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Loe raamatut: «Los monfíes de las Alpujarras», lehekülg 20

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– Para ver sin duda, si se alejaba con seguridad vuestro hermoso Yaye, dijo don Diego cediendo á una suspicaz suposicion: ¡oh! si, si, veo en esto la mano de los monfíes; vos no habeis querido que vuestro amante esté privado del sol y del aire.

– ¡Mi amante! exclamó verdaderamente aterrada doña Elvira; pero sobreponiéndose á su terror, ¿habeis dicho mi amante? añadió con altivez.

– Venid, exclamó trémulo de furor don Diego.

Y arrastrándola consigo, descendieron por las escaleras: un instante despues se encontraron en el aposento subterráneo donde habia vivido un mes Yaye.

Don Diego revolvió en torno suyo una mirada de tigre y acercándose á un sillon colocado junto al abandonado lecho de Yaye, tomó de sobre él un riquísimo justillo de mujer y una gargantilla, que doña Elvira había dejado allí abandonados, con el descuido de una mujer que no piensa ser sorprendida en la habitacion de su amante.

– ¿Qué significa esto, señora? dijo con acento opaco don Diego: ¿habeis elegido por vuestra cámara de vestir, este aposento, y por camarera á Yaye?

Doña Elvira no pudo contestar: su palidez se hizo lívida y miró con los ojos desencajados de espanto las acusadoras prendas que don Diego la mostraba.

– Nunca os habeis engalanado tanto para vuestro marido, exclamó con acento ronco don Diego; conócese que el hermoso emir apreciaba sobre todo, la desnuda blancura de vuestro cuello, cuando os hacia despojaros de esta rica gargantilla: á falta de sol y de aire vos llenábais de flores, de perfumes y de amores su encierro. ¡Oh! razon tenia yo en querer sorprenderos; sorprenderos de manera que nadie pudiese avisaros, pero os sorprendo á vos sola… el infame… el infame se ha escapado llevándose mi honor: pero yo sabré encontrarle: yo sabré matarle aunque le protejan todos sus monfíes.

Doña Elvira quiso disculparse aun; pero don Diego trémulo de cólera, acometió á su mujer en el momento de hacer ademan de hablar. Doña Elvira aterrada retrocedió y la mano de don Diego solo pudo asir su rizada gorguera de encaje de Flandes, se la arrancó y dejó descubierto el cuello y parte del seno de doña Elvira.

Entonces vió don Diego que sobre el pecho de su esposa habia un relicario de oro, pendiente de su cuello por una preciosa cadena del mismo metal.

Don Diego arrojó lejos de sí la gorguera, y señaló con un dedo inflexible el relicario.

– Negad ahora, si os atreveis, exclamó.

– ¿Y este relicario que os prueba? exclamó con audacia doña Elvira.

– Es el relicario de mi hermana: el relicario bendecido por el papa, que yo la regalé hace un año. Y ¿sabeis lo que hizo mi hermana con ese relicario? le regaló á Yaye, al hombre á quien amaba. ¿Sabeis que la noche en que se separaron Yaye é Isabel pidió ella su relicario al hombre de quien debia separarse para no volverle á ver, y que él, no consintió en separarse de ese relicario? ¿sabeis que yo lo escuchaba todo, oculto? ¿que sé que ese relicario habia quedado en poder de Yaye, y que solo él puede habérosle dado? ¿sabeís que cuando un hombre da una prenda de amor de una amante á otra amante, es porque ama mas á la segunda que á la primera ó porque no ama á ninguna de las dos? ¿Y me quereis negar todavía que sois amante de Yaye?

Dona Elvira era una mujer de pasiones violentas, de la cual no podian esperarse sino extremos, y desesperada por la pérdida de Yaye, enloquecida por la situacion en que se encontraba, devorada por la fiebre, fuera de sí, exclamó con una energía casi salvaje:

– Pues bien, si, matadme, matadme, porque estoy desesperada: porque le amo, he sido suya y le he perdido.

Don Diego se sintió acometido de un vértigo de sangre, desnudó su daga furioso y acometió á doña Elvira que cayó de rodillas; pero de repente se contuvo; se pasó la mano por la frente, envainó la daga y dijo asiendo á su esposa con una fuerza desesperada por un brazo:

– Aun no es tiempo… aun vive él… vivid vos tambien… una puñalada es poco… necesito mas para vengarme… y me vengaré… me vengaré sin que el mundo pueda conocer mi venganza, ya que no conoce mi deshonra… me vengaré, pero de una manera horrible.

Y sombrío y letal, dejando á doña Elvira doblegada sobre sus rodillas, salió del subterráneo por la casa del capitan Sedeño, cerró perfectamente la puerta secreta, atravesó aquella casa, bajó al zaguan, sacó el caballo fuera, encajó la puerta ya que no podía cerrarla, montó y rodeó el Albaicin para dar lugar á que su esposa se rehiciera, bajó al meson donde habia dejado á su hermano, y dos horas despues de la terrible escena habida con su esposa, llamó á su casa.

Doña Elvira bajó serena y tranquila; mejor dicho: como una esposa amante, á recibirle y se arrojó en sus brazos.

Don Diego la estrechó en ellos y la dijo al oido estas palabras envueltas en un beso satánico:

– ¡Gracias! ¡doña Elvira, me habeis comprendido!

Y asido de su mano se encaminó á las escaleras en cuyo primer peldaño pálida y anhelante le esperaba doña Isabel.

– ¡Y mi esposo! exclamó esta.

– Tu esposo hermana dijo don Diego ha tenido la desgracia de ser asesinado por los monfíes de las Alpujarras.

Un momento despues, don Diego fue solemnemente preso por un capitan de caballos de órden del capitan general de la córte y reino de Granada, y conducido con grandes seguridades á la Alhambra.

CAPITULO XVII.
Cómo se encontraron el rey del desierto y el capitan estropeado

Sepamos ahora, lo que habia hecho en el huerto doña Isabel.

Adelantó temblando y á oscuras por entre las flores y se acercó al postigo; poco despues se oyeron por la parte de afuera en aquel postigo tres golpes recatados.

Doña Isabel abrió temblando.

– ¿Sois vos? dijo á un hombre, que á pesar del calor, estaba envuelto en una ancha capa.

– Yo soy, dijo aquel hombre entrando; cerrad, señora, cerrad.

Doña Isabel cerró.

– ¿Estais segura de que nadie puede vernos? dijo el hombre.

– Los criados estan al otro lado de la casa, y no acostumbran á venir de noche al huerto, contestó doña Isabel.

– Aunque la noche es oscura, como el huerto está descubierto por esta parte, temeria que os viesen conmigo.

– Os repito, dijo doña Isabel con acento en que se notaba la contrariedad en que la ponia aquella aventura, os repito que nadie puede vernos.

– ¡Ah! la noche es oscura y las tapias no son muy altas, dijo el desconocido mirando á las que lindaban con el huerto de la casa del capitan Sedeño.

– ¿Qué habla este hombre de tapias? dijo para sí con cierto temor doña Isabel, temiendo haber caido en un lazo tendido por un ladron.

Pareció como que el desconocido adivinaba el cuidado de doña Isabel, puesto que se apresuró á decirla:

– Nada temais: no es un criminal el hombre que teneis delante, y puesto que habeis tenido la bondad de franquearme la entrada, tenedla tambien de oirme en un lugar en donde de nadie podamos ser escuchados.

Una vez puesta en aquella situacion doña Isabel, siguió de una manera fatal el camino que habia empezado y condujo al extranjero á su enramada favorita.

– Sentaos, le dijo, señalándole el banco.

– Sentaos vos, señora, y nada temais; sois buena, necesitais de amparo y os juro que yo os ampararé.

Se trocaban los papeles: convertíase en amparador, el que aquella mañana pedia ser amparado.

– Nos encontramos en una situacion verdaderamente extraña, doña Isabel, la dijo; he podido procurarme una entrevista á solas con vos á nombre de vuestro esposo, y es necesario que sepais cómo he trabado conocimiento con él. Este conocimiento le debo á una traicion de vuestros hermanos.

– ¡Ah! ¡ya lo temia yo! exclamó doña Isabel.

– Pero antes de que lleguemos á este punto es necesario que sepais quién soy yo.

– Vos sin duda sois extranjero, dijo con encogimiento doña Isabel.

– Si, es verdad, contestó suspirando el desconocido, y bien sabe Dios que si estoy en tierras de Europa, y en España, es contra mi voluntad.

– ¿De qué parte del mundo sois, pues, caballero?

– De la cuarta parte, contestó el desconocido.

– ¿De América?

– Cabalmente: soy mejicano.

– ¡Ah!

– ¿Comprendeis que un mejicano tiene tantos motivos para aborrecer á los españoles como un morisco?

– Sin embargo, á pesar de todas sus crueldades, de todas sus tiranías, los españoles nos han mostrado la santa ley de Jesucristo.

– ¿Y qué importa que hayamos escuchado la voz de los ministros del Altísimo? ¿qué importa que persuadidos por su palabra hayamos despreciado á los torpes ídolos á quienes antes rendíamos un culto abominable, para arrojarnos llenos de fe y de esperanza al pié de los altares del Crucificado? ¿hemos conseguido por eso que los españoles nos traten como hermanos? Ellos nos han traido á la religion única y verdadera; pero tambien nos han traido al martirio.

– Es verdad, dijo doña Isabel que como morisca no podia desconocer las infamias de que los moriscos eran víctimas.

– Para esos hombres, continuó el mejicano no hay mas Dios que el oro, ni mas cielo que los placeres: allí donde alcanzan su garra ó sus ojos, allí van el robo, el asesinato y la impureza: la América es un tesoro vírgen, y las vírgenes de América las mujeres mas hermosas del mundo. ¡Ah! ¡perdonad! vos sois tan hermosa y tan pura, como la mas pura y mas hermosa de ellas. ¡Si conociíeseis á mi esposa! ¡si conocíeseis á mi hija!

La voz del mejicano se hizo trémula y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Doña Isabel perdió todo su terror, que dejó en su alma su lugar á la compasion.

– ¡Vuestra esposa! ¡vuestra hija! exclamó con un profundo acento de misericordia ¡Las habeis perdido!

– ¡No! ¡me las han robado! ¡me las robó hace diez años un español infame! ¡pero no las he perdido no! estan muy cerca de mí: allí, en aquella casa.

Y señaló la del capitan estropeado.

– ¿Qué estan allí, en esa casa, vuestra esposa y vuestra hija?

– ¡Si! son esclavas del capitan Alvaro de Sedeño.

– ¡Esclavas! ¡Dios mio! exclamó horrorizada doña Isabel.

– Como podeis serlo vos mañana.

– ¡Yo soy cristiana!

– Pero sois morisca. Mañana una rebeldia imprudente de vuestro hermano, que es harto ambicioso, podrá causaros desventuras incalculablemente mayores que las que os ha causado ya su falta de prevision. ¡Oh! ¡si mañana encendida la guerra os vieseis cautiva arrancada de vuestros hogares, tratada brutalmente…! ¿de que os serviria haber abrazado con toda vuestra alma la religion de Cristo?

– Si eso sucede, la religion me servirá y me sirve ya, para sufrir con valor mis desventuras.

– ¡Ah! yo procuraré salvaros, como procuro salvar á mi hija y á mi esposa, si aun es tiempo.

– ¡Si aun es tiempo!

– He visto una sola vez á mi esposa hace algunos dias despues de diez años de separacion y de lágrimas, y apenas he podido reconocerla. ¡Oh! ¡la desesperacion y la muerte estaban pintadas en su semblante! aun no he podido vengarla: cien veces he tenido junto á mí al infame, y un juramento horrible me ha atado las manos: cuento con vos para salvarlas y luego… ¡quiero una venganza horrible, horrible de todo punto…! quiero que me vengue la Inquisicion!

– ¡La Inquisicion!

– ¡Oh! si: ese hombre es un espia de los monfíes, un renegado de Cristo.

– ¿Conoceis á los monfíes?

– El rey de los monfíes contiene mi venganza por un juramento.

– Pero ¿quien sois vos? dijo maravillada de aquel hombre doña Isabel.

– Yo soy Calpuc, el rey del desierto, contestó solemnemente el mejicano.

– ¡Ah! exclamó doña Isabel.

– Sí; como la vuestra, mi alcurnia es egregia, señora… para que cese vuestra extrañeza, para que consintais en ayudarme, necesito revelaros la historia de mi vida, de mis alegrias y de mis desventuras… pero ahora que hablamos de favorecernos: ¿habeis traido con vos la sortija de bodas?

– Si, si, tomad: ¿pero qué tiene que ver esta sortija…?

– Esta sortija servirá para arrancar de las manos de un miserable, una carta de vuestro hermano que puede perderle y perderos con él, porque la tal carta, fue escrita por don Diego al emir de los monfíes y contiene pruebas de traicion al rey. Miguel Lopez, vuestro esposo, se apoderó de aquella carta, y obligó con ella á vuestro hermano, á que eligiese entre haceros esposa de Miguel Lopez, ó que fuese entregada aquella carta al presidente de la Chancillería: vuestro hermano os sacrificó á su seguridad.

– ¡Ah! ¡Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel.

– Pero nada temais: acaso Miguel Lopez muera, y esa carta no será entregada á los ministros del rey de España.

Doña Isabel dobló la cabeza bajo el peso de su infortunio.

– No perdais la esperanza, señora, la dijo Calpuc: vuestra felicidad está en mis manos; Yaye, el emir de los monfías, el hombre á quien amais, vive, y Miguel Lopez está en mi poder.

– ¡Ah! ¡no le mateis! exclamó doña Isabel.

– Acaso muera sin que yo pueda evitarlo, respondió profundamente el rey del desierto.

Hubo un momento de silencio solemne, despues del cual dijo Calpuc.

– La noche sube y necesito que consintais en ayudarme; escuchad, pues, mi historia.

Y seguidamente contó á doña Isabel cómo robó á doña Inés de Cárdenas de la frontera del desierto; cómo por su amor se convirtió al cristianismo y cómo le fueron arrebatadas su esposa y su hija por Sedeño; su venida á España, en busca del robador, y su conocimiento con el emir de los monfíes.

Cuando concluyó, los ojos de doña Isabel estaban llenos de lágrimas.

– ¿Y cómo quereis que contribuya á la libertad de vuestra esposa y de vuestra hija? preguntó.

– Escuchad, señora, dijo Calpuc: el capitan ha salido esta mañana hacia las Alpujarras: solo han quedado en la casa un viejo soldado y dos criadas: pretender penetrar por la puerta seria imprudente… pero puedo penetrar por esas tapias, si vos me lo permitís.

– ¡Oh! si, si, id… y si yo pudiera ayudaros personalmente…

– No, no señora, dijo Calpuc; pero dejadme ir, por que me devora la impaciencia.

– ¡Oh, si! id á salvarlas, id y que Dios os ayude.

– ¡Que él os bendiga señora, exclamó Calpuc besando la mano de doña Isabel; que él os lo pague si yo no puedo pagaros!

Calpuc se separó de doña Isabel: esta le vió llegar á la tapia, terciarse la capa, asirse á las asperezas de la pared y trepar silenciosamente por ella.

Poco despues desapareció.

Doña Isabel permaneció algun tiempo en el huerto abstraida profundamente, pero vino á sacarla de su abstraccion un grito horrible, inarticulado, semejante á un rugido, que procedia del interior de la casa del capitan Sedeño.

Tuvo miedo, huyó del huerto, y se encerró en su habitacion de la que salió poco despues á recibir á sus hermanos que habian llamado á la puerta.

CAPITULO XVIII.
Continuacion del anterior

El capitan Sedeño, bien ageno de todos estos acontecimientos, y anegando su alma de tigre en la feroz y para él alegre contemplacion de sus traiciones, que aseguraban su reposo y su independencia, se dirigia á su casa, atravesando las estrechas y oscuras callejas del Albaicin.

Llegó al fin, y llamó con fuerza desde el caballo; pero nadie le contestó.

Repitió dos golpes mas fuertes, y á su empuje la puerta, que como sabemos no estaba afianzada, cedió y se entreabrió.

– ¿Qué es esto, exclamó con un colérico asombro el capitan? ¿no me responde nadie y la puerta está abierta?

Dicho esto empujó mas la puerta, penetró á caballo, y al ver los faroles del zaguan encendidos, gritó:

– ¡Ola! ¿qué es esto? ¡vive Dios!

Nadie le contestó.

Entonces el capitan echó pié á tierra, temblando de cólera, corrió los cerrojos de la puerta, y subió, cuanto de prisa se lo permitia la falta de su pierna, las escaleras.

A medida que adelantaba, la soledad que encontraba en su casa, le hacia sentir un terror frio, semejante al presentimiento de un suceso terrible; siguió adelante, atravesó algunas habitaciones, y al fin abrió la puerta de la cámara mortuoria.

Al entrar encontró en el centro de ella un hombre que fijaba en él una mirada sobrenatural, y decimos sobrenatural, porque tal era el odio, la rabia, la desesperacion y la venganza que brillaban al par en aquella mirada.

Aquel hombre era Calpuc, el rey del desierto, que habia sentido acercarse al capitan, merced al ruido seco de su pata de palo sobre el pavimento, y se habia alzado de sobre el lecho, donde el infeliz habia encontrado muerta á su esposa.

Al ver ante sí á Sedeño, se encaminó gravemente á la puerta, y la cerró por dentro. Luego adelantó hasta el capitan, que permanecia asombrado en el centro de la cámara, mirando con una fascinacion horrible el cadáver de doña Inés.

Aquellos dos hombres no tenian nada que decirse: la situacion en que respectivamente se encontraban colocados, era demasiado terrible para que diese lugar á palabras ni á recriminaciones.

Calpuc desenvainó su espada con una calma horrorosa, y punzando en un brazo al capitan que estaba absorto, dominado por el terror, como para advertirle, le dijo, cuando este, al sentir la aguda punta, se volvió en un movimiento colérico:

– ¡Defiéndete! ¡ese cadáver va á ser nuestro testigo!

– En buen hora, dijo con voz cavernosa el capitan, desnudando convulsivamente su espada: ese cadáver colocado entre los dos pide sangre: defiéndete.

Y empezó un combate espada contra espada, que hubiera podido parecer por lo acompasado y reflexivo un asalto de armas, sino hubiera existido en el lecho aquel cadáver, y una pasion profunda, letal, en el semblante de los combatientes.

Los dos eran maravillosamente diestros: los dos acometian y paraban con suma reflexion, como si hubiesen querido no perder un golpe, no faltar á una parada: conocíase en ambos la decidida intencion de matar á su adversario, y las estocadas eran rectas, profundas, las paradas vigorosas: cubríanse y reparábanse con un cuidado exquisito, con una sangre fria, admirable en la situacion en que se encontraban los dos enemigos.

Pero á poco que se observase á aquellos dos hombres, se conocia que la ventaja estaba de parte de Calpuc: no porque Sedeño fuese cojo y manco, defectos que no impedian el que se manejase perfectamente con la pierna y el brazo que tenia sanos, sino porque, á pesar de su valor y de su sangre fria, Sedeño estaba aterrado, su terror crecia de momento en momento, y no podia sufrir la candente mirada de Calpuc, que le devoraba, le amenazaba, le torturaba. En una palabra: porque su infamia habia acabado por dominar al capitan, mientras Calpuc, en quien vivian la rabia y el derecho, estaba sostenido por ellos como por la mano de Dios.

Sin embargo, y atendido el estado de la lucha, aunque se notase alguna ventaja en Calpuc, ventaja puramente moral, ningun inteligente en la esgrima de aquellos tiempos que hubiera presenciado el duelo, se hubiera atrevido á decidir rotundamente acerca de cuál de aquellos hombres seria el vencedor.

Conocíalo esto asimismo Calpuc, y se afianzó mas en su posicion y se hizo mas cauto y perspicaz en la acometida y en la parada; notó que Sedeño, á pesar del peligro, estaba abstraido, que se defendia bien por tacto y por costumbre, y que, saliendo bruscamente del género de ataque que habia usado hasta entonces, podria cogerle desprevenido y matarle.

Asi es que, con una destreza maravillosa, le marcó un golpe al rostro; hizo pasar la punta de su espada con la velocidad del relámpago por delante del único ojo del capitan, y rebatiendo la mano, á tiempo que Sedeño acudia á la parada por arriba, le metió la espada en el pecho hasta la empuñadura.

Calpuc dejó la espada en la herida, temeroso, si la sacaba, de traerse con ella la vida del capitan: este lanzó una horrible blasfemia al sentirse herido, quiso afianzarse sobre su pié y su pata para no caer; pero al fin vaciló y cayó sobre el costado donde habia sido herido.

– Mi esposa ha muerto: exclamó Calpuc, acercándose á él, pero mi hija vive: ¿sabes qué ha sido de mi hija?

– ¡Ah! exclamó con una feroz alegria Sedeño: ¿has encontrado muerta á tu esposa, y no sabes qué ha sido de tu hermosa Estrella…? muero, pues, mas tranquilo. Doña Inés no puede ser tuya, porque es de la tumba, y tu hija ha huido acaso con algun castellano; acaso con el soldado que me servia… ¡deshonrada! ¡ah! ¡hermosa ramera!

Una tos profunda, hirviente, interrumpió al capitan, que lanzó un vómito de sangre.

– Contesta, contesta y te perdono… exclamó Calpuc: ¿qué has hecho de mi hija? ¿dónde está mi hija?

– ¿Para qué quiero yo tu perdon? exclamó con la voz enronquecida Sedeño: yo te desprecio Calpuc, y muero satisfecho porque sé que no tardarás en acompañarme; porque muero dejando por una casualidad preparada mi venganza.

Un nuevo vómito de sangre, sin tos, sin esfuerzo, fácil, como rebosa el agua de una fuente, interrumpió de nuevo al capitan.

Calpuc se aterró ante aquella oscura amenaza que salia de los siempre crueles labios del moribundo.

– ¡Mi hija! ¡mi hija! gritó Calpuc inclinándose sobre el capitan, y sacudiéndole furioso.

Tornó á él Sedeño la vista nublada y vaga por la muerte, sus labios se contrajeron de una manera horrible, y exclamó en medio de una carcajada débil, dolorosa; pero sarcástica y acerada:

– ¡Tu esposa! ¡tu hija! ¡las dos! ¡y luego tú!

Su voz se apagó, se agitó en un débil esfuerzo, y faltándole el brazo sobre que se apoyaba, cayó y quedó inmóvil.

Estaba muerto.

Aquella muerte abrió un vacío profundo en el alma de Calpuc.

– ¡Ah! exclamó: he sido un insensato: le he matado, y no he podido saciar mi venganza… mi venganza es ya imposible… está muerto… ¡muerto…!

Calpuc quedó inmóvil como una estátua, con una ansiedad mortal pintada en el semblante, con una rabia concentrada en sus ojos: luego se volvió de una manera insensata hácia el lecho, se arrojó sobre él, y besó una y otra vez delirante, la fria boca del cadáver.

Luego se alzó, cortó con su daga uno de los negros rizos de dona Inés, y le envolvió en un pedazo de las ropas del lecho que cortó tambien con su daga: despues besó de nuevo al cadáver, y dijo como si este pudiera oirle:

– ¡Adios, Inés! ¡Inés de mi alma! yo moriria junto á tí… pero mi vida no me pertenece… ¡pertenece á nuestra hija! ¡tú, cuyo espíritu está sin duda en el seno de Dios, guíame para que pueda encontrarla, fortaléceme para que no sucumba al dolor, y vela desde el cielo por nuestra Estrella!

Despues de esto, Calpuc se levantó de sobre el cadáver y se separó algunos pasos; pero volvió de nuevo: parecia que un poder invencible le ataba, le retenia junto al cadáver de su esposa. Por una, dos y tres veces, pretendió en vano alejarse; pero al fin, hizo un violento esfuerzo y salió frenético de la cámara.

Cuando estuvo fuera de ella, se detuvo, volvió su rostro hácia el interior, y rompió á llorar como una mujer desconsolada.

Luego se alejó á paso lento, y salió de la casa, cuya puerta dejó abierta, murmurando una y otra vez con el acento de la mas profunda desesperacion:

– ¡Ni mi esposa, ni mi hija, ni mi venganza!