Loe raamatut: «Historia del pensamiento político del siglo XIX», lehekülg 15

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Estas cuestiones anticipaban las críticas más extensas del famoso manifiesto de 1814 de Savigny: De la vocación de nuestro siglo para la legislación y para la ciencia del derecho (Savigny, 1831). En el siglo XVIII, escribió Savigny, «Los hombres ansiaban nuevos códigos, que, al ser muy completos, garantizaran una administración de justicia de precisión mecánica». El resultado fue la obra bonapartista, que «irrumpió en Alemania y la fue carcomiendo, poco a poco, como un cáncer…» (Savigny, 1831, p. 18). Savigny publicó pasajes de debates anteriores sobre el texto del código francés, en los que hablaba de la contradicción entre la simplicidad jurídica y la complejidad social, refiriéndose, en concreto, a los argumentos conservadores de Portalis. Fue esta violación jurídica de la historia lo que originó el manifiesto de Savigny en 1814 y condujo a la formulación de una pregunta crucial: «¿Qué influencia ejerce el pasado sobre el presente?», a lo que Savigny añadió: «¿y cuál es la relación entre el ahora y lo que será?». El asunto se convirtió automáticamente en el problema central de la Escuela Histórica del Derecho y en uno de los dilemas básicos del pensamiento político del siglo XIX.

Aunque Hegel era la cabeza visible de la escuela filosófica, su intención era superar y reconciliar las concepciones históricas y filosóficas del derecho. Así como el derecho romano había surgido de leyes «positivas» concretas y aspiraba al estatus de «razón escrita» (ratio scripta), la ley positiva moderna debía intentar adquirir el nivel del derecho natural y de la sociedad civil para hallar su forma ideal en el Estado (Hegel, 1952, pp. 16-17; Kelley, 1991, pp. 252-257; Lucas y Pöggeler, 1986; Riedel, 1984). Es esta reconciliación entre la voluntad humana y la razón, en términos jurídicos, la que subyace al famoso lema de Hegel: «Lo que es racional es real y lo que es real es racional». Lo irónico es que lo que Hegel había unido en términos conceptuales, lo volvieron a separar sus discípulos. La «derecha» hegeliana interpretó este eslogan como una defensa del conservadurismo; la «izquierda» hegeliana, como un ideal que alcanzar por medio de la acción radical y, en último término, por la revolución.

EL ADVENIMIENTO DE LA LEY EN FRANCIA

Jules Michelet escribió: «Defino la Revolución como el advenimiento de la ley, el renacer del derecho y la generación de justicia», y esta noble visión persistió durante generaciones (Michelet, 1847-1853, introducción). En el siglo XIX el derecho, la historia y el pensamiento político adquirieron forma gracias a las ideologías y realidades de la Revolución francesa, pero luego les acosó su fantasma. Los juristas y los historiadores, al igual que los teóricos políticos, definían su postura ideológica con arreglo a la Revolución, tanto si se trataba del orden en el que se debían ocupar los asientos en la Asamblea como si hablaban de la extensión cronológica representada por las etapas sucesivas del gobierno revolucionario, la monarquía constitucional, el despotismo y la vuelta a la monarquía constitucional, con ciertas gradaciones intermedias. Al igual que los teóricos políticos, los juristas e historiadores debían explicar, interpretar y juzgar el conjunto de sucesos sin precedentes y únicos que definían al «Antiguo Régimen» aunque era evidente que ya no existía (Kelley, 1987, pp. 319-338). Los especialistas en historia y derecho se vieron abocados a analizar mejor la base social e institucional y las relaciones humanas en el contexto de esa «sociedad civil» que se distanciaba cada vez más del Estado. En palabras de Portalis: «Las nuevas teorías no son más que sistemas inventados por individuos, las máximas antiguas representan al espíritu de los tiempos» (Portalis, 1844, p. 84). Era una forma de distinguir no sólo entre la ciencia del derecho y la jurisprudencia, sino asimismo entre una teoría política basada en la razón universal y la utilidad, y otra basada en la historia y en la experiencia; ambas contraposiciones resultan fundamentales para la historia del pensamiento político.

Tal como era concebida por sus partidarios, la Revolución exigía prioridad en el proceso histórico y estaba por encima de las convenciones jurídicas. Los «hombres de leyes» (hommes de loi) hicieron más que ningún otro grupo por formular las metas de la Revolución a partir de 1789 (cfr. Fitzsimmons, 1987; Kelley, 1994; Royer, 1979). No es que existiera acuerdo alguno sobre cómo hacer realidad los ideales de la justicia, pues de nuevo la profesión jurídica estaba muy polarizada; había desde émigrés reaccionarios como Nicolas Bergasse hasta entusiastas jacobinos como Robespierre. Donde se encontraban los extremos era en el debate sobre la creación de un «nuevo orden judicial» y, sobre todo, de un código de leyes nacional que, a juicio de los bonapartistas entusiastas, conduciría a la perfección social y a la unidad política, pero que los críticos conservadores consideraban un instrumento más que emplear en la incesante agitación de la condición humana.

Para quienes preferían una interpretación estricta, el Código seguía siendo una expresión de la voluntad soberana. En las discusiones preliminares, el comité de redacción se enfrentó al problema de las lagunas temporales en la comunicación de las normas jurídicas, que, una vez propuestas, tardaban dos semanas en publicarse y en entrar en vigor. Napoleón, que asistió a muchas de estas reuniones, afirmó que eso era «una ofensa a la voluntad nacional» (cfr. Kelley, 1984, p. 43)[2]. Los redactores del Código llegaron al acuerdo de hacer los cálculos del tiempo necesario para comunicar a las provincias las órdenes legislativas (un día para cada veinte leguas a partir de París desde el primer día y, desde el Département del Sena, a partir del tercer día). De manera que la voluntad general mutó rápidamente en voluntad imperial, que emanaba concéntrica y matemáticamente de su fuente legislativa y se proyectaba sobre su fundamento nacional en forma de moral y obediencia.

La obsesión con una voluntad general revolucionaria, consular e imperial explica la suspicacia de Napoleón ante abogados y jueces. Al igual que Justiniano, Napoleón prohibió cualquier interpretación de su Código y, de hecho, la primera vez que se mencionó el asunto en las discusiones preliminares, los juristas imperiales expresaron su horror ante la posibilidad de que los jueces pudieran alterar la voluntad legislativa (cfr. Kelley, 2001). Según una máxima antigua, la interpretación de la ley estaba reservada al legislador. Los redactores bonapartistas advertían que, si se ignoraba esa regla, se volvería a los abusos del Antiguo Régimen, al antiguo imperio feudal, a causa del bucle creado por la interpretación judicial (Fenet, 1827, VI). Napoleón creía que, pese al cuidado con el que actuaba la escuela de interpretación literal, el denominado «culto de 1804», eso era exactamente lo que ocurriría si se reinstauraba la abogacía; si se seguía acumulando jurisprudencia; si los maestros de derecho de la nueva Université napoleónica disputaban entre sí alterando el carácter de la norma; si los historiadores analizaban las complejidades de la historia de la misma y si los debates internacionales sobre la naturaleza de la ley minaban la sencilla teoría de la soberanía legislativa[3].

Retrospectivamente, lo que era cada vez más evidente no era tanto lo que había destruido la Revolución como las continuidades y pervivencias que resurgieron con la Restauración. En parte era la antigua tradición jurídica, que había logrado sobrevivir de manera oficiosa en tiempos de la Revolución primero y durante la reactivación bonapartista después, una tradición cuya mentalidad llevaba consigo mucho de la teoría y la práctica jurídica del Antiguo Régimen. El derecho revolucionario e «intermedio» recurrían al precedente, las partes principales del articulado del Código de Napoleón se basaban en la obra de R. J. Pothier y de otros juristas del antiguo orden, y los juristas y magistrados de la Restauración decidieron reforzar deliberadamente los vínculos con los padres fundadores de su gremio (A.-J. Ar­naud, 1969).

Juristas como Portalis, P. P. N. Henrion de Pansey, Charles Toullier y P.-J. Proudhon reestablecieron o reforzaron, de formas diversas, las continuidades jurídicas con las tradiciones feudales, corporativas y parlamentarias del Antiguo Régimen. Historiadores franceses como Augustin Thierry, François Guizot y Jules Michelet desarrollaron proyectos paralelos en el ámbito de la historia académica y de la «resurrección», en palabras de Michelet (Kelley, 1984, pp. 93-112, 2003, pp. 141 ss.).

Esta visión continuista tenía, en parte, un fundamento político, sobre todo entre los adversarios y víctimas de las políticas revolucionarias y bonapartistas. Las opiniones conservadoras de Portalis se oyeron por vez primera en los debates preliminares para la redacción del Código, pero se siguieron expresando durante toda la Restauración. Portalis rechazaba las «falsas doctrinas sobre el contrato social y la soberanía, así como las falsas premisas de la libertad extrema y la igualdad absoluta». Lo que Portalis recomendaba al comité era elaborar el texto del Código del Pueblo Francés, como lo llamaban en origen, atendiendo a la reforma gradual de leyes e instituciones, basándose en la experiencia práctica y no en la perfección teórica. En contra de la mentalidad revolucionaria que exigía una utopía de la noche a la mañana, Portalis proclamó la necesidad de «honrar a la sabiduría de nuestros padres, que dieron forma al carácter nacional»[4].

En opinión del magistrado émigré Bernardi, la ley no era la creación de un único gobernante sino «la acumulación de la razón de todos los siglos» y el «producto de las grandes revoluciones que habían tenido lugar en Europa durante el siglo XVI en religión, política e incluso literatura», convirtiendo a aquella época en una de las más memorables de la historia moderna (Bernardi, 1803, p. 3). Bernardi mencionaba los nombres no sólo de Burke, sino también de Claude de Seyssel, cuya Monarquía de Francia (1515) celebraba el carácter conservador y equilibrado de la «constitución» francesa (es el término que usa Bernardi). La comparaba con el absolutismo romano, el equivalente al «dominio corso» y a los «veinticinco años sin ley» de tiempos del propio Bernardi, que rechazaba la denominada (sin razón) «revolución» de su época.

Henrion de Pansey tenía una deuda similar con la vieja tradición jurídica. Se inspiró en Charles Dumoulin, el príncipe de los juristas del siglo XVI. Henrion alababa Francia por ser una «monarquía temperada» sometida a «leyes fundamentales» (Henrion de Pansey, 1843; cfr. Salmon, 1995). Tanto durante el periodo bonapartista como después, defendió el principio de la judicatura vitalicia y (citando, entre otros, a Montesquieu) afirmó que el príncipe nunca debía interferir con la «autoridad judicial». Fue magistrado durante el gobierno de Napoleón y presidente del Tribunal de Casación hasta su muerte, en 1829. Le compensaron por sus esfuerzos con una membresía honoraria en la «Escuela Histórica del Derecho», que no contó con discípulos en Francia hasta 1815[5].

LA NUEVA HISTORIA EN FRANCIA

Antes de la Revolución, juristas e historiadores celebraban juntos las glorias y continuidades de la historia de Francia. Una de las expresiones más extraordinarias de este tradicionalismo es el resumen erudito de la historia constitucional francesa elaborado por Marie-Charlotte-Pauline Robert de Lezardière, publicado en 1792 bajo el título de Théorie des lois politiques de la monarchie française. Lezardière elogiaba la herencia germánica de la monarquía francesa y su «constitución política», término al que da un sentido similar al recomendado por Burke en la misma época (Lezardière, 1844; Carcassonne, 1927). Pocos libros se han publicado en un momento peor, y este nació muerto en el primer año de la República francesa. Medio siglo –y dos revoluciones– después, sin embargo, revivió gracias a Guizot, que logró publicarlo en 1844, cuando él y colegas suyos como Augustin Thierry y Jules Michelet ya habían dado forma a la «nueva historia» de la Restauración.

Durante la Restauración, cuando los académicos románticos empezaron a cobrar interés por el pasado medieval de la nación, el auge del anticuarismo reforzó el tradicionalismo jurídico (Gooch, 1913, pp. 130 ss.; Kelley, 2003; Mellon, 1958; Moreau, 1935; Reizov, s.f.; Stadter, 1948; Walch, 1986). Políticamente, quien tuvo mayor importancia fue sin duda Guizot, que se labró una gran reputación como historiador de la civilización antes de dedicarse a la política en 1830. Como afirmó en una clase durante un curso impartido en 1820: «Vamos a considerar las instituciones políticas de Europa a partir de la fundación de los estados modernos, desde la óptica del nuevo orden político surgido en la Europa de nuestros días […] En contra de nuestra voluntad y sin nuestro conocimiento, las ideas que ocupan el presente nos seguirán a cualquier parte del pasado que elijamos estudiar» (Guizot, 1852, p. 521). Según Guizot, que adoptaba un punto de vista deliberadamente whig, la lección que la política podía extraer de la historia era el gradualismo, y de ahí que «estuviera ansioso por combatir las teorías revolucionarias y por suscitar interés y respeto hacia el pasado histórico de Francia» (Guizot, 1858-1859, I, p. 300). Antes de la Revolución de Julio de 1830, habló de sus motivos y de los de otros adversarios del movimiento borbonista; «nuestras mentes estaban llenas de la Revolución inglesa de 1688», afirmó (Guizot, 1858-1859, II, p. 17). Para Guizot, 1830 era la culminación de la historia y el triunfo de la burguesía y de sus valores: «justicia, legalidad, publicidad y libertad». Esta era la «civilización» que Guizot alababa en sus cursos y obras publicadas. Suponía se haría realidad en cuanto se instaurara la Monarquía de Julio, por la que abogaba –un gobierno que no sólo representaba la culminación de la historia sino asimismo, en palabras de algunos observadores, «la victoria de los juristas».

El auténtico fundador de la «nueva historia» de la Restauración francesa fue Augustin Thierry, un discípulo de Saint-Simon, que rechazaba a la escuela filosófica y fue un escritor prolífico de historia popular, sobre todo de la Edad Media inglesa y francesa (Gossman, 1976; Smithson, 1972). Compartía totalmente la perspectiva whig de Guizot (con su presentismo y su anglofilia), quien, en 1836, le encargó recopilar las fuentes para escribir una historia del Tercer Estado desde la Alta Edad Media; un encargo significativo tanto desde el punto de vista académico como desde el ideológico. «¿Qué es el Tercer Estado?», había preguntado Sieyès en 1789. Y, respondiendo a su propia pregunta, había añadido: «todo», aunque hasta entonces no había sido «nada» y tan sólo había anhelado convertirse en «algo». Thierry recopiló materiales históricos para contestar a la pregunta de Sieyès y describir ese «algo» en lo que se había convertido el Tercer Estado: nada más y nada menos que en la nación misma. En su introducción a su colección de monumenta del Tercer Estado, describe el ascenso de los comunes y el «progreso de las diferentes clases no pertenecientes al estamento nobiliario [Roture] hacia la libertad, el bienestar, la ilustración y la relevancia social» (Thierry, 1866).

Para Michelet, la historia era a la vez una expresión de la universalidad humana, una lucha entre libertad y fatalismo, una épica nacional, una teodicea y una alegoría del yo; fue escribir historia lo que dio acceso a Michelet al gran canon de la literatura francesa. Pero también fue un gran explorador de «la gran catacumba de manuscritos» que habían sobrevivido a la Revolución. Y al igual que Thierry, escribió una historia metapolítica de autocreación nacional con ayuda de los monumentos jurídicos que constituían tanto las últimas voluntades del Antiguo Régimen como la profecía de la nueva Nación, que, según Michelet, era el legado final de 1789: el triunfo de la ley y la justicia que la primera revolución había prometido. La etapa final del proceso sería la de los tres «días gloriosos» de esa segunda revolución en la que la historia se transformaría en un «Julio eterno» para celebrar la victoria de la libertad sobre el «fatalismo» (Michelet, 1972, II, p. 217; Kelley, 1984a). La imposibilidad de resolver los problemas sociales de principios del siglo XIX y los sucesos de 1848 destruyeron tanto los sueños revolucionarios de fraternidad social –de una nación sin clases– como la monarquía constitucional misma. Pero el ideal burgués de una nación unificada bajo principios liberales se conservó bajo otras formas de gobierno, primero imperial y luego republicana.

En general, el pensamiento académico de juristas e historiadores cualificó, criticó o se opuso a los ideales de la acción revolucionaria basándose en la experiencia y en la inercia históricas. El derecho revolucionario, incluido el Código Civil, era necesariamente abstracto y no sólo había que interpretarlo sino, asimismo, aplicarlo a casos y problemas concretos. Esa había sido la función de la antigua «ciencia del derecho» y de la jurisprudencia, que procedía con arreglo al precedente o a las intuiciones de los jueces. Los historiadores posrevolucionarios también hacían hincapié en la existencia de fuerzas subpolíticas que obstaculizaban el cambio directo y el control que los defensores de la nueva ciencia social –la «ciencia de la legislación»– atisbaban. Participaron en el debate político con estos argumentos, aunque los constitucionalistas y teóricos macropolíticos no siempre los escucharan.

LA ESCUELA HISTÓRICA ALEMANA

En Alemania se llevaba escribiendo historia desde muy antiguo, pero «el pensamiento histórico era algo nuevo allí cuando llegó de rebote tras la Revolución francesa», escribió Lord Acton, quien añadía: «La reacción romántica, que empezó con la invasión de 1794, fue una revuelta de la historia desatada» (Acton, 1985, p. 326). Desde los tiempos de Acton hemos aprendido mucho sobre las raíces dieciochescas de esa influencia, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo y mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 326). Los especialistas alemanes habían adoptado una visión histórica para resolver los problemas políticos, constitucionales y jurídicos mucho antes de la Revolución. La Aufklärung alemana fue muy crítica con el racionalismo acrítico de los philosophes franceses. Los expertos en derecho insistían en el valor del «derecho positivo» (en contraposición al universalismo del derecho natural) y los historiadores, sobre todo los de la Escuela de Gotinga del siglo XVIII, empezaron a estudiar las ideas de individualidad nacional y de evolución cultural. En los escritos de J. S. Pütter (1725-1809) sobre historia constitucional y del derecho, por ejemplo, se rechaza la sistematización abstracta y se opta por el estudio de las costumbres e instituciones de Alemania, que el autor creía «firmemente arraigadas en su constitución, parcialmente en su clima y en todo lo que es común a las circunstancias alemanas» (Reill, 1975, p. 184; Butterfield, 1955; Kelley, 2003). El Volksgeist de Herder era similar, una expresión más filosófica de la naturaleza orgánica de la sociedad, del derecho y de la organización política.

Sin embargo, las Guerras de Liberación alemanas dieron lugar a un estudio más intensivo del pasado nacional. La nueva Universidad de Berlín, fundada en 1808, sustituyó a Gotinga como centro de estudios históricos y jurídicos (Gooch, 1913). Barthold Georg Niebuhr, Karl Friedrich Eichhorn, Karl Friedrich von Savigny y más tarde Hegel fueron algunas de las figuras del momento que se sintieron atraídas por este nuevo centro de la identidad nacional. Eichhorn publicó el primer volumen de su historia pionera sobre el derecho y las instituciones alemanas, que traslucían a su juicio una vida nacional que se remontaba hasta los francos. Esta obra fue complementada por las antigüedades jurídicas de Jacob Grimm, discípulo de Savigny y, sobre todo, por los Monumenta Germaniae Historica, una colección sistematizada de fuentes históricas y jurídicas que se empezó a publicar en 1826 y que aún se sigue elaborando. Este tipo de recopilaciones fueron la base del intento de reconstrucción del pasado nacional, tarea paralela al movimiento por la unidad política y jurídica del Estado alemán que muchos de estos académicos defendían y alababan.

El líder de la Escuela Histórica del Derecho del siglo XIX fue Savigny, pero su auténtico fundador había sido Gustav Hugo (1764-1844), quien había estudiado con Pütter en Gotinga y enseñaba derecho en la Universidad de Heidelberg (Marino, 1969; Whitman, 1990, pp. 205-206; Ziolkowski, 1990). La obra fundamental de Hugo era un manual de derecho civil (reeditado muchas veces entre 1789 y 1832) en el que ofrecía una nueva interpretación crítica del «derecho natural como filosofía del derecho positivo». Hugo era el traductor del famoso capítulo 44 de Auge y caída del Imperio romano de Gibbon, consagrado al derecho romano, en el que no hablaba de la historia del derecho como un académico sino como un teórico que desdeñaba la «mera metafísica» y la «dogmática del derecho natural», así como el teorizar vacuo de los fisiócratas o los Ekonomisten (Hugo, 1819, pp. 4, 28). Consideraba que la historia del derecho y la «antropología jurídica» eran los fundamentos del sistema jurídico, una «enciclopedia» útil para la formación de nuevos juristas. Creía que el derecho era la etapa final de la larga evolución de las costumbres de una sociedad o nación concretas. En opinión de Hugo, había que tener un conocimiento de experto en estas materias para poder emitir cualquier juicio político o legal.

Tras 1814, Hugo y su obra se vieron eclipsados por un colega más joven, Savigny, a quien habían contratado en la Universidad de Berlín en 1810, ocho años antes de la llegada de su colega y rival Hegel (Marino, 1978; Meinecke, 1970, pp. 158-159)[6]. La Escuela Histórica empezó a cobrar importancia cuando se publicó una revista editada por Savigny y Eichhorn, la Zeitschrift für Geschichtliche Rechtswissenschaft, y, sobre todo, al año siguiente, cuando Savigny publicó su manifiesto. La premisa de toda la obra de Savigny, incluidas su historia del derecho romano en la Edad Media y su último libro, un «sistema» de derecho civil inacabado, era que el derecho «lleva una doble vida; por un lado, es parte de la existencia agregada de la comunidad, de la que nunca se distancia. Por otro, en manos de los juristas se convierte en una rama del conocimiento». Ambos aspectos se habían visto conculcados por el imperio internacional de Napoleón y su vertiente jurídica: el Código Civil. «En cuanto Napoleón hubo sometido todo a su despotismo militar, se aferró con ansia a esa parte de la Revolución que respondía a sus propósitos e impedía la vuelta a la antigua constitución» (Savigny, 1831, p. 71). Las Guerras de Liberación alemanas habían acabado con su despotismo y creado unas condiciones bajo las cuales «[el] espíritu histórico ha despertado en todas partes y no deja lugar a esa autosuficiencia superficial a la que hacíamos alusión» (Savigny, 1831, p. 71).

Lo que estaba en juego eran dos concepciones de la razón jurídico-política. La de la escuela filosófica, que la identificaba con sistemas universales y abstractos, y la de la escuela histórica, que entendía que la razón humana era experiencia acumulada de siglos de evolución cultural. Para los críticos del racionalismo, como Herder y Portalis, la historia no era sólo la expresión de esa experiencia, sino también una crítica (en el caso de Herder, una «metacrítica») a la «razón pura» asociada a Kant y, más vulgarmente, a los jacobinos, bonapartistas y radicales como Tom Paine, quien rechazaba el discurso antirrevolucionario de Burke y quería «llegar con el hacha hasta la raíz» (Paine, 1989b, p. 70). Esta era la actitud que Savigny deploraba. «Sólo a través suyo [de la historia] puede establecerse un vínculo vivo con el estado primitivo del pueblo», afirmaba, «y la pérdida de esa conexión arrebata a cualquier pueblo la mejor parte de su vida espiritual» (Savigny, 1831, p. 136). Era exactamente lo que había ocurrido tras la Revolución en Francia y lo que Napoleón había sistematizado y convertido en dogma.

Estos fueron algunos de los temas controvertidos suscitados por el manifiesto de Savigny, que se recogen en los panfletos de A. W. Rehburg y, sobre todo, de A. F. T. Thibaut (un colega de Hugo en Heidelberg), que defendían la redacción de un código general para Alemania. El desacuerdo real entre Savigny y Thibaut no era que uno tendiera a la historia y el otro a la filosofía (Thibaut también defendía su postura desde un punto de vista histórico), sino la forma de entender adecuadamente la historia moderna[7]. Savigny no creía que los tiempos estuvieran maduros para la redacción de un código, mientras que Thibaut afirmaba que el derecho civil moderno trascendía las limitaciones locales del Volksgeist en sus primeras formas. ¿Estaba preparada Alemania para convertirse en un Estado nacional unificado con su propio sistema jurídico? La cuestión no se zanjó sino en 1900, con la entrada en vigor del Código Civil alemán.

En la primera mitad del siglo XIX, Savigny tenía muchos discípulos fuera del ámbito de la profesión jurídica y de Alemania. Lingüistas historiadores como Jacob Grimm (que había estudiado con Savigny en Berlín) y economistas políticos como Wilhelm Roscher aplicaron las premisas y prejuicios de Savigny en sus propias líneas de investigación para reforzar la defensa de la educación para el pueblo –el Volk, la contrapartida alemana a la nation francesa–. Políticamente, la Escuela Histórica se parecía bastante a la filosófica; Savigny ejerció una influencia similar a la de Hegel, su gran rival en la Universidad de Berlín: ambos tenían discípulos de izquierdas y de derechas. En Francia los seguidores de Savigny esperaban que sus doctrinas pudieran complementar la «revolución social» inacabada, mientras que otros asociaban su historicismo exclusivamente a la creación de un Estado nacional autoritario (Kelley, 1984a). Apreciamos la misma divergencia, incluso más radical si cabe, en la progenie intelectual de Hegel.

La influencia de la Escuela Histórica alemana llegó incluso al Nuevo Mundo, que evidentemente no estaba lastrado por un pasado feudal como Europa, pero, aun así, mostraba un patrón de evolución similar. «El derecho norteamericano surgió de la necesidad, no de la sabiduría de los individuos», escribió George Bancroft (quien había estudiado en Alemania) refiriéndose al periodo de la Revolución norteamericana. «No fue un legado de ultramar; surgió de la mente americana como algo natural e inevitable, pero por medio de una evolución lenta y gradual. La idea sublime de una nación unida aún no había nacido» (Bancroft, 1876, IV, p. 568).

En vísperas de la Revolución francesa, el pensamiento político alemán bebía en la tradición jurídica de diversas formas. La idea del Estado de derecho (Rechtsstaat), acuñada por K. T. Welcker en 1813 y popularizada por Robert von Mohl, era una alternativa atractiva (y en cierto sentido apolítica) al Estado absolutista o arbitrario (Polizeistaat) y al basado en la voluntad popular (Volksstaat) de Rousseau y Robespierre. Esta ciencia jurídica del Estado (Staatswissenschaft) sugería la posibilidad de una vía media entre progreso y reacción, y se vio reforzada por la labor de constitucionalistas como K. S. Zachariae, que defendía la «antigua constitución» germánica con sus libertades anejas comparables a las alabadas por ingleses y franceses (Kreiger, 1957, p. 253; Stahl, 1830; Whitman, 1990, pp. 95-96, 141-143).

Cuando intentaron dilucidar la base adecuada para un gobierno tan moderado surgieron desavenencias en las filas de la Escuela Histórica y del «nuevo profesorado» del siglo XIX. Por un lado, estaban Savigny y sus partidarios, que afirmaban que la «recepción» del derecho romano había empezado en el siglo XV y que la tradición «moderna», al basarse en la recepción del usus modernus Pandectarum de Justiniano, requería una estructura jurídica romanista. Por otra parte, estaban los disidentes, incluidos el antiguo discípulo de Savigny Jacob Grimm, que consideraba que lo importante era la costumbre alemana creada por el pueblo, y su excolaborador Eichhorn, que fundó una nueva revista «germanista» en 1839 (Mittermaier, 1839). Según C. J. A. Mittermaier, otro desertor del bando de Savigny: «Nuestro derecho es contrario a la conciencia nacional, a las necesidades, las costumbres, las actitudes y las ideas del pueblo»[8]. Su concepción democrática del derecho no tenía nada que ver con la del seguidor de Savigny G. F. Puchta, que en su libro sobre derecho consuetudinario afirmaba que la costumbre era en realidad una creación de los juristas, no del Volk, aunque entendía que, aun así, encarnaba el espíritu nacional (Beseler, 1843; Puchta, 1828).

CONSERVADURISMO Y RADICALISMO EN INGLATERRA

En Inglaterra existía una estrecha y venerable alianza entre la historia y el derecho, inherente a la tradición del derecho común y de la «constitución antigua». Para Edmund Burke, en cuya obra se basó Savigny, la historia era «un gran libro […] desplegado para nuestra instrucción, del que extraer los materiales de la sabiduría futura de entre los errores del pasado y las flaquezas humanas» (Burke, 1969, p. 247; Blakemore, 1988). Burke comparaba 1789 con 1688. «Nuestra revolución», afirmaba, «se llevó a cabo para preservar nuestras antiguas e indisputables leyes y libertades; la Ancient Constitution, en la que se basa nuestro gobierno, es nuestra única garantía de ley y libertad» (Burke, 1969, p. 117). Burke hacía una comparación injusta entre el ejercicio del derecho en Francia e Inglaterra, señalando que la «ciencia de la jurisprudencia […] es la razón acumulada de los tiempos», no una tarea que emprender con la «mera apoyatura de la metafísica de un estudiante, o las matemáticas y aritmética de un recaudador de impuestos» (Burke, 1969, pp. 193, 299).

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