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Loe raamatut: «El infierno del amor: leyenda fantastica», lehekülg 2

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VI

 
Pero como Dios no oye
á los réprobos, y el llanto
de Jucef mojaba inútil
las losas del santuario,
y el semblante entristecido
de Leila más y más pálido
se mostraba, y más sus ojos
ardientes, febriles, lánguidos,
el cuidado paternal
por ciego dió en el engaño.
No vió que el amor es vida
cuando anhela un sér soñado,
y anhelándolo le goza,
y se sublima esperándolo.
Creyó que la helada muerte
ya alzaba el horrible brazo
sobre la rubia cabeza
que era su vida y su encanto,
y viendo que Dios no oia
sus ruegos, se volvió al diablo,
con la rabiosa esperanza
del que está desesperado.
La casa, hasta entónces triste,
de Jucef ardió en saraos,
en zambras y en regocijos,
y entre el giro acompasado
de indolentes bayaderas,
resonó sentido y largo,
como el suspiro del viento
de la palma en el penacho,
al compás de guzlas de oro,
el melancólico canto
del desierto, que suspira
el beduino cansado,
que sigue á la caravana
en sus amores soñando.
En Bib-Arrambla hubo justas,
cañas, sortijas y bravos
toros de Ronda, en que, audaces,
sus rejoncillos quebraron
caballeros de gran prez,
que ambicionaban el tálamo
de la incomparable Leila;
y aunque el mismo Rey, lanzado
á la arena y vencedor
en su triunfo confiando,
del airon de grana y oro,
con gran peligro arrancado
de la cerviz de una fiera,
á sus piés la hizo regalo,
al agradecerlo ella
lo dijo con tal desmayo,
que harto claro se entiende
lo inútil del agasajo.
Al fin ya de todo punto
loco Jucef é insensato
hizo venir de Marruecos,
en fuertes jaulas cerrados,
seis viejos leones rojos
para en la vega soltarlos,
y probar si en la árdua caza
algun galan abrasado
por los encantos de Leila
lograba al fin el milagro
de hacerse amar de la hermosa
por gentil y por bizarro,
que aquel que embiste á leones
por lograr un fin ansiado,
para no amarle es forzoso
tener corazon de mármol.
 

VII

 
El dia va falleciendo,
en fúlgidos resplandores
se va el ocaso encendiendo,
y ya las sombras mayores
de los montes van cayendo.
 
 
Sobre la cumbre nevada
del Veleta, sonrosada
por el rojo sol poniente,
alza la luna la frente
por nubecillas velada.
 
 
Por el ameno pensil
del soto corre el Genil
entre floridas riberas,
y las gallardas palmeras,
y la alameda gentil,
 
 
y en peñascos y en colinas
los nopales, las encinas,
responden en són amante
al beso fresco y errante
de las auras vespertinas.
 
 
Bajo la enramada espesa,
clara y profunda la presa
como un espejo se tiende,
y en blancos chorros desciende,
y en su murmurio no cesa.
 
 
Leve el humo en la alquería
revela el fuego que arde
en el hogar, y á porfía
dan las aves su armonía
á la oracion de la tarde.
 
 
Todo es fresco y perfumado,
la vega, el soto y el monte;
y el valladar azulado
de las sierras, anegado
en el distante horizonte,
 
 
Para tener siempre á raya
al cristiano en la frontera,
porque ya la luz desmaya,
va previniendo la hoguera
en sus torres de atalaya.
 
 
Que en la tregua Alfonso afloja,
y ya blanden la cuchilla,
en las quebradas de Loja,
con gentes de la Cruz Roja,
los Infantes de Castilla.
 
 
En tanto el sol apresura
su ocaso, y con largos brillos
en las cúpulas fulgura
de Granada, que en la altura
muestra sus fuertes castillos.
 

VIII

 
Por un sendero
que al soto baja
un bello jóven
gallardo avanza.
Al aire ondea
su toca blanca,
caftan le cubre
de burda lana,
su talle ciñe
revuelta faja
que el curvo alfanje
sostiene y guarda;
cubren sus piernas
rudas abarcas,
y el carcax lleno
de fuertes jaras,
y la ballesta
sobre la espalda,
y el cervatillo
que al hombro carga,
revelan, cierto,
que es pobre y caza,
y que cazando
su vida gana.
La res sangrienta
deja en la grama,
y en una piedra
que besa el agua,
se sienta y mira,
miéntras descansa,
absorto, inmóvil,
la faz nublada,
el sonoroso
raudal que canta,
y sobre el lecho
de piedras salta,
y allá se pierde,
y allá se escapa,
cual las mentidas
sombras livianas
de los ensueños
de la esperanza.
Tal vez Ataide,
que sufre y ama,
ve en la corriente,
pasando rápida,
su vida entera,
su vida ingrata,
en fugitivas
sombras fantásticas,
y en voz de llanto
doliente exclama:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
 
 
Sus negros ojos
lucientes lanzan
fulgores lúgubres,
siniestras ráfagas,
cual si en su seno,
con furia insana,
se revolviese
tormenta brava.
Hay negros dias
de horas menguadas
en que anochece
por la mañana.
Consigo traen
nubes de lágrimas
y el duro cierzo
que hiela el alma.
¡Desheredado
desde la infancia!
 
 
Los años vienen,
corren, avanzan;
el niño es hombre,
la madre anciana,
y el raudal ciego
de la desgracia
siempre les dice
con voz aciaga:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
 
 
Hondos suspiros
Ataide exhala,
que un imposible
su sér abrasa,
y al dueño hermoso
que así le encanta
decir no puede
sus tristes ánsias;
que ella es orgullo,
prodigio y gala
de la hermosura,
la vírgen lánguida,
la de las ricas
trenzas doradas,
ojos de fuego,
frente de nácar,
la dulce niña,
la altiva dama,
Leila la Horra,
Leila la Hijara.
¡Él tan humilde,
y ella tan alta!
¿Su amor en donde
potentes alas
hallar pudiera
para alcanzarla?
Y el pobre mozo
por sus entrañas
siente que corre
hiel que le mata,
algo que horrible
su sér desgarra;
y en el gemido
de su garganta
decir parece
con voz ahogada:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
 
 
La vió en las fiestas
de Bib-Arrambla,
resplandeciente
como una hada;
hada sombría
doliente y pálida.
 
 
¿Por qué tan rica,
tan codiciada,
de la hermosura
gentil sultana,
así insensible
y así postrada?
¿Por qué en el Coso,
quebrando cañas,
lidiando toros,
rompiendo lanzas,
cien caballeros
de gran prosapia,
que prez y orgullo
son de Granada,
deslumbradores
de ricas galas,
lucientes joyas,
bruñidas armas,
sobre fogosos
potros del Atlas,
que el Coso barren
con sus gualdrapas,
en las cuadrillas
giran, se travan,
como un torrente
de fuego pasan
junto al estrado
de la acuitada,
y sus preseas
ante sus plantas
ansiosos ponen,
sin que una vaga,
leve sonrisa
conmueva plácida
su hermosa boca,
ni en dulce llama
sus negros ojos
lucientes ardan?
¿Por qué tal pena,
desdicha tanta?
Y cual si el sueño
que á Ataide embarga
fuese un conjuro
que la evocára,
en los fulgores
raudos de plata
que á la corriente
la luna arranca,
Leila aparece
trasfigurada,
los negros ojos
ardiendo en llamas,
voraz sonrisa
mostrando avara,
suelta la luenga
crencha dorada,
que en su aureola
radiante baña
las maravillas
de su garganta,
sus curvos hombros,
su seno que alza
aliento inmenso
que gime y canta
y en poderoso
volcan estalla.
Leila le absorbe,
Leila le abarca
en el encanto
de su mirada,
Leila le expresa
cuantas fragancias,
cuantas ternuras
enamoradas,
las almas sienten
que se embriagan
en el misterio
que amor se llama.
Dura un momento
la vision mágica,
la onda en que flota
léjos la arrastra,
y Ataide dice
con voz que espanta:
– ¡Hay vida triste!
¡Corriente amarga!
 

IX

 
Ya el crepúsculo en la noche
lentamente se va hundiendo;
con más esplendor la luna
brilla en el límpido cielo,
y en la inmensidad perdidos
resplandecen los luceros.
Es ya tarde: cuidadosa,
sin duda en ferviente rezo,
la infeliz Ayela aguarda
al hijo que es su consuelo,
su solo amor en el mundo,
su solo dolor acerbo.
De la piedra se alza Ataide
conmovido y macilento,
y sobre su res se inclina,
cuando un cavernoso estruendo,
atronador, formidable,
indescriptible, siniestro,
voz pavorosa de muerte,
que áun resonante á lo léjos
hiela la sangre de espanto,
pone de punta el cabello,
retemblar haciendo al soto
despierta aterrado al eco.
– ¡Ah! ¡el leon! – Ataide exclama,
cuidadoso, mas sereno: —
¡el leon en montería,
el feroz divertimiento
que da á su doliente Leila
Aben Jucef el soberbio!
¿Mas por qué de las bocinas
no se percibe el acento,
ni los ardientes lelíes
de los ágiles monteros,
ni acorralando á la fiera
el ladrido de los perros?
¿Por qué esos rugidos suenan
solitarios y siniestros,
y la vega los repite
cual los repite el Desierto
cuando su rey vaga errante
de hambre y sed calenturiento. —
Cual respuesta pavorosa
se oyen gritos lastimeros
de mujer, gritos heridos,
insoportables, horrendos,
voz de espanto miserable
que pide amparo á los cielos,
y el escape redoblado
de un bruto que viene huyendo.
Y se acercan los rugidos,
los gritos son más intensos,
y ya se ven las centellas
que arrancan los cascos férreos
de los duros pedernales
en su escape turbulento.
– ¡Santo Allah! ¡si fuese ella! —
exclama Ataide partiendo
como un rayo hácia el peligro,
de ansiedad henchido el pecho,
enardecido, magnífico,
ardientes los ojos fieros,
en el alma acariciando
de una esperanza el misterio,
y exclamando miéntras corre
más veloz y más intrépido:
– ¡Ah, no! ¡que no sobrevengan
los altivos caballeros,
ni los monteros feroces,
ni los irritados perros!
¡Yo solo, yo, con tu amparo
Santo Allah, salvarla quiero! —
Al fin una blanca yegua,
impulsada por el vértigo,
cae sin vida en la rambla
agotado ya el aliento,
y soltando los estribos,
por buena dicha á buen tiempo,
queda una blanca figura
de pié, lanzando reflejos
de su rica pedrería,
que de la luna á los besos
irradia, cual los del sol,
deslumbradores destellos.
El leon avanza á saltos:
uno más para que hambriento
se cebe en su triste presa,
que inmóvil, resplandeciendo
más que por sus ricas joyas
de su beldad por lo inmenso,
parte el alma atribulada
entre el asombro y el miedo:
que la hace sentir Ataide
un inefable consuelo,
y el leon puede quitarle
lo que ya, sin comprenderlo,
siente en su sér conturbado
por un dulcísimo anhelo.
Suena un chasquido; una jara
hiere zumbando en el pecho
al leon, que se recoge,
y sus ijares batiendo
con la cola, rampa horrible
sobre su propio terreno,
la roja crencha erizada,
pavoroso, gigantesco:
sus fosforescentes ojos
muerte amenazan, y el suelo
con las garras formidables
cavando, ruge en el hueco.
De la vida ó de la muerte
es el solemne momento.
Por su amor engrandecido,
por él á todo resuelto,
olvidado de su madre,
viendo en su amor su universo,
Ataide al leon se arroja,
desnudo el tajante acero,
revuelto rápidamente,
el caftan al brazo izquierdo;
y resuena un grito herido,
un grito de horror supremo:
ella no ve más que un grupo
en que se agitan revueltos,
confundidos, hombre y fiera:
Ataide en círculo estrecho
se ciñe al leon, le evita,
al burlar su furor ciego
larga herida le produce,
y rápido revolviendo,
vuelve á burlarle y á herirle
y redobla su ardimiento,
siempre el caftan por escudo
y por ofensa el acero.
Á cada golpe que tira
le enrojece un chorro negro
de hirviente sangre que brota
de cien heridas á un tiempo;
y ella, extendidos los brazos,
de ansiedad y espanto trémulos,
agitado el corazon,
que quiere saltar del pecho,
más y más á Ataide siente
en el voraz pensamiento.
Al fin la tremenda lucha
cesa, profundo silencio
sucede á un postrer rugido
del monstruo espantable muerte;
y Leila, que ella es la dama,
mira á sus piés al mancebo,
y desmayada en sus brazos
se abandona sonriendo.