Loe raamatut: «Plácido»
SOBRE ESTA EDICIÓN
INTRODUCCIÓN
I EL VIAJE A CAPUA
II POMPEYA
III LA ERUPCIÓN DEL VESUBIO
PRIMERA PARTE
I LA ÚLTIMA CENA DE DOMICIANO
II EL ENIGMA
III EL TRIENTE
IV EL PUEBLO REY
V EL COMBATE DE LOS GLADIADORES
VI DOS FILOSOFÍAS
VII EL PONTÍFICE CLEMENTE
VIII EL PACTO ENTRE DOS DEMONIOS
IX PRIMER DOLOR
X EL DEDO DE DIOS
XI SEGUNDO DOLOR
XII HISTORIA ANTIGUA, SIEMPRE NUEVA
XIII LA NIETA DE UN EMPERADOR
SEGUNDA PARTE
I FE
II EL ÚLTIMO DE LOS ESCIPIONES
III TARDE SIEMPRE…
IV LA ÚLTIMA LÁGRIMA
V EN LAS GALIAS
VI EL IRIS DESPUÉS DE LA TORMENTA
VII LA MUERTE DE NERVA
VIII LOS FUNERALES
IX EL AMO DEL MUNDO
X EL SUEÑO DE TRAJANO
XI OMNIA VINCIT AMOR
XII UN CAPÍTULO DE HISTORIA
XIII EL SUCESOR DE TRAJANO
XIV DICHA
XV LA MADRE
XVI LA ÚLTIMA NUBE
XVII CONFESIÓN DE LA FE
XVIII LA NUEVA CRISTIANA
XIX LA CRUZ
XX EL TORO DE BRONCE
Así como existen novelas latinoamericanas del siglo XIX que se pueden leer como suplementos de la historia oficial, porque examinan o mitifican algún evento histórico relevante para las élites que fundaron el Estado, podemos encontrar otras que, además, proyectan el destino y el origen de la patria más allá de sus límites espaciales o temporales concretos. Las primeras funcionan como suplementos de la historia, porque hablan del nacimiento de nuestros países, llenando los vacíos que los discursos oficiales de la jurisprudencia y la política dejaron. Las segundas sueñan y construyen un origen a menudo cercano al mito, porque están ambientadas en tiempos y espacios muy lejanos de la realidad inmediata de sus autores. Si bien ambos tipos de novelas participan en la invención política y cultural de la nación criolla, a más de reflexionar sobre la identidad de la nación en ciernes, como hacen aquellas novelas «suplementarias», estas otras proyectan el deber ser y las ambiciones de trascendencia de las primeras comunidades nacionales. Ambas clases de ficciones hallan correspondencia directa con la realidad nacional, mediante alegorías y figuraciones, que afirman su anclaje a la política y cultura de la época. Todas ellas son verdaderas novelas fundacionales, porque delimitan un espacio que sólo la visión de los artistas y estetas podían dibujar: el territorio de la imaginación y los afectos.
En el caso del Ecuador, la primera novela en cumplir con ese propósito proyectivo o trascendentalista, desde una perspectiva cristiana y católica, es la novela de Francisco Campos Coello (Guayaquil, 1841-1916) titulada Plácido (1871), porque sitúa los orígenes de la religiosidad nacional en la antigüedad europea. Sus acciones, personajes y espacios, inspirados por completo en una fase del Imperio Romano en que el cristianismo se expandía triunfante, constituyen una prueba irrefutable de que este escritor, como muchos de sus coetáneos, pretendió fundar la nación sobre dos ejes fundamentales: el catolicismo y la hispanidad. Campos Coello, como muchos otros intelectuales de su época, hallaron en la religión y la lengua comunes a la mayoría de habitantes de los territorios ecuatorianos, la vía idónea para ocultar sus enormes diferencias y exacerbar ciertas similitudes heredadas de la época colonial. De esta manera, las primeras novelas ecuatorianas colaboraron en la construcción de un discurso nacional aparentemente monolítico y carente de fisuras. El discurso nacionalista de las novelas ecuatorianas del siglo XIX fue en gran medida un ejercicio de disimulo y ocultamiento.
Que Campos Coello haya sido el primero de los ecuatorianos en catalogar una de sus obras bajo el género de la novela, con los subtítulos de novela religiosa o novela original, parece no haber sido importante para los críticos e historiadores de la literatura ecuatoriana, pues antes de 2011 ningún estudioso le prestó verdadera atención.1 Incluso el afamado crítico e historiador de la novela ecuatoriana, Ángel Felicísimo Rojas (Loja, 1909-Guayaquil, 2003), apenas la nombra en su tratado de 1948, dislocándola del periodo histórico que él mismo establece y utiliza, pues la ubica dentro del llamado Periodo Liberal, es decir, después de 1895, luego de veinte años de su primera publicación. Además, ningún comentario crítico relevante merece de su parte, salvo la aserción de que Plácido recibe una clara influencia de la novela Fabiola, o la iglesia de las catacumbas (1854), del cardenal Nicholas Weisman (Sevilla, 1802-Londres, 1865).2 Vale anotar que esta intuición merece una examen profundo, pues ambas novelas, la de Campos Coello y la de Wiseman, son hagiográficas: están inspiradas en la vida de santos del catolicismo.
Por eso puedo asegurar que, contrariamente a lo que se ha pensado y consta en los libros de historia y crítica literaria ecuatoriana, la célebre novela de Juan León Mera, Cumandá (1877),3 no fue la primera en defender los principios del cristianismo como fundamentos de la nación ecuatoriana. Entre 1871 y 1872, Campos Coello publicó por entregas su novela Plácido, con el subtítulo de Novela relijiosa, en La esperanza. Periódico relijioso y literario. En 1871, también la publicó como libro independiente, con el subtítulo de novela. Más tarde, en 1895, Plácido volvió a aparecer como anexo de Guayaquil. Revista de Literatura, Ciencias y Artes. Y en 1896 se publicó nuevamente, en formato de libro, con el subtítulo de novela original. Por si esta noticia sobre el lugar de enunciación de Campos Coello no ha quedado clara y genere en los lectores alguna duda sobre los propósitos de este escritor, basta con leer esta sección del prólogo, en donde el novelista dedica el libro a su padre:
Describir el triunfo del cristianismo en su marcha progresiva desde el primer siglo de su fundación; verle derribando poco a poco, y uno por uno, los templos del hombre, y elevando también uno por uno los templos de Dios […] es el espectáculo más sublime que es dado contemplar a la raza humana. De este cuadro de inmensas dimensiones, he tomado uno de sus interesantes episodios, y sobre él he escrito algunas páginas, que doy al público. Si ellas nada valen bajo el punto de vista literario, sí tienen valor bajo el punto de vista religioso, porque ellas son la ofrenda del alma, cuya fe está intacta, cuya creencia no ha vacilado [El énfasis es mío].4
Campos Coello no pudo haber sido más explícito. Celebra sus intenciones didácticas por sobre sus cualidades artísticas. La crítica literaria ha sugerido ya que esta novela concuerda con el proyecto reformador del presidente Gabriel García Moreno (Guayaquil, 1821-Quito, 1875), porque apuntala la intención de crear un sistema de instrucción pública controlada por la Iglesia católica.5 Debo acotar que Campos Coello fue en realidad un político moderado, que se mantuvo lejos de los radicalismos y que, cuando el régimen de Eloy Alfaro (Montecristi, 1842-Quito, 1912) se afianzó políticamente, decidió retirarse de la vida pública. Con todo, es evidente que supo transmitir su convicciones religiosas y cívicas a través de su novela. Su retórica tiene un doble origen, clerical y jurídico, quizá porque estudió primero en el Colegio Americano de Roma y luego Jurisprudencia en la Universidad de Guayaquil. Con seguridad, siempre tuvo la convicción de que la literatura debía construir sujetos ideales para el Estado y la Iglesia en igual medida. Por eso el héroe de su novela, y modelo de ciudadanía, es un mártir cristiano: San Eustaquio, conocido como Plácido antes de ser bautizado.
Probablemente impulsado por la fragmentación interna del país, Campos Coello buscó paradigmas comunes a los diversos grupos étnicos y políticos, que todos pudieran aceptar como propios. Tales parámetros se encontraban exclusivamente en la religión dominante. Y las vidas de santos, las hagiografías, eran modelos discursivos conocidos por los destinatarios de esta obra. Aunque el género novelesco atravesaba en esos años un proceso de formación en todo el continente, Campos Coello ya conocía el poder mediador que tenía, debido a sus estudios y viajes por Europa. El mártir cristiano que protagoniza su novela se parece mucho a los héroes de la Independencia americana o a cualquier otro personaje patriótico, porque los valores que representa pertenecen a una matriz religiosa compartida por los letrados criollos de todos los países y tendencias partidistas. Por estas razones, Plácido es una novela nacional, aunque no hable directamente de la historia del Ecuador.
El poder persuasivo de los discursos novelescos del siglo XIX se asienta, sobre todo, en la naturaleza retórica y la dirección pedagógica que los autores le asignaban a la literatura. El humanismo cristiano en el que todos se habían educado les había enseñado que era indispensable deleitar para instruir, y que solamente instruyendo a los receptores se podía persuadirlos. Los manuales de retórica y poética eran muy usados en la época, y guiaban a los maestros en las escuelas y colegios. Los novelistas del siglo XIX se formaron con textos similares, en las instituciones primarias y secundarias, independientemente de la posición partidista que asumieran luego en la adultez. Algunos de ellos, inclusive, tradujeron y adaptaron aquellos manuales, como una manera de complementar la labor educativa y proselitista que llevaron a cabo a través de sus ficciones. Si bien podemos hallar aplicadas estas estrategias discursivas en casi todas las novelas del siglo XIX, en ninguna es tan evidente como en Plácido, cuya estructura, con todos sus giros retóricos, ha sido ya analizada por la crítica literaria (Carrasco, 2011: 58).
En esta novela el contenido educativo aparece, principalmente, en las opiniones de los personajes. Revisemos unos cuantos ejemplos. Dice Fabio, uno de los romanos: «morir por la verdad es triunfar» (Campos Coello, 1871: 12). Más adelante, dice Ignacio, un sacerdote y santo cristiano: «Toda filosofía que no descansa en verdaderos principios religiosos, carece de base, vacila y cae» (1871: 111). Este mismo personaje vaticina aquello que los letrados conservadores del XIX naturalizaron como ley histórica: «–Los siglos pasarán, y las generaciones también: llegarán épocas lejanas, muy lejanas. Entonces no será necesario que el cristianismo se oculte en la cripta para ofrecer su incienso a Dios: profesará su culto a luz del sol, y la cruz, instrumento de ignominia, se verá sobre la corona de los reyes» (1871: 114). Incluso el Papa Clemente aparece en escena para aleccionar a Plácido respecto de su deseo de morir mártir: «–Dios os de tamaña felicidad, hijo mío. Confesar la verdadera fe en presencia de la muerte y el tormento, es la mayor de las glorias. La palma que se conquista tiene un vigor eterno; jamás se marchitan sus hojas» (1871: 129).
Y por si alguna duda quedara sobre la orientación didáctica de esta novela, su autor coloca abundantes notas al pie, para explicar ciertos detalles de la historia sagrada del cristianismo o sus referencias a la cultura latina antigua, o sobre los galos, germanos y celtas que aparecen en escena. Por momentos, Plácido se transforma en un texto sobre la historia y cultura europea antigua. Estos son los límites que demarcan la idea de civilización que tenían Campos Coello y otros autores de esos años. Dentro de ese espacio cultural, cabe todo lo necesario para edificar la nación; fuera de él, no existe nada significativo. Si la novela había de convertirse en un dispositivo de la instrucción pública, lo haría apelando a los temas, autores y estrategias educativas de los europeos. En esa medida, esta obra también constituye un ejercicio de imitación y difusión de los valores de la cultura europea. Opera como un mecanismo de la colonialidad de la época; concretamente, de la dominación de Occidente sobre la cultura de América.
Ahora bien, esta novela fue publicada en pleno auge del proyecto conservador de Gabriel García Moreno, caracterizado por la agitación social y la represión. Por lo tanto, no debería sorprendernos que el autor hable a través de ciertos personajes sabios o piadosos sobre la naturaleza conflictiva del pueblo, y la dificultad que entraña el ejercicio del poder. Si bien no se le puede atribuir a Campos Coello el ser un seguidor de García Moreno, sí que se puede verificar en su obra cierta nostalgia por la estabilidad política y la fortaleza de los Estados nacionales europeos, que conoció cuando fue estudiante en Roma. Antes que ser una queja sobre el carácter volátil de las multitudes, este fragmento describe las dificultades que entrañaba la consecución del proyecto nacional:
¡Oh pueblo! Niño terrible, cuya voluntad cambia como cambia el océano: por la mañana terso y limpio como un pálido mármol; por la noche, una ráfaga de viento le convierte en un espantoso abismo. Hoy has aclamado con entusiasmo a aquel a quien ahora insultas i cuya muerte deseas; hoy has corrido en todas direcciones, exclamando lleno de gozo ¡viva Nerva! Y ahora te agrupas al pie de estos pórticos, vociferando lleno de furor: ¡Muera Nerva! (Campos Coello, 1871: 80-81)
Esta estrategia narrativa se podría describir como una dislocación espacio-temporal. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, este desplazamiento permite al narrador intervenir en las polémicas sobre la constitución del ideario nacional con mucha eficacia, porque le permite referirse a los problemas coyunturales de manera indirecta o figurada y, por lo tanto, le facilita concentrar sus esfuerzos en la consecución de una crítica social trascendental. Esta clase de novelas alcanzan momentos verdaderamente metapolíticos y metahistóricos, a pesar de ceder a la tentación de sumarse al debate coyuntural cada tanto. El otro gran narrador de esta estirpe es Juan Montalvo (Ambato, 1832-París, 1889), cuya novela Capítulos que le se olvidaron a Cervantes, publicada en 1895,6 está ambientada en aquella España del Quijote que procuraba salir del medioevo. La novela de Montalvo no le da la espalda a la reflexión sobre la identidad y el destino nacional, pero lo hace mediante una ficción cuyo espacio y tiempo son una invención de la obra cervantina. Montalvo y Campos Coello hablan del Ecuador, a través de un prisma novelesco. Ambos construyen parábolas sobre la moral y la política.
Sabemos que la tradición hagiográfica se difundió ampliamente en la lengua española mediante numerosos libros, entre los que sobresalieron «el Flos sanctorum de Alonso de Villegas (1588) y el Flos sanctorum o Libro de las vidas de los santos de Pedro de Ribadeneira (1599)» (Carrasco, 2001: 62). La anécdota de la primera visión y conversión del romano Plácido en el cristiano Eustaquio, y la nueva visión que lo confirma como hombre llamado por Dios están descritas con todo detalle en la novela (Campos, 1871: 128, 170), según los parámetros de la tradición religiosa. Si bien Campos Coello no habla de la geografía ni la historia del Ecuador en ningún momento, discute y defiende a través de su personaje su visión sobre el deber ser de los ciudadanos del nuevo país que habían surgido a raíz de la Independencia. El Ecuador imaginado por Campos Coello en esta novela es un lugar donde los ciudadanos se vuelven mártires del cristianismo, oponiéndose a los regímenes imperiales del pasado, tal como lo hizo san Eustaquio, tal como se cree que hicieron los próceres bolivarianos.
Sin embargo, no debemos olvidar que este desplazamiento es una más de las operaciones utilizadas por este y otros autores. Cabe recordar que el mismo Campos Coello publicó su versión de varias leyendas de origen amerindio en las revistas y periódicos que fundó y dirigió, o en las que fue asiduo colaborador. De manera que, así como escogió en su novela Plácido huir de América y sus conflictos partidistas, para llevar a cabo un intento de crítica social trascendental, también fue capaz de mirar el bagaje vernáculo de la oralidad americana, en busca de las raíces de la nación ecuatoriana. Algunos ejemplos de aquellas leyendas, todavía no estudiadas por los historiadores y críticos literarios, son Tradiciones históricas. Huainacapac (1890), El reino del Dorado (Crónica del siglo XVI) (1895), La hija de Atahualpa. Crónica del siglo XVI (1894), La veturia de los Incas (Crónica del siglo XV) (1894), El undécimo Shiri de Quito (Crónica del siglo XIII) (1894).7
En resumen, el Estado implantado por García Moreno impuso los dogmas teológicos del catolicismo como una estrategia para cohesionar un conglomerado social ubicado al borde de la disgregación política y simbólica, debido a sus diferencias culturales. Muchos letrados de diversas tendencias participaron directa o indirectamente en la ejecución de esa directriz. La religión católica actuó en ese entonces como un elemento unificador más efectivo que cualquier otro, porque era compartido por la mayoría de la población del territorio, y por ello permitió continuar con la fundación de la nacionalidad ecuatoriana. De alguna manera, en esta novela existe un regreso a la noción primitiva de la religión, identificada con el culto al Estado, que, en este caso, se confunde con la nación. No obstante, conforme el laicismo ganaba terreno, el sentido de la religión nacional se desplazó de la defensa del catolicismo a la celebración del surgimiento militar y heroico de la patria, como ocurre en las novelas cívicas e históricas de Teófilo Pozo Monsalve8 y Carlos R. Tobar.9 Ahora bien, en todas estas novelas, Estado y nación se confunden en un solo destino. Esta es quizá la peculiaridad más notable de esta novelas fundadoras de la nacionalidad ecuatoriana.10
1. La primera en notar la importancia de esta obra fue Flor María Rodríguez-Arenas, quien, junto a otros lectores, editó el dossier “La novela ecuatoriana del siglo XIX”, en Kipus: revista andina de letras, volumen 29, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar-Corporación Editora Nacional, I semestre, 2011, pp. 17-152.
2. Ángel F. Rojas, La novela ecuatoriana, “Colección Tierra Firme n° 34”, Primera edición, México, Fondo de Cultura Económica, 1948.
3. Juan León Mera, Cumandá, o un drama entre salvajes, Imprenta del clero, 1879. Fue escrita en 1877.
4. Francisco Campos Coello, Plácido, novela, Guayaquil, Imprenta i encuadernación de Calvo i Ca., 1871.
5. Cfr. Patricia G. Carrasco, “Hagiografía e invención en Plácido (1871), novela de Francisco Campos”, en Rodríguez-Arenas, op. cit., p. 53.
6. Juan Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Ensayo de imitación de un libro inimitable, 1ra edición, Besanzón, Imprenta de Pablo Jacquin, 1895.
7. En la bibliografía consigno estas y otras obras que no han merecido aun la atención de los estudiosos.
8. Teófilo Pozo Monsalve, Entre el amor y el deber: escenas de la campaña de 1882 y 1883 en el Ecuador, Cuenca, Impreso por Andrés Cordero, agosto de 1886.
9. Carlos R. Tobar, Relación de un veterano de la Independencia, en Revista Ecuatoriana, Quito, Tomo III, 1891, pp. 21-30, 56-61, 109-115, 153-157, 190-196, 236-242, 271-276, 352-357; Tomo IV, 1892, pp. 29-37, 56-62, 158-63, 231-234; Tomo V, 1893, pp. 21-27, 135-142, 202-207, 281-286.
10. Este prólogo está basado íntegramente en las referencias y argumentos que sobre esta novela constan en mi trabajo titulado Las máscaras de la patria. La novela ecuatoriana del siglo XIX como relato del surgimiento de la nación (1855-1893). Tesis doctoral en Literatura Latinoamericana, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, 2016. Algunos de estos párrafos son paráfrasis de los que integran aquel documento.