Loe raamatut: «Presencias del otro», lehekülg 3

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3.2 “Bricolaje” y terminología

Una de las características comunes a las dos nuevas configuraciones que vamos a abordar ahora reside justamente en el hecho de que, a diferencia de las precedentes, problematizan explícitamente, una y otra, esa dimensión semiótica de la producción de la alteridad: si bien es cierto que el mundo que nos rodea se nos presenta espontáneamente como un universo articulado y diferenciado, no existen, sin embargo, entre “Nosotros” y los “Otros” fronteras naturales, solo existen las demarcaciones que nosotros construimos a partir de las articulaciones perceptibles del mundo natural.7

Ahora bien, comenzar a admitir que si el Otro es “diferente” no lo es necesariamente en absoluto, y que, de hecho, su diferencia está en función del punto de vista que se adopte, es ya abrir la posibilidad de otros modos de relación con las figuras singulares que la encarnan. En esa perspectiva, el Otro no puede ser pensado como el simple representante de un exterior radicalmente extranjero del que debería desligarse por completo (primera condición de su asimilación) si no quiere ser rechazado lo más pronto posible (exclusión); por el contrario, se va a convertir, en cierta medida, en parte integrante, en elemento constitutivo del “Nosotros”, sin tener que perder no obstante su propia identidad.

Denominaremos, respectivamente, segregación y admisión las fórmulas correspondientes, sin desconocer, una vez más, lo arbitra rias y discutibles que pueden ser tales etiquetas. Nuestro objetivo, en efecto, no consiste en describir o en justificar un léxico, sino en construir una gramática, un modelo teórico capaz, en lo posible, de recubrir la diversidad de los modos de relación concebibles entre un grupo cualquiera y lo que ese grupo se propone a sí mismo como su Otro. En esa óptica, lo que importa evidentemente son las descripciones estructurales que se pueden hacer de cada una de las configuraciones que se vayan presentando, y de la manera en que se articulan o se oponen unas a otras para formar una red de diferencias inteligibles, y no las denominaciones lexicales que les asignamos con la única finalidad de hablar de ellas más cómodamente.

Claro está, ninguno de los términos utilizados —segregación, asimilación, exclusión, y hasta admisión— es inocente. Cada uno tiene su historia, cada uno está marcado por los empleos que de ellos se ha hecho en los discursos sociales, políticos, filosóficos u otros, que han fijado su valor, y no podemos pretender hacer totalmente abstracción de las cargas semánticas que arrastran.8 Pero nuestro objetivo no consistirá en desentrañar, en una perspectiva de análisis lexical, el detalle de los efectos de sentido de los que son actualmente portadores esos diferentes vocablos, ni menos aún en establecer el estatuto de su “verdadero” sentido, adoptando una postura normativa. Simplemente, los tomamos a falta de otros mejores para que sirvan de metatérminos que nos permitan designar objetos teóricos construidos, es decir, realidades que, por definición, no coinciden necesariamente con lo que esos mismos términos designan en cuanto lexemas de la lengua natural.

4. SEGREGACIÓN VERSUS ADMISIÓN

Así planteadas las cosas, ¿qué contenidos colocamos en cada uno de esos metatérminos y, para comenzar, en el de segregación? Reconocer al Otro, a pesar de su diferencia y de su aparente extrañeza, como parte integrante de uno-mismo y, por esa misma razón, aceptarlo al lado de uno: así podría enunciarse paradójicamente, y tal vez, a primera vista, escandalosamente, la fórmula de base, común al conjunto de los discursos y de las prácticas que hemos convenido en agrupar bajo ese rubro.

4.1 Haber estado juntos, y separarse

Desde este ángulo, merecería ser analizada una gran cantidad de casos concretos, desde las prácticas sociales de marginalización de carácter “suave” hasta las opciones más extremas —como las del apartheid—, pasando por todas las formas históricas del ghetto. Sin negar que se trata de realidades muy diferentes y que, sobre todo en el plano ético, cada una de ellas plantea problemas específicos, podemos, sin embargo, sostener que, en un nivel muy elemental, lo que las separa se debe menos a una diferencia de naturaleza que a una cuestión de grados.

A diferencia, en efecto, de las políticas de asimilación y de exclusión, que, por construcción, tienen por fin último operar ya sea una perfecta conjunción de las identidades en el caso de la primera, ya sea su completa disjunción en el caso de la segunda, los dispositivos segregativos jamás persiguen objetivos tan unívocos y, después de todo, tan simples, al menos en su principio. Participan más bien de una lógica mucho más inestable: la de la no-conjunción. Esa posición se puede definir como situándose a medio camino entre las fórmulas del tipo conjunción-asimilación, consideradas en este caso como inaplicables o inapropiadas (porque el Otro es considerado ahora como decididamente demasiado diferente para que su integración propiamente dicha al grupo sea siquiera imaginable) y las del tipo disjunción-exclusión, vistas igualmente, aunque por otras razones, como inaceptables (por tentadoras que pudieran parecer en algunos aspectos). De ahí el estado de tensión, las ambivalencias y, en último término, los desgarramientos característicos de esa configuración en equilibrio precario entre dos polos contrarios; algo así como lo que sucede en el caso de esos arreglos matrimoniales llamados “separación de cuerpos”, donde la interrupción de la mayor parte de las relaciones maritales entre los esposos no conduce sin embargo a la suspensión total de los lazos conjuntivos del matrimonio, mientras que el procedimiento disjuntivo del divorcio ofrece legalmente esa posibilidad.

Basándose en el horror a las mezclas entre unidades planteadas como distintas, las actitudes segregativas tienen por principio permanecer, si se puede decir así, menos disjuntivas de lo que sería posible en teoría, y también en la práctica. Aquí no se plantea la “solución final”, nada de exclusión absoluta, a no ser, tal vez, como horizonte lejano, como virtualidad rechazada (¿o como deseo reprimido?), cuya aplicación ni siquiera se considera seriamente. Así como antaño cada ciudad tenía su “idiota”, las familias tienen hoy sus “viejos”, y la sociedad sus grandes enfermos: claro que se les tiene un poco aparte; pero de ahí a relegar a unos al asilo, a otros al hospicio o a un sidatorium hay un gran trecho que salvar y que es impensable para muchos. Aunque hay seguramente maneras y maneras de separar y de segregar, y aunque unas puedan parecernos más inofensivas y otras francamente bárbaras (pues todos los grados son posibles entre, por ejemplo, el hecho “anodino” de mirar por encima del hombro al vecino haciéndole sentir que no podría formar parte del círculo de sus íntimos, y el hecho, considerado “inhumano”, de delimitar por ley o por costumbre zonas geográficas, profesionales u otras, reservadas a tal o cual clase de parias), todas ellas ponen de manifiesto, en profundidad, esa misma ambivalencia que intentamos circunscribir entre imposibilidad de asimilar —y por tanto, de tratar verdaderamente al Otro “como a todo el mundo”— e incapacidad de excluir (en sentido estricto).

Pero entonces, ¿cómo dar cuenta de esa moderación que hace que el grupo dominante, en lugar de actuar cínicamente eliminando, como podría hacerlo, a ese Otro que le “fastidia”, le reserve a pesar de todo, en su tierra, un lugar, por inviable que sea? Creemos que se debe, tal como lo sugiere la comparación con el caso de la “pareja separada”, a que la problemática de las relaciones entre el Sí-mismo y el Otro se nutre esencialmente, en la presente configuración, de la referencia a lo que ha sido antes: hubo un tiempo (histórico o mítico, poco importa) en el que los dos elementos de la relación se encontraban conjuntos, y lo que ponen de manifiesto los discursos y las prácticas de segregación es, precisamente, esa conjunción en vías de deshacerse. Más que de un estado, se trata de un proceso: proceso de desintegración o de fisión que tiende a hacer estallar una unidad original, real o supuesta, sin que las fuerzas centrífugas que lo movilizan hayan podido llegar a su término. Porque otras fuerzas se les oponen. Todo ocurre, en efecto, como si, al modo de las dos semiesferas constitutivas de la “pareja” platónica, las partes en vías de separación “se acordasen” de su estado de fusión anterior y experimentaran una suerte de nostalgia.9 Además, ese “otro” cuya alteridad “yo”, sujeto de referencia, creo descubrir de pronto y del que trato de separarme por esa razón, ¿no formaba parte hasta ahora, si no de mí mismo, propiamente hablando, al menos de “mi mundo” y de “mi vida”? Aunque se haya convertido en irreconocible —extraño por ser extranjero—, sigue sin embargo representando, desde cierto punto de vista, una parte inalienable de mi propia identidad?10

La reminiscencia de lo Mismo, reconociéndose a través de la figura del Otro —por muy poco que se le quiera, o por execrable que sea— tiene por efecto, si no “excluir la exclusión” en sus formas más radicales, al menos retardar, y a veces por largo tiempo, su actualización: aquí lo peor no es —o al menos, no lo parece— lo más se gu ro.11 El análisis de sistemas discriminatorios concretos muestra a la vez la diversidad de las formas posibles de semejante reminiscencia, y los límites de su alcance en el plano práctico. En un sistema de castas como el de la sociedad hindú, si se nos permite evocar de modo tan ligero una realidad antropológica tan compleja, nadie puede “olvidar” —aunque pertenezca a las más encumbradas castas— que las castas más bajas forman también parte integrante del “sistema”. En otras partes será tal vez cierta “semejanza de familia”, ligada a un lejano origen común o al recuerdo de algunas pruebas pasadas, vividas solidariamente, la que venga a matizar la percepción de la alteridad del Otro y, en buena lógica, a temperar, en alguna proporción, la severidad de las discriminaciones de las que es objeto. Y claro está, lo más frecuente es que esos elementos de orden subjetivo vengan a superponer la conciencia de las ventajas objetivas, de orden funcional, que el grupo dominante sepa sacar, aunque solo sea en términos de reparto del trabajo y de intercambios, de la presencia a su lado de un pueblo de ilotas a su merced, a condición de saber usar de él con un mínimo de consideración (como de cualquier otro bien patrimonial): como se dice, “como buen padre de familia”.12

Sobre tales bases, el statu quo desigual puede adquirir incluso una suerte de legitimidad, no solamente desde el punto de vista del grupo que lo impone, sino también desde el de las víctimas que lo padecen, las cuales se transforman entonces, de buen o mal grado, casi en cómplices. Y en último término, a falta de todo eso, tal vez el grupo dominante sabrá reconocer al menos, hasta en los más irrecuperables de sus parias, las marcas de su irreductible pertenencia al género humano. En cambio, si este último lazo llega a desaparecer de las memorias, ya no habrá más tiempo para preguntarse si el modus vivendi, con los ambiguos encantos que de él dependían, no anunciaba ya en realidad, y desde el comienzo, el día del horror en el que el más fuerte, harto de tener que reconocerse en la imagen detestada del más débil, terminaría ineluctablemente por descargar sobre él su furor destructor.

El hecho de tratar de describir —como lo venimos haciendo— en términos positivos (en sentido metodológico del término) la lógica subyacente a los regímenes de tipo segregativo no quiere decir que “aceptemos” las prácticas, espontáneas o institucionales, que representan sus traducciones sociales concretas. Sea en el plano político, sea en el plano moral, es evidente que son por naturaleza radicalmente inaceptables no solamente todas las formas de ghetto (sin hablar del campo, que tiene que ver con la categoría de la exclusión), sino también las pequeñas cuarentenas cotidianas por medio de las cuales un grupo social margina y, dado el caso, persigue a otro so pretexto, por ejemplo, de “inadaptación” al modo de vida reinante, de “desviaciones” (sobre todo en el plano del comportamiento sexual) o de “peligrosidad” medida en términos de seguridad y de policía (o como suele suceder hoy día, de higiene y de salud públicas —desde el tabaco hasta el sida—, traduciéndose en este caso el régimen segregativo en la forma benigna y discreta del cordón sanitario y del preservativo omnipresente). Pero ni la indignación ni la revuelta contra tales discriminaciones pueden reemplazar el análisis crítico, pues no son suficientes por sí solas.

4.2 Haber estado disjuntos

Pudiera suceder, no obstante, que al término de ese recorrido, se deje vislumbrar una especie de reconciliación entre lo posible (lógicamente deducible de una axiomática, como la que nos guía desde el comienzo) y lo aceptable (definido a partir de una ética de las relaciones entre sujetos). De hecho, si la distancia crítica se imponía frente a las tres configuraciones anteriormente analizadas, ahora es grande la tentación de adherirse sin restricción a una posición cuyo examen nos va a permitir agotar las últimas virtualidades del modelo aplicado y plantear al mismo tiempo, finalmente, la gran cuestión del orden del día: ¿cómo pensar hoy una identidad común (por ejemplo, europea)? ¿Cómo vivirla mañana?

A ese “posible” cuarto tipo de configuración (en nuestro cálculo semiológico) le hemos dado ya nombre —admisión—, pero no contenido. Falta definirlo: para hacerlo, en el estadio en que nos encontramos, basta apenas operar por deducción, a partir de lo que precede. Y así, de la misma manera que la segregación, participando de la no-conjunción, suponía, sin embargo, la reminiscencia de una “mismidad” (de orden conjuntivo), la única dispuesta, en el contexto entonces considerado, a poner freno a fuertes tendencias (de orden disjuntivo) a la “exclusión”, la admisión, por su lado, en cuanto forma general, participará de la no-disjunción, y solo podrá ser viable como régimen de relaciones intersubjetivas entre individuos o entre comunidades sobre la base de la reminiscencia contraria: la de haber estado disjuntos, la de haber sido capaces —o al menos la de creer, con razón o sin ella, que hemos sido capaces— de vivir “cada uno para sí”, como “extraños” los unos para los otros, único garante susceptible de contrapesar, esta vez, la tendencia a reducir pura y simplemente los “unos” a los “otros”, dicho de otro modo, la tendencia a la “asimilación” recíproca.13 Mientras que la fórmula anterior se presentaba como un medio de evitar lo peor, en la medida en que, por duramente segregativa que fuera en la práctica, implicaba a pesar de todo un principio de resistencia que se oponía a la dominación total de las pulsiones sociales centrífugas, la que abordamos ahora puede conducir, si no al mejor de los mundos, al menos a cierta forma de coexistencia pacífica en la medida en que, favoreciendo en principio el acercamiento entre identidades distintas, es decir, orientándose globalmente hacia un movimiento centrípeto, contiene también el principio contrario: el de una resistencia a los efectos últimos de ese movimiento, al adelgazamiento de las diferencias y a la reducción de lo múltiple y de lo diverso a lo uno y a lo uniforme.

Es Claude Lévi-Strauss quien nos lo recuerda: “Cada cultura se desarrolla gracias a sus intercambios con otras culturas. Pero es necesario que cada una de ellas introduzca en ese proceso alguna resistencia”. Porque, si “es la diferencia de las culturas la que hace fecundo su encuentro (...), ese juego común entraña su uniformación progresiva”.14 De nuevo nos encontramos aquí en presencia de un equilibrio inestable, tanto más que las fuerzas antagónicas, cuya resultante es ese mismo equilibrio, no son de la misma naturaleza: ante un proceso que tiende a imponer sus efectos bajo el modo de la necesidad —porque, quiérase o no, la multiplicación de los intercambios por sí sola, por deseable que sea, entraña, escribe nuestro autor, la uniformación— “hace falta”, para encauzarla, una voluntad que por definición no depende de la “fuerza de las cosas” sino que tiene que emanar de alguna instancia que cumpla la función de sujeto: cada una de las culturas puestas en contacto (y por lo mismo, salvadas todas las proporciones, en peligro) tiene que saber y, ante todo, querer “resistir”.

Dando por supuesto que esta exigencia apunta al conjunto de los participantes, que se ponen así en relación, y que les impone a todos ellos una suerte de deber de vigilancia, sin el cual cada uno de ellos perdería poco a poco aquello que constituye su especificidad y, probablemente, su calidad misma de sujeto, queda por saber más precisamente de dónde provendrá, para cada uno en particular, el peligro principal: resistir sí, pero ¿a qué?, ¿a quién exactamente? Y ¿de qué manera? En el tipo de situaciones que nos han interesado hasta ahora, en las que el encuentro adopta la forma de una confrontación cotidiana —cuerpo a cuerpo o codo a codo— entre, por un lado, los miembros de un grupo mayoritario que ocupa la posición del anfitrión, y de otro lado una población heteróclita, esparcida en un número indefinido de grupos minoritarios si no de individuos dispersos venidos de afuera y considerados como otros tantos pedigüeños, es claro que la disimetría de las posiciones y de los roles que implica semejante estructura hace totalmente desiguales las respectivas oportunidades de sobrevivir que tienen las especificidades culturales propias de cada una de las identidades colectivas en presencia.

Para los grupos minoritarios “acogidos”, el peligro es evidente: o bien se trata de la expulsión, aún tal vez evitable, o se trata de una absorción efectiva por la masa, esto es, de una progresiva desaparición por supresión de las diferencias (peligro este más difícil de evitar puesto que es inherente a la disimetría misma que existe entre las partes involucradas en la confrontación). Evolución tanto más ineluctable cuanto que para muchos de los miembros de los grupos concernidos, el consentimiento, más o menos forzado, de un verdadero cambio de identidad cultural se presentará como la mejor oportunidad, y tal vez como la única forma de asegurar, al menos a título personal, su sobrevivencia en el medio de acogida. Si aún puede aplicarse hoy adecuadamente la trillada expresión “crisis de identidad”, es justamente aquí.

Pero, dirán algunos, el mismo problema de orden existencial se plantea igualmente, y a veces de manera casi tan dramática, para el otro participante de la relación, es decir, para los miembros del grupo mayoritario entre los cuales viene a instalarse el “Otro”. De hecho, según un punto de vista bastante difundido, pero en el que no nos detendremos más que un momento (ya que nuestro objetivo es el de superarlo), la parte más molesta no es precisamente la que sostienen por principio las buenas gentes... De ahí el insistente retorno de las reacciones de defensa ya inventariadas: unas, que se encuentran en la base del sueño de la exclusión, son reconocibles como la expresión directa de un cierto miedo, el miedo al mestizaje, cualquiera que sea el plano en el que se lo considere (pues, se nos explicará, no es aceptable en grado alguno que el cuerpo social se deje desnaturalizar o contaminar); otras, menos brutales por mejor racionalizadas, que tienen que ver con la confianza del grupo en su propia capacidad de asimilación manifestada a lo largo de la historia, sin que eso disminuya hoy la necesidad de una política de salvaguarda en la materia, toman en cuenta la intensificación y la diversidad de los flujos migratorios...

4.3 Reunirse: Reminiscencia y resistencia

Por supuesto, ninguna de esas opciones, ni el exceso de miedo ni el arsenal de precauciones frente a un “No-sí”, planteado en ambos casos como una amenaza, puede satisfacer a los partidarios de la “admisión”, si se acepta designar así la actitud de los que, partiendo, al contrario, del postulado de que la relación entre “Nosotros” y el “Otro” no es ni puede ser de pura exterioridad, consideran de entrada la alteridad del Otro como uno de los elementos constitutivos de la identidad del Nosotros, de un Nosotros considerado ahora como un sujeto colectivo indefinidamente en construcción. Pero en ese caso, ¿en qué consiste exactamente “admitir”?

Semejante actitud implica, ante todo, un gesto de apertura, de aceptación, de curiosidad, dado el caso, de admiración, y tal vez incluso de “amor” por la diferencia que hace que el Otro, justamente, sea otro. Objeto de desconfianza, si no de repulsión, el Otro se convierte aquí, por primera vez desde el comienzo de nuestro recorrido, en un polo de atracción hacia el cual uno se orienta justamente en razón de su alteridad. Sin embargo, como muchos otros fenómenos de atracción, semejante movimiento comporta en germen su propio fin en la medida en que, a fuerza de aproximarse como los urge a hacerlo su “simpatía” recíproca, de conocerse mejor y de ponerse más fácilmente de acuerdo, de descubrir que aquello que los diferencia y que, a primera vista, los opone, los hace al mismo tiempo complementarios y les abre nuevas posibilidades de acción, llegará casi inevitablemente un momento en que las unidades, primero distintas y separadas, que se ponen de ese modo en relación y pronto en contacto, aspirarán a fusionarse y tenderán a confundirse en una nueva totalidad. Que ese momento sea la meta misma de la relación –de ahí su aspecto eufórico–, no obsta para que al mismo tiempo –y ese será su aspecto disfórico– le ponga prácticamente término. La prueba es que si, por una u otra razón, las unidades que una vez han estado conjuntas y por decirlo así, indistintas, se disjuntan, ya no serán nunca las mismas relaciones de “antes” las que, quizás, las reunirán un día nuevamente. La historia nos ofrece a veces reencuentros semejantes, pero no se repite jamás en absoluto.

En esas condiciones, se puede comprender que cuando las unidades en presencia tienen el estatuto de sujetos autónomos y se atienen a su identidad respectiva, conservando asimismo la mutua estima por lo que ellas son, puede surgir el deseo, y a veces el interés, de retrasar el momento de esa pequeña o de esa gran catástrofe (en el sentido matemático del término) que su fusión supondría. Para eso no bastará con que los participantes sepan resistir mutuamente uno a otro, manteniendo entre sí el mínimo de distancia necesario para la preservación de su “en-cuanto-a-sí” respectivo. En realidad, es sobre todo frente a sí-mismo cuando cada uno de ellos habrá de sacar la fuerza para “aguantar”. Porque si se trata de mantener viva, entre Sí y el Otro, una relación efectiva de Sujeto a Sujeto, no podrán ceder ni al deseo de un total abandono de sí-mismo al otro —eso equivaldría a renunciar a su propia identidad con riesgo de no ser ya, para el Otro, más que un simple objeto—, ni al deseo de una total posesión del Otro, que no podría conducir sino a cosificarlo, despojándolo de aquello que lo hace verdaderamente otro —autónomo y diferente al mismo tiempo—, es decir, de aquello que lo hace precisamente “atrayente”.

En otras palabras, lo que el frágil equilibrio de esa configuración impide tolerar, tanto psicológicamente como moralmente, es dejarse llevar. Pero, ¿qué es en el fondo dejarse llevar sino olvidar? Olvidarse de sí-mismo en cuanto Sujeto; olvidar que el Otro participa de la misma cualidad; olvidar que uno es dos.15 He ahí la manera como “resistencia” y “reminiscencia” vienen a conjugarse, la primera presuponiendo la segunda como condición de posibilidad y su más seguro resorte: “contenerse” frente al Otro, como “aguantar” frente a sí-mismo, equivale a recordar que ambas partes han sido, son aún y seguirán siendo Sujetos irreductiblemente distintos y autónomos, por poderoso que sea el movimiento que empuja a levantar todas las reservas, a abolir todas las fronteras que separan aún las identidades.16 En el plano de los comportamientos frente a frente, las marcas explícitas que cada uno de los participantes deja de su “respeto”, tanto frente a sí-mismo como frente al Otro, no son en ese contexto más que una manera de reafirmar, si fuera necesario, la adhesión común al principio de la no confusión de las identidades, como condición (y como finalidad al mismo tiempo) del contrato de “admisión”. Sobre esa base, las disimetrías estructurales de las que hablábamos anteriormente no desaparecen, ciertamente ¡no se dan milagros! Lo que desaparece, en cambio, es la aparente fatalidad de sus efectos de sentido. En un mundo de Sujetos, todo el mundo, por definición, es Sujeto con el mismo título y en el mismo grado, cualquiera que sea la naturaleza de las diferencias que singularizan a unos con respecto a otros.

Admitiendo que semejante esbozo de sintaxis puede parecer, por algunos de sus ángulos, que remite más al universo interpersonal de Nous deux [Nosotros dos], publicación mensual de asuntos del corazón, conocida por su idealismo, que a una visión de las relaciones entre sujetos colectivos, creemos no obstante que es susceptible, mutatis mutandis, de aportar un esclarecimiento útil a una problemática de las relaciones —pasionales también en gran medida— que se urden en la confrontación entre culturas o, más concretamente, entre grupos sociales que difieren por la lengua o por las creencias, por las costumbres o simplemente por los gustos, o por todo eso juntamente. También entre las colectividades, lo mejor, como suele decirse, es enemigo de lo bueno, y las relaciones más aptas para promover la libertad, la paz y el desarrollo no son necesariamente las más estrechas. Al contrario, existen buenas razones para estimar que también entre las culturas la no-disjunción (base del régimen de “admisión”) es preferible a la conjunción (y, por tanto, a la asimilación recíproca); o, lo que es equivalente, que el proceso mismo de su acercamiento será probablemente más gratificante para ellas, en muchos planos, que el estado fusional al que podrían llegar; o incluso —en términos políticos, ya que el debate está en el orden del día— que entre las naciones en las que se encarna la singularidad de las susodichas culturas, la confederación resulta mejor que la (con)fusión (o federación).

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