Loe raamatut: «Introducción a la ética», lehekülg 6

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Quizás ahí se va demasiado lejos. El argumento por el cual una disciplina técnica que, como la lógica, apunta a una regulación de las vivencias de la conciencia, de lo psíquico, debe ser obviamente una ciencia empírica es, desde luego, obvio si esto psíquico es pensado en referencia a una vida humana empírica. Pero también puede ser pensado de otro modo. La tendencia a permanecer apresado en lo empírico y a hacerse ciego al hecho de que, ahí donde se habla de regulación en el sentido de la razón, imperan principios ideales y se descubre una disciplina a priori, esto es, ser ciego al hecho de que los fundamentos teóricos más esenciales de una tecnología de la razón deben ser supraempíricos. En la lógica, esta tendencia es evidentemente muy favorecida si, mediante la actitud práctica, se quiere regular el conocer humano y se dirige desde el inicio la mirada a lo empírico, y si, mediante la motivación práctica, se limita al mismo tiempo la libertad teórica.

[29] Un teórico puro y radical contemplará meticulosamente la situación en la más fría objetividad y se dirá: ciertamente, para una tecnología del conocimiento humano, se puede y debe estudiar teóricamente el conocer humano, y ello en relación con la psicología y con la entera ciencia de la vida psíquica humana; pero estamos vinculados solo a la vida psíquica empírico-humana si consideramos, precisamente, el conocer empírico del ser humano empírico y queremos regularlo en el nivel práctico. Pero podemos liberarnos de esta atadura como lo hacen desde siempre las ciencias matemáticas, las cuales no tratan de números terrenos ni del contar terreno ni tampoco de los triángulos en los planos y en la tierra, sino de triángulos en general, de figuras espaciales en general, sean pensadas estas en este mundo o en otro mundo de fantasía. ¿Y no está incluida desde el principio en el conocer racional una idealidad que remite a un a priori? Conocimiento, en el sentido estricto de conocimiento racional, es lo que la lógica tiene ante sí como fin universal. El conocimiento es conciencia intelectiva de la verdad. ¿Pero no reside en el sentido de la verdad una idealidad que no depende de la vivencia respectiva? Si tengo la intelección de que 2 < 3, entonces esa es, sin duda, mi vivencia humana; pero una vivencia exactamente igual en un ser completamente diferente, como un marciano, ¿no captaría la misma verdad? Y si para mí esta intelección tiene un valor lógico-racional, ¿no tiene el mismo valor racional para todo sujeto cognoscente posible? ¿No debe haber entonces una consideración teórica del conocer que se mantenga de modo puro en la esencia ideal del conocer propio de la vida psíquica humana, pero que no se preocupe del factum, sino que estudie lo ideal en la pureza y universalidad esencial, que le sea indiferente si un acto de este contenido es realizado por seres humanos, marcianos u otros, incluso sujetos fingidos cualesquiera?

Así, en tales consideraciones, y particularmente en esta actitud teórica radical y libre, advertiremos que se ha de distinguir entre la vivencia del conocimiento y su contenido, es decir, la verdad inteligida, y que esta verdad se da como una unidad supratemporal, como una [30] unidad no sensible frente a cualquier temporalidad en la que es cognitivamente dada. Algo semejante vale ya para toda proposición no intelectiva que quizás, en un conocimiento posterior, se revela como falsa. La proposición «hay diez cuerpos regulares» es una proposición que, tantas veces como sea pensada y efectivamente juzgada, <es> la misma si la conozco ahora o en otro momento. Es la misma proposición verdadera que, en el reino de las proposiciones, de las verdaderas y de las falsas, se presenta solamente una vez. En cuanto vemos este ser-en-sí supratemporal de los conceptos, de las proposiciones y de las verdades, se nota de inmediato que toda la analítica aristotélica concierne a una disciplina que, liberada de todo lo empírico y, por tanto, sin considerar la psicología entera, enuncia leyes ideales para estas objetividades ideales, proposiciones, por ejemplo, el principio de contradicción. De dos proposiciones contradictorias «A es b» y «A no es b», una es verdadera y la otra falsa, y así vale para todas las leyes de la inferencia.

Se comprende así que bajo la tecnología lógica yace una ciencia distinta y más radical, una ciencia que tiene un significado incomparablemente más universal, a saber, un significado de principio para todas las ciencias posibles en general. Ello se debe a que esta ciencia trata, en universalidad ideal, de proposiciones en general, de verdades en general, de objetos que son en general, una universalidad que incluye todo lo que se pueda imaginar. (En esta universalidad entra naturalmente también la entera psicología como ciencia particular). Ciertamente, en la lógica, la batalla contra el psicologismo, el cual ve en el conocer solo un factum empírico-humano y es ciego para el tipo de investigación ideal de esencias del pensar y conocer, y asimismo es ciego al carácter ideal de la lógica de las proposiciones posibles y de las verdades, no <es> una simple batalla contra la actitud práctico-cognoscitiva del lógico. El psicologismo es fomentado constantemente por ella, pero no tiene en ella su única fuente. Y, sin embargo, su fuente principal, el escepticismo empirista, no habría podido fortalecerse tanto históricamente si el inicio de una investigación teórica e ideal del conocimiento y de la verdad, que, desde Platón, brota siempre de nuevo, no hubiese sido todo el tiempo obstaculizado por la invasión del punto de vista práctico, visible ya en la lógica aristotélica.

[31] En la ética sucede algo semejante. También en ella vale el liberarse de toda finalidad práctica de mejorar y enmendar al género humano, y el elevarse a la libre actitud puramente teórica. También aquí esta actitud fomenta el progreso de la tecnología orientada en el sentido empírico-humano a una ciencia a priori de la razón puramente práctica y de los deberes absolutos y relativos que se constituyen en sus actos. Esto debe ser aprehendido intelectivamente por el conocimiento teórico que acompaña a un progreso tal y que se despliega según sus verdades a priori. También en este caso, procediendo hasta el final en libertad teórica, deberíamos convencernos de que un acto de la voluntad bien dirigido y su buena intención (por así decir, la verdad de la voluntad), no es bueno porque yo, este hombre accidental, he llegado a ser lo que soy de modo causal en el nexo psicofísico de la naturaleza, sino que es bueno por lo que reside en él mismo en tanto su contenido ideal, gracias a la meta final y a los motivos implícitos en él y que, por tanto, sigue siendo bueno en cualquier sujeto de voluntad que pueda ser pensado precisamente con este contenido.

En ética, la ejecución plena de los análisis teóricos y la relativa separación de las disciplinas necesarias a priori es más difícil que en lógica. Eso ya lo había <comprendido> hace miles de años Aristóteles que, en su teoría del concepto y de la proposición como contenido del juicio, y en su teoría de los principios formales de la verdad y de las leyes de la inferencia, había dejado un rico acervo, una teoría completa de enseñanzas, cuyo carácter puramente ideal, supraempírico, era fácilmente inteligible para aquellos que estuvieran libres de prejuicios. Extrañamente, no se puede registrar una operación paralela en la literatura ética de los milenios; en ella, no ha aparecido un Aristóteles de la ética pura que hubiese producido leyes formales pertenecientes a la región de los principios de la voluntad. Sin embargo, la ética tiene aquí la ventaja de tener el modelo de la lógica, y esto tiene una importancia aún mayor considerando la íntima afinidad que, por razones esenciales, subsiste entre la problemática lógica y la ética.

Ambas tienen en común la batalla contra<el> psicologismo, que, en ambos casos, disuelve la idealidad de las normas absolutas en facta empírico-psicológicos. En ambos lados, la fuerza del argumento psicologista [32] se disuelve gracias a la distinción entre conciencia empírica y conciencia trascendentalmente pura, no solo porque, conforme a ello, se necesita una teoría de esencia de las <proposiciones> teóricas y morales, sino también, bajo el aspecto subjetivo, una disciplina a priori de la razón. Esencialmente, en ambos lados se trata de una batalla contra las diferentes expresiones del escepticismo, que puede llamarse también empirismo e incluso pretende luchar contra el escepticismo. El escepticismo tiene en la ética sus formas particulares y sus particulares tentaciones, y requiere aún un rechazo crítico, aunque, finalmente, la mejor manera de superación sería un modo de operar intelectivamente que se base en una teoría fundada, a su vez, de modo evidente, si solo tuviéramos todo esto ya en forma completa. Desde esta perspectiva, sin embargo, la filosofía, análogamente a la lógica, está menos interesada en una tecnología, por muy científica que sea, del actuar racional empírico-humano que en las disciplinas a priori fundamentales de la razón operante en el valorar y en el querer en general, referidas a un sujeto de voluntad completamente indeterminado y pensado en universalidad pura, y, concerniente correlativamente, a los contenidos ideales de tales actos del yo. Así como la lógica pura, que, con sus disciplinas referidas al conocimiento, a la verdad y a la objetualidad sobrepasa los confines de la lógica tecnológica y, en cuanto teoría de los principios, abraza a todas las ciencias imaginables, así la ética pura, que le es paralela, abraza, con sus disciplinas dirigidas al querer racional, a las legítimas proposiciones morales y a los auténticos bienes prácticos, el universo de la posible praxis, según los sujetos, los ordenamientos jurídicos, los bienes, y las relativas organizaciones prácticas.

1.El término Kunstlehre, empleado por Husserl, ha sido traducido al castellano como arte (cf. E. Husserl, Investigaciones lógicas, t. I, trad. de M. García Morente y J. Gaos, Madrid, Alianza, 1999) y doctrina de reglas (cf. J. Iribarne, De la ética a la metafísica, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional/San Pablo, 2007); al inglés, como theory of art (cf. H. Peucker, «From Logic To Person. An Introduction to Edmund Husserl’s Ethics», cit.; y al francés, como technologie (cf. E. Husserl, Leçons sur l’éthique et la théorie de la valeur [1908-1914], prefacio de D. Pradelle, trad. de Ph. Ducat, P. Lang y C. Lobo, París, PUF). De otro lado, en el caso de Verdad y método, se ha empleado el término preceptiva (cf. H.-G. Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, trad. de A. Agud Aparicio y R. de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1977). Por cuestiones de estilo, pero también semánticas, emplearemos aquí, coincidiendo con la traducción italiana de estas lecciones, la expresión «disciplina técnica» (E. Husserl, Introduzione all’etica, Roma/Bari, Laterza, 2009).

2.Como hemos mencionado en la Presentación, Husserl se ocupa sistemáticamente de este paralelismo al inicio de las Lecciones sobre cuestiones fundamentales de ética y teoría del valor (1914) (cf. Hua XXVIII, pp. 3-69). Cf. al respecto M. Crespo, «El paralelismo entre lógica y ética en los pensamientos de Edmund Husserl y Max Scheler», en I. García de Leániz (ed.), De nobis ipsis silemus. Homenaje a Juan Miguel Palacios, Madrid, Encuentro, 2010, pp. 207-224.

3.Husserl utiliza en este lugar el término Beurteilung, el cual es vertido aquí al castellano como apreciación. Somos conscientes de que apreciación tiene una cierta connotación positiva en castellano. Sin embargo, aquí se utiliza en un sentido neutral. Hemos preferido traducirlo así en lugar del más literal enjuiciamiento.

4.Cuando, como es aquí el caso, Sollen aparece con Pflicht, hemos traducido el primer término como deber y el segundo como obligación.

5.Cf. supra, nota 3.

6.Husserl utiliza aquí el vocablo alemán Gesinnung. No es fácil traducir al castellano este término. Se ha solido hacer como «disposición de ánimo». Esta es, por ejemplo, la opción de García Morente en sus ediciones de la Crítica de la razón práctica y de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, aunque a veces elige sorpresivamente ánimo. Martínez Marzoa, en su traducción de La religión dentro de los límites de la mera razón, vierte este término como «intención». Por su parte, Frings y Funk, en su traducción al inglés de El formalismo en la ética y la ética material de los valores de Max Scheler traducen Gesinnung como moral basic tenor. La más problemática de estas opciones es, a nuestro juicio, traducir este vocablo como «intención», traducción que en el contexto de la filosofía moral kantiana se suele reservar para Absicht. «Disposición de ánimo» tiene, ciertamente, la ventaja de reflejar el carácter conativo de Gesinnung, pero presenta los inconvenientes de suscitar la impresión de que estamos hablando de una realidad semejante a nuestros cambiantes estados de ánimo y de no reflejar la permanencia de esta disposición. Por último, moral basic tenor pierde el carácter disposicional. Tampoco nos convence la opción de los traductores italianos de verter Gesinnung como convinzione. Aquí hemos optado por traducir Gesinnung como disposición de fondo. Cf. M. Crespo, «Sobre las disposiciones morales de fondo»: Themata. Revista de Filosofía 41 (2009), pp. 144-160.

7.Cf. Franz Brentano, Grundlegung und Aufbau der Ethik, pp. 1-12 (Hamburgo, Felix Meiner, 2013) (Nota del editor de Hua XXXVII; en adelante: NE).

8.Cf. sobre el siguiente texto del § 3, la versión de 1920, Anexo I: «Sobre la diferencia entre ciencias teóricas y disciplinas técnicas» (NE). Cf. infra, pp. 313-316.

9.Hermann Stegemann (30.5.1870-8.6.1945), escritor e historiador, redactó, entre otros, informes sobre la situación militar en la Primera Guerra Mundial, que fueron muy estimados y, entre 1917 y 1921, escribió su obra principal, Geschichte des Krieges 1914-1918, en varios tomos (NE).

10.Cf. sobre la versión de 1920 de lo que sigue, el Anexo II: «Recapitulación. La ambigüedad en el concepto de disciplina técnica» (NE). Cf. infra, p. 317.

Capítulo 2
LAS POSICIONES FUNDAMENTALES DE LA ÉTICA DE LA ANTIGÜEDAD Y UN PANORAMA DE LA ÉTICA MODERNA

§ 6. El escepticismo de los sofistas en el inicio de la historia de la ética

El nivel incompleto de desarrollo de la ética como una ciencia fundamental de la filosofía implica que ella debe, primero, luchar para conseguir el sentido peculiar de su problemática, el derecho de sus fundamentaciones y de sus métodos esenciales, debe luchar contra el escepticismo que, en diferentes formas y ropajes, niega o desfigura, mediante malentendidos, todo lo que pertenece al sentido peculiar, fundamentalmente esencial, de lo ético. Ahora recurrimos a consideraciones histórico-críticas. Estas tendrán la ventaja pedagógica de llevar al principiante, en primer lugar, a los niveles iniciales del desarrollo de las ideas éticas, que estén más cerca de su propio nivel de madurez filosófico, por lo que son fácilmente comprensibles para él, considerando, además, que proporcionan un primer material concreto de intuición, en el cual la crítica puede despejar el camino a intelecciones sistemáticas propias.

En medio del desarrollo espiritual universal de la humanidad, en medio de las formaciones de las costumbres, del derecho, de la vida profesional científica, de la religión y, finalmente, del lenguaje universal, en el que se reflejan al mismo tiempo todas las otras configuraciones espirituales, se ha desarrollado también la vida ética de la humanidad. Sus concepciones fundamentales, sus normas han crecido de manera ingenuo-natural en este marco, se convirtieron en parte integrante de la tradición general en la que crece cada nueva generación, que la encuentra como su mundo circundante espiritual natural predado. Obviamente, a la ética en tanto ciencia le precede lo ético en la forma de tal normación tradicional de la vida. Está ahí, para el individuo, como algo [34] objetivo, como algo dado sin cuestionamientos. Y así permanece de generación en generación sin que a nadie en absoluto se le ocurra reflexionar sobre los fundamentos últimos de derecho de las exigencias expresadas en las múltiples reglas concretas, sin que sean puestas en cuestión, sin que se haga de ellas un tema teórico.

También fue así en el pueblo griego, al que le debemos las configuraciones fundamentales de la cultura científica europea hasta los sofistas, estos líderes de la así llamada ilustración griega en el siglo V a. C. Antes de ellos, se hallaban los inicios de la filosofía griega. Esta fue —eso constituye su esencia— la primera irrupción de la idea de ciencia en bosquejos sistemáticos, sin duda, aún embrionarios, poco aclarados, insatisfactorios y contradictorios. La sofística se oponía no solo a estas filosofías en su particularidad, sino ante todo a la idea misma, a la posibilidad del conocimiento objetivamente válido, a la forma metódica de la ciencia. Pero, en cuanto vio el paralelo entre la pretensión de verdad objetiva y la pretensión de derecho ético-práctica, se opuso también a esta pretensión en sus tesis y argumentaciones escépticas, la pretensión de la norma ética a la validez práctica incondicionada. Hasta entonces, la filosofía todavía no se había consagrado en absoluto al estudio de la esfera éticopráctica, y así encontramos aquí algo curioso: la historia de la ciencia ética empieza con el escepticismo ético o, más bien, el comienzo no es, como en la ciencia de la naturaleza y en la metafísica, una ciencia dogmática contra la que reacciona una crítica escéptica; más bien, la crítica escéptica a las ideas y normas éticas que tradicionalmente imperan es aquí lo primero, y justamente se transforma en la fuerza motriz de una ciencia que reacciona contra ella.

Como se dijo, los sofistas negaron la posibilidad, el sentido legítimo de la verdad objetiva y de un conocimiento de la verdad. Es verdadero, decía Protágoras, lo que le aparece como verdadero; paralelamente, se le atribuye además esta afirmación: bueno es para cada uno lo que le aparece como bueno, con lo cual el sentido objetivo de algo bueno en sí se esfuma y se suprime de modo relativista en la esfera del valor y, sobre todo, en la esfera ética.

Pero este paso no fue dado hasta el final, de una forma enérgica y consecuente, sino por la sofística más tardía. En su lucha [35] contra la irracionalidad de los poderes históricos y especialmente contra las distribuciones del poder político, la sofística más antigua introdujo primero una distinción que de ninguna manera estaba directamente en contra de una ética positiva, a saber, la distinción entre φύσις y νόμος. Diferencia entre, de un lado, lo que vale para los hombres por razones naturales y que reconocen como natural, y, de otro lado, el derecho positivo que los que detentan el poder han impuesto a los hombres o que simplemente se ha consagrado tradicional y convencionalmente como derecho. El último, el derecho convencional, positivo, no es —esta era la opinión— un derecho verdadero y auténtico, no acarrea ninguna obligación verdaderamente vinculante. Esto se admite precisamente en contraste con el derecho «natural». En virtud de su origen en la naturaleza humana universalmente idéntica, tendría su sanción, ante la cual, claro está, todos deben someterse racionalmente.

Esta idea de una sanción «natural», esta reducción de lo legítimo y lo racional a lo «natural», que se refleja en la coincidencia lingüística de «natural» y «racional», es aún, sin duda, poco clara y, debido a la equivocación que se adhiere a la palabra «natural», invita directamente a la disolución escéptica, la cual también se produjo inmediatamente. No obstante, por otro lado, se debe reparar en que, por ello, dicha idea siguió siendo eficaz y determinando por siglos muy significativamente las reflexiones éticas.

En su superficial radicalismo, la sofística abandonó nuevamente la distinción, inicialmente adoptada y de gran valor para el nivel de desarrollo de entonces: en el ámbito moral, no hay una validez universal realmente legitimadora, no hay nada semejante a un imperativo por «naturaleza», a un bien en sí. Eso se desprende, pensaban, del cambio de las concepciones del derecho y del deber en las diversas épocas y en los diversos pueblos; así como en ellos cambian las medidas y los pesos, también cambian las normas morales.

Si se llama la atención sobre el hecho de que los grandes pensadores y poetas, y siguiéndoles, todos los hombres racionales, han cantado las alabanzas de la justicia como un καλὀν, entonces los sofistas respondían: ¡obviamente! Quien vive según el derecho y la moral, quien no hace daño a nadie, quien da a cada cual lo suyo, quien además es querido y del agrado de todos, obtiene por ello [36] honores y dignidades, y hace carrera. De lo contrario, es odiado y castigado. Así, la única razón comprensible que tiene el elogio general que todos tributan al actuar moral de su prójimo es la utilidad que ellos ven en esto para sí mismos. Y si todos se someten a sí mismos a las leyes morales universalmente válidas, entonces lo que los determina es la utilidad que esperan y consiguen en la forma de recompensa y castigo. Al fin y al cabo, solo hay un motivo verdaderamente natural del valorar y actuar, la utilidad propia. Si lo injusto tuviera la misma utilidad para nosotros, si pudiéramos escaparnos de las consecuencias presumiblemente malas, acaso por la apariencia de justicia, entonces estaríamos locos si no lo hiciéramos.

También aparecen otros pensamientos que concuerdan con esto, que se repiten en tiempos posteriores de distintas formas: la ley y la justicia son invenciones de los débiles para su protección contra los fuertes. O bien, las leyes crean una especie de compromiso entre la avidez, que habita naturalmente en todos los hombres, de apoderarse de todos los bienes y disfrutarlos personalmente, y el miedo de atraer las reacciones de odio que comprensiblemente se espera de todos los demás. En todo caso, quien es tan fuerte y poderoso que no tiene a quién temer no las necesita. Igual que un león, rompe semejantes cadenas, desprecia y pisotea el derecho y las leyes, y ese es su derecho natural. La naturaleza quiere que domine el más fuerte, el poderoso, el eficiente.

§ 7. La reacción de Sócrates contra la sofística inaugura una ética científica

La ética científica nació por reacción contra tales pensamientos e ideas. El impulso determinante de todo el desarrollo ulterior provino en este caso de Sócrates, aunque él mismo no era propiamente un teórico, un hombre de ciencia, sino solo un reformador práctico. Su eficacia inaugura en general la época de una nueva filosofía, que surge de las fundamentaciones más radicales. De esta manera, inaugura, para la humanidad, la época de la ciencia rigurosa. Él fue el primero en ahondar en el sentido más interno de una tensión autorresponsable a la verdad, que además en él se convierte [37] en fuerza central de su personalidad. Sujeto aún a casos singulares concretos e interesado solo en el nivel práctico, Sócrates fue el primero en practicar el método de la intuición de esencias, de la puesta en relieve de lo esencial y de lo conceptualmente verdadero; no tardó en surgir de él, como nivel superior de desarrollo, el método platónico del conocimiento a priori y la reforma platónica de la ciencia, sin la cual nunca hubiera habido una ciencia exacta.

La conducción sócratica del diálogo (y, como es sabido, toda su vida y obra se realiza discutiendo) apunta en todo a la intelección perfecta de la esencia, esto es, a un ver espiritual que se manifiesta en un esfuerzo cognoscitivo como claridad definitiva, como cumplimiento intuitivo de las intenciones del pensar antes oscuras; apunta, más de cerca, a un ver la esencia de valores prácticos, aquello que constituye su autenticidad y verdad. Sócrates es el primero en reconocer que hay algo indudable, porque lo verdadero y auténtico mismo ofrece en su esencialidad propia una intelección intuitiva, y que a nadie le cae como una inspiración divina, sino que se adquiere en un proceso metódico de trabajo del pensamiento. La intelección, sin embargo, es algo completamente diferente de un mentar vacío, por más ingenioso que sea. Frente a las muchas menciones y sus valores mentados, se encuentra el único, verdadero y auténtico bien, que es aprehendido en el ver espiritual y que se da en él como algo absolutamente fijo, como algo que es y vale absolutamente, al cual uno se tiene que orientar.

Sócrates no era un filósofo sistemático y, por eso, los principios que tradicionalmente se le atribuyen no son teoremas con una composición conceptual exacta y una correspondiente fundamentación científica. Son, por ello, interpretables de manera más o menos profunda. Solo quien los interprete desde la perspectiva de la filosofía platónica, el más auténtico efecto del impulso socrático, comprenderá su profunda e ilimitada, aunque poco desarrollada, sabiduría. Esto tiene que ver con principios que todo el mundo conoce, como, por ejemplo, «la virtud es enseñable», «el conocer justo conduce al actuar justo». Inversamente: «toda falta ética reposa en un error ético, o sea, en un carencia de conocimiento». Según su naturaleza, dice Sócrates, cada uno aspira a lo que considera bueno. Nadie es voluntariamente malo.

Como comprenderemos más adelante, hay sabiduría incluso en el muy reprobado hedonismo de Sócrates. Sin duda, suena duro que lo bueno coincida con lo útil y con lo que [38] proporciona al hombre la verdadera eudaimonia; pero quien interpreta cuidadosamente tales aserciones del Sócrates de los diálogos platónicos y las comprende en su espíritu reconoce pronto la intención profunda: quien, guiado por la φρόνησις, por la intelección racional, elige el verdadero bien obtiene con esto la única auténtica y última satisfacción, es decir, la verdadera felicidad. La verdadera felicidad no viene del exterior, no cae del cielo como don de los dioses. La fuente de toda felicidad auténtica reside en nosotros, en nuestra razón, en la propia actividad de la intelección pura y la consecuente dirección práctica hacia lo verdaderamente bueno, en el trabajo ético. Sócrates piensa tan poco en despreciar todo placer y en desacreditar la tendencia natural al placer y a la felicidad como lejos está de defender una ética eudaimonista en el sentido del hedonismo posterior de Aristipo, aunque se basa únicamente en él, como si la verdadera meta fuera aspirar a la mayor cantidad posible de placer. Más bien, su ética se podría caracterizar como una ética de la perfección en la medida en que, sin duda, su opinión es que la virtud auténtica se ha de ver como un cierto estado interior del alma, armonioso y conforme a la ley en todo su valorar y querer práctico, es decir, se ha de ver como una perfección anímica, tal como la salud del cuerpo es la perfección corpórea. Según él, no puede, pues, ser de otro modo y se debe racionalmente ver con evidencia que una vida dirigida consecuentemente al respectivo bien verdadero —y solo en esto— obtiene siempre una satisfacción completa.

Aquí no podemos dejarnos engañar por la presentación contradictoria y además degradante que Jenofonte hace de la figura de Sócrates, la cual lo convierte en un pobre maestro del placer como si no se remontase a este el noble pensamiento de que no puede haber nada más bello para el hombre que llegar a ser mejor él mismo y tener amigos que, en las relaciones con él, lleguen a ser mejores.

Mas es seguro que la ética socrática es ética solamente en un estado germinal, no desarrollada científicamente; evoca importantes y profundos motivos, incluso los expresa sin tratamiento científico sistemático. Pero primero debía venir la ciencia que manifestara estos valores en una forma lógica definitiva. Aquí pertenece también el problema que se vislumbra con los principios mencionados anteriormente, el problema de la relación entre [39] el conocimiento intelectual y la voluntad, y en general la esfera emotiva, problema que posteriormente será explicitado y llevado hasta las últimas consecuencias en la gran lucha que hay en la Modernidad entre la moral del entendimiento y la moral del sentimiento.

§ 8. El hedonismo antiguo. Crítica a su falta de diferenciación entre preguntas de hecho y preguntas de derecho

Cronológicamente, pero sin ser fiel en espíritu, la ética socrática se conecta con la primera forma del hedonismo ético que debemos a Aristipo, quien, perteneciendo a los seguidores de Sócrates, se hizo pasar por su estudiante y fundó la primera escuela hedonista. En esta escuela, el hedonismo perdió —posteriormente, a decir verdad— su forma tosca y su orientación a la sensibilidad inferior, pero conservó su carácter fundamental, de principio, aquel que lo hace aparecer como adversario de una verdadera ética, como una forma de escepticismo ético. Esto mismo vale para el hedonismo de la escuela epicúrea, frecuentemente alabado, incluso hoy en día. Desde su fundación en el año 306, esta escuela se extiende durante siglos a lo largo de la Antigüedad helenístico-romana.

En el fondo, se trata solo de una sistematización superficial de motivos ya establecidos por el otro escepticismo sofista (el que hemos de atribuir por entero a Aristipo) con la ayuda de principios socráticos y de su referencia a la φρόνησις. Aquello que se suprime es el rasgo mefistofélico, la alegría sarcástica con la que los grupos de escépticos frívolos disfrutaban la desvalorización de la virtud. Así, falta el absurdo que se oculta en la actitud valorativa por la cual se erige y aprueba, externamente, el aspirar al placer como el único naturalmente posible, cuando, más bien, precisamente por el tono de sarcasmo frívolo, se nota que el yo más íntimo rechaza tal aprobación.

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