Loe raamatut: «Presencias del otro», lehekülg 2

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2. ASIMILACIÓN VERSUS EXCLUSIÓN
2.1 “Como todo el mundo”

Cualquiera que haya residido en Francia y se haya sumergido en el ajetreo cotidiano local (sobre todo en París), conoce el sentido de esa conminación inevitable, aunque algo inesperada en un país que se distingue —según se dice— por la delicadeza de vivir: “¿… No podría usted hacer como todo el mundo?”. Formulada en toda suerte de circunstancias al ignorante o al aturdido que no llega a entender lo que exigen el lugar y el momento, esa injunción tiene el valor de una llamada de atención que revela los fundamentos “filosóficos” (en el sentido balzaciano del término) de la confianza propia de los autóctonos —cajeros de banco, empleadas de correos, revisores de trenes, agentes de policía, y muchos otros más— que, directamente colocados en contacto con el público, recurren a ella con predilección. Porque, para asumir la triunfante vulgaridad de semejante apóstrofe y para usarla con la autoridad requerida, hay que ser o, en todo caso, tomarse por “todo el mundo”: el empleo de la fórmula solo es posible a condición de asociar sin bromear —y, aparentemente, las vocaciones burocráticas predisponen a eso— un valor universal a los usos locales, a las maneras de vivir, de actuar y de reaccionar, de sentir y de pensar que son “las nuestras”.

Tenemos aquí, en su forma banalizada y hasta anodina, el principio de lo que se convierte en una política propiamente dicha —lo más cruelmente generosa que pueda ser—, cuando el Estado, a su turno, comienza a legislar sobre las mismas bases, proporcionando así su garantía y un apoyo institucional a los llamados proyectos de asimilación. Invitación y advertencia al mismo tiempo, el discurso que en tales casos las autoridades administrativas, por afán de claridad, deberían dirigir oficialmente a los candidatos para entrar e instalarse en el territorio nacional sería más o menos el siguiente: “Bienvenidos todos, de donde quiera que vengan, a condición de que todos, por lejano que sea su país de origen, hagan rápidamente el esfuerzo necesario para llegar a ser como nosotros”. Suponiendo que la ayuda material y moral aportada para ese fin por los servicios sociales a los inmigrantes no sea suficiente para permitirles llevar a buen término semejante metamorfosis desde la primera generación, es de esperar que al menos el sistema escolar logrará hacer de sus hijos “verdaderos niños franceses” en lo referente a la lengua, a las costumbres y a las creencias. De hecho, si los valores morales, sociales, estéticos y otros que la nación ha forjado luchando durante siglos por más humanismo, refinamiento y democracia tienen por definición (con ayuda del etnocentrismo) un alcance universal, ¿cómo concebir que aquellos que acogemos hoy de todos los confines del mundo puedan dudar en adoptarlos? ¿Cómo admitir que sigan apegados a particularismos tan raros como retrógrados, debido simplemente a sus orígenes? Es conocida la exhortación que el marqués de Sade dirigía a sus conciudadanos en vías de emancipación: “¡Franceses, un esfuerzo más si quieren ser republicanos!”. Hoy día, para extender a todos los beneficios del espíritu de las Luces, habría que decir más bien: “¡Ciudadanos del mundo entero, un esfuerzo más si quieren ser franceses!”.

No es necesario caricaturizar para poner de manifiesto la ambigüedad de las actitudes que, en el marco de ese tipo de discursos y de prácticas, determinan la suerte reservada al otro, al extraño, al diferente. El grupo dominante, como buen asimilador, no rechaza a nadie; se siente, por el contrario, generoso, acogedor, abierto al exterior. Pero al mismo tiempo, cualquier diferencia de comportamiento algo marcada, por la cual el extranjero traiciona su origen, constituye para él una extravagancia carente de sentido. En actitud opuesta a la del antropólogo, cuyo comportamiento parte del postulado de que las conductas de los grupos humanos, cualesquiera que sean —incluidos los más “salvajes”— tienen un sentido, es decir, que obedecen a una lógica propia que es posible descubrir y comprender, el señor “Todo-el-mundo”, por su parte, da por sentada la irracionalidad (si no la perversidad intrínseca) de aquellos que piensan y actúan en función de visiones del mundo diferentes a la suya. A lo sumo, atribuirá tal vez a ciertas extravagancias del extranjero un valor estético particular, ligado a los efectos de desorientación que ejercen en razón precisamente de su extrañeza: administrado en dosis moderadas, el exotismo puede efectivamente tener su encanto.1

Pero entre los elementos —las maneras de ser y los modos de hacer— que, considerados in situ, en el terreno mismo del extranjero, pueden agradar en la medida en que crean “color local”, raros son aquellos que toleran la exportación; una vez trasplantados fuera de su contexto, crean simplemente “desorden”, y su incongruencia pronto los hace insoportables.2 De hecho, las “rarezas” del extranjero, ya sea que se las juzgue (según el contexto) como pintorescas, seductoras o execrables, son todas, aquí, objeto de un solo y mismo modo de observación y de evaluación. La atención se focaliza puntualmente en un pequeño número de manifestaciones de superficie que nos apresuramos a sobrevalorar o a depreciar por sí mismas, sin preocuparnos del lugar que ocupan ni por tanto de la significación que revisten en los sistemas de valores, de creencias y de acción de los que forman parte. Para que fuera de otro modo haría falta, como mínimo, querer saber aquello que rige, en profundidad, las idiosincrasias en cuestión, habría que tratar de comprender el sistema que los soporta; eso, justamente, de lo que nadie se preocupa. A partir de ahí, y considerando las actitudes y los comportamientos específicos del desemejante como puros accidentes de la naturaleza —y no como elementos que adquieren sentido dentro de otra cultura—, el Otro se encuentra descalificado de entrada como sujeto: su singularidad no remite aparentemente a ninguna identidad estructurada. Y finalmente, es ese desconocimiento —ingenuo o deliberado— el que funda la buena conciencia del Nosotros en su proyecto asimilador: no solamente el extranjero tiene todo a su favor al fundirse en cuerpo y alma en el grupo que lo acoge, sino que lo que tiene que perder para disolverse en él como se le ordena, no cuenta, estrictamente hablando, para nada.3

2.2 Razones y pasiones

De la descripción sucinta que acabamos de hacer, se desprende un pequeño número de rasgos estructurales que remiten a principios de organización de carácter más general. Ellos son los que nos permitirán dar cuenta también de configuraciones aparentemente muy diferentes, pero que dependen igualmente de la misma “gramática”. Y es así como, a partir del dispositivo “asimilador”, utilizado como esquema de referencia, veremos que se abre progresivamente un abanico de figuras que pueden ser teóricamente consideradas en los límites de nuestra propuesta.

¿Cuáles son entonces los principios elementales de organización que estructuran los discursos y las prácticas de la asimilación, en el sentido que le hemos atribuido más arriba? Una de las características más saltantes a ese respecto reside en el tipo de relación que se establece entre dos órdenes de motivaciones posibles: tenemos que ver en este asunto con un conjunto de proposiciones y de comportamientos que pretenden fundarse enteramente en la “razón”, con exclusión de toda consideración de orden pasional. El señor “Todo-el-mundo” es, en efecto, —o al menos cree serlo— un hombre sin odio ni prejuicios. No se tiene, ni quiere que lo tengan, por uno de esos xenófobos exaltados que pretenden que los únicos criterios válidos para determinar la naturaleza de las relaciones deseables, o incluso posibles, entre nosotros y “los otros” son los criterios de sangre o de color de piel; incluso, no le gusta mucho oír decir que más allá de un cierto “umbral de tolerancia”, las incompatibilidades de costumbres o de humores hacen fatalmente indeseables tales o cuales categorías de extranjeros. En el plano práctico, él preferiría que en lo posible nadie hablase de las formas de “ayuda para retornar” previstas para atenderlos, ni de los “charters” que la administración fleta para su transporte. Enemigo de toda suerte de dramatización, se limita en suma a constatar que las diferencias de comportamiento de las que es testigo —en relación con una normalidad que él mismo encarna por construcción— no tienen valor ni fundamento, y que, por ello, se impone su erradicación. No cabe duda de que la búsqueda de semejante objetivo pasa inevitablemente por la inflicción de rudos golpes a la personalidad de los individuos o de los grupos afectados; pero ese es, a sus ojos, un mal necesario y tanto más justificado que lejos de ceder a cualquier animosidad dirigida contra el Otro porque es otro (lo que formaría ya parte de una configuración diferente), se trata, por el contrario, de ayudar al extranjero a librarse, por medio de un trabajo metódico y razonado, de aquello que lo convierte en otro, en pocas palabras, de reducir lo Otro a lo Mismo a fin de que pueda un día integrarse plenamente a su nuevo medio de acogida.

Que “razones” de ese tipo sean o no seudorrazones dan testimonio al menos, por parte de aquellos que las proponen, de un escrúpulo que muchos, de hecho, están lejos de compartir. En lugar de todas esas tergiversaciones, ¿por qué no dar el paso? ¿Por qué no admitir que el extranjero, en realidad, no será jamás de los nuestros, que jamás podrá serlo, que no debe llegar a serlo? ¿Que su “olor”, odioso por definición, es propio de su raza y no se puede quitar? En una palabra, que es urgente detener, probablemente ya incluso rechazar —excluir— al extranjero, ese eterno “invasor”. Estribillos, por lo demás, bien conocidos, demasiado conocidos para insistir ahora en ellos. Por otro lado, y en relación con lo que nos interesa de inmediato, poco importa cuál es la colectividad precisa, definida con criterios lingüísticos, religiosos, “raciales” u otros, la que se encuentra preferentemente señalada como intrusa e indeseable, en función del lugar y de las circunstancias. Destaquemos solamente el hecho de que de un discurso con pretensiones racionales y argumentativas se pasa insensiblemente a un discurso del afecto puro y simple, y en el plano del contenido, del tema de la conjunción posible de identidades diferentes al de su indispensable disjunción. En base a esos dos criterios, se esboza ahora una nueva configuración, muy distinta de la que nos ha servido de referencia inicial: a diferencia del discurso de asimilación, que se desarrollaba a partir de un desconocimiento, aunque “razonado” de lo que funda la alteridad del desemejante, el discurso de exclusión procede de un gesto explícitamente pasional que tiende a la negación del Otro en cuanto tal. Y una vez encendida, ya sabemos a qué extremos puede conducir la rabia colectiva de ser Sí-mismo. Si nada viene a contenerla, y con mayor razón si la autoridad política la convierte en principio de su acción, entonces basta con muy poco —y los ejemplos de hoy como de ayer no faltarían si hubiera necesidad de aportarlos— para que cobre actualidad en un instante, con una forma o con otra, la idea de “solución final”.

Tenemos ahí por consiguiente dos actitudes —asimilar, excluir— que, en un sentido, se oponen entre sí como el día y la noche. Y sin embargo, desde otro punto de vista, incluso si las estrategias de exclusión, al menos cuando se desarrollan en sus formas más exacerbadas, parece que se sitúan, en muchos aspectos, en posiciones diametralmente opuestas a las de los ideales exhibidos (o asumidos) por los partidarios de la asimilación, se percibe entre unas y otras una suerte de afinidad tácita. De hecho, no es difícil desprender el núcleo de presupuestos —o más bien de prejuicios— idénticos que se encuentran en los dos casos. Porque antes que un conjunto de ideas articuladas que pudieran constituir su zócalo común, se trata esencialmente de una imagen que une en profundidad esos dos tipos de configuración: la imagen de un Nosotros hipostasiado, que hay que preservar, cueste lo que cueste, en su integridad —mejor aún, en su pureza original. La determinación de asimilar, con apariencia serena, como la pasión de excluir, proceden una y otra del mismo y único resorte. Con movimientos orientados en sentidos opuestos, centrípeto en la orientación asimiladora, centrífugo por lo que se refiere a la rabia de la exclusión, las dos actitudes corresponden, en profundidad, a dos aspectos complementarios de una sola y misma operación: estandarización o ingestión de lo “mismo” por un lado, selección y eliminación de lo “otro”, por otro lado. Porque si de una parte ninguno de los elementos surgidos del exterior y considerados no obstante, con toda reserva, como posiblemente asimilables, puede escapar a los procesos de remodelación y más precisamente de normalización previstos para asegurar su completa fusión en la masa, es necesario también que existan mecanismos de demarcación y de expulsión propios para garantizar que todo elemento que se revele decididamente inasimilable, quede por el contrario, ipso facto, dejado de lado.4 En ambos casos (ingestión de lo Mismo o excreción de lo Otro), lo que justifica la instalación de ese dispositivo es la necesidad vital de controlar el con junto de los flujos provenientes del exterior que podrían perturbar el equilibrio interno, el orden, la composición orgánica que se trata precisamente de mantener, por todos los medios disponibles, en un estado lo más estable posible.

En otros términos, y para atenernos a lo esencial por lo que concierne a esas dos primeras configuraciones, frente a una identidad de referencia concebida como perfectamente homogénea y considerada como inmutable, la alteridad no puede ser pensada aquí más que como una diferencia venida de afuera, que reviste por naturaleza la forma de una amenaza. Asimilación y exclusión no son, en definitiva, más que las dos caras de una sola y misma respuesta a la demanda de reconocimiento del desemejante: “Tal como eres, no tienes lugar entre nosotros”.

3. LO DADO Y LO CONSTRUIDO

Desde un punto de vista estrictamente lógico, esa no es evidentemente la única manera posible de articular entre sí las categorías de la identidad y de la diferencia, de una parte, y de otra, las de “adentro” y “afuera”. Cualquiera que sea el tipo de unidad a la que se aplique, la noción de identidad no se superpone necesariamente a una concepción simple y unívoca de la interioridad de la unidad considerada. Y recíprocamente, para la misma unidad, el espacio de su alteridad no comienza forzosamente al otro lado de la frontera que viene a delimitarla. En efecto, ¿en nombre de qué se excluiría a priori la posibilidad de hallar al exterior del Sí-mismo (o del Nosotros), es decir, junto al Otro, una parte de sí-mismo, una réplica, o tal vez otro rostro, insospechado, de su propia identidad? ¿Y sobre qué base descartar de entrada la posibilidad, inversa y complementaria, de discernir algún rasgo de la figura misma del Otro dentro del Sí-mismo? Por supuesto, ni una ni otra de tales eventualidades —reconocerse en el Otro o descubrirse a sí mismo como Otro— entraba en las perspectivas descritas anteriormente. Era eso lo que determinaba la estrechez y la rigidez de sus límites, por oposición a las problemáticas más ricas y más complejas que vamos a examinar más adelante. Pero antes haremos un rodeo en un plano más teórico.

3.1 La producción de la diferencia

Existe, en efecto, en la base del conjunto de los comportamientos examinados hasta el momento, una contradicción, al menos aparente. El problema es esquemáticamente el siguiente: en el marco de las dos configuraciones ya analizadas, y cualquiera que sea la estrategia adoptada —asimilación, exclusión, o dosificación de las dos juntas— lo que el grupo dominante se proponía como objetivo era siempre, como lo hemos subrayado, mantener cierto equilibrio interno, preservar intacta la homogeneidad, real o supuesta, de su “sustancia”, ya sea que se la tome por el lado socioeconómico, en términos de niveles y de modos de vida, o desde el punto de vista de los “hábitos”, principalmente lingüísticos, religiosos, jurídicos y políticos, o incluso, más crudamente, en términos de “pureza” étnica. A ojos del grupo asimilador, como del que practica la exclusión, se trata ni más ni menos de su propia identidad: de tolerar demasiada heterogeneidad en su seno, en cualquiera de esos planos, terminaría muy pronto, según ellos, por no reconocerse a sí mismo. Ahora bien —y es ahí donde surge la paradoja—, dicha heterogeneidad actual o potencial, a la que el grupo se opone con todas sus fuerzas, es creada al mismo tiempo, en diversos aspectos, por el grupo mismo; y eso en dos niveles y de dos maneras diferentes, que acumulan sus efectos: primero en la superficie, produciendo socialmente disparidades de todo tipo, y en un nivel más profundo, construyendo sin cesar, semióticamente, la diferencia.

Ante todo, el grupo de referencia parece que no se da cuenta —o más exactamente, tal vez no quiere ver (a pesar de las advertencias de los sociólogos)— que es él mismo el que, a cada instante, por su propio modo de funcionamiento social y económico, político, jurídico, educativo o “cultural”, produce las distancias y las desigualdades entre grupos sociales, sociales y no simplemente “étnicos” (lo que, por lo demás, no desvirtuaría totalmente la paradoja).5 De hecho, si existe heterogeneidad no es solo el resultado de lo que viene de “fuera” sino también de lo que ocurre “dentro”. Por consiguiente, el cuerpo social debería buscar primero en su propio seno antes que entre los vecinos o en las comunidades que de ellos provienen, a qué se debe la multiplicación de esos casos “problemáticos” que le resultan tan difíciles de insertar en las pautas del sistema, y que le obligan a inventar permanentemente nuevos medios de prevención, de rectificación, de inserción, de integración y de asistencia —en una palabra, de asimilación—, por no poder (prácticamente y “humanamente”) aplicarles la política del rechazo —de exclusión— de la que algunos son partidarios. Pero aún hay más. Porque no bastaría con poner remedio a ese mal interno, casi mecánico, de producción de disparidades entre grupos para suprimir el problema mismo del “Otro”, que es el que pone en crisis socialmente, políticamente y moralmente la relación identidad/alteridad en cuanto tal. Hay que colocarse en un plano diferente para poder formularlo.

Lo que separa al grupo de referencia de los grupos que define como extranjeros con relación a sí mismo, como “otros” o como desviantes, no es nunca, en efecto, “simplemente” ni una diferencia de sustancia producida por disfuncionamientos sociales, ni siquiera alguna heterogeneidad preestablecida en naturaleza, que, imponiéndose como datos de hecho, bastarían para demarcar las fronteras entre identidades distintas. En realidad, las diferencias pertinentes, aquellas en cuya base cristalizan los sentimientos identitarios, jamás están enteramente trazadas de antemano: ellas solo existen en la medida en que los sujetos las construyen y en la forma que ellos les dan. Antes de eso, entre las identidades en formación, solo existen puras diferencias posicionales, casi indeterminadas en cuanto a los contenidos de las unidades que oponen. Ciertamente, el estatuto de semejante vacío semántico es esencialmente de orden teórico. Postular su existencia nos permite sobre todo designar el lugar original, de carácter virtual, en el que se articula el principio mismo de toda diferencia particular, quedando entendido que la pura diferencia posicional, difícilmente manipulable en cuanto tal, tiende, para manifestarse, a convertirse, en el plano empírico —en los discursos y en las representaciones que los soportan—, en una serie de oposiciones sustanciales. Entonces vienen a investirse ahí contenidos específicos, dando progresivamente lugar, por selección y por combinación de rasgos figurativos particulares, a la aparición de formas con contornos cada vez más precisos: es decir, a toda una variedad de figuras del Otro, tan diversificadas y, por decirlo así, tan reales como en una galería de retratos o como en un fichero policial.

Pero es necesario que, para eso, una instancia semiótica —un sujeto cualquiera, individual o colectivo— se encargue concretamente de efectuar las operaciones de selección y de investimiento semántico correspondientes. En la práctica, el sujeto colectivo que ocupa la posición del grupo de referencia —instancia semiótica evidentemente difusa y anónima—, fija el inventario de los rasgos diferenciales que, de preferencia a otros posibles, servirán para construir, diversificar y estabilizar el sistema de las “figuras del Otro”, el cual estará temporal o durablemente en vigencia en el espacio sociocultural considerado. Dicha operación la realiza a partir de una multitud de intercambios interindividuales, vividos unos día a día en lugares de encuentro concretos (la calle, el centro de trabajo, etcétera), otros relacionados más bien con la fabulación y el imaginario social (como los esquemas de interacción que propalan la mayor parte de los relatos de sucesos, materia de comidillas cotidianas entre los concurrentes a las tertulias de café). Para ese efecto, la simple “vida en común” de los grupos sociales, con las desigualdades, en primer lugar de orden económico, y las segregaciones de hecho (por ejemplo, en términos de empleo, de alojamiento, de escolaridad) que engendra, así como a través de otras desigualdades latentes que pone de manifiesto, proporciona una infinita variedad de rasgos diferenciales inmediatamente explotables para significar figurativamente la diferencia posicional que separa lógicamente a Uno de su Otro. La diversidad de combinaciones posibles entre esos rasgos permite multiplicar ad libitum, por asociación y por dosificación (es decir, a la manera del bricolaje), las figuras singulares del extraño y del inquietante: siluetas genéricas y un tanto difuminadas como las del “marginal” o las del “descarriado”, o composiciones resultantes de arreglos más sutiles para designar y clasificar especies más precisas, desde la del “trabajador-portugués” (en vías de integración) hasta la del “delincuente-negro” (al borde de la exclusión), pasando por la del “desempleado-norteafricano”, y así por el estilo: tal cantidad de estereotipos que, una vez construidos, lo único que harán será reforzarse unos a otros con el uso reiterado que de ellos se haga. El discurso de los “medios” juega evidentemente un rol determinante en ese proceso.

La producción de la diferencia, como se observa, no puede ser concebida más que como un proceso relativamente complejo, que pone en movimiento dos planos por lo menos. El primero es de orden referencial; es descrito generalmente (en función de una distinción de orden filosófico, aparentemente a toda prueba) ya en términos biológicos, ya en términos sociológicos. De ese modo, aún hoy, para unos, lo que hace que el Otro sea “otro” tiene que ver simplemente con las leyes de la genética: la diferencia es un hecho de naturaleza; para otros, por el contrario (¿más numerosos?), se trata más bien de un hecho de sociedad: lo que determina la diversidad de los tipos humanos es la diversidad de las herencias culturales, de los modos de socialización y de las condiciones económicas. Sea lo que fuere, justificar así la aparición de diferencias “objetivas”, de orden biológico, económico o cultural, no es suficiente: es preciso además que las diferencias “constatadas” se hagan, de una manera u otra, significantes. Eso es lo que hace necesario el paso a un segundo plano, propiamente semiótico, donde, como acabamos de indicar, algunas de las diferencias planteadas en el plano precedente (aunque no todas) son finalmente abordadas como si se tratase de los rasgos distintivos del plano de la expresión de una lengua, es decir, son asumidas como el equivalente de otras tantas oposiciones “fonológicamente” pertinentes para la construcción de un universo de sentido y de valores.6

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