Loe raamatut: «Presencias del otro», lehekülg 5

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2. PRINCIPIOS DE UNA DINÁMICA IDENTITARIA

Más o menos como acontece con los planetas, a los que el equilibrio entre fuerzas gravitacionales —unas centrífugas, centrípetas otras— les impone, en función de su masa respectiva, trayectorias precisas en su traslación alrededor del Sol, vamos a ver gravitar ahora en torno a una figura social que cumple al mismo tiempo el rol de polo de atracción y de polo de repulsión, diferentes tipos de sujetos, cuya distancia en relación al centro se puede medir caso por caso, y cuyos recorridos específicos se pueden prever igualmente. Comprender la dinámica que comanda tales recorridos será, hasta cierto punto, circunscribir la identidad misma —el modo de ser— de los sujetos en cuestión, considerados, por definición, en movimiento.

2.1 Hacia una zoo-sociosemiótica

Desde el momento en que hemos decidido privilegiar la esfera de la “mundanidad” como terreno de observación inicial, el elemento estable al que vamos a referir las unidades cuya movilidad queremos apreciar se impone por sí mismo: se identifica con la figura tipo del gentleman, o, si se prefiere, con el perfecto hombre de mundo.

Espécimen humano que a veces se puede observar in vivo (aunque pertenezca a una especie cuyo número, hoy día, es cada vez menor), o simple tipo ideal si no encuentra localmente un cuerpo en que encarnarse, lo que llamamos en francés l’homme du monde es un individuo que se caracteriza esencialmente por su sentido de la adecuación: sabe ofrecer a cada instante las marcas de una perfecta adhesión a las normas de su grupo de pertenencia. Mejor aún, manifiesta tal soltura que uno se podría preguntar si en lugar de plegarse a los usos, no es él más bien el que, en realidad, los inventa y el que marca la tónica, proporcionando con sus comportamientos, con sus “buenas maneras” en el discurso y en los modales, la ilustración en carne y hueso de “lo mejor” que son capaces de producir los ideales, o al menos los estándares éticos y estéticos del grupo de referencia. Sin embargo, su capacidad de hacer exactamente, y mejor que nadie, lo que hay que hacer en cada circunstancia en su propio ambiente, no tiene propiamente por resultado colocarlo “por encima” de las gentes de su mundo. Lo que lo hace sobresalir no responde al orden de la singularidad y de la excepción individual, sino que tiene que ver precisamente, muy por el contrario, con el valor superlativamente ejemplar de su normalidad. Figura paradójica, sabe ser mejor que nadie, en su mundo, como todo el mundo, comportándose no llanamente como todo el mundo, sino como “todo el mundo” entre sus pares soñaría con saber comportarse.2 En ese sentido, como un sol en el cielo de los Estados e Imperios de la Luna, si brilla, si ilumina los cuerpos que se hallan a su alrededor, contribuyendo a determinar sus periplos, no lo hace por resplandecer desde arriba, sino porque actúa con su presencia en el centro del sistema.

Y así con relación a él, o más bien con relación a la posición central que le confiere su estatuto —ciertamente, relativo— de parangón, vamos a poder encontrar, a distancias variables en el espacio social que polariza, una serie de figuras igualmente emblemáticas en sus maneras respectivas de orientarse por referencia a él, erigiéndose al mismo tiempo —en razón de su acentralidad— como otras tantas encarnaciones originales y distintas del Otro. Y puesto que lo propio de esas figuras consiste en moverse en relación con ese centro tomado como punto de referencia, nuestro objetivo consistirá precisamente en comprender los principios que presiden sus evoluciones respectivas, dadas las propiedades del campo en cuyo interior cada una sigue y, dado el caso, calcula su propia trayectoria. Así, iremos conociendo poco a poco al esnob, que ve en la silueta del gentleman (o del que para él hace sus veces) un modelo que imitar, y solo aspira a unirse a la “elite” que a sus ojos él encarna, aunque los esfuerzos que hace para conseguirlo son demasiado evidentes para no traicionar su verdadera pertenencia, la cual remite a otra parte; al dandy, dispuesto a todo, por el contrario, para desmarcarse y disjuntarse de la misma sociedad; al “camaleón”, cuyo saber-hacer, con toda discreción, consiste en hacerse tomar por alguien que pertenece ya al mismo mundo, aunque en realidad jamás se ha separado del universo —completamente distinto— del que proviene y adonde, secretamente, sabe (o imagina) que podrá volver un día como uno vuelve a su casa; finalmente, al “oso”, ese solitario —ese loco o ese genio— al que nadie más que él mismo puede indicar el camino que debe seguir, y al que, una vez en marcha, nadie desviará de su propia trayectoria, pase lo que pase, a riesgo de abandonar poco a poco la mayor parte de los lazos que lo unen a su esfera de pertenencia.3

No se debe atribuir demasiada importancia a las denominaciones, más o menos fijadas por el uso, que hemos tomado de los registros de la metáfora zoo-social y de la anglomanía reinante, puesto que también fuera del “mundo” (del gran mundo, como se dice) se puede reconocer, bajo nombres diversos, un sistema de posiciones y de recorridos del género evocado, y es esa homología estructural previsible entre microuniversos sociales la que más nos importa. Todo medio produce efectivamente su propio tipo de hombre “cabal”, imagen idealizada en relación con la cual cada individuo, miembro actual o potencial del grupo que se reúne en torno a dicha efigie, puede ser clasificado posicionalmente de acuerdo con la distancia que parece a priori separarlo de ella, pero al mismo tiempo, y sobre todo, tendencialmente, dada la orientación de los comportamientos, concertados o no, que adopta en situación, y que tienen por efecto a cada instante ya aproximarlo ya alejarlo del tipo “ideal” localmente reconocido.

Si para completar esos datos se admite que, además, las maniobras del esnob y las del dandy, por un lado, tienen por resorte común una voluntad de “ascensión” que presupone la visión de un espacio social organizado como una superposición de niveles desigualmente valorizados, mientras que los comportamientos del camaleón y del oso implican más bien, por su lado, la yuxtaposición en un mismo plano (y la comparación) de mundos, de formas de vida y, en general, de morfologías heterogéneas, tanto entre sí como en relación con una forma de referencia, se puede entonces configurar el conjunto de los recorridos previsibles, con ayuda del gráfico siguiente:


Como puede observarse, el esnob es un migrante social a quien, partiendo de abajo, lo único que le cabe —si todo va bien— es elevarse. Pero no se elevará, a lo sumo, más allá de la “media”; exactamente, hasta el nivel a partir del cual el dandy, tomando la posta, proseguirá la ascensión. Pues para él —orgullo o vanidad—, es preciso alzarse por encima del lote común, en primer lugar, y luego, por encima de la “buena sociedad”, esa cohorte de gentes “bien” que se vigilan entre sí precisamente para estar seguras de que cada uno permanece en su sitio, ni demasiado abajo ni, sobre todo, demasiado arriba. Por otra parte, caminando suavemente por el eje horizontal, el camaleón hace su aparición en ese contexto —lo mismo que decir “entre nosotros”— con la inocencia de un humilde viajero: llega de lejos y trae visiblemente consigo las marcas de su exotismo; pero como la necesidad es ley, y más astuto de lo que parecía, logrará conformar rápidamente sus apariencias a las normas del medio ambiente a fin de hacerse aceptar al menor costo posible por el otro: haciéndose pasar desapercibido. Y en ese sentido, encuentra su contraparte, sobre el mismo eje, en el oso, cuya inobservancia torpe (o acaso irónica) de los usos del medio, así como la manera inveterada de mol estar y de cuestionar las costumbres más arraigadas, y lo que es peor, la fuerte presencia de toda su persona, que a la larga se hace insoportable, determina en conjunto su progresiva dist anciación, la cual, en compensación, le permitirá explorar otros horizontes, más allá de lo que nosotros conocemos, aunque su exilio y sus descubrimientos sean, a lo sumo, puramente interiores, como los sueños de una dulce locura.

2.2 La intención y el cálculo

Hemos acudido a una “cosmografía” —cómica, como dice Cyrano— para construir nuestro espacio social. Aunque solo sea una imagen, hay que señalar en este punto un primer límite. A diferencia de los cuerpos celestes, cuya identidad depende de su órbita, de la que no se escapan jamás, nuestros animales sociales, obedeciendo a ciertas leyes que rigen su gravitación, tienen por su parte, al menos parcialment e, el control de esas leyes, y por ese mismo hecho pueden, si quieren, desviar su camino, cambiar de órbita y, en consecuencia, cambiar hasta cierto punto de “identidad”.

De hecho, como puede constatarse en el entrecruzamiento de los recorridos que acabamos de esbozar, todos los puntos de llegada son al mismo tiempo otros tantos puntos de partida posibles para cualquier otro “viajero”, y, dado el caso, hasta para él mismo. El esnob, llegado a su término, puede transformarse en dandy con la esperanza de subir más alto aún —o tal vez a la inversa, al descubrir de pronto las virtudes de la “autenticidad”, puede ser que retome el cami no de su modesto (pero fraternal) entorno de partida; así mismo, nada impide que el camaleón, harto de cambiar de librea en función de las costumbres o de las modas locales, decida un día convertirse en oso— o al contrario, regresar a su otro mundo, a aquel del cual vino.

En tales condiciones, es claro que el espacio del “Sr. Todo-el Mun do”, a quien tanto le gustaría hacerse tomar como centro del mun do (como si en ninguna otra parte pudiera encontrarse en buena compañía) y que nosotros mismos, metodológicamente, hemos colocado más o menos como tal, pierde inevitablemente su sustancia y su prestigio. En último término, desde la perspectiva de nuestros viajeros que pasan, ese centro corre el riesgo de no aparecer más que como una suerte de zona de tránsito eventual, como cruce de caminos algo incierto, casi vacío, o como una simple “caja negra”; en una palabra, como un simulacro. Pero a decir verdad, es casi una constante que el lugar geométrico de un espacio cualquiera no es más que un punto virtual: incluso vacío, es él el que da sentido a las trayectorias que se cruzan al atravesarlo.

Postular que esas trayectorias son analizables en términos de estrategias es, cuando menos, admitir que sus orientaciones no son puramente aleatorias. Pueden orientarse en un sentido o en otro; pueden inducir, como las del oso o las del dandy, una diferenciación creciente en relación con las figuras de la normalidad tal como las definen los criterios del medio y del momento, o al contrario, como las del camaleón y del esnob, conducir hacia una mayor conformidad; en todos los casos, proceden todas ellas de cierta intencionalidad —consciente o no, asumida o no— e incluso, eventualmente, de un verdadero cálculo por parte de los individuos o de los grupos concernidos.

El elemento intencional de base, que va a proporcionar un primer principio de explicación de la diversificación de los recorridos que se perfilan ante nuestros ojos, pone en juego la tensión entre dos concepciones posibles y antitéticas de las condiciones de emergencia y del modo de existencia de los sujetos en cuanto “individuos”. Esquemáticamente, la cuestión es la siguiente: ¿el descubrimiento de “sí-mismo” como instancia dotada de una identidad definida está subordinado al reconocimiento, por el sujeto, de su modo de pertenencia al grupo, del cual él constituye un elemento? Responder afirmativamente a esa pregunta nos llevaría a postular —tomando una expresión de Benveniste— que la aparición del “sí” presupone como condición necesaria el sentimiento del “entre-sí”.4 Dicho de otro modo, en esa perspectiva, ningún individuo puede reconocerse y realizarse como tal sino tratando primero de conocerse y de asumirse como miembro de una colectividad primera que lo engloba y que lo define, sin perjuicio de que ulteriormente trate de desmarcarse de ella (por “anticonformismo”). O bien, por el contrario, ¿no suele ocurrir que cada cual intenta aprehenderse reflexivamente como un puro “yo”, como una totalidad autosuficiente, constituida independientemente de su eventual integración en un grupo cualquiera de pertenencia, y que no puede finalmente realizarse como singularidad absoluta y originaria sino afirmándose contra la presión uniformizante de su entorno?

¿Es mejor, en suma, atribuir al sujeto individualizado, a la “persona”, la consistencia y la autonomía de una instancia primera —de un primitivo, en el sentido lógico del término— que ha de ser desnaturalizada por el proceso de socialización, o es preferible no ver ahí más que una instancia segunda, derivada, simple reflejo superficial de las estructuras sociales que permiten su emergencia y que determinan también, coyunturalmente, su forma? No es necesario ser filósofo diplomado para elaborar una “filosofía” implícita relativa a esa alternativa: y es así como podrá verse que unos, en sus prácticas más cotidianas, buscan su salvación alineándose de preferencia con el colectivo —y podemos adivinar ya que en el marco de nuestra tipología, esa será la opción no solamente del esnob, sino también, aunque de otra manera, la del dandy—, mientras que otros apuestan por el contrario (¿más heroicamente?) por la búsqueda obstinada y por la libre realización de sí mismos por medio de la afirmación de un estilo de vida auténticamente personal, a la manera abierta del oso o, con algún rodeo, del camaleón. Los estilos de vida son, desde ese punto de vista, proyectos de vida puestos en acto, y escogidos para eso en base a una intencionalidad articulada o difusa que los sustenta y que, de rebote, ellos manifiestan, enseñando así a los sujetos, a través de su hacer y de su devenir, lo que “son”.5

En cuanto al elemento de cálculo, tiene que ver con el hecho de que a esa primera alternativa, que coloca al sujeto frente a sí mismo y lo obliga a tomar partido, al menos implícitamente, sobre la cuestión de su ser —cómo ser lo que uno es—, se superpone una segunda, que se refiere a la gestión de su parecer ante las miradas de los que lo rodean e, inevitablemente, lo observan, preocupados por saber a qué atenerse sobre su provecho, y aplicados por ello a descifrar los signos de su “identidad”. Porque “ser” es también necesariamente ser “para el otro”, es ser visto, ser juzgado, sondeado y finalmente clasificado en algún sitio, en función de ciertas categorías que organizan el espacio social, y en general, de las coordenadas establecidas por el grupo de referencia, cualquiera que sea la posición (interna, marginal o externa) de los sujetos, individuales o colectivos, susceptibles de colocarse en posición de observadores.

Una vez más, es preciso elegir: ¿qué dejar que aparezca? o ¿qué mostrar de sí? A la diversidad de estilos de respuestas posibles a esas preguntas corresponde un segundo principio de diferenciación entre los cuatro tipos de figuras que hemos establecido.

2.3 Retóricas de lo cotidiano

Por un lado, con el oso y el camaleón, que como su nombre lo indica, son, en mayor medida que los otros, simples “animales” sociales, prevalece evidentemente lo “natural”, un querer-ser definido exclusivamente por referencia a sí-mismo —a lo que “la bestia tiene en el vientre”—: como uno y otro son lo que de ellos ha hecho el destino, seguirán estando contra todo y contra todos, aunque por caminos diferentes: el oso, sin preocuparse lo más mínimo por las miradas, indiferentes o curiosas, aprobatorias o desaprobatorias, del otro; el camaleón, administrando hábilmente las apariencias a fin de no dejar percibir en lo más mínimo su alteridad intrínseca en relación con el medio ambiente. Sin embargo, si el oso avanza a rostro descubierto mientras que el camaleón se enmascara, no dejan de perseguir ambos la misma meta: ser “sí-mismos”, y cueste lo que cueste, perseverar cada cual en su ser, realizar su propio programa, “vivir su vida”.

El esnob y el dandy, por oposición, tienen al menos en común eso que resulta eminentemente “humano” y que consiste en vivir en función del otro. Mientras que en el caso del oso y del camaleón el ser precede al parecer y rige las modalidades de su gestión, en el esnob y en el dandy la instauración de la forma del parecer precede al ser y lo constituye. Para ellos, la relación con el otro prevalece sobre la relación consigo mismos y es un querer-parecer, definido por referencia a un contexto social preciso, el que los determina de parte a parte. Pero aún en ese caso, claro está, a cada cual su estilo, e incluso a cada cual su figura de estilo propia, quedando de ese modo la retórica promovida al rango de regla de vida: en el esnob, el culto del lugar común, y en el dandy, el de la paradoja, puestos, respectivamente, al servicio de dos ambiciones mundanas diametralmente opuestas a primera vista. El primero se caracteriza por la impaciencia de integrarse a un grupo de adopción (distinto por definición de su medio de extracción original) cuyos rasgos más saltantes tratará de imitar, reproduciendo sus estereotipos para aparentar no diferir (o diferir lo menos posible) del tipo estándar local, a tal punto que terminará por tomarse él mismo por alguien de esa “buena sociedad”, por alguien que “está allí” de verdad (aunque, por lo demás, sea él el único, dentro y fuera, que está convencido de ello); el dandy, al contrario, está signado por la obsesión, inversa, de desmarcarse y, hasta cierto punto, de excluirse de su propio medio, calculando a ese efecto la dosis de singularidad necesaria y suficiente para parecer diferente de los suyos, de sus semejantes, es decir (por lo que él pretende) del “común”, hasta persuadirse a sí mismo, esta vez, de que por naturaleza él constituye una verdadera excepción, aunque es posible que solo él esté convencido de eso. Sea lo que fuere, empeño por ser “como debe ser” —es decir, en este caso, “como el otro”—, o, posición contraria, no hacer nada “como todo el mundo”, lo que importa en ambos casos es el como.

Ciertamente, todo es relativo, y existen grandes posibilidades de que las actitudes convencionales que el esnob estimará que debe adoptar para banalizarse a los ojos del grupo social al que sueña con pertenecer —y por referencia al cual se obligará a controlar hasta la expresión de sus más íntimos estados del alma—6 aparezcan, al contrario, observadas a distancia (y en particular por los miembros de su medio de origen) como perfectamente extravagantes. Las “preciosas ridículas” están ahí para atestiguarlo: cuanto más estrecho es el círculo al que el esnob, verdadero tránsfuga social, aspira a integrarse, más arbitrarios, más incongruentes aparecerán a ojos de terceros los signos que tendrá que exhibir como marcas de su nueva pertenencia y, correlativamente, más fuerte será su exclusión en relación con el resto del vasto mundo. Para el que no pertenece al corrillo de los íntimos o al círculo de los iniciados, nada más singular, en efecto, ni más singularizante, que aquello que, para ellos, se considera obvio.

Y la misma constatación vale también, en sentido inverso, para las paradojas y para la “originalidad” calculada del dandy, para quien la más entrañable preocupación consiste en hacerse inconfundible entre los suyos. A diferencia del esnob, que por definición no dispone al comienzo de los atributos requeridos para su integración al medio en cuyo seno aspira a elevarse (pero que, en cambio, posee otros, suficientes para excluirlo y de los que trata de deshacerse), el dandy es necesariamente un sujeto que —sea por haberlas heredado, sea porque ha sabido adquirirlas— goza desde el comienzo de cualidades específicas por las que se reconoce la “clase” de un hombre de su clase: se encuentra de entrada en el sitio mismo adonde el esnob quisiera llegar algún día, el sitio del “hombre de mundo”. Y a partir de ahí, entre sus pares —entre las gentes “distinguidas” de las que forma parte— quiere distinguirse aún: ¿cómo? Precisamente, a falta de ser por sí mismo una personalidad de excepción, es decir, un poco ya oso (pues no lo es todo el que quiere), “haciendo el dandy”, es decir, en primer lugar, por ser lo más simple, cultivando, en forma deliberada, estrictamente lo necesario, las “malas” maneras —las del “otro”— aquellas, por definición “aberrantes”, “extravagantes” o “escandalosas”, que tienen normalmente curso fuera del círculo al que pertenece. Una pizca de vulgaridad, sabiamente afectada, puede pasar entonces por el colmo de la distinción.

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