vendría después de todo esto.

“Esto fue un gran terremoto” —pensé, sin imaginar aún la magnitud de la tragedia— Seguimos caminando ignorantes y totalmente desinformados de lo que pasaba en Santiago y descartando que hubiera afectado en algo a otras regiones.

Al llegar al edificio, nos reunimos todos nuevamente y de pronto mi vecina Verito exclamó: —¡La Flora! —nos quedamos mirando, y sin decir nada pensamos lo mismo “¡Qué mujer más loca, cómo al arrancar no se dio cuenta que dejó a su hija botada!”. Cuando nos vio la cara de horror nos dijo —la Flora es mi tortuga, la iré a buscar y vuelvo-- todos nos pusimos a reír, y logramos alivianar la tensión y relajarnos por un momento.

Pasaban las horas y las especulaciones de lo ocurrido crecían entre nosotros. Por mi lado, no lograba comunicarme con mis padres que estaban con mi hijo Mathias de ocho años en Chovellén1 para decirles que yo estaba bien y que no se preocuparan. De Rodrigo, mi pareja, el mismo que se había ido a trabajar justo antes de todo lo sucedido, no había tenido ninguna señal de vida hasta ese momento. No llegaba ni llamaba, ni nada de nada, hasta que de repente sonó el teléfono, y era él preguntándome si estaba bien y explicándome que no podía regresar a casa porque justo se había quedado sin bencina.

Al rato, me llegó un mensaje de texto de mi prima de Chillán, Karina Quezada, que decía —aquí estamos todos bien flaquita ¿Cómo estás tú? ¿Lograste comunicarte con tus papás? ¿Sabes algo de Mathias?— en ese momento me di cuenta que esto no había ocurrido sólo en Santiago y en fracción de segundos el pánico, la angustia, el llanto y el temor se apoderaron de mí.


Eran aproximadamente las 07:30 de la madrugada y una de mis vecinas, la más viejita del edificio, bajó sin decir una palabra y encendió una pequeña radio a baterías. Todos nos callamos para escuchar atentamente lo que radio Cooperativa y radio Bío Bío, relataban acerca de lo que sucedía en el país en esos momentos. Nuestras caras de impacto y asombro se acrecentaban a medida que nos enterábamos de los escasos detalles que se manejaban a esas alturas. Jamás imaginamos que el terremoto había alcanzado una magnitud de 8.8 grados en la escala de Richter. En esos instantes su alcance y nivel de destrucción eran absolutamente insospechados para nosotros.

Era mediodía y todos seguíamos sin desconectarnos de las transmisiones de ambas estaciones de radios. Era la única manera de enterarse de la situación. Los teléfonos no funcionaban, así que todos los intentos de llamados y mensajes eran inútiles.

Pasada la una de la tarde supe que el epicentro había sido en Cobquecura, una localidad muy cercana de donde se encontraba vacacionando mi hijo, padres y hermana. No lo podía creer y me largué a llorar desconsoladamente. Algunos de mis vecinos, al ver mi angustia, me pidieron el número de teléfono de mis padres, e intentaron comunicarse, pero tampoco les funcionó. Sospeché de inmediato que por la magnitud de la que hablaban lo más probable era que se provocara un tsunami, pero las autoridades lo descartaron, por lo que deseché la idea y me tranquilicé un poco.

Mientras pensaba qué hacer, llegó la luz al edificio, así que subí a tomar un café y prendí el televisor para ver qué pasaba. Las imágenes que se mostraban de Santiago eran devastadoras. En paralelo, ingresé a internet para tener un poco más información y me encontré con las impactantes imágenes y videos que evidenciaban un tsunami en Curanipe2 , Pelluhue, Constitución3 y Dichato4 ¡Casi me muero! Mi llanto y mi angustia por lo recién visto y mi rabia porque Rodrigo no llegaba para que viéramos qué hacer, me tenían al borde de la desesperación “¿Qué hago? ¿A quién llamo? ¡Este teléfono no funciona! mejor iré a carabineros5 —pensé— y según lo que me digan viajaré a ver qué pasa. Necesito saber cómo están, no puedo seguir esperando. Apenas llegue Rodrigo le diré que me acompañe a la comisaría, y que viajemos a buscar a Mathias inmediatamente”.

Habían pasado al menos once horas desde el momento del terremoto, cuando durante la tarde llegó Rodrigo, muy tranquilo, como si no hubiese pasado nada; le conté, por si no sabía, que el epicentro había sido donde estaba Mathias y llorando le pedí y le rogué desesperada para que fuéramos a buscarlo. “No sabemos nada, quizás necesiten ayuda y nosotros aquí a casi 500 kilómetros sin saber y sin poder hacer nada de nada... ¿Me entiendes? hay muchos muertos y heridos”.

—Él debe estar bien, tienes que estar tranquila, tus padres lo adoran, es su único nieto, y harán todo lo que tengan a su alcance por salvarlo —me respondió muy tranquilo.

—¡¿Qué…?! —le respondí muy molesta.

—¿Tienes una bola de cristal? ¿cómo se te ocurre decir algo así?, voy a ir a la comisaría de Miguel Claro, (ubicada en la comuna de Providencia) a ver si saben algo ¡Si quieres me acompañas!

Cuando se dio cuenta de mi estado de angustia y de lo alterada que estaba, accedió a acompañarme, y fue él quien habló con los carabineros.

—No sabemos nada, manejamos la misma información que ustedes, hasta ahora no tenemos ninguna comunicación con las zonas afectadas —nos dijeron.

—¡¿Pero cómo?! ¡No lo creo! ¡Es imposible! ¡Cómo nos da una respuesta así! necesito y exijo saber cómo están en esa zona, Curanipe, Pelluhue, Chanco, Constitución, es imposible que ni ustedes ni el gobierno tengan información ¿No tienen radios satelitales? ¡No lo entiendo! —mi decepción era evidente.

—Señora, lamento decirle que no tenemos forma de comunicarnos con esa zona, estamos igual que usted, sin saber nada-- Lamentablemente, lo que nos decían los carabineros en ese momento era la dura realidad. En el Chile de 2010, y en algunas zonas del país hasta hoy mismo, ante una catástrofe natural el país quedó completamente incomunicado. Y no tan sólo por los daños estructurales de puentes, caminos, etcétera, sino que también porque las empresas de electricidad y las sanitarias quedaron absolutamente sobrepasadas y con una casi nula capacidad de respuesta. Me fui indignada, planeando cuál sería mi próximo paso a seguir. Analicé las distintas alternativas de qué hacer, a quién llamar y cómo viajar. En el intertanto, me mantenía comunicada con mi prima Karina. Y entre llamadas y mensajes de texto, le dejé claro que mi intención era viajar, pero que Rodrigo no me quería acompañar.

—Flaca, la cosa está grave, si pasa un rato más y no sabemos nada, yo dejo a la Flo (su hija) con Víctor (su marido) y voy a ver cómo están ¿Te parece?, porque por lo que he escuchado en la radio es imposible viajar desde Santiago, los caminos están cortados; a mí por lo menos por la costa me queda mucho más cerca, así que por favor espera mi llamado.

Debo admitir que esa llamada me tranquilizó un poco ¡un rato!; pero pasaban las horas y Karina no me respondía, intenté hacerlo una y otra vez y no entraba la llamada; sentía que sólo estaba perdiendo el tiempo y en esos momentos el tiempo era muy importante. Debía ir ¡sí o sí!

En medio de mis divagaciones sobre cómo emprender el viaje, le pedí por última vez a Rodrigo que me acompañara, y me contestó:

—No tengo bencina ni los papeles del auto al día, no me voy a exponer a que me saquen una multa o a quedar parado en la carretera— ¡Se subió al auto y se fue a trabajar!

Su respuesta me pareció insólita, hasta que pasado unos minutos pensé con claridad “¿Cómo salió en el auto si dijo que no tenía bencina?”. En ese momento, estaba demasiado desesperada como para responderme de manera contundente, y sin duda no me atreví a hacerlo, pero me sentí completamente engañada y lo odié con todas mis fuerzas. Justo cuando más lo necesitaba me dejaba sola para irse a “trabajar”, a las horas de haber ocurrido uno de los terremotos más grandes de la historia del país. Fue uno de esos momentos en el que las personas se develan en toda su magnitud y te guste o no, te ves en la obligación de mirar lo que antes no habías querido.

Al rato, me llamó mi amiga Pamela Fernández, quien en ese tiempo era pareja de Fernando Cabezas —uno de los guardaespaldas de Sebastián Piñera, el presidente electo en ese entonces— y me comentó que, justo en esos momentos, Fernando sobrevolaba en helicóptero la zona de la catástrofe. —Pamela, tú sabes lo grave de la situación, el epicentro fue en el mismo lugar donde está Mathias y no sé nada de él, no tengo cómo viajar, Rodrigo se fue a trabajar y me dejó sola, no tengo cómo ir, cuando te llame, por favor pregúntale si me puede llevar.

Un poco más tarde, nos volvimos a comunicar y me contó que Fernando le había descrito un panorama bastante desolador: los caminos estaban cortados, no había ningún tipo de transporte público y habían muy pocos autos circulando. Su sugerencia fue que si yo aún no tenía noticias de Mathias ni de mi familia; que si aún no sabía si están vivos, heridos o muertos, viajase como fuera, pero que en esas circunstancias era impensable que él pudiese hacer alguna gestión para llevarme.

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