Loe raamatut: «Historia del pensamiento político del siglo XIX», lehekülg 14

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Aunque las disputas internas entre los hegelianos se hicieron explícitas en torno a un tema teológico, las diferencias religiosas eran un reflejo de disensiones políticas más profundas. Las tensiones políticas ya existían en la década de 1820, pero adquirieron visibilidad en la década siguiente (cfr. Toews, 1993, pp. 387-391). El problema básico era si en las condiciones existentes en Prusia se podían hacer realidad los ideales de Hegel. La metáfora straussiana resultó útil de nuevo para describir las diversas posturas. La derecha sostenía que la mayoría, si no todas las condiciones en Prusia satisfacían los ideales de Hegel; el centro opinaba que se podía hacer realidad alguno y la izquierda pensaba que se podrían cumplir pocos, si es que se podía hacer realidad alguno. Aunque se había abierto una brecha aparente entre la izquierda y la derecha, la disputa entre ellas se mantuvo en los confines del reformismo hegeliano. Todas las partes siguieron siendo fieles a los principios básicos, ideales, de Hegel; simplemente debatían sobre la medida en que estos se habían hecho realidad en Prusia. Pese a su decepción, la izquierda hegeliana siguió sosteniendo su fe en la unidad entre teoría y práctica durante toda la década de 1830. Confiaban en que, aunque las condiciones de su presente estaban en conflicto con los ideales de Hegel, no siempre sería así gracias a la dialéctica de la historia.

Estas controversias religiosas y políticas en el seno de la escuela hegeliana no tenían fácil solución porque implicaban un problema aparentemente intratable en la interpretación de la metafísica hegeliana[42]. ¿Cuál es la naturaleza de su universal concreto, su síntesis de lo real y lo ideal, lo universal y lo particular? Tanto la izquierda como la derecha señalaban algunos aspectos de las enseñanzas de Hegel en apoyo de su postura. La derecha afirmaba que, según Hegel, el universal existía sólo en lo concreto, que la teoría debía conformarse a la práctica y que lo real era racional o ideal. Esta interpretación de la filosofía de Hegel parecía mostrar que la vertiente histórica del cristianismo y las condiciones de la Prusia de la época eran la realización de los ideales de Hegel. Afeaban a la izquierda su tendencia al universal abstracto, lo que generaba una brecha entre la teoría y la práctica al diferenciar demasiado rígidamente entre hechos e ideales. Por su parte, la izquierda argumentaba que, según Hegel, el universal, el ideal o lo racional, era el propósito mismo de la historia, al que todo debía conformarse. Replicaban a la derecha que era un error asumir que el ideal debía existir en los particulares cuando sólo se realizaba en el conjunto del proceso histórico. Estos aspectos habían preocupado al mismo Hegel desde sus primeros años de Jena. La medida en la que un sistema filosófico podía explicar o incorporar todas las contingencias o particularidades de la experiencia resultó ser un problema intratable. Parecía que el sistema debía incluir todas las particularidades, porque sólo así resultaba concreto y comprehensivo. Pero también parecía que debía excluir al menos algunas, ya que la razón nunca podría hacerse con todos los hechos concretos de la experiencia. Es muy significativo que Hegel diferenciara entre la realidad (Wirklichkeit) y la existencia (Existenz), afirmando que la realidad se conformaba a las necesidades de la razón, pero la existencia no[43]. ¿Cómo distinguimos entre realidad y existencia? Hegel no dejó ninguna guía concreta a sus discípulos; de ahí las disputas entre ellos.

Este relato de las disputas en el seno de la escuela hegeliana parece seguir, o al menos confirmar, el que ofrece Engels en su Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie[44]. Según la narración clásica de Engels, la división entre la izquierda y la derecha hegelianas fue básicamente una ruptura entre radicales y reaccionarios. Los radicales adoptaron el método de Hegel y su dictum de que lo racional era lo real, mientras que los reaccionarios se hicieron con su sistema y su dictum de que lo real era racional. El relato de Engels contiene importantes granos de verdad: la división en el seno del movimiento se debió a una ambigüedad en la filosofía de Hegel y concernía a la cuestión de la racionalidad de las condiciones en la Prusia de su época. Pero conviene no tomarlo demasiado literalmente ni sacar conclusiones precipitadas, pues induce a error en diversos aspectos:

1) A lo largo de las décadas de 1820 y 1830, la división entre izquierda y derecha no se gestó entre radicales y reaccionarios, sino entre alas opuestas de una política reformista de grandes vuelos. Las corrientes radicales de la izquierda hegeliana no surgieron hasta la década de 1840, tras el acceso al trono de Federico Guillermo IV; ni siquiera entonces fue una ruptura entre radicales y conservadores porque el hegelianismo de derechas prácticamente desapareció (Toews, 1980, pp. 223-224, 234-235).

2) La diferencia entre sistema y método no sólo es artificial sino, asimismo, insuficiente para distinguir entre la derecha y la izquierda hegelianas. Tras la década de 1840, la izquierda rechazó el método y el sistema porque perdió la fe en la dialéctica de la historia (Toews, 1980, p. 235).

3) Engels interpreta la división en términos estrictamente políticos, aunque lo que ocasionó la ruptura en primer lugar fueron diferencias religiosas (Brazill, 1970, pp, 7, 53; McLellan, 1969, pp. 3, 6).

Lo que finalmente fracturó y disolvió al hegelianismo no fueron únicamente las disputas internas o las tendencias centrífugas. Porque, como hemos visto, los debates de la década de 1830 continuaron en el seno de un marco hegeliano, nunca se renunció al gran ideal de la unidad de teoría y práctica. Lo que derrotó al hegelianismo fue la baza que más le gustaba jugar a su fundador: la historia. En 1840 se acabó el Movimiento por la Reforma Prusiano. En ese año significativo murieron Altenstein y Federico Guillermo III. Resurgió la esperanza de reforma tras el acceso al trono de Federico Guillermo IV, quien inició su reinado adoptando algunas medidas liberales bastante populares: una amnistía para los presos políticos, la publicación de las actas de los estamentos provinciales y la relajación de la censura ejercida sobre la prensa. Pero pronto el nuevo rey demostró ser bastante reaccionario. Defendía el gobierno del antiguo estamento aristocrático, desaprobaba los planes de redactar una nueva constitución, insistía en proteger la religión de Estado e incluso llegó a defender el derecho divino de los reyes. Hubo ciertos sucesos muy ominosos. En 1841, Federico Guillermo mostró sus auténticas tendencias políticas al invitar a Schelling a Berlín para «combatir a esa semilla del dragón que es el hegelianismo». En 1842 el gobierno empezó a imponer de nuevo la censura, obligando a los hegelianos a publicar su revista insignia, Hallische Jahrbücher, fuera de Prusia. Cualquier hegeliano debió sentirse muy descorazonado en la década de 1840. En vez de avanzar, como había asumido Hegel, la historia parecía retroceder.

Cuando las fuerzas reaccionarias empezaron a cobrar importancia, era inevitable que la filosofía de Hegel se eclipsara. La esencia misma de la teoría de Hegel la hacía vulnerable a la refutación histórica. La gran fuerza del sistema de Hegel radicaba en su osada síntesis de teoría y práctica, racionalismo e historicismo, radicalismo y conservadurismo. Parecía trascender el espíritu partidista, adjudicando a cada punto de vista, de forma limitada de ser necesario, un lugar en el conjunto. Pero la fortaleza de la filosofía de Hegel también era su gran debilidad, su defecto. Porque, como hemos comprobado, todas esas síntesis reposaban sobre una premisa única y optimista: que la razón era inherente a la historia, que las leyes y las tendencias de la historia harían realidad indefectiblemente los ideales de la Revolución. Pero ese optimismo se vio truncado tras los sucesos de principios de la década de 1840. Hegel lo había apostado todo a la historia y perdió.

No es sorprendente que los debates neohegelianos de la década de 1840 adquirieran una nueva dimensión. La cuestión ya no era cómo alabar e interpretar a Hegel, sino cómo transformarlo y enterrarlo. La publicación de Escritos en torno a la esencia del cristianismo de Ludwig Feuerbach, en 1841, convenció a muchos de la necesidad de superar a Hegel. En 1842, Arnold Ruge, un destacado miembro de la izquierda hegeliana, publicó su primera crítica a Hegel[45]. En 1843, Marx y Engels empezaron su «ajuste de cuentas» con el legado hegeliano en La ideología alemana. Los feudos internos fueron perdiendo fuerza y sentido. Muchos de los hegelianos de derechas acabaron desilusionados con el curso de los acontecimientos y se unieron a sus hermanos del ala izquierda para formar un frente común contra sus enemigos reaccionarios (Toews, 1980, pp. 223-224). El marco en el que se habían desarrollado los debates en la década de 1830 desapareció rápidamente. Muchos hegelianos, en vez de reforzar la idea de la unidad entre teoría y práctica, empezaron a privilegiar a la teoría. Bruno Bauer, por ejemplo, consideraba que la brecha creciente entre el ideal y la realidad en la Prusia de Federico Guillermo podría superarse con ayuda del «terrorismo de la teoría pura».

A finales de la década de 1840, el hegelianismo empezaba a convertirse rápidamente en un recuerdo difuso. Tras haber sido la ideología de un movimiento de reforma fracasado no pudo ser la ideología de base de la Revolución de 1848. De manera que desapareció de la historia el mayor sistema filosófico del siglo XIX y uno de sus movimientos filosóficos más destacados. La lechuza de Minerva levantó el vuelo y planeó sobre la tumba de Hegel.

[1] Las referencias a las obras de Hegel de este capítulo: EPW = Die Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse (1817), Heidelberg. ER = Über die Englische Reformbill, Werkausgabe XI, pp. 83-130. GW = Gesammelte Werke (1989), ed. Rheinisch-Westfälischen Akademie der Wissenschaften. Hamburgo, Meiner. H = Philosophie des Rechts. Die Vorlesung von 1819/20 in einer Nachschrift (1983), ed. Dieter Henrich. Fráncfort, Suhr­kamp –citado por número de página–. PG = Phänomenologie des Geistes, ed. Johannes Hoffmeister. Hamburgo, Meiner. PR = Grundlinien der Philosophie des Rechts (1821). Werke VII –citado por parágrafo y número (§)–. Las observaciones se indican con una R, las adiciones con una A. SS = System der Sittlichkeit, en el volumen V de Gesammelte Werke (1989), ed. Rheinisch-Westfälischen Akademie der Wissenschaften. Hamburgo, Meiner. VD = Die Verfassung Deutschlands. Werke I, pp. 451-610. VG = Die Vernunft in der Geschichte (1955), ed. J. Hoffmeister. Hamburgo, Meiner. Lectures on the Philosophy of World History: Introduction (1975), trad. H. B. Nisbet, Cambridge. VNS = Vorlesungen über Naturrecht und Staatswissenschaft. Heidelberg 1817/18. Nachgeschrieben von P. Wannenmann (1983), ed. C. Becker et al. Hamburgo, Meiner –citado por parágrafo y número (§)–. VVL = Verhandlungen in der Versammlung der Landstände der Königsreichs Württemberg im Jahr 1815 und 1816. Werkausgabe IV, pp. 462-597.

[2] Los términos «liberalismo» y «comunitarismo» son anacrónicos; me tomo la licencia de emplearlos por la analogía que cabe establecer entre el liberalismo y el comunitarismo contemporáneos, con las corrientes del pensamiento de finales del siglo XVIII.

[3] Interpretaciones no metafísicas de la filosofía política y social de Hegel en Franco, 1999, pp. 83-84, 126, 135-136, 140, 143, 151-152, 360-361 n. 4; Hardimon, 1994, p. 8; Patten, 1999, pp. 16-27; Pelczynski, 1971, pp. 1-2; Plamenatz, 1963, II, pp. 129-132; Rawls, 2000, p. 330; Smith, 1989, p. xi; Tunick, 1992, pp. 14, 17, 86, 99; y Wood, 1990, pp. 4-6. Algunas críticas recientes a este enfoque en Dickey, 1999; Peperzak, 2001, pp. 5-19; y Yovel, 1996, pp. 26-41.

[4] En la introducción a su ensayo sobre derecho natural (Naturrecht) de 1803, Hegel criticó tanto la tradición empírica como la racionalista del derecho natural por su falta de fundamento metafísico. Cfr. Werke II, pp. 434-440. Consideraba que su contribución a esta tradición era el intento de crear, precisamente, ese fundamento. Nunca se apartó de su programa; su Rechtsphilosophie (Filosofía del derecho) de 1821 fue su culminación.

[5] La interpretación que se da aquí se encuentra más detallada en Beiser, 2005.

[6] La fuente de la leyenda es Rosenkranz, 1972, pp. 29, 32-34. Una crítica a las fuentes en H. S. Harris, 1972, pp. 115-116 n. 2.

[7] Cfr. VVL IV, pp. 464-471/247-154. Cfr. VVL I, p. 273 y VVL XI, pp. 86/297.

[8] Cfr. VVL I, p. 273 y la carta de Hegel a Schelling del 24 de diciembre de 1794 (Hegel, 1961, I, p. 12), donde critica die Schändlichkeit der Robespierreroten.

[9] «Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht für die Praxis», publicado por primera vez en Berlinische Monatsschrift 22 (1793), pp. 201-284; en Kant, 1902, VIII, pp. 273-314.

[10] He explicado en mayor detalle las diversas posturas en liza en Beiser, 1992, pp. 38-44, 80-83, 295-302, 302-309, 317-326.

[11] La disputa no aparece en Avineri, 1972, Haym, 1857, ni en Rosenzweig, 1920, los grandes estudios sobre la evolución de los puntos de vista políticos de Hegel. El único que ha sabido ver la importancia del debate ha sido, hasta donde yo sé, Henrich, 1983, cuya descripción difiere en gran medida de la mía.

[12] El resumen de este idealismo absoluto aparece en el manuscrito Jesus tat nicht lange vor…, cuyo primer borrador probablemente se escribiera en el otoño/invierno de 1799 o a principios de 1800. La versión final de Verfassungsschrift es de en torno a 1802, aunque existe un borrador anterior de la introducción, el manuscrito Der immer sich vergrössernde Wider­spruch…, de 1799/1800.

[13] Esta evolución, en Beiser, 2002, pp. 349-374.

[14] Este cambio en el pensamiento de Hegel, en Rosenzweig, 1920, I, pp. 63-100.

[15] Cfr. Berlin, 2002a, p. 98; Haym, 1857, pp. 357-391; Hook, 1970, pp. 55-70; y Popper, 1945, II, pp. 53-54, 62-63.

[16] Estas afinidades en Rosenzweig, 1920, II, pp. 161-167. Afirma que el único aspecto en el que la doctrina de Hegel se aparta de la práctica prusiana es respecto del tamaño del ejército.

[17] Cfr. Popper, 1945, II, pp. 29, 58; Smith, 1989, p. 4; y Wood, 1990, p. x.

[18] Cfr. el fragmento «Jedes Volk hatte ihm eigene Gegenstände», Werke I, pp. 197-215.

[19] Hegel formuló el principio de varias maneras diferentes. Cfr. PR §§107, 121, 132; EPW §7R, 38R; y VG p. 82/70.

[20] Cfr. Avineri, 1972, pp. 81-114, 132-154; Chamley, 1963; Dickey, 1987, pp. 186-204; Lukács, 1973, I, pp. 273-291, y II, pp. 495-618; y Plant, 1973, pp. 56-76. Cfr. asimismo Pelczynski, 1984.

[21] Sobre el concepto romántico de sociedad civil, Beiser, 1992, pp. 232-236.

[22] «Kritik der Hegelschen Dialektik und Philosophie uberhaupt», MEGA I/2, 404-405.

[23] GW VI, pp. 321-324, y GW VIII, pp. 243-244.

[24] SS en GW V, pp. 354-356/170-173.

[25] SS en GW V, pp. 351-352/168.

[26] PR §253R. Cfr. SS en GW V, p. 354/171.

[27] Este punto está muy bien argumentado en Avineri, 1972, pp. 98-99, 109, 148, 151-153.

[28] Así Haym, 1857, pp. 365-368; Popper, 1945, II, pp. 27, 53-54.

[29] Cfr. VD I, pp. 576-577/237-238; y ER XI, pp. 111-112/318.

[30] PR §301R. Cfr. ER XI, pp. 110-111/317.

[31] PR §§303R, 308R. Cfr. ER XI, pp. 110-113/317-319 y VVL IV, pp. 482-484/263-264.

[32] Cfr. Franco, 1999, pp. 178-187; Plamenatz, 1963, pp. 31-33, 37-38; y Riedel, 1973, pp. 96-120.

[33] Cfr. Foster, 1935, pp. 125-141, 167-179, 180-204; Patten, 1999, pp. 63-81; Pelczynski, 1984, pp. 29, 54; Pippin, 1997a, pp. 417-450; y Riley, 1982, pp. 163-199.

[34] Cfr. Berlin, 2002a, pp. 94-95, 97-98; Cassirer, 1946, pp. 265-268; Hallowell, 1950, pp. 265, 275-276; Heller, 1921, pp. 32-131; Meinecke, 1924, pp. 427-460; y Popper, 1945, II, pp. 62-63.

[35] Cfr. PR §132R.

[36] Cfr. por ejemplo su temprano ensayo de Stuttgart de 1787, Über die Religion der Griechen und Römer, GW I, pp. 42-45, donde Hegel afirma que la historia nos muestra el peligro de generalizar sobre los principios de la razón desde nuestro propio espacio y tiempo. En su Ensayo de Tubinga de 1793, Hegel alude a la idea de Montesquieu del «espíritu de la nación» y señala que una cultura es una unidad: su religión, política e historia forman un todo vivo (W I, p. 42/27). El interés temprano de Hegel por la historia bebe mucho, sin embargo, en fuentes ilustradas. Cree que existe una naturaleza humana universal tras las diferentes manifestaciones de la historia, y critica a las religiones pasadas desde el punto de vista de la razón universal. Hegel no fue consciente de la tensión existente entre su historicismo y su lealtad a la Ilustración hasta mucho después: cfr. la revisión de 1800 del Ensayo sobre la positividad, el fragmento Der Begriff der Positivität…, W I, pp. 217-229/139-151.

[37] Se podría objetar que es imposible identificar a la causa formal-final con la libertad porque esta consiste en el poder de convertirse en lo que uno es, de manera que acaba con la idea de que tenemos una esencia o naturaleza fija. Pero el concepto de libertad de Hegel no niega esta idea, la implica porque define la libertad como actuar de acuerdo con la esencia de la propia naturaleza. Según Wood (1990, pp. 18, 43, 45), no debemos identificar el concepto de libertad de Hegel con la teoría de Fichte de que el yo no es más que lo que la persona afirma que es.

[38] Cfr. Aristóteles, 1971, Libro V, IIm 101b, pp. 30-36; y Libro IX, 8, 1050a, pp. 3-20.

[39] Esto se aprecia sobre todo en el tratado de Karl Köppen, Friedrich der Grosse, Leipzig, 1840. Cfr. McLellan, 1969, p. 16.

[40] Una exploración en detalle de algunos de estos temas religiosos en Brazill, 1970, pp. 48-70; y Toews, 1980, pp. 141-202.

[41] Strauss, 1841, III, p. 95.

[42] Creo que Brazill (1970, pp. 17-18) no tiene razón al afirmar que las divisiones entre los miembros de la escuela hegeliana no se debieron a la ambigüedad en la filosofía de Hegel. Infravalora los problemas interpretativos en torno al dictum de Hegel sobre la racionalidad de lo real.

[43] La distinción, en Hegel, 1989, §6.

[44] Marx y Engels, 1998-, XXI, pp. 266-268.

[45] McLellan, 1969, p. 24. La nueva evolución crítica de la década de 1840 está bien resumida en Stepelvich, 1983, pp. 12-15.

V

HISTORIADORES Y JURISTAS

Donald R. Kelley

DERECHO Y PENSAMIENTO POLÍTICO

¿Qué relación existe entre el derecho y el pensamiento político en la historia moderna europea[1]? Podemos dar tres respuestas diferentes. Una deriva de lo que cabría denominar el modelo legislativo o estatutario de la filosofía jurídica, que, siguiendo el buen precedente clásico, identifica a la ley con la voluntad del soberano, tanto si la forma de gobierno es monárquica como si es republicana. En el siglo XVIII el paradigma legislativo se aprecia en la teoría y práctica del despotismo ilustrado y, sobre todo, en el movimiento codificador que hubo en muchos estados europeos, incluidas Francia, Prusia y Austria (Tarello, 1976; cfr. Wisner, 1997). Con los códigos europeos, redactados según el modelo del Corpus Iuris Justiniani (529-533 d.C.), se pretendía organizar todo el derecho privado (sobre todo lo referente a las personas y la propiedad) en un único sistema para así politizarlo directa o indirectamente. La agenda se cumplió en el caso del famoso Código Napoleónico, como reconocen monárquicos del calibre de Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Friedrich von Stahl, así como utilitaristas de la talla de Jeremy Bentham y John Austin, que definían a la ley simplemente como una orden del poder soberano.

La segunda de las respuestas tradicionales a nuestra pregunta está asociada al modelo judicial y sitúa a la política en el campo, más amplio, del derecho y de la jurisprudencia (en forma de ley pública), considerada una venerable tradición profesional y «científica». La Doctrina Pandectarum (1838) de C. F. Mühlenbruch, por ejemplo, que sirvió de manual a Karl Marx y a muchos otros estudiantes de derecho, empieza con un estudio introductorio sobre las fuentes autorizadas del derecho y con una historia de la tradición juridicista desde la Antigüedad. Prosigue hablando de la «ley general», de su definición, divisiones e interpretación para, finalmente, llegar a la parte «especial» del derecho, es decir, al derecho privado, dividido, al modo del derecho romano en derecho de personas, cosas, acciones y obligaciones en el seno de agrupaciones sociales o institucionales mayores, incluidas la familia, las corporaciones y otras «personas ficticias», cuyo culmen es el estado (civitas o respublica). En este modelo, la autoridad política se consideraba una parte (el nivel más alto y también el último) del sistema jurídico (Mühlenbruch, 1838; cfr. Cappellini, 1984-1985, II).

El tercer modelo considera que el derecho es la expresión de la voluntad popular y, evidentemente, se ha asociado a la voluntad general de Rousseau (Riley, 1986). El concepto tenía raíces filosóficas y religiosas, y se veía reforzado por la antigua regla de la jurisprudencia: Salus populi suprema lex esto, recogida en las Doce Tablas romanas; pero también tenía una expresión más concreta, a saber, la tradición medieval del derecho consuetudinario (Kelley, 1990, pp. 131-172, 1991, cap. 6). En 1789 el corpus de costumbres en Francia pereció junto con el Antiguo Régimen, pero su espíritu sobrevivió en la Revolución de diversas formas. Los académicos alemanes solían distinguir la ley estatal (Staatsrecht) de la ley hecha por el pueblo (Volksrecht) y de la ley basada en una decisión judicial (Juristenrecht) (Beseler, 1843). Era la segunda la que, no sólo despertaba la nostalgia del viejo orden, sino que, además, suscitaba sueños de justicia social e incluso de un futuro «socialista», en el que el derecho no sería ni una creación política ni una acumulación de derechos individuales, sino más bien expresión de las necesidades e ideales sociales por las que deberíamos juzgarlo y a las que, en último término, debería estar sujeto. Esta idea del derecho se asociaba sobre todo a críticos radicales como Marx y Proudhon, aunque más tarde se infiltraría en el ámbito de la abogacía francesa adoptando la forma de droit social y dando lugar a la jurisprudencia sociológica (Gurvitch, 1932).

Estos tres paradigmas del derecho –el legislativo, el judicial y el social– son tres tipos ideales ya que, en la práctica, sobre todo desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, pocos gobiernos, ni siquiera el de Bonaparte, se habían regido o se regían exclusivamente por un modelo. La vieja y aún controvertida teoría del «gobierno mixto» se basaba en un concepto del derecho surgido de múltiples fuentes. Según la historia del derecho, el derecho romano había recurrido a fuentes populares, judiciales, senatoriales e imperiales hasta que Justiniano decidió (en vano, nos dice la historia) recopilarlo por deseo imperial. Sólo en teoría (en las teorías de Ulpiano, Bodino, Austin o Stahl) se aunaban ley y legislación de forma lógica y no ambigua (Hinsley, 1986).

Estos tres enfoques corresponden a las tres sedes de la autoridad en el siglo XIX: el Estado omnicompetente, el establishment judicial independiente y la «sociedad civil» en sentido amplio. No se corresponden con la práctica jurídica o política, pero muestran los argumentos y razones de las posturas enfrentadas en el pensamiento político, jurídico e histórico del siglo XIX. También reflejan un debate triangular que sigue siendo de actualidad en la arena pública: la cuestión de si la autoridad debería residir en el Estado, en el pueblo o en una elite de expertos que habla en nombre de ambos.

Lo que imprimió a estas cuestiones cierto carácter de urgencia e inmediatez en el siglo XIX fue la experiencia de la Revolución francesa, que se convirtió en el foco de atención de todo debate jurídico o histórico. Los liberales y socialistas la consideraban el inicio de un glorioso futuro en nombre de la perfectibilidad y el progreso, y los conservadores y reaccionarios la denunciaron como la fuente de todo mal en el mundo. Pero, tanto si se la contempla como la culminación de las fuerzas de la nación como la despótica némesis de la independencia nacional, la Revolución sigue siendo un gran reto para los historiadores, un modelo para la teoría política y una prueba para los metarrelatos políticos a gran escala (Lucas, 1988).

En el siglo XIX, el concepto general de «revolución» tuvo gran importancia en el pensamiento político, no sólo como fenómeno, un rasgo peculiar de la historia moderna desde la Guerra Civil inglesa, sino también como núcleo de cuestiones sobre la estructura social y el cambio político. Para los historiadores, la revolución era un conjunto de acontecimientos extraordinarios y dramáticos que suponían un reto para su capacidad de interpretación. Para los juristas era una ruptura de la continuidad que no sólo amenazaba a la legitimidad de las instituciones existentes, sino asimismo a sus presupuestos y viabilidad. Para los pensadores políticos, un punto de intersección entre el ejemplo más duro para la ciencia política y el juicio de valor político más fundamental. Tras 1815, el debate sobre la naturaleza de la revolución tuvo lugar entre dos extremos. Uno de ellos consideraba que el año 1789 era la fuente de todos los problemas del momento, y el otro lo alababa como la gran esperanza para el futuro de la humanidad. En cierto modo, fueron los historiadores y los juristas quienes intentaron mantener este diálogo a un nivel cívico y práctico.

A largo plazo, la sociedad europea que había surgido de los calamitosos eventos de los periodos revolucionario y napoleónico se transformó drásticamente, pero puede que algo menos desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, quienes escrutaban por debajo de los titulares, los debates diplomáticos, la geografía política y la teoría constitucional, que de los observadores políticos y los críticos (Kelley, 1994). En las leyes y en la experiencia histórica, la continuidad con el Antiguo Régimen –en la mentalidad, las costumbres sociales, las convenciones jurídicas y la organización económica– resultaba cada vez más obvia, sobre todo en el caso de aquellas personas y grupos dedicados a continuar y extender una agenda revolucionaria basada en la «libertad, igualdad, fraternidad».

ESCUELA HISTÓRICA Y ESCUELA FILOSÓFICA

«La historia debe verse a la luz de las leyes y las leyes a la luz de la historia», afirmó Montesquieu (Montesquieu, 1751, XXX, p. 2). Bien se puede decir que este es el lema de la jurisprudencia del siglo XIX o, al menos, el punto central del debate. En general, el aforismo de Montesquieu ilustra la naturaleza anfibia de la ley, que, por un lado, es sabiduría acumulada de siglos y, por otro, debe ser juzgada con arreglo a la realidad histórica. En el Antiguo Régimen imperaba la costumbre y, casi siempre, se dejaba que la historia arrojara luz sobre la práctica y la teoría de la jurisprudencia, mientras que la Revolución juzgaba la historia a la luz de su concepto del derecho y sus deseos de cambio social. Los juristas y pensadores políticos posrevolucionarios tendían a argumentar desde estos dos polos ideológicos. Ambas posiciones se definían respectivamente como la «escuela filosófica», que extraía su inspiración de las ideas del derecho natural derivadas de Grocio, Pufendorf, Barbeyrac y otros iusnaturalistas, y la «escuela histórica», basada en el «derecho positivo», en la idea de la evolución del derecho y en las críticas a las teorías abstractas del derecho natural (Gierke, 1934, 1990; Thieme, 1936, pp. 202-263; Stein, 1980). Los debates entre ambas escuelas reverberaron mucho más allá de los confines del derecho e incluso del pensamiento político del siglo XIX.

La escuela filosófica se asentó en Francia, que, en vísperas de la Revolución, se convirtió en un laboratorio social para probar teorías y aspiraciones. En 1791, la Asamblea Nacional expresó su determinación de «redactar un código de derecho civil común para todo el reino» y dos años después el ciudadano (posteriormente conde) Cambacérès presentó su primer «proyecto» de código civil nacional. «¡Lo que la época esperaba con devoción ha llegado para garantizar el imperio de la libertad y enmendar los destinos de Francia!», proclamó, añadiendo que pretendía, nada más y nada menos, que regenerar, perfeccionar y «verlo» todo a la luz del espíritu del despotismo ilustrado y más concretamente de la ingeniería social jacobina (más tarde bonapartista) (Fenet, 1827, I). «Legisladores, filósofos y juristas», declaraba Cambacérès en su «Discurso sobre las ciencias sociales» de 1798, «esta es la época de las ciencias sociales [la science sociale] y, permítaseme añadir, de la auténtica filosofía» (Cambacérès, 1789; cfr. Gusdorf, 1978, VIII, p. 401; Head, 1985, p. 109; Moravia, 1974, p. 746). Los debates entre la escuela filosófica y la histórica –representadas respectivamente por el radicalismo de Rousseau y el relativismo histórico de Montesquieu– eran parcialmente una disputa en torno a la naturaleza de este nuevo campo, el de las «ciencias sociales» (un término de nuevo cuño).

En las deliberaciones oficiales sobre el Código Civil sostenidas por el comité de redacción instaurado por Napoleón (1800-1804), vemos al espíritu de Rousseau y de Montesquieu peleando póstumamente por el alma política de Francia (Bonnecase, 1933; Gaudemet, 1904, 1935). En aquel comité, Cambacérès representaba la búsqueda de la perfectibilidad y de la codificación de la voluntad general por medio de una ciencia infalible de la legislación. Su rival era el ciudadano (más tarde conde) Portalis, discípulo de Montesquieu, a quien no gustaba el espíritu revolucionario y «robespierrista» del plan original, que en su opinión «abusaba del espíritu filosófico» (Portalis, 1827). «La doctrina de los redactores es que debemos preservar todo aquello que no sea necesario destruir» (Portalis, 1844, p. 69), y concluía: «¿Cómo podemos controlar la acción del tiempo? ¿Cómo podemos resistir al curso de los acontecimientos o a la imperceptible fuerza de la costumbre? ¿Cómo saber y calcular por anticipado lo que sólo la experiencia nos puede enseñar? ¿Se puede extender la previsión a objetos que ni el pensamiento mismo puede aprehender?» (Fenet, 1827, I, p. 469; Schimséwitsch, 1936).

Žanrid ja sildid
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1992 lk 4 illustratsiooni
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9788446050605
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