Inconsciente 3.0

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Inconsciente 3.0
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Colección + Otra

Dirigida por José María Álvarez,

Juan de la Peña y Kepa Matilla

INCONSCIENTE 3.0

Lo que hacemos con las tecnologías y lo que las tecnologías hacen con nosotros

GUSTAVO DESSAL

Prólogo de Javier Peteiro Cartelle

Epílogo de Juan de la Peña


Colección + Otra

Créditos

Colección + Otra

Dirigida por José María Álvarez, Juan de la Peña y Kepa Matilla

Título original:

Inconsciente 3.0 - Lo que hacemos con las tecnologías y lo que las tecnologías hacen con nosotros

© Gustavo Dessal, 2019

© Del Prólogo: Javier Peteiro Cartelle, 2019

© Del Epílogo: Juan de la Peña, 2019

© De esta edición: Pensódromo SL, 2019

Diseño de cubierta: Lalo Quintana

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Editor: Henry Odell

p21@pensodromo.com

ISBN print: 978-84-121166-4-9

ISBN: ebook: 978-84-121166-5-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

1  Prólogo

2  Nota preliminar

3  Introducción

4 Capítulo I - Los lazos amorosos y familiares en el mundo digitalLa nueva alienaciónLa trascendencia digital, o cómo escapar de uno mismoReinventar la historiaEl salón de las voces perdidasGoogle, el memorioso

5  Capítulo II - Milenarismo High Tech

6  Capítulo III - Una paranoia extendida

7  Capítulo IV - Profecías de una nueva humanidad

8  Capítulo V - No hay algoritmos sin metáforas

9  Capítulo VI - ¡A la conquista de la eternidad!

10 Capítulo VII - El i-PatientUn brindis por la inmortalidadLos nuevos diosesHaz el bien, pero no dejes de mirar a quiénLos genes, unidos, jamás serán vencidosLas nuevas guerras médicas…No solo de escáneres viven los pacientes

11  Capítulo VIII - No te olvides: vas a morir

12  Capítulo IX - Tecnologías, alienación y función de desconocimiento

13  Capítulo X - Cuerpos sin almas

14  Capítulo XI - La Inteligencia Artificial en el campo del goce

15  Capítulo XII - El inconsciente en la época del yo cuantificado

16  Capítulo XIII - ¿Hay alguien al mando de algo?

17  Capítulo XIV - Las nuevas máquinas de influencia

18  Capítulo XV - Retornos de lo real

19  Capítulo XVI - Los hombres las prefieren femeninas. Muchas mujeres también

20  Capítulo XVII - El goce de ver nada también se paga

21  Capítulo XVIII - Esa cosa inasible llamada sexo

22  Capítulo XIX - ¿Cuánto cuesta mi objeto a?

23  Capítulo XX - Triunfo de la mirada, derrota de la oscuridad

24  Capítulo XXI - Sin ti no soy nada

25  Capítulo XXII - Un disfraz precario llamado oportunidad

26  Epílogo

27  Acerca del autor

Prólogo

por Javier Peteiro Cartelle

Parece que vivimos una época revolucionaria a escala global, aunque abunden grises políticas nacionales. No se trata ahora de una revolución burguesa o proletaria. Tampoco de algo parecido a la «revolución industrial». Ni siquiera estamos ante revoluciones científicas como las que acogió el siglo pasado: la mecánica relativista, la mecánica cuántica y la transición a la biología molecular que, prevista por Schrödinger, empezó, podríamos decir, en el año 1953 con el modelo del ADN.

No hay esos hitos «buscados», pero sí se han dado como efectos colaterales en el ámbito técnico que parece cada vez más acelerado con respecto al científico. Si internet es algo de anteayer, las redes sociales son de ayer, la vigilancia por reconocimiento facial es de hoy, y la edición genética de embriones, los implantes biónicos y una posible inteligencia artificial independiente son planteamientos de un futuro que se vislumbra ya muy próximo. El smartphone supone la cristalización de evoluciones técnicas convergentes; en un solo objeto de bolsillo tenemos un ordenador, una máquina de fotos y videos, un sistema de navegación por GPS (Global Positioning System), acceso a redes sociales, agenda, sensores médicos, juegos electrónicos… incluso un teléfono.

¿Vamos bien? O mejor, ¿hacia dónde vamos? Hay, como siempre, pesimistas y optimistas. Unos auguran el riesgo de ser dominados por sistemas de inteligencia artificial autónomos y replicantes o una catástrofe sanitaria nanotecnológica. Otros, en cambio, perciben que la vida mejorará y que incluso se alcanzará una singularidad tecnológica que permita la inmortalidad transhumanista, aunque no sea para todo el mundo.

Parece que estamos, como decía Norman Cohn, en pos del milenio. Otra vez. A la espera de una salvación técnica, incluyendo tintes religiosos aunque se pretendan ateos, pero salvación al fin… o condena definitiva.

La prospectiva tecnocientífica suele caracterizarse por errores de bulto. Pero ya no se trata de mirar al futuro sino al mismísimo presente que parece confundirse con él en una carrera imparable hacia el control técnico para bien médico, para el bien social y también para el mal imaginable. Somos testigos presentes de algo que creíamos futurible; suicidios por sexting, control de nuestras idas y venidas, historiales médicos informatizados y alojados, con todas las consecuencias, en eso que llamamos «la nube» y que no tiene nada de etéreo.

El poder real sigue existiendo pero, a la vez, se propicia el sentimiento de autonomía del que brotan los influencers, los empoderados, las peticiones de todo tipo en change.org, los grupos de WhatsApp que pueden arruinar la vida a un profesor…

Emerge una constelación de síntomas novedosos o acentuados; adicciones, soledades, fobias, cibercondrías. La técnica puede liberar, pero también enfermar y matar. Nos hallamos ante algo novedoso, ante algo que debe ser analizado al detalle en lo que es y lo que implica para el ser humano. Lo más generalizado tiene que ver ahora con lo más concreto, con la singularidad de cada cual, con nuestros deseos, aspiraciones, defectos; con lo mejor y lo peor del sujeto. Ante eso no basta, aunque se precise, con una filosofía de la ciencia o de la tecnociencia. Mucho menos con limitarse a construir una historia de «avances». Tampoco basta con «adaptarse al cambio», en el mito de un progreso imparable, con los ingenuos y manejables medios de la psicología conductista, o las versiones narcisistas de la tradición oriental como el yoga o mindfulness, ya asumidas como bondadosas por quienes controlan los sistemas laborales. ¿De qué se trata, entonces? Quizá pueda decirse de modo simple aunque resulte complicado. Se trata de situarnos.

Es eso lo que facilitará la lectura de un libro excelente como este ensayo de Gustavo Dessal. El título ya anuncia su originalidad y su intención, íntimamente relacionadas.

Es original no sólo por la extensa revisión crítica del desarrollo técnico habido y previsto; también por la mirada hacia su interacción con el sujeto; una mirada dirigida a través del prisma de la experiencia psicoanalítica.

El libro puede parecer osado sólo a quienes consideran impropio salirse de su particular campo de acción (incluyendo psicoanalistas), pero esa supuesta osadía es imprescindible porque se requiere el enfoque sistémico y no parcelado de una realidad que parece que nos sumerge.

 

La seriedad del estudio que este texto muestra lo distancia claramente tanto de nostalgias inútiles como de fantasías milenaristas. La intención del autor, no obstante, no es meramente descriptiva, ni siquiera crítica en sentido general. Su finalidad persigue mostrar cómo el contexto tecnológico en rápida evolución nos influye y puede influirnos en el futuro. Para ello, usa la mirada privilegiada que le confiere su ejercicio como psicoanalista y, en general, la sabiduría que le caracteriza. Su campo no le aísla, sino que le sirve de observatorio privilegiado desde el que contemplar, comprender y concluir enseñando.

Es desde ese saber que Dessal facilitará a lo largo de su obra que nos situemos, que sepamos un poco mejor dónde estamos, despertando la intuición de lo que somos para que quedemos algo más advertidos ante lo inminente.

Es sabido que no cabe hablar de psicoanálisis de la historia, de la ciencia, del arte o de lo que sea, así, en general, a diferencia de la reflexión filosófica, pues un psicoanálisis lo es siempre solo de alguien concreto y no de algo; se trata de una relación clínica singular. Ahora bien, sí es posible referirse a algo desde el psicoanálisis de muchos. Es precisamente desde el encuentro con el síntoma en su multiplicidad de presentaciones que un psicoanalista se halla en un buen lugar para señalar cómo algo influye en alguien e intuir hasta qué punto el síntoma mostrado, el que requiere ayuda, depende de la civilización en la que el sujeto está inmerso. Pero eso sólo será factible si, además de psicoanalista, se es inquieto y culto, cualidades que Dessal ha venido mostrando ampliamente a lo largo de su rica e ilustrada trayectoria, de la que no es excluida la creatividad literaria.

Si algo nos caracteriza como seres humanos y, por ello, como constructores biográficos y actores de la historia, es, aunque pueda parecer extraño o incluso paradójico, lo que ignoramos de nosotros mismos, lo que nos es inconsciente. El inconsciente, algo que surge desde la relación inicial con la alteridad, que requiere del habla (ser humano es ser hablante, aunque se sea sordomudo) y que puede abocarnos a lo peor. Dessal va entretejiendo su libro con luminosas pinceladas psicoanalíticas y en un lugar define el inconsciente de un modo claro y conciso: «un saber que sabe lo que yo no sé, y en el que no me encuentro, pese a que ese saber rige mi vida». Descartes estaba equivocado. Si solo dependiéramos del pensamiento, de la lógica, no repetiríamos en general lo peor, no seríamos perturbados por el síntoma, eso que apunta a lo más íntimo de nosotros. Pero no somos máquinas pensantes, sino sujetos de goce (peculiar término lacaniano que suele referirse muchas veces a lo que parece contrario, al sufrimiento anímico); tampoco somos entes biológicos emulables sino biografías que requieren a un Otro para ser factibles.

A veces se dice que olvidamos la historia cuando suceden catástrofes provocadas por seres humanos, pero no es cierto porque, aunque la recordemos, seguiremos repitiéndola, precisamente por la fuerza de lo inconsciente. En esa reiteración, el milenarismo resurge hoy aunque sea de un modo distinto al que se dio en otras circunstancias. También ahora se espera la salvación, pero esta vez carece de base una espera salvífica universal. Una escisión de la sociedad con una esclavitud generalizada es más probable que en épocas consideradas hoy como brutales. No se trata de que seamos esclavizados por máquinas como especie, sino de una bipolaridad extrema entre una élite de poder y una gran masa de siervos, preferiblemente voluntarios; no se precisan cadenas si uno es feliz en su estado miserable, y abundan fármacos y coaches para ello. En ese pretendido mundo feliz, en cierto modo previsto por Huxley, hay algo que puede ser elemento de salvación; es precisamente el síntoma psíquico, eso que se resiste al adiestramiento, un síntoma que puede variar con las épocas y lugares, pero síntoma al fin, que revela la necesidad inagotable de ser y que indica que el psicoanálisis no es cosa del pasado sino que seguirá siendo necesario y probablemente, más que ahora, en los tiempos que se avecinan.

No somos seres algorítmicos aunque así se nos pretenda por el neocapitalismo y la falsa ciencia. Nunca seremos equiparables a una máquina, ni siquiera en las «averías» y, como certeramente señala Dessal, las ingenierías jamás podrán «arrebatar el cuerpo» a la medicina.

François Cheng decía, en un bello juego sonoro, que «l’esprit raisonne, l’âme résonne». El espíritu cartesiano seguirá razonando, pero es esa alma, que resuena como viviente, con el cosmos del que recibe y al que otorga, quizá a veces, sentido, la que ha de resistirse a la nueva alienación algorítmica que el neocapitalismo más crudo pretende. Esa resistencia sostiene nuestra libertad real. A esa posibilidad ética se nos convoca en este hermoso libro.

Nota preliminar1

En las últimas décadas, las denominadas «nuevas tecnologías» han contribuido a cambiar de forma exponencial nuestra vida. Mientras la ciencia se mueve con la lentitud propia de su método, la técnica posee una aceleración vertiginosa y su incidencia en todos los rincones de la existencia humana es irrefutable. Aliadas incondicionales del neoliberalismo económico, de los nuevos modos de la política y de la manipulación de masas, al mismo tiempo permiten prodigios cuyos beneficios sería absurdo discutir. No obstante, los psicoanalistas —o al menos muchos de ellos— han adoptado una posición ambigua, en ocasiones moralizante, ante los avances del cambio tecnológico, y alertan contra los graves peligros a los que nos enfrentamos. No hay duda de que si tomamos en cuenta que internet tuvo su origen en una serie de investigaciones militares, esa marca está presente y no podrá borrarse nunca. Por otro lado, su expansión infinita ha cambiado la fisonomía de la vida y con ello ha contribuido también a generar nuevos síntomas, en el sentido que el psicoanálisis le confiere a este concepto: algo que posee un lado mórbido cuando nos hace obstáculo o se lo padece; pero que paradójicamente puede cumplir una función estabilizante, como anclaje de la posición de un sujeto, cuando ofrece un anudamiento que hace más tolerable o alivianada la vida. En ese sentido, los usos sintomáticos de las nuevas tecnologías son para el psicoanálisis un motivo de estudio tan importante como los efectos patológicos que en algunas ocasiones podemos comprobar. Por lo tanto, el propósito de estas páginas es investigar algunas consecuencias epistémicas y clínicas de las nuevas tecnologías en la subjetividad. El psicoanálisis sigue siendo, en un mundo que prácticamente ha quedado por completo recubierto por la técnica, una praxis excepcional, puesto que no requiere de ningún dispositivo para llevarse a cabo, salvo el que le es específico: el dispositivo de la transferencia. Tal vez esa relativa exterioridad nos proporcione una posición privilegiada para poder abordar algunos de los fenómenos contemporáneos que obedecen al crecimiento rizomático de la tecnología, sin necesidad de asumir una postura que —incluso de forma inadvertida— pueda traducir sutilmente una nostalgia del Nombre del Padre2.

A lo largo de estas páginas, habré de exponer algunos de los graves problemas que las nuevas tecnologías han introducido en nuestro mundo, teniendo en cuenta que el conocimiento al que podemos tener acceso es limitado, puesto que una gran parte de lo que sucede se mantiene celosamente oculto por un complejo entramado de intereses privados, públicos, políticos y mercantiles. Pero la exposición y análisis de dichos problemas no implica una posición «antitecnológica» por mi parte. Las tecnologías son transpolíticas, es decir, son empleadas por todas las orientaciones ideológicas, las autoridades políticas, policiales y militares. Su empleo es múltiple, así como sus fines. En tanto psicoanalista, me interesa señalar el factor sintomático implicado tanto en la creación de las tecnologías como en sus distintas aplicaciones.

La intención de este libro es poder despertar también el interés de quienes no están familiarizados con la teoría y la clínica analíticas. No estoy seguro de que ese objetivo haya sido logrado, pero al menos me sentiré satisfecho de estimular en los lectores profanos una curiosidad por lo que el psicoanálisis tiene para decir sobre este tema.

Gustavo Dessal

Agosto de 2019

Introducción

Podía darse la circunstancia de que una persona alcanzara lo que se denominaba Grado Máximo de Saturación Técnica (GMST). Un GMST era un individuo de origen humano que a consecuencia de graves accidentes civiles o de combate, ataques terroristas o sucesivas enfermedades, ya no poseía ningún elemento orgánico natural. En ese caso su constitución física era indistinguible de los individuos de fabricación industrial, concebidos para compensar el déficit creciente de la tasa de natalidad que desde hacía siglos afectaba a todo el planeta. La condición de GMST figuraba en los dispositivos de identidad para dejar constancia del origen humano del individuo, aunque a los fines sociales y legales no existían diferencias respecto de los seres de procedencia industrial. Solo en situaciones extremas el Estado Global podía hacer uso de medidas excepcionales que instauraban una línea divisoria entre humanos y máquinas, aunque en la práctica tales medidas no solían aplicarse debido a su impopularidad. Ni siquiera la Guerra del Fin de las Guerras provocó una segregación identitaria, y el espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que nadie quedase excluido de la destrucción absoluta.

Gustavo Dessal, «El alma de las bicicletas»3.

El presente libro reúne algunos ensayos que fueron publicados en distintas revistas o expuestos en conferencias y varios capítulos escritos exprofeso para este volumen. A la dificultad de tratar el tema de la incidencia de la tecnología en la subjetividad se le añade el hecho de que el objeto de estudio se transforma a una velocidad que vuelve obsoleta toda reflexión. Por ese motivo he revisado, ampliado y actualizado en la medida de lo posible todo el material que aquí presento, aún sabiendo que pese a todo no podré evitar que en breve quede retrasado ante los vertiginosos cambios tecnológicos que Gordon Moore, cofundador de Intel, reflejara en la famosa ley que lleva su apellido4. Según dicha ley (en verdad más bien una observación empírica), el número de transistores en un microprocesador se duplica cada dos años. Esta progresión de crecimiento exponencial (que hoy en día sigue comprobándose) es también la medida de hasta qué punto todo el paradigma social contemporáneo está forjado sobre la base del valor supremo de la velocidad. La ley de Moore no solo sirve para apreciar el modo en que la tecnología se desarrolla, sino que me permito utilizarla como una suerte de metáfora de la aceleración imparable que el discurso capitalista imprime a todas las facetas del mundo actual. Si la pulsión fue definida por Freud como una fuerza constante que no conoce otoños ni primaveras, el desarrollo tecnológico es, por el contrario, una fuerza que va en aumento, retrato y al mismo tiempo vehículo de la implantación hegemónica de ese discurso, aunque como veremos, esa aceleración tenga importantes matices que deben ser explicitados.

La temporalidad propia de la tecnología va determinando una suerte de separación o independencia entre esta y la ciencia, incluso hay quienes diagnostican más bien una absorción de la ciencia por la técnica, lo que supone el sometimiento de la ciencia a las reglas exclusivamente financieras. Eso se verifica, entre otras cosas, en el hecho de que la segunda es objeto de una confianza y una fe ciegas, que hasta hace unas décadas solo se le confería a la primera. Se confía en que la tecnología podrá dar solución a todo, o a casi todo. Gracias a la tecnología, lograremos alzarnos por encima de los límites que pesan sobre la condición humana y alcanzar un estatuto inédito. Esta visión se basa, fundamentalmente, en la creencia de que las asombrosas conquistas que se han realizado en materia de telecomunicaciones pueden ser extrapoladas a otros ámbitos, como por ejemplo al de la nanotecnología aplicada a la biología humana. La intensa campaña de marketing desplegada por los profetas de la tecnología, con el apoyo sostenido de los medios de comunicación (que han sumado al sensacionalismo de los crímenes el reclamo publicitario de presuntos descubrimientos mágicos, sobre todo en materia de salud), intentan convencer a la opinión pública de que el progreso es un movimiento que se expande de forma cada vez más rápida y sin retroceso.

 

Aunque esto puede ser cierto en algunos ámbitos, en otros resulta al menos dudoso, cuando no completamente falso. Esta confianza ciega en la omnipotencia tecnológica no es un fenómeno nuevo, pero ha cobrado un impulso mayor en las últimas décadas, en buena medida gracias a los logros de los ingenieros informáticos pero también debido al espíritu profundamente religioso que subyace a este optimismo exaltado. El transhumanismo es quizá el mejor exponente de esta posición radical, que concibe el advenimiento de un punto de inflexión en la historia de la humanidad al que Vernon Vinge denomina singularidad tecnológica5, seriamente debatido y cuestionado, pero que cuenta entre sus filas de adherentes con personalidades extraordinariamente destacadas. Es el caso de Ray Kurzweil, un reputado ingeniero informático e inventor de fama internacional al que Larry Page (cofundador de Google) contrató para su empresa. La singularidad tecnológica es una suerte de visión posmoderna del milenarismo tradicional, que augura la llegada de un acontecimiento mesiánico bajo la forma de una inteligencia artificial que habrá de superar a la de los seres humanos. En cierto modo, podríamos decir que eso no sería realmente una gran proeza, teniendo en cuenta que los seres humanos no están particularmente dotados para la inteligencia, sino que se caracterizan más bien por su debilidad mental. Pero dejando de lado las ironías psicoanalíticas, lo serio de este discurso es el hecho de estar auspiciado y promovido por inmensas fortunas que han apostado a conquistas tales como la curación de todas las enfermedades y la realización del sueño de la inmortalidad.

La importancia del transhumanismo no reside simplemente en que sus apuestas sobre el futuro lleguen o no a cumplirse, sino en que las metáforas que emplea ejercen un extraordinario poder, ya que construyen un modelo de pensamiento determinista según el cual la tecnología es la expresión del destino que indefectiblemente tendrá lugar, y cuya realización sigue un curso que ya no está gobernado por leyes humanas ni tampoco divinas. Esas metáforas convierten a la tecnología en un orden autónomo6, que sigue su propia trayectoria y avanza hacia su cumplimiento definitivo, diseñando un horizonte de felicidad universal gestionada por la inteligencia artificial.

El peligro de estos movimientos es que, bajo el disfraz de un presunto interés «apolítico» por el bienestar de la humanidad, lo que está en juego es un poderoso conjunto de intereses económicos aliados con las fuerzas más reaccionarias del neoconservadurismo. Max More es tal vez un buen exponente de lo que esto significa, aunque su ejemplo es uno entre muchos. En 1988 dio a conocer sus ideas sobre lo que denominó «extropianismo», una filosofía que eleva a un grado superlativo el optimismo respecto de los avances en materia de nanotecnología, ingeniería genética e inmortalidad. Es —casualmente— el CEO (Chief Executive Officer [Oficial ejecutivo en jefe]) de Alcor Life Extension Foundation, una empresa tecnoinmortalista que provee servicios de criogénesis y conservación de información de datos cerebrales a fin de resucitar los cuerpos en un futuro7. Como es de suponer, se trata de una compañía que maneja fabulosos presupuestos de incierta procedencia, aunque tal vez lo que más nos interese sea indagar en los fundamentos pseudocientíficos en los que se basa para promocionar sus productos. Si entramos en su pagina web, veremos un curioso ensayo que pretende justificar la cientificidad de los procedimientos técnicos. Según parece, tras la criogenización y posterior «resurrección» del gusano Caenorhabditis elegans, el animalito ha dado muestras de retener su memoria olfativa, lo que vendría a «demostrar» que esto mismo puede cumplirse en el caso de un ser humano. Calificar como delirantes a estos postulados es a todas luces insuficiente. En primer lugar, porque para el psicoanálisis de Jacques Lacan el delirio es una propiedad universal del ser hablante. En segundo lugar, porque la mayoría de los descubrimientos e invenciones que cambiaron el curso de la historia han sido posibles gracias a la fuerza del delirio y su certeza. Lo fundamental es el hecho de que la psicosis demuestra poseer en estos casos una funcionalidad y una capacidad de penetración real en el mercado. El extropianismo y otras formas de transhumanismo pueden ser un delirio, pero debido a la economía que generan y al discurso político que representan en su presunta neutralidad «científica», merecen ser atendidos como signos de que la fetichización de la tecnología no es un asunto de minorías extravagantes o sectas marginales, sino que obedece a grupos de poder nada desdeñables.

A la luz de la historia, muchos autores y pensadores han mostrado cómo el milenarismo es un recurso fantasmático que resurge —con nuevas vestimentas y una misma finalidad— cada vez que los seres humanos se confrontan a un cambio de paradigma. Lo más inquietante es que, según las épocas, la salvación puede llegar para todos o solo para los elegidos. El tecnomilenarismo promete un paraíso en el que nadie quedará excluido, pese a que los acontecimientos tal como se presentan en el momento actual parecen indicar todo lo contrario, que la tecnología no solo no habrá de traer la felicidad para todos, sino que más bien servirá para trazar de forma mucho más acentuada las graves diferencias sociales, económicas y políticas que hoy padecemos8. Esta es una de las razones más evidentes por las cuales debemos pluralizar el concepto y el enfoque de la tecnología, manteniendo todo el tiempo la perspectiva de su pluralidad. En efecto, la disponibilidad casi general de la telefonía móvil y el acceso a la comunicación digital pueden llevarnos a la confusión de creer que eso mismo sucede con otras formas de tecnología.

Con independencia de su verosimilitud y del auténtico desarrollo logrado, las tecnologías que apuestan a una prolongación de la vida o a la detección y erradicación de graves patologías en ningún caso estarán al alcance masivo de la población, no solo debido a su elevado coste económico, sino fundamentalmente porque el dominio de esos modos de tecnificación (como el de los medios de producción) habrá de convertirse en uno de los mayores artífices de los procedimientos de segregación social. Los debates éticos demuestran la enorme dificultad para delimitar de forma precisa y fundamentada la diferencia entre los beneficios, por ejemplo, de la manipulación genética, y la perspectiva de que estas tecnologías puedan conducir a proyectos eugenésicos que una vez más nos precipiten hacia los abismos más siniestros de la historia.

La alternativa del discurso naturalista no resulta, en el fondo, mucho menos preocupante. La idea de una naturaleza que ha sido corrompida por la acción maléfica de la tecnificación puede muy bien ser el vehículo de posiciones altamente reaccionarias. No existe ninguna naturaleza en un sentido abstracto. La naturaleza también es una construcción discursiva y, por lo tanto, un artificio de lenguaje. La idealización romántica de la naturaleza debe ser cuestionada tanto como la fetichización de la tecnología. Ello, por supuesto, no significa desatender los legítimos esfuerzos llevados a cabo por los movimientos ecologistas, que precisamente se distinguen por contextualizar el sentido de lo natural en un discurso político y no en el romanticismo reaccionario del retorno a las fuentes originarias incontaminadas.

Mientras en épocas anteriores el conservadurismo tendía a idealizar el pasado y a acentuar la nostalgia por una imaginaria Edad de Oro que era menester recobrar, las formas modernas de algunos sectores conservadores han convertido el futuro —al que presentan con la misma imaginería que antes le otorgaban al pasado— como la Tierra Prometida a la que seremos conducidos por el carro triunfante de la tecnología. Uno de los aspectos más engañosos y temibles de esta reificación de la tecnología no depende de que, desde el punto de vista empírico, muchos de sus augurios sean dudosamente realizables, sino de que la felicidad se vislumbre bajo la forma de un sistema social presuntamente apolítico y superador de todas las diferencias ideológicas. Bajo esta apariencia, sin duda se esconde el demonio de un neoliberalismo que, a fin de realizar sus designios, manipula los eternos sueños humanos induciendo en ellos el espejismo del progreso. No es muy difícil reconocer que la confianza absoluta en el misticismo tecnológico obedece a la misma lógica que subyace a la creencia en la «mano invisible» del mercado. Que el progreso se haya verificado en incontables aspectos del saber humano no significa que esa tendencia sea una ley natural ni que carezca de «efectos secundarios», en demasiadas ocasiones mucho más graves que los males presuntamente superados.

Sobre este tema vale la pena citar a John Gray quien, de una manera muy freudiana, explica:

Los que creen en el progreso —ya sean marxistas, anarquistas, socialdemócratas o neoconservadores, o positivistas tecnocráticos— conciben la ética y la política como si fuesen una ciencia, de tal modo que cada paso hacia adelante permite nuevos avances futuros. Creen que la mejora en la sociedad es acumulativa, y que la eliminación de un mal implicará la desaparición de otros en un proceso siempre abierto. Pero los asuntos humanos no muestran signo alguno de sumarse en esa forma: lo que se gana siempre puede perderse y a veces —es el caso del retorno de la tortura como técnica aceptada de guerra y de gobierno— en un abrir y cerrar de ojos. El conocimiento humano tiende a aumentar, pero los humanos no por ello se vuelven más civilizados. Siguen propensos a toda clase de barbarie y mientras el crecimiento del saber les permite incrementar las condiciones materiales, también aumenta el salvajismo de sus conflictos9.