Loe raamatut: «Escritos Personales», lehekülg 2

Font:

Valga como digresión, que lo que sí estimo indisoluble del éxito de una actitud rectificadora, es añadirle la capacidad de autorrectificación que la aleje de todo riesgo de soberbia o mesianismo. Y las autorrectificaciones se diferencian del acomodo oportunista, en que en éste no se reconoce ni se fundamenta el cambio de predicamento, requisito que considero esencial para la legitimidad y respetabilidad de una acción pública. El oportunista, en cambio, siempre se dejará la puerta abierta a un nuevo giro, tan arbitrario como fuere menester. Por eso no le interesa ni le conviene admitirlo ni explicarlo.

Ahora bien, arquetipo de la acción pública conductora y rectificadora, don Jorge Alessandri demostró que ella puede triunfar y conferir una popularidad sobresaliente, aun con los estilos convencionalmente más contraindicados para ello. Y este hecho alcanzó en él ribetes tanto más sólidos y duraderos, cuanto fue respaldado en un testimonio de vida plenamente concordante.

En la entrega genuina e integral de la propia vida a una causa, reside la más vigorosa de las fuerzas que a ésta pueda brindársele. Sólo entonces la actividad política se hace sinónimo de servicio público, y emerge como una vocación que compromete la existencia entera y no etapas parciales de ella.

Mientras más lo conocí, más me impresionó la estricta correspondencia entre la imagen que Alessandri proyecta y lo que conforma su personalidad más íntima y real. Nada hubo en él que fuera una pose por razones de apariencias. Fue tal cual apareció. Aun en lo que pudiese sugerir mayores dudas a la suspicacia criolla, como su absoluta falta de ambiciones políticas y su tajante reticencia a la figuración pública.

Como agregado — o síntesis— de todo lo anterior, don Jorge Alessandri me hizo tangible una realidad adicional. Al mismo ser humano se lo puede atraer, indistintamente, explotando las más bajas pasiones o apelando a sus más nobles sentimientos, dualidad que siempre coexiste como alternativa para la conducta de cada persona. En cada uno de nosotros, siempre se jugará la disyuntiva entre dejarnos arrastrar a las mayores bajezas o de empinarnos hacia las más elevadas manifestaciones de que es capaz el espíritu humano. Todo dependerá de cuáles sean los estímulos más fuertes que nos rodeen y, en definitiva, de qué actitud asumamos frente al opuesto llamado de ambos.

Obviamente, resulta mucho más fácil escoger el camino de conquistar la simpatía de otro —y la del pueblo en general— alimentando los impulsos humanos más ruines, que para nuestra débil naturaleza operan como imán grato y tentador. Más aún, será inevitable que muchas veces quienes así actúan, consigan prevalecer en determinados momentos, porque las caídas morales de los pueblos se proyectan como reflejo de las que tampoco nunca superarán del todo las personas que los conforman.

Sin embargo, tras la frustración que, a la postre, siempre dejará el vacío espiritual de ceder a la envidia, al odio, a la permisividad, al libertinaje o a otra baja pasión cualquiera, los seres humanos y los pueblos buscamos resortes que puedan sacarnos de ese abismo y encontrar en las virtudes éticas la fuente de verdadera felicidad personal y progreso social.

Es ahí donde los ojos se vuelven hacia quienes no han sucumbido ante la avalancha degradante. A quienes han mantenido su propia identidad, sin abandonar sus banderas para salir atolondrados a arrebatarle las suyas al adversario. A quienes han continuado denunciando con perseverancia y coraje los ídolos propios de toda falsa consigna, por mítica o arrasadora que pareciese. A quienes no han renunciado a contribuir a guiar la historia, ni han creído que ésta se mueva por vientos que la voluntad propia no sea capaz de contrarrestar y modificar. A quienes no han cesado de apelar siempre y sólo a los más nobles sentimientos del alma humana y a los más altos destinos que ellos pueden plasmar para la convivencia social.

Este convencimiento y esta línea de conducta son, a mi juicio, las únicas justificaciones válidas para emprender una acción política.


2 UNIVERSIDAD Y GREMIALISMO

Al anochecer del 10 de agosto de 1967, en el Salón de Honor de la Casa Central de la Universidad Católica de Chile, culminaba una asamblea del Consejo General de su Federación de Estudiantes, FEUC. Sus integrantes votábamos una propuesta de la directiva democratacristiana que entonces conducía dicho organismo estudiantil, para declarar una huelga general e indefinida del alumnado, exigiendo el inmediato reemplazo de las máximas autoridades del plantel y el inicio de una reforma radical en nuestra Universidad.

Nuevos hombres para una nueva Universidad era el eslogan del movimiento estudiantil que encabezaba aquella directiva de FEUC y a cuyas características me referiré enseguida.

Como Presidente del Centro de Alumnos de la Escuela de Derecho, yo formaba parte de ese Consejo General de FEUC, de alrededor de noventa miembros, liderando una reducida minoría opositora a la directiva democratacristiana y a la huelga por ella propiciada. Las sesiones de ese organismo eran públicas. Cualquier persona podía asistir y cualquier estudiante podía participar con derecho a voz. Ese 10 de agosto había entre 600 y 700 estudiantes, algunos de otras universidades, que desbordaban completamente el recinto hacia los diversos pasillos contiguos a él, hecho del todo inusual.

Hasta esa fecha, el Consejo General de FEUC casi nunca congregaba a sus reuniones a más de sesenta o setenta de sus miembros, y prácticamente no asistían alumnos que no integrasen el organismo. Sólo en las semanas inmediatamente previas a agosto de ese año, la concurrencia comenzó a crecer progresivamente, denotando que el movimiento estudiantil revolucionario estaba prendiendo en forma rápida y explosiva.

Esa tarde, más del noventa por ciento de los presentes favorecía la huelga. Además, todo estaba decidido de antemano, ya que la directiva contaba con más de los dos tercios de los votos del consejo, quorum requerido por el reglamento al efecto. Aun así, el debate fue extenso y arduo.

Me correspondió impugnar la moción de la huelga en medio de un ambiente espeso y hostil, donde los exponentes de la minoría sólo lográbamos hacernos oír gracias a una muy firme decisión de dar un testimonio de lucha por nuestros ideales y, también, a la calidad humana del presidente de FEUC, Miguel Ángel Solar, y de otros dirigentes afines a sus ideas, con quienes habíamos trabado un vínculo personal respetuoso a pesar de nuestras profundas discrepancias y de nuestras constantes y agitadas polémicas.

Sin embargo, esa tarde flotaba un aire diferente. Estábamos ante un cambio de escenario. La actitud agresiva de muchos asistentes, entre los que sobresalían dirigentes políticos juveniles ajenos a la organización estudiantil y la propia universidad, indicaba que allí se estaba gestando algo que trascendía con mucho a la Universidad Católica.

Inmediatamente después de pronunciar mi voto negativo al paro en votación pública y nominal de los consejeros, abandoné discretamente la sala a fin de ahorrarme el desagrado de la euforia huelguística mayoritaria, que se desataría una vez concluido el recuento.

Justo al dejar el Salón de Honor vi que, a pocos metros, se iba retirando de su despacho el Rector de la Universidad, Monseñor Alfredo Silva Santiago, cuya remoción y reemplazo era el objetivo más directo de la huelga. Bajamos juntos las escaleras laterales de la Casa Central mientras le relataba lo acontecido en la asamblea estudiantil. Lo que ciertamente ni él ni yo podíamos presumir, es que ésta sería la última vez que el mencionado Rector y Arzobispo pisaría la Universidad Católica.

Al día siguiente, 11 de agosto de 1967, la Casa Central amaneció “tomada” por la directiva de FEUC, en un audaz e imprevisto operativo realizado durante la noche. Alambradas y pertrechos de combate harían imposible la entrada a quienes los jefes revolucionarios no se la permitiesen, mientras durara la ocupación física de la Universidad por la fuerza. El Canal 13 de televisión quedó en manos de ellos, en tanto el frontis de la Universidad se convirtió en fachada para sus consignas y tribuna hacia la calle para mítines en la Alameda.

Con posterioridad a la experiencia de la Unidad Popular, las “tomas” de toda clase de recintos e instituciones se hicieron habituales y cotidianas. Pero en agosto del 1967 el procedimiento no se conocía. Era la primera “toma” de estas características que se presenciaba en Chile, muy diversa de algunos atrincheramientos de determinados grupos, ocurridos en otras etapas de nuestra historia cívica.

De inmediato, el país comprendió que nos encontrábamos ante un hecho de dimensiones nacionales. Así fue recogido por toda la opinión pública y por la prensa. De ese episodio brotaría una secuela de significativas proyecciones, tanto para la pendiente revolucionaria que desembocaría tres años después en el establecimiento de un gobierno marxista en Chile, como para la conformación de un movimiento gremialista de signo opuesto, cuya influencia en las universidades y en el país adquiriría considerable relieve.

Por eso, creo útil profundizar algo más en ciertos rasgos de ese acontecimiento.

La DC y su ingerencia en la Universidad

El movimiento estudiantil que hizo eclosión ese día databa sus inicios de varios años antes. Desde que la Democracia Cristiana asumió el control de FEUC en 1960, esta entidad empezó a convertirse en un instrumento de antagonismo hacia la dirección superior de la Universidad, esbozando gradualmente la bandera de una reforma universitaria y acusando a las autoridades de representar un esquema autocrático y conservador.

Por otro lado, bajo la idea-fuerza de “insertar a la Universidad en la realidad social’’ latía el propósito evidente, aunque no siempre reconocido, de convertir a la educación superior en un instrumento del enfoque ideológico e ideologizado del Partido Demócrata Cristiano sobre cómo debían ser Chile y sus estructuras políticas, económicas y sociales.

Dicha tentativa instrumentalizadora se delató crudamente en 1962, cuando a raíz de la elección complementaria de un diputado por Santiago, la campaña del candidato de esa colectividad partidista, Bernardo Leighton, publicó en toda la prensa un aviso propagandístico que decía textualmente que las “siete universidades del país tienen siete federaciones de estudiantes democratacristianas”, queriendo significar con ello el respaldo juvenil a esa tendencia política. Se incurría así en la más burda e ilícita utilización de organizaciones gremiales estudiantiles como cajas de resonancia para los afanes electorales del Partido Demócrata Cristiano. Poco después, con la llegada al gobierno de ese partido en 1964, tanto la FEUC como sus congéneres de otras universidades fueron comprometiéndose, de modo cada vez más abierto, con los esquemas, proyectos e iniciativas gubernamentales, al punto que no había tema alguno de cierta relevancia política nacional o internacional, que no suscitase un pronunciamiento oficial de las diversas federaciones estudiantiles. Desde la reforma agraria hasta las huelgas del cobre. Desde la guerra de Vietnam hasta la invasión norteamericana en Santo Domingo. Todo era considerado propio de una postura oficial de las organizaciones estudiantiles, en nombre de su compromiso “con la realidad social” o “con el pueblo y sus luchas”.

A poco andar del gobierno democratacristiano, fue perceptible una creciente fisura dentro del partido que lo sustentaba. Algunos sectores consideraban que el Presidente Frei no caminaba en forma suficientemente rápida y global hacia las metas revolucionarias de corte socializante, limitando dicho proceso a la reforma agraria. Exigían pasos similares e inmediatos en la reforma urbana, la reforma bancaria, la reforma de la empresa y todo lo que el Partido Demócrata Cristiano terminó rotulando como “socialismo comunitario”.

Esa diferencia de ritmo se perfilaría luego como una discrepancia en los objetivos, a medida que lo sectores más izquierdistas hicieron ostensible su afinidad con los partidos marxista-leninistas o, al menos, su deseo de atenuar las barreras doctrinarias y prácticas que los separaban de éstos. Ello culminó en 1969, cuando una fracción del Partido Demócrata Cristiano se desgajó de él para formar el MAPU. Poco después, otra escisión daría lugar a la Izquierda Cristiana.

Estos dos conglomerados, si bien demostraron no ser significativos dentro de la votación popular que captaba la DC, tuvieron el potencial electoral suficiente para darle al candidato marxista Salvador Allende, al que apoyaron en los comicios presidenciales de 1970, los votos necesarios y decisivos para que éste derrotase a don Jorge Alessandri por un uno por ciento de diferencia. Pero, sin duda, la otra gran importancia de estos grupos se encuentra en el modo como arrastraron hacia la izquierda al Partido Demócrata Cristiano mientras estuvieron e influyeron en su seno, lo que se reflejó en la plataforma programática de Radomiro Tomic para esas mismas elecciones.

Las breves referencias políticas anteriores me parecen necesarias para entender mejor el carácter del movimiento estudiantil reformista que se “tomó” la Universidad Católica en 1967 y que, entre ese año y el siguiente, repetiría lo mismo en casi todos lo demás planteles universitarios del país.

“Prohibido prohibir” en la U.C.

En 1967, la directiva de FEUC era todavía democratacristiana. Pero resultaba notorio que sus integrantes, sus principales adherentes y sus objetivos respondían ya a la facción más izquierdista de dicho partido. No en vano tardaría poco más de un año para el masivo traslado de esos dirigentes al MAPU, con muy escasas excepciones. Y a diferencia de lo acontecido en el resto del país, en la Universidad Católica atrajeron tras de sí al grueso del alumnado tradicionalmente favorable a la Democracia Cristiana, dejando reducida a ésta a una muy pequeña expresión dentro de ese estamento de nuestra Casa de Estudios.

Más aún, planeado o no, considero que la “toma” de la Universidad Católica en 1967 constituyó el primer ensayo de la alianza cristiano-marxista, que después se manifestó en los “cristianos para el socialismo” y en otras fórmulas parecidas.

Quienes muy pronto serían aliados en la Unidad Popular, ya lo fueron en ese operativo de 1967. Durante la “toma” en cuestión, no ocultaron su concurso activo y solidario a ella desde el Partido Comunista hasta sus grupos de choque, entre los que destacaba uno denominado “Espartaco”. El presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Técnica del Estado, Alejandro Yáñez, de militancia comunista, habló en esos días desde uno de los balcones de la Casa Central de la Universidad Católica, acompañado por los máximos dirigentes de FEUC.

Habiendo vivido protagónicamente todo el periodo de la Unidad Popular, nunca vi en él un ímpetu revolucionario más radicalizado que en ese episodio de la Universidad Católica. Si bien con menor uso concreto de la violencia física, en este último había una extraña y explosiva mezcla entre el ingrediente doctrinario de la alianza cristiano-marxista que acabo de señalar y una rebeldía anárquica contra todo principio, contra toda jerarquía.

Lo que poco después recorrería el mundo como la revolución universitaria de mayo de 1968 en Francia, que tuvo en jaque al gobierno de De Gaulle, ofreció aquí un preludio. Las consignas francesas anarquizantes de “prohibido prohibir” o “la imaginación al poder”, poseían un halo similar a aquel’ “no me importan los principios” que Miguel Ángel Solar espetó con toda crudeza en esos días.

Considero sintomático, en ese sentido, el mismo hecho de que Solar fuese el líder carismático e indiscutido de dicho movimiento revolucionario. Se trataba más bien de un soñador que de un conductor; más bien de un símbolo que de un líder; más bien de una mezcla de apóstol y poeta que de un dirigente político. Por algo abandonó toda actividad política relevante durante la Unidad Popular, desilusionando explicablemente a muchos de sus seguidores.

Habiendo sido su adversario más connotado en esa etapa, nunca dejé de sentir afecto y aprecio hacia su persona, no obstante que éramos y representábamos la antítesis. Pero en medio de la que siempre me pareció una absoluta y desquiciadora confusión suya de conceptos, había en él una nobleza de alma que me resultaba cautivante. Algo parecido me ocurrió con muchos de los que luego serían dirigentes de MAPU en la Universidad Católica, sentimiento de afecto que hasta hoy perdura en mi espíritu.

Miguel Ángel Solar era el prototipo de esas personalidades que se encumbran abruptamente desde la medianía, interpretan con carisma un fermento bullente que les permite desatar y encabezar una revolución y pronto son sobrepasados por el decantamiento natural e implacable con que ésta sigue su curso.

Ahora bien, aparte de algunos académicos que eran directos impulsores e ideólogos del referido proceso revolucionario, este movimiento se encontraba frente a tres realidades perfectamente distinguibles.

En primer lugar, estaba una dirección superior de la Universidad que encarnaba el arquetipo del “antiguo régimen” que se ve avasallado por las revoluciones.

Monseñor Alfredo Silva Santiago había llevado a cabo una rectoría fecunda y realizadora durante la mayor parte de los diez años en que ejerció dicho cargo. Quienes lo acompañaban en el gobierno universitario, incluidos los miembros del Consejo Superior que comprendía a los decanos y a otras personalidades académicas, eran personas respetabilísimas y, en ciertos casos, acreedoras del aprecio privado de los propios dirigentes revolucionarios.

Pero no estaba ahí el problema. Los “antiguos regímenes” que se derrumban en las revoluciones caen bajo el peso de una falta de vigor de sus conductores para levantar una mística capaz de enfrentar y vencer a la marea revolucionaria. De una ausencia de sensibilidad para sintonizar con las nuevas inquietudes y darles un cauce realista y eficaz, pero a la vez atrayente y desafiante. De un cansancio que suele ser compatible con el coraje para resistir con dignidad, pero que carece de imaginación para renovarse y de vitalidad para combatir y vencer.

En segundo término estaban quienes, más próximos a la rectoría o más distantes de ella, compartían los anhelos reformistas y creían ver en el movimiento estudiantil revolucionario una avalancha — inevitable y al mismo tiempo inderrotable— a la cual más valía sumarse, o por lo menos acercarse, pensando así morigerarla de sus excesos y potenciarle ciertos enunciados más propiamente universitarios. Allí se contaba un porcentaje apreciable del estamento académico, cada vez mayor según más inatajable se advertía el éxito revolucionario. Había de todo. Desde los docentes e investigadores más serios, moderados y apolíticos pero sin intuición para captar las implicancias y objetivos finales de la revolución, hasta los pusilánimes y oportunistas de siempre.

Por último, estábamos quienes percibíamos en el movimiento en cuestión un sesgo anarquizante y desquiciador con el cual no cabían transacciones ni componendas, sino al que era menester enfrentar resueltamente, con toda la fuerza interior que da no sólo la solidez de principios sino su indispensable agregado de la fe en un ideal opuesto a la utopía revolucionaria, levantado con igual o mayor voluntad de lucha. Con alegría e ilusión de triunfar, de inmediato o más adelante, pero de triunfar y no de capitular.

Hubo una cantidad importante de académicos que asumieron esta última opción. Pero se trataba de una reducida minoría de dicho estamento. Por el contrario, donde este predicamento tuvo mayor eco fue dentro del estudiantado.

Quizás nuestro entusiasmo y sensibilidad juveniles resultaban más aptos para una posición combativa, fruto de una conciencia más nítida de que entrábamos a una etapa de la historia de Chile en que el país sería colocado ante una disyuntiva dramática y radical frente a la que no cabrían la transacción ni las medias tintas. Talvez veíamos con más nitidez que, tras el romanticismo de la rebeldía o las apariencias del reformismo, asomaba una embestida a fondo del marxismo-leninismo a nuestra patria. Acaso advertíamos con sentido generacional nuevo que, tras la anarquía, emergería la amenaza totalitaria sin caretas ante la cual sería imperioso dar forma a una fuerza vigorosa e indomable para combatirla. Al mismo tiempo, ésta debía ser creadora para abrir el surco tras el cual movilizar voluntades, una vez conseguida la victoria.

Me correspondió ser partícipe de ese periodo universitario de un modo muy activo. A fines de 1965, cuando yo terminaba el tercer año de la carrera de derecho, arrebatamos a la Democracia Cristiana el control del Centro de Alumnos de nuestra Facultad, que ese partido había detentado como baluarte por varios años consecutivos. Lo hicimos no en nombre de otra corriente o partido político, sino de postulados gremiales enarbolados por una lista que triunfó contra todo pronóstico. A principios de 1966 dimos forma al Movimiento Gremial como un ente orgánico dentro de la misma Escuela y nuestro Centro de Alumnos pasó a ser la expresión más significativa de sus principios.

Habiendo desempeñado el cargo de vicepresidente de ese organismo durante aquel año, a su término fui elegido presidente del Centro de Alumnos para 1967, afianzándose así en nuestra Escuela de Derecho un predominio gremialista que se extendió casi por veinte años, sin que ningún partido político —ni coalición de partidos— consiguiera romperlo.

Aun antes de que conquistásemos el Centro de Alumnos de Derecho, fui miembro del Consejo General de FEUC como representante de la minoría de mi propia Escuela. Durante 1966 y 1967 lo fui ya como dirigente de nuestro Centro de Alumnos. Pero en ambos casos, era exponente de una pequeña minoría opositora a la conducción de FEUC.

De esa experiencia, creo útil transmitir cuan decisiva resultó para mi formación el haberme templado en el rigor de la adversidad. Y creo que ése fue el rasgo común que marcó a todos quienes contribuimos a formar el gremialismo en la Universidad Católica por aquellos años.

Cuando uno polemiza desde la soledad de una abrumadora minoría, aprende que sólo una argumentación seria, objetiva y respetuosa puede conseguir alguna audiencia o interés. Junto a ello, también sufre la experiencia de comprobar que para otros ni siquiera eso despierta respeto, sino que —casi al revés— los mueve a exacerbar aún más los ataques personales, llevándolos incluso al terreno de la injuria o de la ridiculización. Entonces uno percibe el imperativo de robustecer la epidermis del propio espíritu, hasta hacerlo inmune a esas armas. He visto después a muchas personas talentosas y valientes, sucumbir ante el riesgo de la injuria y la ridiculización. Por eso, para actuar en la vida pública, atribuyo una importancia decisiva a forjarse la fortaleza necesaria a fin de no ser mellado por ellas, obtenido lo cual brota una serenidad interior indestructible, que termina enervando la eficacia de esos instrumentos del adversario. Pocas cosas me parecen tan fundamentales como ésta en la formación de la disciplina que requiere el quehacer público.

Estallado el conflicto de 1967 en la Universidad, quienes habíamos liderado la oposición a FEUC en su propio seno, nos constituimos en los naturales aglutinantes del vasto sector estudiantil contrario a la “toma” de la Universidad y a sus objetivos cada vez más extremos y evidentes.

No es del caso entrar aquí en los pormenores que llevaron al triunfo de la “toma” revolucionaria. Ello consta, entre otros documentos, en el discurso que pronunciara Javier Leturia con motivo de un acto de desagravio a la Universidad, que el gremialismo organizó al cumplirse diez años de esa “toma”, en 1977.

Sólo deseo dejar constancia de que nuestra lucha no era específicamente en defensa del “antiguo régimen”, sino del respeto a los nuevos estatutos que la Universidad acababa de aprobar precisamente en 1967 y que implicaban el término del rectorado de Monseñor Silva Santiago a fines del mismo año, abriéndose paso a las posibilidades de una renovación universitaria necesaria y fecunda, por cauces pacíficos, jurídicos y —sobre todo— respetuosos de la naturaleza jerárquica de la Universidad.

A su vez, lo que el movimiento estudiantil de la “toma” pretendía era asestar un golpe simbólico al corazón de toda jerarquía, lo cual resultaba idóneo para desatar la fuerza revolucionaria que lo inspiraba. Ese era el verdadero motivo de no esperar cuatro meses hasta la culminación reglamentaria de aquel rectorado. Las revoluciones destructoras necesitan derribar símbolos y actuar con drasticidad psicológica para aplastar todo ánimo de resistencia.

También quiero señalar que la “toma” no hubiese logrado jamás el triunfo total que alcanzó, de no haber contado con el activo respaldo del Gobierno democratacristiano y del Cardenal Silva Henríquez. Para el primero se trataba de apoderarse del control de la Universidad para transformarla en instrumento de gobierno y del partido que lo sustentaba. En tanto que el Cardenal Arzobispo de Santiago (nombrado por la Santa Sede como mediador con facultades para resolver el conflicto, esto es, como virtual interventor), impuso una resolución que satisfacía íntegramente las banderas del movimiento revolucionario. Esto forzó una dramática renuncia pública a su cargo de su hermano en el Episcopado, Rector y Gran Canciller de la Universidad, Arzobispo Monseñor Alfredo Silva Santiago, a quien el Cardenal ni siquiera consultó antes de convenir el arreglo con los jefes de la “toma”.


El cardenal Raúl Silva Henríquez y Miguel Ángel Solar revisan el acuerdo que puso fin a la toma de la UC. Triunfaban los revolucionarios y muy pronto la DC perdió el control del proceso.

La Universidad fue “devuelta” por los revolucionarios el 22 de agosto, día en que entraron triunfalmente a ella el propio Cardenal y el recién designado prorrector (que pronto sería elegido Rector), Fernando Castillo Velasco, convertido en emblema docente del movimiento estudiantil triunfante.

Recuerdo ese día como uno de los más amargos que he vivido, por el rudo impacto que una actitud y un desenlace como los descritos produjeron en una sensibilidad aún juvenil.

Sobrevino también entonces la profunda desmoralización del sector estudiantil contrario a la “toma”, y los triunfadores empezaron a dominar la universidad con la euforia y el sectarismo propios del inicio de las revoluciones victoriosas en el poder.

Sin embargo, lo curioso fue que como el móvil de la revolución distaba de ser universitario, ella se fue diluyendo en dicho campo para trasladarse al terreno propiamente político donde estaban su impulso y su eje. Fracasado el intento por apoderarse del control de las facultades y los centros de alumnos —minoritarios pero muy gravitantes— que la revolución no controlaba y que logramos defender con gran esfuerzo, la reforma propiamente universitaria se concentró en objetivos como departamentalizar la universidad e introducir un curriculum flexible, lo cual podrá merecer variados juicios, pero en ningún caso entraña un atractivo revolucionario suficiente.

Desde la perspectiva política, en cambio, lo que sí tuvo significado fue la estructuración de un enorme y omnipotente aparato rectorial, desde donde se impulsaron centros paralelos a las facultades tradicionales para convertirlos en reductos no ya sólo democratacristianos, sino más bien de lo que sería el MAPU y la Izquierda Cristiana.

Al mismo tiempo, se concretó la aspiración del cogobierno estudiantil, otorgándole a dicho estamento un 25 por ciento de los votos en la elección de todas las autoridades universitarias (donde la fórmula electiva se consagró con caracteres de dogma reformista y democratizador de la Universidad) y también un 25 por ciento de los miembros de todos los cuerpos colegiados de gobierno universitario.

En ese cuadro, creímos indispensable presentar una lista gremialista para las elecciones de FEUC correspondientes a la sucesión de Miguel Ángel Solar, en octubre de 1967, que decidí encabezar como candidato a presidente. Tenía el convencimiento de que enfrentar a una revolución estudiantil a sólo dos meses de su triunfo avasallador, carecía de toda posibilidad de éxito. Pero comprendí también que si en ese instante tan adverso no se ofrecía una alternativa a ella, más adelante resultaría muy difícil que alguien osara levantarla.

En esa campaña electoral recorrí prácticamente todos los cursos de la universidad, combatiendo de modo frontal a quienes habían impulsado la “toma”, impugnando en forma resuelta el cogobierno estudiantil ya implantado y sembrando las bases del pensamiento gremialista. Fui derrotado por un amplio margen, pero al reunir el 40 por ciento de la votación, se despertó nuevamente el fervor de quienes participaban de nuestras ideas. Al ver la antidemagogia y el combate desde la adversidad en una expresión decidida, renació en ellos el espíritu de lucha y se echaron los cimientos del Movimiento Gremial a nivel de toda la Universidad Católica, el que adquirió forma orgánica en mayo de 1968, es decir, dos años después que se estructurara en la Escuela de Derecho.

Entretanto, los revolucionarios abandonaron la Democracia Cristiana en un anticipo del MAPU que se formaría muy pronto. Y a su vez el 11 de agosto de 1968, primer aniversario de la “toma” de la Universidad, sus máximos jefes participaron en la “toma” de la Catedral de Santiago, exigiendo de la autoridad eclesiástica un mayor compromiso suyo “con el pueblo y sus luchas”.