Ciudades universales de España 

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Ciudades universales de España 
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De los cuarenta y siete lugares de España que, según la UNESCO, son patrimonio de la Humanidad hay quince ciudades. Este libro pasea por sus calles y ensalza sus bellezas: Ibiza, Mérida, Tarragona, Córdoba, Santiago de Compostela, Ávila, Toledo, Cuenca, Cáceres, Segovia, Alcalá de Henares, Úbeda, Baeza, Salamanca y San Cristóbal de La Laguna.


Superando el discurso de la decadencia y el pesimismo, Fernando García de Cortázar es la voz que mejor ha sabido conectar la historia de España con sus coetáneos. Su extraordinaria obra, fruto de décadas de trabajo y depuración del estilo literario, incluye libros tan destacados como Breve historia de España y Viaje al corazón de España.


Ciudades universales de España

© 2020, Fernando García de Cortázar

© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, 3°-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior, ilustraciones y maquetación: Luis Brea

Producción del ebook: booqlab

ISBN: 978-84-17241-77-3

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Ibiza, el barco fenicio

Mérida, nuestra Roma

Tarragona, la capital de los césares

Córdoba, la capital de Occidente

Santiago de Compostela, el camino de la fe

Ávila, la ciudad de los místicos

Toledo, las tres culturas

Cuenca, piedra y agua

Cáceres, cuna de conquistadores

Segovia, el barco de piedra

Alcalá de Henares, vertiginosas sombras literarias

Úbeda, el Renacimiento entre olivos

Baeza, en el sueño del poeta

Salamanca, plaza mayor del saber

San Cristóbal de La Laguna, el modelo de América


Plaza del Teucro, casco antiguo de Pontevedra, urbe hermosísima que podría engrosar perfectamente el Canon de la Unesco.

esde 1972, la Unesco —el organismo de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura— distingue con el título de Patrimonio de la Humanidad lugares y monumentos que o bien representan una obra maestra del genio creativo o aportan un testimonio excepcional de una tradición cultural o de una civilización. España, solo superada por Italia y China, cuenta con cuarenta y siete. Y quince de ellos son ciudades, localidades que han surgido en tiempos diferentes, alimentadas por culturas y religiones distintas, que viven a la vez en la memoria y en la imaginación de los viajeros, y que, por tanto, no solo pertenecen a aquellos que las habitan, ni a la lengua que hablan, sino a un reino universal donde todos los idiomas, todas las gentes, tienen cabida. Por tanto, cualquiera puede reclamarlas como propias, con tal de que las visite de verdad.

Son, por supuesto, ciudades hermosísimas, excepcionales, con historias cuya huella no ha podido borrar el paso de los siglos. No hay una sola de ellas que no nos obligue a preguntarnos quién las fundó, qué acontecimientos forjaron su identidad, qué esperanzas y penas corren por sus venas. El tiempo y la belleza da hondura a sus centros históricos. Pero no son museos. No están muertas. Al contrario, la vida continúa su curso imparable en ellas, de modo que los anhelos, los deseos, las angustias del siglo XXI caminan en paralelo a la curiosidad de los turistas que se pierden entre sus calles, plazas y jardines, encontrándose con lo que ya sabían y también con lo que desconocían.

Son —hemos dicho— quince, pero podrían ser muchas las elegidas, y por ello invito a los directivos de la Unesco a que alarguen su lista de ciudades Patrimonio de la Humanidad con Sevilla, Ronda, Plasencia, Zafra, Sigüenza, Burgos, Soria, León, Zamora, Pontevedra, Oviedo, San Sebastián, Estella, Teruel, Barcelona, Valencia, Lorca, Palma de Mallorca… terminando en Granada, en cuya Alhambra, en el patio de los Arrayanes, hay una lápida en la que se transcribe una copla popular que puede aplicarse no solo a la vieja joya nazarí, sino a muchas urbes de España:

Dale limosna, mujer,

que no hay en el mundo nada

como la pena de ser

ciego en Granada.

Ibiza, el barco fenicio

Las islas, como las ciudades o los mares, cambian de nombre. Ibiza se llamó Pitiusa por sus pinos, y después Ibosim, Eubusus, Yebisah y Eivissa, según su control fue pasando de fenicios a cartagineses, romanos, árabes o catalano-aragoneses.

Ibiza es, en realidad, tres ciudades. El ensanche, trazado a principios del siglo XX; los barrios marineros de sa Penya y la Marina, exótico y abracadabrante hervidero de tiendas, bares y restaurantes que ofrecen, como los puertos de las novelas de Conrad, la posibilidad de gastarse un salario en una sola noche; y Dalt Vila o ‘ciudad alta’, el núcleo antiguo que se corresponde con el emplazamiento original de la urbe, edificado sobre un montículo de más de cien metros de alto y rodeado por las magníficas murallas renacentistas del siglo XVI.


Vista parcial del puerto de Ibiza con su núcleo urbano al fondo.

Sin lugar a dudas, la más interesante de esas «tres ciudades» es Dalt Vila, a la que se entra cruzando el portal de las Tablas, donde campea el blasón de Felipe II. Es la Ibiza de siempre. Allí se encerraba la urbe cartaginesa, un cerro edificado, con una cintura de murallas y un puerto delante; y allí está la catedral de Santa María, erigida sobre el mismo lugar en que se levantaban el templo dedicado a la diosa Astarté y la mezquita árabe. Cualquiera de las calles que suben nos lleva hacia el hermoso edificio gótico, cuyo campanario, llamativa aguja de piedra, marca el skyline de la ciudad.

Tres recuerdos imborrables resumen el hechizo de esta ciudad isleña fundada en el año 645 a. C. por los fenicios. El primero, su imagen desde el puerto. Cada lugar conoce una hora sublime, única, en la que se iguala en belleza a Roma, a Atenas. También Ibiza. Al ponerse el sol, sus blanquísimas fachadas parecen tocadas de ensueño, y uno se imagina cómo sería llegar por mar a esa hora.

El otro recuerdo son las callejuelas y rincones de Dalt Vila, sus casas encaladas y sus minúsculas, casi involuntarias, plazuelas. El paseo por esta parte de la ciudad culmina con el reverso de la panorámica anterior, la que vemos desde el mirador de la catedral: el mosaico de tejados de la parte alta, el puerto a los pies de la Marina y sa Penya, el hermoso y amplio paisaje de la isla, el azul del mar y el solemne horizonte.

Resulta casi inevitable que el tercer y último recuerdo esté relacionado con la historia. Se trata del yacimiento arqueológico de Puig des Molins, situado en una gran ladera, junto a la fortaleza levantada por Felipe II. Es la necrópolis púnica más grande del mundo, con más de dos mil tumbas. Cuántas vidas, cuántas historias. Seguramente no hay otro lugar como Puig des Molins donde resuenen con más sentido, al mediodía, cuando el sol arde a pleno pulmón, los Retornos de una isla dichosa de Rafael Alberti:

Ven otra vez doblada

maravilla incansable de los viejos olivos.

 

Me abracen nuevamente tus raíces, hundiéndome

en las tumbas que muestran su soledad al cielo…

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