Loe raamatut: «A la salud de la serpiente. Tomo I»

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Primera edición en MINIMALIA, abril de 2010

Director de colección: Alejandro Zenker

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

Para la realización de este proyecto se recibió el apoyo económico del

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Programa

de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales, emisión 2009.

© 2010, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

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ISBN 978-607-8312-04-7

Hecho en México

Índice

Gustavo Sainz: el novelista como operador de los discursos, por Evodio Escalante

Prostituyendo a la juventud

Página cinco, enmarcado con diferente título...

La gente

Tres temas

En voz alta

La gente

Cartas de nuestros lectores

Acuse de recibo

Figuras, figurines, figurones

Cartas del público

Aeropuerto

Cartas al Director

Este proyecto narrativo es para Carlos Fuentes, quien una vez describió

a los novelistas como hermanos de Luzbel, es decir, curiosos, tentadores

y condenados. También es para Gabriel Careaga y Jorge Aguilar Mora,

tan lejos, y para Alessandra Luiselli, Claudio y Marcio Sainz, tan

cerca, y está dedicado a todos ellos con el respeto y la admiración de este

aprendiz de curioso, de tentador, de condenado.

…mi historia,

¿son las historias de un error?

La historia es el error.

La verdad es aquello,

más allá de las fechas,

más acá de los nombres,

que la historia desdeña:

el cada día

—latido anónimo de todos,

latido

único de cada uno—,

el irrepetible

cada día idéntico a todos los días.

La verdad

es el fondo del tiempo sin historia.

Octavio Paz: Nocturno de San Ildefonso

¿Por qué habías de contarnos sólo lo que ya sabemos, sino revelarnos lo que aún ignoramos?, ¿por qué habías de describirnos sólo este tiempo y este espacio, sino todos los tiempos y espacios invisibles que los nuestros contienen?, ¿por qué, en suma, habías de contentarte con el penoso goteo de lo sucesivo, cuando tu pluma te ofrece la plenitud de lo simultáneo?

Carlos Fuentes: Terra Nostra

…¿Qué decir de la Historia si es licencia poética

decir que se repite, que el incesante error

de los vencidos se repite, que el Poder del Imperio se repite?

Algo hay, yo te diré

que te conduce a afirmar el pasado y a repetir un acto equivocado

para sentir que existes /porque eres desdichado por ejemplo/

y es inútil el acto, pero no obstante obligado

de repetir, pudiera ser que en el siguiente ciclo

se abran las puertas de la justicia

o de la paz.

Rodolfo Hinostroza: Gambito de rey

Gustavo Sainz: el novelista como operador de los discursos

Evodio Escalante

¿Qué es la literatura? Un mustang

sin problemas de estacionamiento.

Gustavo Sainz

Lo primero que surge durante la lectura de A la salud de la serpiente (México, Grijalbo, 1991) de Gustavo Sainz, es la pregunta por el género: ¿es esto una novela? Claro que no, es mucho más que eso. Es un espléndido retrato generacional, es un mantra liberador y acerca de la liberación, es una reflexión acerca del arte del siglo xx, es un ajuste de cuentas con la llamada novela de la onda, es el primer texto totalizante acerca del movimiento del 68 que funciona por sí mismo, sin necesidad de andaderas; es un retrato del artista como perro joven, es un collage discursivo que pone a prueba la noción de autor, es una bomba de tiempo colocada en las entretelas del sistema, es un monumento erigido a la presencia ubicua de Jorge Luis Borges y otras personalidades que lo acompañan, es una novela (sexual) amorosa, es una carta de amor para los cuates de hoy y de siempre, es una denuncia del aparato político mexicano, es una evocación de Octavio Paz, José Revueltas y Carlos Fuentes en su momento de mayor gloria: cuando eran los líderes espirituales de un amplio movimiento de rebelión juvenil. Pero cualquier intento de inventario está condenado a quedarse corto. A hacer corto circuito, mejor: a hacerse circuito corto. El texto de Sainz chisporrotea y escapa a los inventarios. Es un sentido homenaje a James Joyce, es una demostración de que también se puede escribir con las tijeras (y con un poco de Pritt), es una celebración de la juventud, es un sonoro escupitajo sobre la idea de nacionalismo, es una glorificación del cine como arte de nuestro tiempo, es una aventura a fondo de los terrenos de la vanguardia. ¿Necesito agregar algo?

No todos los días aparece un garbanzo de a libra. A la salud de la serpiente es, para mí, un garbanzo de a libra, tanto más valioso en cuanto menos previsible. Cuando uno pensaba que el 68, al menos en la literatura, se había quedado pasmado, surge este texto que incorpora con naturalidad, como parte de su propia respiración, la rebelión juvenil de esa década. Si dejamos de lado a David Martín del Campo con Esta tierra del amor y a Agustín Ramos con Al cielo por asalto, se diría que toda una generación de novelistas fracasó con la papa caliente del 68. Palinuro de México, que es un libro extraordinario de un narrador idem, mete con calzador los sucesos de Tlatelolco y, por supuesto, en ese punto no convence. Si muero lejos de ti, de Jorge Aguilar Mora, intentaba un procedimiento oblicuo: contar el 68 desde la perspectiva de una banda de halcones, con una enana afásica de por medio, con resultados que a la distancia se antojan pírricos. Fue necesario esperar 20 años para que el movimiento del 68 nos entregara, por fin, y por este conducto, una obra maestra. Un libro realmente imprescindible.

La noción de novela y la de autor, las dos juntas, estallan con este nuevo libro de Sainz. Ni la novela es más novela ni el autor es más autor. He aquí lo interesante del asunto. Sainz nos entrega con este libro lo que a mí me gustaría llamar un vehículo narrativo, un vehículo que impone sus reglas de viaje a los lectores, y que más que proponer una estancia o una habitación, lo que receta es un viaje en un tobogán que pasa por mil lugares sin hacer escala en ninguno, ejemplo de una movilidad pura que hechiza al lector y que virtualmente podría continuar hasta el infinito. Por otro lado, periclitada la imagen romántica del autor como un inspirado o un poseído por las musas, oxidado el concepto de la originalidad creadora, Sainz se revela en este texto ni más ni menos que como un conductor. Por un lado, es el conductor del vehículo narrativo: él ha invitado al viaje y ha fijado el itinerario; por otro, también es conductor en el sentido que adopta el término en la electrónica: un cierto material cuya función es dejar pasar. Como una parabólica, Sainz detecta todos los discursos, los pone en lista de espera, y luego los deja fluir. Los conduce del limbo estratosférico en que se encontraban, algún oscuro rincón del tiempo, y los trae hasta nuestra azorada pantalla de espectadores mudos, sin palabras.

Sainz o el operador de los discursos. A la salud de la serpiente tiene una estructura específica en la que es necesario reparar. Cada capítulo está formado por tres sectores delimitables sin mayor problema: a) por un discurso ajeno, tomado de los periódicos; b) por un monólogo del narrador, quien siempre se refiere a sí mismo usando la tercera persona del singular; y c) por una vuelta del discurso ajeno, integrado esta vez con cartas de los amigos. El discurso de los otros, sea el de la prosa periodística, sea el de esas cartas de los cuates, enmarca y sitúa, por decirlo así, el discurso del narrador. Primer síntoma de una crisis yoística. La palabra la tienen los otros. El autor no es de ningún modo un comienzo, un incipit de la textualidad, sino acaso su eslabón último y provisional.

Pero, bien visto, también los monólogos del narrador están trabados, desde adentro, por el discurso ajeno. El discurso de Sainz, en efecto, rebosa de citas textuales y no textuales, entrecomilladas y no entrecomilladas. Trozos de canciones, fragmentos de novelas, citas de Paz o de Fuentes, poemas completos (a veces en otro idioma), intervenciones en italiano, portugués, inglés, francés, instrucciones de los aviones fasten seat belts entreveradas dentro del ritmo de la prosa, poemas de protesta viet soul/viet cong, lemas o consignas de la rebelión juvenil durante la década de referencia, capitulares de los periódicos, los gritos de la multitud en un concierto de Morrison, la voz estentórea del mismo Morrison diciendo i want to kill you father, impresionantes listas de películas o de novelas, referencias a otros libros del propio Gustavo Sainz, frases de Borges convertidas en monedas del saber generacional. El texto se convierte en un prodigioso tejido intertextual. Todos los discursos están disponibles, a la mano. Chin chin para el que no sepa cómo apropiárselos. Cómo incorporárselos. El operador de este texto se los ha devorado todos sin ningún conflicto con el súper yo. Es decir: sin sentimientos de culpa.

No sería extraño, dentro de la campaña del escándalo en la que se ha metido desde hace tiempo Sainz, que esta peculiar disposición textual le traiga problemas con sus colegas escritores. ¿Quién tiene el copyright en efecto de una carta de Fuentes? ¿Es que la carta es del destinatario y él puede hacer con ella lo que quiera, incorporarla, por ejemplo, a la novela que está escribiendo? ¿Puede volver asunto literario y, por lo tanto, poner a la vista de todos lo que era intimidad, correspondencia de persona a persona? ¿Qué dirán Gabriel Careaga y Jorge Aguilar Mora, otros de los signatarios adivinables tras los pseudónimos de Kastos y Athanasio Bustamante? ¿Se reconocerán en esos textos? ¿No tendrían alguna reclamación sobre las regalías?

No menciono lo anterior para buscarle problemas a Sainz, sino para indicar los límites de su audacia. Todo lo sabemos entre todos, decía Reyes. Todo lo hacemos entre todos, podría enmendar ­Gustavo. Las nuevas formas literarias, creo, están muy por encima de cualquier preocupación de tipo legalista. Sainz hizo bien en saquear cuanto texto le pareció saqueable. En literatura, los resultados son los que cuentan. La verdadera legitimación se finca ahí, y sólo ahí. Asumiéndose menos como un autor que como un operario de los discursos, menos como un iluminado que como un ensamblador, Gustavo Sainz ha logrado tejer un texto impresionante, un texto que seduce por su pluralidad y por su potencia, por su fidelidad a los tiempos así como por su capacidad para adulterar y para poner a su servicio el infinito de los discursos.

El hecho de que cada capítulo se abra con textos tomados de los periódicos le otorga, además, una interesante dimensión sociológica a su libro. Sociológica y autorreferencial, si lo puedo decir así. Resulta que Sainz inserta con el nombre y la fecha de un periódico fronterizo (El mexicano, La voz de la frontera, Sol del valle) los dimes y diretes que se originaron cuando un profesor de preparatoria dio a leer a sus alumnos una novela “inmunda, obscena, llamada Gazapo”, escrita por un redomado lépero de la hez metropolitana que res­pondió al nombre de Gustavo Sainz y murió en 1940. A partir de este discurso ajeno, manipulado o no, inventado o no, Sainz explora un doble dispositivo. El primero de ellos, histórico-generacional, detecta los efectos de la literatura de la onda en un sector de la sociedad mexicana de la época. No es que Sainz necesite teorizar acerca de esta novelística. Le basta con mostrar las ronchas que produjo. He aquí un indicador sociológico de primera importancia. No sé si esto ya lo haya adelantado alguien, pero creo que la estrategia narrativa de Sainz estimula la conclusión: la aparición de la llamada novela de la onda es paralela o concomitante con el surgimiento de lo que había de ser la rebelión juvenil contra el sistema político mexicano.

La novela de la onda implica, de hecho, una verdadera revolución lingüística. Consiste en rescatar y en valorar, en cuanto literatura, una jerga que carecía de prestigio y legitimidad. Plebeya y muy acá, la subversión encabezada por Agustín y Sainz alcanza con A la salud de la serpiente una consagración sin precedentes. Se vuelve ella misma objeto de reflexión literaria. Como que ya es parte de nuestra historia.

El otro dispositivo es puramente narrativo. Sainz usará cada vez algún fragmento del discurso exógeno para referirse a su propia persona. Sabotea, con este recurso, el indudable egocentrismo de su relato. Durante el primer capítulo, por ejemplo, para referirse a sí mismo, el narrador empleará la fórmula “el redomado lépero de la hez metropolitana”. En otra parte dirá “el inmundo y ­multiplicado”, “el autor de turbios y repugnantes tratados de bellaquería”. En otra “el autor del libro de marras”, a quien se había hecho una propaganda mejor que a la Cocacola, o bien “el Príncipe de los gandules cien por ciento irresponsables de sus actos, informales y que no merecían confianza ni respeto”. Técnica de distanciamiento, se diría evocando a Brecht, y que le funciona a la maravilla como una suerte de mecanismo multiplicador. Sainz es y no es Sainz. Es él mismo y es el otro: el que ven los demás. El que se ve a sí mismo como un otro acomodado precariamente entre los demás. Paranoia y esquizofrenia. Cercanía y alejamiento. Endogamia y tabú del incesto. Es como si Sainz, el cinéfilo, estuviera provisto con un zoom de la palabra, y que lo usara a capricho, pero siempre de modo calculado.

Cuando el procedimiento está a punto de volverse estereotipo, Sainz cambia las reglas del juego y elimina las entradas periodísticas. La literatura, ese mustang sin problemas de estacionamiento, de parqueo, como dirían en el Norte, se mueve como quiere y por donde quiere. Con A la salud de la serpiente, Sainz ha conseguido para sí y para nosotros, sus lectores, un texto libérrimo, un vehículo que transita ad libitum, sin hacer caso de señalamientos o restricciones de tránsito. Sainz rompe la camisa de fuerza de la novela y nos descubre un fascinante universo discursivo del que no dan ganas de bajarse nunca. ¿Libérrimo? Sí, libérrimo, lo que no quiere decir que carezca de estructura o de planeación. La mejor libertad, quizás, es la que el artista calcula poniendo el ojo en los resultados. El artista, pues, tiene que ser el visionario de su propia obra. Tiene que poseer ese don de ver hacia adelante, un poco más allá, tal vez, y de adelantarse así a las reacciones del lector, al que ha de tener en un puño. Con este texto, Gustavo Sainz ha demostrado que lo tiene.

A la salud de la serpiente, a la salud de esa víbora que se muerde la cola: México, el lugar del que ya te conté. Enhorabuena. Otra vez: enhorabuena. Que se repita.

* Este artículo se publicó en Sábado (suplemento cultural de ­Unomásuno) el 11 de mayo de 1991.

Periódico El Mexicano

Mexicali, Baja California

Jueves 7 de noviembre de 1968

Página Editorial

Prostituyendo a la juventud

por Cristóbal Garcilazo

El señor doctor don Miguel Serafín Sodi, caro amigo nuestro, anda indignado con toda justicia. Sucede que una amiga particular de su familia, cuyo nombre nos reservamos por elemental discreción, fue a consultarle si, en su opinión, era debido que en un conocido colegio particular de estudios superiores obligaran a su hija, una señorita de 18 años, a leer en alta voz, ante sus compañeros de clase, varones y señoritas, una sucia obra pornográfica, dizque en práctica de literatura “moderna”.

La “obra” literaria es una novela inmunda, obscena, llamada Gazapo, y su autor un redomado lépero de la hez metropolitana que respondió al nombre de Gustavo Saiz y murió en 1940.

La señorita, al tropezar con frases impublicables del “genio” desa­parecido, suspendió la lectura, toda ruborosa y avergonzada, pero el “profesor” que responde al apellido Padilla, pretendió obligarla a que continuara leyendo aquel párrafo de majaderías impubli­cables. Hemos tenido a la vista la famosa “obra literaria”, y francamente, señor licenciado Padilla, si usted hubiese obligado a una de nuestras hijas a leer tales obscenidades ante sus compañeros y compañeras de clase, a estas horas estaría usted muerto. Ni más ni menos. Ni una sola página de la “obra” puede ser transcrita aquí sin faltarle al respeto al lector.

La madre de la infortunada muchacha refiere que el “profesor” Padilla, al ver que la señorita se resistía a continuar la lectura, la increpó y amenazó de la siguiente manera: “Pues va usted a tener que leer algo peor, no solamente esto”, y a renglón seguido ordenó a la clase otro pozo de albañal que se llama La tumba. ¿Cómo estará el “libro” que cuando algunas muchachas trataron de adquirirlo se negaron a vendérselos en la librería?

El doctor Sodi, en defensa de la familia vejada en forma tan ruin, llamó a cuentas al director de la Preparatoria donde tuvo lugar el atentado, y este señor, tratando todavía de defender a su “catedrático”, por fin admitió que el licenciado Padilla es muy joven, y que aquello era un error de su parte. Sin embargo, el doctor Sodi no se muestra satisfecho: anda buscando los servicios de un abogado para acusar al “catedrático” y amigos que lo acompañan nada menos que de perversión de menores.

El caso no puede ser más grave. Mal que haya por ahí al alcance de la juventud miles de fosas sépticas disfrazadas de “libros modernos”. Que las compre quien tenga ganas después de todo. Pero qué bajo el pretexto de una clase de literatura en donde tratan de obligar a jóvenes adolescentes a que destapen esos albañales delante de compañeros y compañeras: eso ya no parece propio de un cerebro normal, y si esta clase de cerebros es la que tiene a su cargo conformar la mentalidad y el espíritu de nuestra juventud ¿a dónde va a parar México?

Acompañamos sinceramente al doctor Sodi en sus esfuerzos por detener él solo, luchando contra muchos, esa ola de cieno. Lástima que por circunstancias que no vienen al caso, no estemos en condiciones de unir al suyo nuestros esfuerzos en forma más efectiva. Pero no podemos dejar de exclamar ¡Pobre México, con estos “profesores”!


El Redomado Lépero de la Hez Metropolitana tan escandalosamente aludido en esos días, no era polvo en ningún carcomido ataúd tres metros bajo tierra, ni estaba tratando de convencer a ninguna jovencita de que entrara en su departamento, ni amordazando ni aderezando a ninguna niña, ni lamiendo ningunas nalgas firmes ni ninguna húmeda vagina ni ningunos senos excitables, ni desenterrando ningún cadáver fresco, ni amarrando a ninguna cama (lamentablemente) a ninguna asustada adolescente de ropas desgarradas, ni cerniéndose como un baterista frenético sobre las nalgas de ocho mujeres desnudas (igual que el Marqués de Sade, según Julio Cortázar), ni asesinando a nadie en ninguna catedral, ni practicando ninguna posición retorcida (y por otra parte impracticable) sugerida por el Kama Sutra, ni por el Chekan, ni el Kama Kala, ni el Shunga, ni la Filosofía del tocador, ni El arte de la alcoba, ni los orientales Secretos de la cámara de jade, ni los italianos Ragionamenti ni los Sonetti lussuriosi de Pietro Aretino, ni El arte del amor cortés de Andreas Capellanus, ni bailando ningún jarabe tapatío sobre ningún montón de hostias, ni hojeando ningún periódico de Mexicali (perversión señalada si las hay), ni revisando con ninguna linterna ninguna húmeda vagina (lamentablemente otra vez), sino que más o menos relajado y tranquilo, y al mismo tiempo derrengado y vulnerable, si no piqueteaba la pequeña máquina eléctrica de escribir tratando de agregar una página más a su novela en proceso, trataba de concentrarse y avanzar en la lectura de Quer pasticciaccio brutto de Via Merulana, en la edición milanesa de Aldo Garzanti, encuadernada con gruesas tapas rojas, papel carnoso, pesado, hermosa tipografía, recurriendo a cada traspiés a la traducción castellana de Juan Ramón Masolivier para la editorial Seix Barral, descoyuntado casi y semi reclinado, en una postura lamentable, digamos, apoyado o tratando de apoyarse sobre tres o cuatro almohadas en la cabecera de una cama individual, en el departamento 433 del edificio Mayflower, sobre la calle Dubuque, en la ciudad de Iowa, estado de Iowa, en los Estados Unidos, con una libreta de 200 páginas a un lado, abierta más o menos por la primera tercera parte, adonde anotaba frecuentemente, la sangre de, líneas garabateadas que luego sufría descifrando, evocaciones traídas por la lectura, algún malabarismo lingüístico, cierta palabra desconocida, algún adjetivo deslumbrante y de aplicación sorprendente, a contrapelo de cómo decían que Ramón López Velarde escribía sus poemas, no el texto con espacios en el lugar de los calificativos que vendrían después, para encontrarlos más adelante, sino calificativos sin texto, como para enriquecer el juvenil vocabulario, luchando por consumir renglones y párrafos, engarruñando la nariz al oler de pronto la mantequilla frita, debía ser Pía, competente nutricionista chaqueña, esposa de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, cocinando desde temprano, mientras desde otro carril de su cerebro empezaba, primero como un ruido, el griterío que hacía una multitud fuera de control al voltear un vehículo policial, una patrulla o una ambulancia, algunos disparos, carreras, órdenes, un crepitar de fuego, la humedad de un muro, el frío de un muro contra el cual se había repegado, vagamente atendiendo a un confuso rumor, voces más altas, consignas, y los rostros que cruzaban frente a él, fuera de él, la mancha blanca de una cha­marra, nuestros compañeros, y una pequeña llovizna estriando el paisaje, los rostros que no podía, que no hubiera podido reconocer, que trataba de adivinar, manchas de colores suaves y difusos, un grupo con una pancarta horizontal enarbolada como una lanza, la violenta hoguera de una patrulla incendiada, las llamas y el humo que salían del auto volcado negándose a ascender, como husmeando un lugar y otro, arrastrándose a la altura de los segundos pisos de las casas, serpenteando, barriendo los techos de un camión de pasajeros vacío, pintarrajeado y detenido a media calle, gente que se encontraba y separaba sin más propósito que alejarse de allí, la lucha no es sólo, otros que apresuraban el paso, la lluvia goteando de los árboles, la sirena de una ambulancia, o más, muchas sirenas de muchas ambulancias o carros de bomberos o patrullas policiales, y él quería que todos pasaran y nadie lo viera, quería disolverse en la lluvia y oía sus dientes rechinando, sentía como un peso al fondo de su estómago y se encogía, como en medio de una digestión imposible, el pelo chorreando agua sucia, los dientes castañeteando de frío y el estómago retorciéndose hasta que su atención retomaba de nuevo el hilo de la prosa de Carlo Emilio Gadda, un tufillo de ajo encimándose al de la mantequilla quemada, o se cruzaba con otro carril, por eso más o menos relajado y tranquilo, y se veía llegar a esa pequeña ciudad de Iowa una noche después de un día completo en diversos aviones, asombrado sobre todo por su aturdimiento, pues se había bajado en una ciudad anterior, y requirió tiempo para averiguar dentro de su confusión que allí no era Iowa City, y entonces correr de nuevo a la pequeña avioneta de ocho asientos, todo esto anotado en su gruesa libreta de Santiago Galas, su cabeza agitada volviéndose de un lado a otro, como un pájaro asustadísimo buscando al comité de recepción sin encontrarlo, sin la más puta idea de adónde ir, así que se acercó al teléfono ¿cómo se llamaba?, Engle, Paul Engle, sí, Eng, Engbretson, Engel, Engelhardt, Enggass, England, Englander, Engle Cynthia, Engle Paul, sí, lo encontró con facilidad y marcó el número que sonaba y sonaba y nadie acudía a levantar el auricular, pero en eso irrumpieron en el minúsculo aeropuerto, es decir, en la sala de espera del increíble aeropuerto de Iowa City, si a esa pequeñísima construcción podía llamarse aeropuerto, irrumpieron cuatro o cinco ruidosos latinoamericanos, un uruguayo, un matrimonio argentino, un chileno y un colombiano, y al final alto y pálido como un príncipe de las tinieblas, con los cabellos ralos y canos, casi transparente, el poeta Paul Engle seguido de Hua-Lin, una hermosa oriental muy condescendiente, muy amable, atenta, dulce, y los gritos de reconocimiento y el calor de la camaradería y la camioneta y las risas de todos y el consejo de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, después de explicar que se acercaban al centro, míralo rápido porque se acaba pronto, ni siquiera parpadees, che, y las casitas de madera estilo Nueva Inglaterra, tan lejos de Nueva Inglaterra, muchos árboles sombríos a esa hora, como gigantes amenazadores, el río como una cicatriz rencorosa, y los edificios de la Universidad, la biblioteca, el sistema burgués explotador, las calles desiertas, el doctor Francesco Ingravallo otra vez, no en Iowa aquella noche ni en su libreta, sino en la novela de Gadda sobre la que empezó a tamborilear con su plumón negro murmurando las extrañas cadencias dialectales, barriobajeras, pletóricas de ribetes eruditos, onomatopeyas, retornos estróficos y giros de pronto incomprensibles, en voz alta, porque le fascinaba la vitalidad gaddiana, su realismo a ultranza, encimando al italiano de Roma giros molisanos, vénetos o partenopeos, descansando el libro a veces o alternándolo como para ver cómo zanjaban los problemas de traducción, si Juan Ramón Masolivier (que era el traductor) se apropiaba de dialectos aragoneses, andaluces, gallegos, madrileños o éuskaras, o perdía el efecto sinfónico tan necesario para ritmar las tribulaciones de don Ciccio,

era il dottor Francesco Ingravallo comandato alla mobile: uno dei piú giovani e, non si sa perché, invidiati funzionari della sezione investigativa: ubiquo ai casi, onnipresente su gli affari tenebrosi, di statura media, piuttosto rotondo della persona, o forse un po’tozzo, di capelli neri e folti e cresputi che gli venivan fuori dalla metá delle fronte quasi a riparargli i due bernoccoli metafisici dal bel sole d’Italia, aveva un’aria un po’assonata, un’andatura greve e dinoccolata, un fare un po’tonto come di persona che combatte con una laboriosa digestione: vestito come il magro onorario statale gli permetteva di vestirsi, e con una o due macchioline d’olio sul bavero, quasi impercettibili però, quasi un ricordo della colina molisana,

en fin, y miraba de reojo la pared en donde alineaba los botes vacíos de coca-cola desde hacía un par de meses, porque llegó al final de septiembre y empezó simplemente a hacer una fila alrededor de la habitación pegada a la pared, y luego a equilibrar una segunda fila de botes, y una tercera, hasta que comprendió que podía enrojecer completamente una pared con esos botes que muy bien podían inmortalizar a Andy Warhol y que a él tanto le gustaban, ­brillantes y con el rítmico logotipo blanco sobre fondo rojo, enderezándose un poquito, no el logotipo sino él, un poco cansado de su posición, reacomodándose los genitales, mirando el reloj, porque cada veinte minutos partía un autobús que lo llevaba hasta el campus universitario adonde le gustaba ir a comer, más que nada por encontrarse con Robert Coover que había ganado el premio William Faulkner por su novela The Origin of the Brunists, y acababa de publicar un nuevo libro sobre un equipo de beisbol muy extraño, o no un equipo, sino un ambiente, aunque él afirmaba que era una novela teológica, sobre todo porque la había escrito en España, y en España todo el mundo era en aquellos tiempos un poco teólogo, The Universal Baseball Association, Inc., J. Henry Waugh, Prop., oliendo a cebolla esta vez, un aroma que le llegaba flotando desde el departamento de los Veiravé, a unas puertas de distancia, descansando el libro de Gadda a un lado, metiendo una tarjeta donde los Tres Chiflados tratan de hablar por un solo teléfono para señalar el lugar de la interrupción, la edición encuadernada italiana sobre la edición rústica española, y pensó en el cielo azul de Iowa dividido por esas líneas blancas que dejaban los aviones espías al volar demasiado alto, bombarderos que ininterrumpidamente daban la vuelta al mundo, y volvió a mirar su reloj, porque a las 12 del día y durante unos minutos, cada miércoles, todo en esa pequeña ciudad se inmovilizaba, los transeúntes se quedaban de pie, como petrificados, los automovilistas se detenían, se apagaban todos los aparatos eléctricos, muchos se sentaban en los bordillos de las banquetas, pero otros preferían mantenerse de pie, quietos, como protesta por la guerra de Vietnam, sus ojos fijos, sonámbulos, pasando del reloj a la libreta abierta, la libreta adonde anotaba sus ideas sobre la novela que estaba tratando de escribir, novela sin título todavía, aunque le gustaba Adolescente rostro perseguido, a veces sí y a veces no, porque también le gustaba Años fantasmas, y también Obsesivos días circulares, o Entienda quien pueda y en la que intentaba violentar ciertos hábitos perceptivos, digamos que al seguir a un personaje no representar solamente su mente pensando, sino lo que miraba, lo que leía automáticamente al pasar la vista por un periódico o una pila de libros, o mejor, sobre una puerta como la de su departamento en la que pegaba recortes de periódicos con noticias curiosas, y al mismo tiempo lo que oía, que bien podía ser una conversación en otra mesa si estaba en un restorán, o el radio en un departamento vecino, y los olores, como en ese momento que olía a jitomate frito y muy condimentado, las sensaciones térmicas, el zumbido del aire acondicionado, y desde luego las inscripciones en su cerebro, en las paredes de su cerebro como en las bardas de los terrenos baldíos en la ciudad de México, a la manera de una serie de imágenes fijas, inmóviles, congeladas, a veces cada una de ellas demasiado distinta de la precedente como para poder establecer cierta continuidad, reflejos de luces sobre el asfalto mojado, por ejemplo, zapatos abandonados, periódicos deshojados, alados y pisoteados, castigados, golpeados por bruscas gotas de lluvia, una barda pintarrajeada la sangre de nuestros compañeros nos hace seguir, y el discurso consciente sobre el rollo del ensueño, lo que imaginaba, lo que sentía, lo que prefería sentir, la sensación de ternura, de increíble feminidad que notó que lo había envuelto la noche anterior durante la cena en casa de Hua-Lin, conversando con Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini, como adentro de una burbuja, Ambrosia, una alumna de la Universidad con provocativos senos en flor y un brillo en los ojos plomizo, extraño, cierto aire mediterráneo, piamontés, y una estremecedora gravedad, profundidad, vibración de su voz imposible de registrar mediante la escritura, hablando de narradores y novelas latinoamericanas de las que parecía saberlo todo, hasta con un poco de humor, una chispa, dos o tres anécdotas, difícil saber lo que pretendía ocultar con eso, él fascinado con su extraordinario perfil, imaginando cómo se vería después de bañarse, al acabar de despertar, mohína, era difícil imaginar su mal humor, y si él la contradecía provocaba no su enojo sino risa, y además ya había leído su primera novela, ¿Gazpacho?, Ambrosia, sí, la primera novela del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, de título tan raro, ¿Garsapo?, no se iba a llamar así explicaba él, sino Los perros jóvenes, pero había salido la novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, mientras él esperaba la publicación de su manuscrito, y se vio en la necesidad de cambiarlo, primero pensó en Conejo extraordinario, pero al editor no le gustaba y además existía esa novela de John Updike, Run, Rabbit, run, y por otra parte Envoy extraordinary, de William Golding, en fin, una novela que él tildaba de ensayo narrativo, cuando no de linosignos, Ambrosia acordándose regocijadamente de casi todo, por qué siempre decía probablemente, decía, y tal vez y quizás, todo afirmado y negado al mismo tiempo decía sotto voce y él así, asombrado, contentísimo, apenas probando, pichicateando la extraordinaria comida oriental, atento más bien a la lengua inquieta de la bella Ambrosia, a la formación de sus dientes, lavados sin duda concienzudamente tres o cuatro veces diarias durante todos los días de su inquietante vida, sus labios como, aunque no iba a hacer ninguna comparación y ni siquiera se le ocurrían comparaciones, más bien calculando si cederían a cierta presión, si los mordería primero o los lamería, esperando mirar y ser mirado por sus ojos azules verdes dorados grises, patentizando que era posible quedar anonadado, absolutamente subyugado, atento, casi enamorado, deslumbrado, entusiasmado, excitado, hipnotizado, o estaba de pie junto a la cocina del departamento 433 del Mayflower, residencia para estudiantes, abandonando el recuerdo de esa sensación extraordinaria de gineceo, de burbuja tibia y femenina, o femeninamente tibia, acomodándose el sexo erecto bajo el pantalón, cimbrado por la risa, por cierta risa, tratando de desconectar la cafetera, riendo con todo el cuerpo, con las vísceras, porque a la presencia casi mágica de Ambrosia se sobrepuso la de Luiz Vilela, cuentista brasileño que le había contado que entró en una zapatería y había pedido un par de sailors, y al ver el extrañamiento del vendedor empezó a exigir unos sailors señalándose los pies, unos sailors, cuando quería decir unos tenis de modelo especial, o un alumno de Carlos Cortínez, el estudiante chileno que, según él, escribió en un ejercicio que había ido al supermercado a comprar groserías, riendo con sus libros bajo el brazo, cerrando la libreta que estaba sobre la mesa y organizándolo todo para volverse a derrumbar una vez más y leer, o tratar de leer, sonriendo todavía, cierto olor a café flotando persistentemente en el cuarto, recordando a otro alumno de Español 102 que escribió en un examen que la cebra era una emoción, encebrado entonces, apapachando almohadas antes de dejarse caer, la lucha no es sólo contra los granaderos es contra el sistema burgués explotador, allá muy al fondo de su cerebro, y ruido de agua hirviendo, de carne cociéndose en el departamento vecino, de agua cayendo, Ambrosia preguntándole si podía decirle algo de ese afán por la confusión y la complicación en el arte moderno, y él queriendo concretar la respuesta a América Latina, inquiriendo si ella conocía otra área idiomática adonde hubiera tantas novelas difíciles de leer, tan difíciles como Cambio de piel, Los peces, Rayuela, Paradiso o Conversación en la catedral, que para él y para un grupo de lectores que podrían llegar a calificar como profesionales, es decir, habituados a los problemas que presentaba la lectura en esos días, no eran ni más ni menos difíciles que otras novelas francamente populares, como La isla de las tres sirenas ¿de Wallace?, que consumía con avidez la clase media idiota de América Latina, sino que, por el contrario, eran más apasionantes, pero muchísimo más apasionantes que esas novelas de gran venta, aunque se podría argüir que en una novela como Los peces, o en Grande sertão: veredas no pasaba nada, y no sería difícil demostrar que pasaba todo, y más de lo que era posible sintetizar en unos cuantos minutos, con voz pacientemente neutra, aplicada, casi magisterial, y eligiendo cuidadosamente las palabras, porque Ambrosia hablaba el español como segunda lengua, y era probable que no iba a entender ningún localismo, y menos la jerga clasemediera Colonia del Valle que farfullaba él, ocasionalmente, era cierto, pero siempre de improviso, un buza caperuza, un como agua para chocolate, o no te entumas, o chócala, o cómo te quedó el ojo, o a mí me la cuchiplanchan, o no te la acabas, o aquí nomás mis chicharrones truenan, o tu nieve de qué la quieres, o botellita de jerez, o échame aguas, o por si las reco­chinas moscas, que resultarían francamente extraños para una muchacha de Siena, de padre milanés y madre norteamericana de Boston, que había aprendido español en el Palazzo Garzoni-Mozo, en San Marco, Venecia, y luego en Middlebury College, Vermont, adonde había venido con una beca, y ahora en sus clases de literatura con Gordon Brotherston, y no sólo eso sino que enseñaba español, sí, y también sus alumnos no lograban escapar del me llamo es, o del estoy enfermera, o estoy estudiante, o de poner eñes en vez de enes, semaña por ejemplo, sabaña, colmeña, y también leía autores italianos, no a Gadda no, no lo conocía, pero ¿qué tal Pavese y Guido Piovene y Vasco Pratolini y Giorgio Bassani?, fantástico, entonces le podría ayudar con las complejidades semánticas del Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, ella engullía un bocado, aceptaba, sí, pero con cautela, emitía cuidadosos monosílabos, tenía mucho que estudiar, y principalmente estaba interesada, sí, e incluso mucho más que interesadísima, se sentía realmente involucrada en dar con la razón por la que las novelas de América Latina eran tan, pero verdaderamente tan, tan ilegibles, bueno, seguía él, arreglándose los largos cabellos, los negrísimos y largos, larguísimos cabellos alrededor de una oreja, primero, y luego de la otra, aceptarás que el proletariado tiene sus revistas deportivas, sus fotonovelas, sus programas de televisión ¿verdad?, y que para qué leer un libro como Paradiso o Cumpleaños, se necesita algo más que revistas deportivas, fotonovelas y programas estúpidos de televisión ¿no?, ya sabemos que a Vargas Llosa no lo leen una mayoría de cholos ni de serranos en el Perú, sino que lo leemos nosotros, una inmensa minoría ilustrada a lo largo y lo ancho y lo ajeno de nuestro mundo que detenta decodificadores más adecuados, información, cultura, curiosidad y hasta pedantería, diría yo, y ansiedad de saber, de iniciarse, paciencia, aprender, en fin, qué puedo saber yo, sacudiendo la melena color ala de cuervo y relamiéndose, pero no porque se le antojara la comida oriental, sino por ella, por Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini (quien no pudo leer, lamentablemente, otra respuesta a una pregunta más o menos similar, pero desarrollada 20 años después), porque 20 años después Ambrosia Crocchiapani o Crochiapaini era sólo un nombre repetido en la nostalgia, una ausencia, un como sueño bañado de irrealidad, el entrevistador en México, sociólogo y lector tan desesperado como él, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana (con 20 años más) en Albuquerque, Nuevo Mexico, mirando las mon­tañas Sandía por una ventana, magnificadas por el crepúsculo, el entrevistador preguntando: algunos críticos han dicho que tu forma de novelar revela una falta de anécdota que hace difícil su lectura, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana escribiendo en el Displaywriter System de ibm, al mismo tiempo que murmuraba las palabras, como si deletreara sus frases, yo no diría que falten anécdotas, precisamente los lectores más avispados festejan con escándalo mi abundancia anecdótica, mi desmesura, la multitud de incidentes que pueblan mis trabajos narrativos, en todo caso lo que faltaría en mis novelas, aceptando que falte algo, es una historia en el sentido decimonónico de la palabra, aunque dicho sea con perdón, porque ya en el siglo xix había novelas bastante complejas, como el Mardi, de Herman Melville, o incluso antes, como el Tristram Shandy, de Sterne, por citar dos, y es que la novela contemporánea, de manera muy insistente a partir de la segunda Guerra Mundial, dio la espalda a las “historias”, aunque no a la Historia, piensa en escritores como Claude Simon, Pierre Guyotat, Michel Butor, Julieta Campos, Thomas Bernhard, Peter Schneider, John Barth, William Pynchon, Walter Abish, Jorge Semprún, Philip Sollers, o en los libros de Juan Goytisolo posteriores a Señas de identidad, los libros de Camilo José Cela después de San Camilo 1936, o en Cambio de piel, o en autores como Lezama Lima, Salvador Elizondo, Sergio Fernández o Fernando del Paso, en los que encontramos sin dificultad una disolución de la historia, disolución también común en muchos de los textos de Jorge Luis Borges y Samuel Beckett, lo que nos permite decir, entonces, que hasta se puede dividir a los escritores en dos clases: unos que creen que pueden ordenar la desordenada realidad de acuerdo a valores burgueses muy bien establecidos, que imponen un principio y un final a lo que ellos llaman “una historia” (principio y final desde luego absolutamente conjeturales), escritores que buscan la creación de un problema aparente, un momento climático y un desenlace, que se atreven a afirmar que construyen personajes verosímiles, “humanos”, más que humanos, psicológicos, sin sombra de vacilación, y que además ocasionalmente triunfan, e incluso de manera apoteósica en el mercado ­editorial, pues nuestras sociedades en Occidente tienen hábitos más bien decimonónicos, ya codificados para leer la realidad, lo que ellos llaman “la realidad”; y por otra parte, escritores que conciben que en nuestros días toda relación trabada, todo relato circunscrito, toda novelización estructurada sólo puede proceder de la perversión de aquella ilusión tradicional fundada por el arte de la verosimilitud occidental, o sencillamente de la pereza, cuando no de la franca estupidez, es decir, escritores que no intentan mostrar la realidad, o que aceptan como la única realidad posible la de la lengua, y construyen entonces una segunda realidad, paralela a la nuestra, y a veces hasta confundible con la nuestra, como un espejo ciertamente infiel, o dicho de otro modo, que ven el mundo desarticulado, permanentemente mentido, contradictorio, inaprehensible, excesivamente complejo e imperfecto, pleno de vacíos y roturas, y lo presentan como tal, entonces, como es notorio, e incluso diría casi obvio, yo trato de integrarme a este último grupo de escritores, totalmente opuesto, como se ve, a lo que otros llaman escribidores y hasta ponedores de palabras, digamos entonces, como ­puntualizando y como si hubiera que finalizar, que persigo estar dentro de un grupo de narradores que sabemos y lo sabemos demasiado bien, que lo real empieza en el momento exacto en que vacila el sentido…, sacudiendo la enorme melena porque desde que empezó el movimiento estudiantil en México, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana dejó de ir a la peluquería, y más concretamente de cortarse el cabello, que al principio dejó caer en lo que llamaba estilo Príncipe Valiente, pero pronto rebasó esos límites y pasó a una especie de tarahumara o lacandón que Juan Agustín Palazuelos, el escritor chileno que viajó muchas horas por carretera y se gastó todo su primer cheque en comprar bebidas alcohólicas por cajas, dado que Iowa City era un estado seco, adonde no se vendía alcohol, Palazuelos barbado y con grandes aspavientos y risotadas, no tardó en identificar como pelambre de Príncipe Azteca, una ­verdadera melena larga, negra, lacia, que le daba un aire medieval, oscarwildeano, y también como de bandolero de película de Sergio Leone, y Gunnar Harding, el poeta de Suecia, que no hablaba ni papa de español, a excepción claro de la afirmación sí, fluidamente, que balbuceaba cuando le preguntaban si hablaba español, cambió el apodo de Príncipe Azteca por el de Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana, que Sidney Bernard Smith, el dramaturgo australiano, pelirrojo y barbado, abrevió afortunadamente a Príncipe, así nada más, que era como un nombre de gato o perro, pero que al Redomado Lépero de la Hez Metropolitana lo sacudía (o erizaba particularmente), porque su padre, hacia 1940, cuando nació, o cuando decían que él había nacido, cuando su padre era chofer de los camiones Peralvillo-Cozumel, en su gozable y odiada ciudad de México (acababa de escribir en su novela: la ciudad vieja, sinuosa, inopinada, voraz, conminatoria/ llena de mugre y polvo y luces y fantasmas y ruido y soledad y pánico y sociedades secretas), a su padre, pensaba, en esa misma ciudad le decían precisamente Príncipe, lo que tenía que ser algo más que una coincidencia, pero total, seguía después de llevarse a la boca un pedazo de carne de puerco a la naranja, muy condimentada, en el comedor de Hua-Lin, iluminado por Ambrosia, que de Guimarães Rosa a Lezama Lima las complicaciones parecían ir en aumento, aunque no eran complicaciones sino más bien guiños al lector, complicidades, lugares familiares para el frecuentador de literatura, malabarismos ­lingüísticos para gustadores solidarios, todo esto quizá, o sin duda, porque en América no había ni hay una enorme clase media consumidora de libros como en Estados Unidos, donde el escritor ya conoce a su público, tiene un mercado seguro si escribe en un inglés muy limitado, muy sencillo, y describe determinados personajes, mantiene un orden cronológico, cierta tensión, un clímax escandaloso y el necesario desenlace, todos los hilos argumentales perfectamente anudados, cuenta con el apoyo de un hábil agente literario, y accede a los malls y a The Literary Guild, o a The Book of the Month Club, o a alguna otra institución, porque muchas organizaciones similares se disputarían sus derechos, es decir, aquí se cuenta con una audiencia cierta a la que Irving Wallace o Harold Robbins le tienen bien medido el aceite, ¿medido el aceite?, ¿qué quiere decir eso?, bueno esto es, conocían sus necesidades, y en cambio en mi país, bueno, esto es, seguía él cada vez más entusiasmado, nadie sabe dónde está el grupo de lectores, y no hay agentes literarios ni nada que se parezca a un Club del Libro que te venda ejemplares más baratos y por correo, infatigable, como si no pudiera detenerse, intentando calcular la edad que Ambrosia pudiera tener y también su pasado sentimental, sus compromisos, la resistencia de sus senos, ay, no tenía ni una sola arruga en la cara extraordinariamente colorida, como una fruta, o como para darle envidia a todos los duraznos y todas las manzanas, sin pizca de maquillaje, y evitando las miradas de los demás, fortaleciendo la burbuja, ­Hua-Lin sonriendo como desde el otro lado de la pecera, y él, condescendiente, sonriendo a su vez, como si no pudiera detenerse, y volvió a dirigirse a Ambrosia para explicar que esta literatura para escritores, para lectores profesionales que se producía en América Latina, era sin duda fruto de nuestro aislamiento intelectual, un aislamiento similar de algún modo al que había padecido James Joyce en su Irlanda natal a principios de siglo, y que lo había llevado a desarrollar esa hermosa hermenéutica que es el Ulises, y ¿qué es hermeneútica?, dijo Ambrosia, y él la recordaba así, tiernamente inquiriendo, abiertos sus enormes ojos azules, tornasolados, amarillos, verdes, grises, dorados, la mañana que nudillearon en la puerta y Barry Casselman le entregó el correo, es decir una revista Evergreen, la cuenta del teléfono y cuatro o cinco cartas, y dos folletos, aunque Barry no era el cartero, sino un estudiante minusválido (aunque esta palabra no se usaba en esa época), un estudiante que cojeaba, que arrastraba la pierna derecha por culpa de Borges, según decía, porque dos años atrás Jorge Luis Borges iba a dar una conferencia en la Universidad de Texas en Austin, y Barry salió en su coche, un deteriorado Chevrolet, desde New Hampshire, y previno cuatro días de viaje, pero al segundo una tormenta de nieve lo trastornó, lo emborronó todo, perdió el control y se estrelló contra un árbol tan fuerte que, lamentablemente, ya no pudo llegar a Austin, adonde le contaron que Borges había hablado de Las mil y una noches, muy quedito, susurrando casi, y ahí estaba Barry Casselman, estudiante de literatura comparada con el montón de cartas en la mano, y en la correspondencia una tarjeta de Ambrosia, con un cuadro de Klimt por un lado, una pareja besándose tierna, apasionada, profunda, teatralmente, la mujer vestida con amplias mantas llenas de rombos rojos y dorados, de pie, el hombre sujetándola firmemente, y del otro lado la palabra guapérrimo antes del primer nombre del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, y luego en rigurosa caligrafía a espaldas del método Palmer, quería agradecerte muy sincera profundamente el tiempo que compartiste conmigo la noche en casa de Hua-Lin, o no decía eso sino más o menos eso, pero ni siquiera sé cómo agradecértelo, y él sí sabía, incluso creo que no sé el suficiente español, y además quiero que sepas que fue un verdadero placer, totalmente i­nesperado ¿o insospechado?, si estas palabras significan cosas positivas y hasta entusiastas, poder charlar contigo ¿se dice charlar?, creo que en México nadie dice charlar ¿no es así?, dicen conversar ¿o platicar?, o es así lo que le hubiera gustado leer en esa tarjeta, al reverso de esa hermosa pintura, de esa decadente tarjeta, entonces lástima que no tuviéramos más tiempo para continuar la plática, pero espero que nos volvamos a ver pronto, en realidad estoy todo el día sentada junto al teléfono esperando que me llames, recibe entretanto un abrazo muy fuerte y cariñoso, el Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana relamiéndose e invitando a Barry a bajar a la Universidad, era casi la hora de comer, porque quería que Barry se esfumara, como por pase mágico, y no es que fuese incómodo o inoportuno, incluso qué casualidad que hubiese pasado por el primer piso y tenido la idea de sacar la correspondencia del buzón y subirla cuatro pisos más arrastrando la pierna jodida por culpa de Borges ¿o habría tomado el elevador?, pero Barry tenía sed, no había comido, así que no era tan mala idea llegar al edificio de la Unión Estudiantil, y se fueron hablando de Vietnam y las próximas elecciones, del partido de futbol del domingo, de la primera novela de Donald Barthelme, Barry le tenía un ejemplar de la primera edición, en hard cover, y traía, sólo para mostrar, también una copia de la primera y única edición de The Circus of Dr. Lao, de Charles G. Finney, fechada en 1935, mira esto, un libro irreverente, licencioso, insolente, verdaderamente malicioso y maligno, imagínate un circo con sátiros, hombres lobo, sirenas, centauros, quimeras y las cartas allí, en una orilla del escritorio, una desde el puerto de Alcudia, Mallorca, porque había un escritorio a lo largo de toda una pared que terminaba en el pasillo, justo para dejar abrir la puerta, que si se abría con violencia chocaba con otra puerta, la del baño, según se entraba o se salía, la barra larga y blanca bañada de luz de cátodo frío a lo largo y lo alto de todo el mueble, lo que producía siempre que estaban encendidas un insidioso zumbido apenas perceptible, la máquina eléctrica junto a algunos libros alineados, todos con las siglas de la biblioteca, y una papelera de plástico transparente con las primeras 68 cuartillas de su nueva novela, Barry interesado en que se la prestara, incluso ofreciéndose a visitarlo más frecuentemente para ir y leerla allí mismo, pero el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana desviaba la conversación, a ver, déjame ver esa carta ahora mismo, cerraba la puerta, lo tomaba del brazo y le decía mira, rasgando el sobre, es de un amigo

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