El mar detrás

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El mar detrás
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Este libro está dedicado todos los migrantes

políticos y económicos y, en particular,

a todas las niñas y todos los niños

que no consiguieron dejar al mar detrás.

UNO

Nos habíamos quedado medio dormidas debajo de las higueras. El sol de la tarde y el canto imparable de las chicharras invitaban a ello. Pero alguien, no fui yo, debió de abrir un ojo y notar el movimiento. Enseguida estábamos las tres despiertas.

Dibra, Nadia y yo.

Y el movimiento. Porque había niños que se movían entre los lentiscos y las azucenas de mar y en dirección a la playa, abajo. Pasó Samina y le preguntamos.

–Es Wole –dijo.

Nos miramos y luego fuimos.

Corrimos. Las dunas se elevaron y, cuando llegamos a lo más alto, el mar espejeó en un azul intenso. De lejos vimos la inconfundible camiseta amarilla de Wole.

–¡Wole, Wole, espéranos!

Corrimos. A Wole la camiseta le quedaba muy grande y se abolsaba con el viento. En realidad, a todos nos iba grande la ropa. Wole ascendió, se detuvo en lo alto de una duna y lo vimos dejar algo en el suelo. Luego echó a correr hacia abajo. En la mano, desenredándose, llevaba el ovillo de sedal. Corrió y corrió y de pronto el viento enganchó aquello que había dejado y lo subió de golpe al cielo.

–Ooooooooooooooh.

Tenía la forma de un avión y lo había pintado de muchos colores y le había dejado largas tiras de papel en la parte de atrás de las alas y en la cola. Ahora las tiras aleteaban y chasqueaban como hojas de árbol agitadas por el viento. Nos sentamos. De lejos vimos a otros grupos de niños. Niños como nosotros. Con la ropa despareja y de colores que no casaban. Con los zapatos viejos o rotos.

Yo estaba al lado de Dibra. Ella tenía la mano sobre la frente, protegiéndole los ojos, y sonreía y se le marcaban las pecas de las mejillas y de la nariz. Yo también quería tener pecas. Ella se metió los dedos en la boca y silbó.

–¡Muy bien, Wole!

Wole corría por la playa, la mano arriba, sujetando con fuerza, y los demás esperábamos, aunque no sabíamos bien qué. O ninguno lo sabía, pero yo sí. Así que miré a Dibra por si ella también lo sabía.

–No lo hagas, Wole, no lo hagas –la oí que murmuraba.

Ella lo murmuró, pero solo yo la oí. Entonces pasó. Wole se detuvo de pronto y algo brilló en su mano y hubo un chasquido y todos suspiramos. El avión, liberado del sedal, tembló un momento en el aire como si no supiera bien qué hacer; como si dudara entre lanzarse contra la playa o ascender. Imagino que una corriente de aire lo ayudó a tomar la decisión, porque, de pronto, viró y ascendió y nos miró un momento desde lo alto como si se despidiera. Lo siguiente fue echar a volar tierra adentro, en dirección a las montañas cubiertas de polvo que cada día veíamos a lo lejos.

El avión pasó por encima del campo y se perdió de vista. Fue entonces cuando notamos que había niños que no miraban hacia las montañas, sino hacia el mar. Alguien señaló.

–Allí.

Todos miramos. Estaba lejos y era difícil apreciar los detalles, pero se trataba de una barca que cabeceaba entre las olas. Era una barca grande, semejante a un cayuco, y dentro de ella se amontonaban bultos que eran personas. Fue entonces cuando algunas de ellas empezaron a arrojarse por la borda y a nadar hacia la orilla. No pasó ni un minuto hasta que oímos los motores de las lanchas del ejército atronando el aire y convergiendo, en estelas blancas y veloces, hacia la embarcación.

Los niños de la playa, en el atardecer, nos quedamos quietos como estatuas. Algunos temblaban. Y es que quien más quien menos había ido alguna vez en una barca como aquella.

DOS


Mi nombre es Isata y estoy sola aquí, en el campo. Mejor no preguntar por mi familia, porque eso me entristece. Tampoco sé cuántos años tengo ni cuántos años llevo aquí. Sé que no soy muy mayor porque no tengo pechos, como Dibra, y porque, cuando la miro, ella es una cabeza más alta que yo. Algún día yo seré de alta como ella y tendré también pechos.

Dibra no es de mi familia, pero es mi hermana. Mi mejor amiga.

Tiene los ojos claros y la piel clara. También es rubia y su pelo es como la paja que sale de los colchones. Lo lleva todo recogido en dos trenzas largas y gruesas como una cadena. Ella nunca se corta el pelo. Cuando se lo desenreda, le llega por debajo del trasero.

Dibra también tiene voz, es decir, puede abrir la boca y entonces su garganta hace lo que tiene que hacer para que lo que piensa lo diga su boca.

A mí me gustaría tener el pelo como Dibra y también me gustaría poder decir en voz alta lo que pienso. Pero no puedo porque me quedé sin voz por culpa del trauma.

A veces llamo a mi voz y le ordeno que salga. Pero mi voz está dentro de mí, atrapada en mi garganta, y tiene miedo. Así me lo explicaron los médicos hace muchos años, cuando llegué aquí.

–Un día podrás hablar, Isata –me dijeron–. Porque ese nudo se soltará. Así que estate tranquila.

No poder hablar es un problema. Eso hace, por ejemplo, que yo no le caiga del todo bien a Nadia, la amiga de Dibra.

–No sé por qué pierdes el tiempo con ese perrito faldero –le dijo una vez a Dibra. Se lo dijo a pesar de que yo la estaba oyendo.

Pero Dibra, entonces, me abrazó y le dijo a Nadia que estar conmigo no era perder el tiempo.

Nadia llegó aquí hace un año, más o menos; vino con su padre y su madre y con dos hermanos que son aún más pequeños que yo. Dibra llegó un poco antes. Ella vino con su padre nada más. El padre de Dibra es un hombre alto y dulce y guapo que está siempre triste y que a veces no puede ni salir del contenedor de lo triste que está. La madre y el hermano están perdidos en algún sitio.

TRES

La vida en el campo es dura y aburrida y está llena de tristeza. Hace seis meses, a Dibra y a su padre les otorgaron ya un barracón en el sector tres. Ahí están mejor porque hace menos frío en invierno y también tienen una cocina pequeña y una jarra para hervir el agua y hacer té. Yo, como estoy sola y soy pequeña, vivo en el barracón de los huérfanos. No es un buen lugar. Tal vez, hace tiempo, cuando no éramos más que cincuenta o sesenta, no estaba mal del todo. Pero ahora somos más de doscientos y eso hace que tenga que dormir en la cama con otras tres niñas. Además, muchos de los huérfanos que han llegado últimamente lo han hecho con traumas que los hacen gritar de miedo por las noches.

Alguno, incluso, se hace pis.

Uno, hace unos meses, se mató a sí mismo. Era un chico pequeño, con el pelo muy rizado y los ojos dulces. No nos dejaron acercarnos.

Estas cosas pasan a veces, porque hay gente aquí que ha visto cosas horribles de las que no se recupera nunca y las noches son duras.

Pero luego empiezan a cantar los pájaros y se sabe que va a empezar el día. Antes de que salga el sol, como a las cuatro de la mañana, ya hay gente moviéndose por el campo y rumbo a la cola del desayuno. A mí me gusta desayunar con Dibra, así que, en cuanto abro un ojo, salgo corriendo y me voy hasta su contenedor. Ahí me siento y espero.

La casa de Dibra es como todas las demás aquí: una especie de cubo de metal blanco y con el techo plano. Los voluntarios los llaman «barracones». Dibra, cuando lo oye, levanta mucho la nariz.

–¿Barracones? No. Eso no es un barracón, eso es una caseta de obras. O un contenedor de esos que van llenos de mercancías en los barcos y en los trenes. En eso vivimos, en eso nos tienen.

Y es que Dibra los llama así: contenedores.

Yo espero, a veces mucho rato, mientras la gente ya se mueve y susurra y algún niño pequeño llora. Luego, la puerta del contenedor de Dibra se abre y ella asoma y me mira.

–Buenos días, Isata –me dice, y me sonríe. Y yo a ella.

Entonces se pone muy seria.

–¿Cogiste tu certificado?

El certificado es lo que los refus tenemos que llevar siempre encima. El papel que dice cuál es nuestro estatus en el campo y cuál es nuestro nombre.

Yo sonrío y lo saco de mi bolsillo y se lo muestro. Ella sonríe.

–Muy bien, Isata. No te lo dejes nunca.

Entonces nos vamos. Recogemos a Nadia y caminamos hasta la primera cola del día. El campo es, más que nada, hacer colas. Hay una cola para el baño, otra para lavar la ropa, otra para la comida, otra para llenar las garrafas de agua, otra para el médico, otra para los documentos…

La gente viste con ropa de colores, pero todo es feo. Todo es metálico, todo es cuadrado, todo está sucio.

CUATRO

Así que recogimos a Nadia y nos pusimos en la primera cola del día. Llegamos a las seis y cuatro minutos y alcanzamos el final a las ocho y doce. Total, dos horas. El desayuno era el mismo de siempre: un bollo industrial, un poco de leche en polvo y una pieza de fruta. Un plátano. De ahí nos fuimos a la cola del baño. Llegamos a las ocho y cuarenta y seis y pudimos entrar a las nueve y media. En el baño nos quitamos las camisetas y sacamos nuestros pedazos de jabón y nos los pasamos por el cuello y los sobacos.

Nadia se miraba al espejo, siempre lo hace.

–¿Vamos a ir al locutorio? –dijo. Dibra y yo nos miramos porque, por supuesto, sabíamos a qué se refería Nadia.

 

–Sí –dijo Dibra.

Así que nos pusimos en la siguiente cola. A ratos coincidías con la misma gente en distintas colas. Nadia, una vez que nos colocamos, fue corriendo hasta el locutorio y se asomó. Volvió al poco con una sonrisa.

–Está –dijo.

Se refería a Fabio, uno de los voluntarios que solía encargarse de aquella zona. Fabio era alto y rubio y tenía los ojos azules y Nadia se pasaba la vida poniéndole ojitos como una tonta. Como si un voluntario de veinte años fuera a casarse con una niña refu. Y otra vez, esa mañana, empezó igual. Que si era guapo y que si lo otro. Dibra, cada vez que Nadia empieza así, vuelve los ojos hacia dentro y levanta la nariz.

–Ah –dice entonces–, la verdad, Nadia, no tengo tiempo para esas tonterías. ¿Qué importará que sea guapo o que no?

Entonces me mira, porque sabe que yo pienso igual.

Al final, sobre las doce, conseguimos entrar en el locutorio y Fabio nos miró. Los voluntarios siempre ponían la misma cara: como si fuéramos unos preciosos unicornios que hubieran perdido su senda en el bosque de las piruletas, o eso decía Dibra.

–Una cabina, Fabio, por favor –dijo Dibra en inglés.

Y ahí nos metimos Dibra y yo, porque Nadia, claro, se quedó fuera a hacer el tonto. Dibra sacó el papel en el que llevaba escrito el teléfono del señor Tahiri, allí en el viejo país, y fue marcando. Le contestaron al poco.

–Buenos días, señor Tahiri, ¿cómo está? –dijo Dibra, y luego escuchó.

La conversación siempre era parecida. El padre de Dibra no podía llamar él mismo porque estaba enfermo, o porque le dolía la muela, o por algo. Las preguntas, las mismas: si se sabía algo de la madre o del hermano; si habían llamado al señor Tahiri allí, en el viejo país. Y las respuestas, siempre igual: nada. Ninguna noticia.

La voz, al otro lado, era una voz profunda y metálica. Yo estaba lo bastante cerca de Dibra como para oírla.

–Y de dinero, ¿cómo estáis? –decía la voz. Y Dibra me miraba.

–Ah, bien, no se preocupe.

–Si queréis puedo mandaros algo…

–No, de verdad, no hace falta –decía Dibra. Lo decía, pero era mentira, era que su padre le había advertido que tenía que decir aquello porque no quería tener que pedirle dinero a nadie. Luego, Dibra colgaba y esperaba un momento. Volvía a marcar, esta vez el teléfono de su hermano Kostandin, el que estaba perdido por algún sitio. Siempre pasaba igual: ella marcaba y una voz informaba de que aquel teléfono no estaba disponible.

Dibra puso su cara triste y salimos.

–¿Qué hora es, Isata?

Yo le mostré el reloj. Más de las doce.

–Ya es tarde para ir a trabajar –dijo Dibra.

Así que nos fuimos a la cola para la comida.

CINCO


Sobre las cuatro, el calor era tan intenso que el campo se apagaba. La gente buscaba refugio en las sombras y le dejaba el mundo a las chicharras. Solo nosotras, casi, íbamos caminando aquella tarde rumbo al trabajo.

–Ahí, donde se clasifica la ropa, necesitan gente.

Eso nos lo dijo, tiempo atrás, el señor Sinami, que era el padre de Nadia y que además había sido arquitecto en el viejo país. Nosotras lo miramos.

–¿Pagan?

–No lo sé.

No pagaban. Nadia y Dibra lo discutieron brevemente.

–Así hacemos algo –terminaron por decir.

Y así fue como empezamos las tres a trabajar. La gente de otros países se «preocupaba» por nosotros y nos mandaba la ropa que ya no querían. Esa ropa llegaba a los campos en grandes camiones de las ONG y se descargaba detrás de los almacenes. Lo que nosotras hacíamos era coger las bolsas y llevarlas a la sala donde se clasificaban. Y luego abrirlas y empezar: ropa de hombre, de mujer, de niño, de niña, de invierno, de verano. Ropa de hacía veinte años, de hace diez, de hace cinco. Ropa del norte, ropa del sur.

Las bolsas, al abrirlas, olían a vino agrio. A veces, en los bolsillos de los pantalones o de los abrigos, aparecían pequeños tesoros. Podía ser una moneda plateada con un grabado que representaba un águila; o llaves de no se sabía qué casa. Podían surgir papeles, cartas. O un lápiz, o un amuleto.

Dibra y Nadia lo examinaban todo. Algunas de las cosas las guardaban en una caja de metal. Una vez, en un pantalón, encontramos un viejo reloj. La correa de cuero se había desgastado y se había partido, pero la esfera, dorada, era preciosa. Dibra lo tomó en la mano y lo sopesó.

–Es de cuerda –dijo. Luego accionó la ruedecita y lo puso a funcionar. Yo lo miraba y Dibra me miró a mí y sonrió–. Ten, Isata.

Y por eso tengo un reloj. Se lo llevé a Samir para que le arreglara la correa. Otra vez, en un abrigo, encontramos una extraña caja de plástico que dentro llevaba otra cosa aún más extraña. Se la enseñamos a los voluntarios y ellos se rieron mucho.

–Es un casete –dijeron.

–¿Y para qué sirve?

–Para grabar sonidos. Música, sobre todo.

–Entonces, ¿ahí dentro hay música?

Ellos dijeron que sí y nos enseñaron, con sus móviles, cómo era el aparato que se necesitaba para oír esa música. Nadia dijo que ella había visto alguna vez uno parecido, allá, en casa de sus abuelos. Aquel casete fue luego a la caja de metal. Solo que, después, las chicas se lo cambiaron a Samir por cigarrillos para sus papás.

A Dibra no le gustó que los voluntarios se rieran de que nosotras no supiéramos lo que era un casete y se enfadó. Dibra es muy sensible para sus cosas. Entonces lo soltó. Porque Dibra habla inglés muy bien y puede entenderse con todos.

–Y cómo os van las vacaciones, ¿lo pasáis bien? –les dijo a los voluntarios.

Ellos se miraron. Luego la miraron.

–¿Vacaciones?

–Sí, estáis de vacaciones, ¿no? Viviendo nuevas experiencias. Sintiéndoos mejor, ¿no? «Vamos a pasar el verano allí y así nos sentimos superbién. Y además luego tenemos mil cosas que contar».

Los voluntarios, eran Gianna y Nico, se molestaron.

–Bueno, no es así. ¿Qué preferirías, que no viniéramos?

Dibra sonrió. Era mala. Es mala. Puede morder como una serpiente o picar como un escorpión si se enfada.

–Preferiría, sinceramente, que hicierais cola conmigo para ir al baño y para que os den de comer. Preferiría que comierais lo mismo que yo como y que durmierais sin aire acondicionado. Y preferiría que os acordarais, cuando me habléis, de que no soy un unicornio rosa que se ha perdido en el bosque de las piruletas.

Dibra dijo todo aquello y Nadia se quedó de piedra. Porque Nadia siempre dice que esas cosas no se les dicen a los voluntarios. Nadia se quedó de piedra y Gianna y Nico se miraron y sacudieron la cabeza. Porque ellos también conocían a Dibra. Y Dibra podía ser así. Y decir muchas cosas que, en realidad, no pensaba.

SEIS

El campo, visto desde las dunas, tiene la forma de una larga estrella que hubiera caído sobre el matorral. De lejos engaña, porque los contenedores podrían parecer verdaderas casas y las tiendas de campaña podrían parecer ropa tendida. De lejos no se distingue la basura ni la chapa. Junto a la carretera está la garita de entrada y, un poco más adelante, las carpas donde te hacen el control la primera vez y donde pones tu dedo para la huella y te hacen el examen preliminar. Después están los almacenes y, después, la zona donde viven los cooperantes. Ahí también está la Cruz Roja.

Más allá está donde vivimos los refus.

Hay miles de personas ahí. Y hay miles de niños.

Estamos Dibra y Nadia y yo. Y también los hermanos de Nadia. Pero hay muchos más. De la mayoría no se sabe gran cosa. De otros, sí.

Está Suma, por ejemplo, que cruzó la frontera escondida en una maleta y que es una de las niñas que duermen en la misma cama que yo en el barracón de los huérfanos. A veces grita por las noches.

Está Nadji, que vino con sus siete hermanos y que dos de ellos han desaparecido.

Está Ainda, que salió una mañana corriendo de su poblado y se unió a una caravana de personas que huían hacia el norte.

Está Jahan, que llegó escondido en la bodega de un barco de pesca junto con otras treinta personas.

Está Soufi, que tiene la cara llena de cicatrices.

Aquí cada uno tiene su historia. De algunos no la conocemos porque hablan en lenguas que no entendemos. También hay muchos niños que están como yo, viviendo sin poder apartarse de su trauma, y que entonces no hablan, o de pronto se ponen a gritar sin que venga a cuento, o van por ahí deambulando como fantasmas.

Otros niños están mejor. Normalmente los más pequeños. Porque muchos no han conocido otra cosa y, para ellos, todo es juego. Creo que yo también sería así si me apartara de mi trauma. Eso me dice Dibra. El problema de Dibra es que es suficientemente mayor como para acordarse de cómo era ella antes del campo. Y eso la pone muy triste.

Pero, de todos los niños, el más especial era Wole.

SIETE

Wole siempre iba vestido con la misma ropa: una camiseta amarilla, un pantalón marrón tirando a verde y unas sandalias viejas. Wole hablaba poco. Sabíamos que nos entendía y que podía decir palabras en la lengua de Dibra y la mía. Sabíamos que hablaba también algo de inglés.

Era de alto como yo y muy negro, muy tizón, como dice Dibra. También era muy flaco y tenía una forma rara de andar, como doblado un poco hacia un lado, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sin embargo, eso no era cierto, porque un día Dibra lo hizo ponerse de pie, y ella y Nadia estuvieron un buen rato mirándolo y midiéndole las piernas.

–¿Por qué andas así, Wole? –le preguntó Dibra.

Pero Wole no contestó. Se encogió de hombros y nada más.

Wole era un negociante. Cada pocos días, llegaba y ponía su tenderete debajo de los palos de la luz, ahí donde está la frontera entre el sector dos y el sector tres. Su tenderete era una vieja manta sobre la que colocaba su mercancía. Lo mismo zapatos que juguetes para niños que tarjetas de móvil que perfumes que cigarrillos que pasta de dientes que chocolate o que pastillas de jabón. Ahí se sentaba y ahí negociaba.

A veces, claro, nosotras íbamos. Porque necesitábamos de sus cosas.

–A ver, Wole, dos pastillas de jabón. Y esas bolsitas de té. Y si pudieras conseguir un poco de azúcar…

Y él nos miraba con sus ojos tan negros y trapicheaba.

–¿De dónde sacas todo esto, Wole? –le preguntábamos.

Él no decía nada; si acaso, señalaba hacia el pueblo.

–¿Tú vas al pueblo y te traes esto, Wole? No nos lo creemos.

Pero él se encogía de hombros. Porque Wole, cuando estaba trabajando, era muy serio. Solo que a veces llegaba con cosas especiales.

Juguetes construidos con pedazos de lata.

Cometas.

Y, sobre todo, sus jaulas.

¿Y cómo puede ser que a niños que viven en una jaula les interesen las jaulas? Pues porque Wole lo que hacía era capturar bichos en el saladar que rodea el campo. Se metía ahí, entre las manzanitas, las sabinas y los lentiscos, y volvía con grillos, chicharras y luciérnagas. Después, con pedazos de madera y trozos de alambre, les hacía las jaulas. Entonces uno puede tener dentro de su barracón un grillo que le cante toda la noche. O una luciérnaga que le dé luz.

Wole no siempre traía jaulas. Pero, cuando lo hacía, todo el mundo se las quería comprar.

Solo que Wole no aceptaba cosas a cambio de las jaulas. No, él quería dinero y nada más. Y ese era el gran problema. ¿Tenías dinero? Entonces podía haber una jaula con una luciérnaga junto a tu cama. Y si no, pues no.