Mentes colmena

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Mentes colmena
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Isabel F. Peñuelas

mentes colmena


© Isabel F. Peñuelas

© Mentes Colmena

Octubre 2020

ISBN papel: 978-84-685-5217-0

ISBN ePub: 978-84-685-5218-7

Editado por Bubok Publishing S.L.

equipo@bubok.com

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A Pedro y Jaime

Índice

Prólogo de la autora

MEMORIAS DE UN CÍBORG

LA COPIA

MENTES COLMENA

BUNGEE JUMP

PLACENTA

EUTANASIA ESPACIAL

LAS HIJAS DE NIX

ESCAPE ROOM

SOBRAN MUCHAS HORAS DE VIDA

NO SOY UN ANIMAL

HIELO

HALCONES

PODA NEURONAL

150-35

PANÓPTICO

FELICITY

LA ECONOMÍA DEL OSO POLAR

MANTIS

Prólogo de la autora

Nadie sabe lo que guarda en su interior hasta que no se abre a sí mismo como la panza de un oso de trapo. Escribir es eso, escribir sin salvavidas dejándose llevar por la corriente. Es dulce, siniestro, peligroso, y yo no hubiera podido hacer este libro sin mis compañeros de escritura clandestina Matías Candeira, María Cureses, Jesús Antón, Nuria de la Rocha y Paco Jariego, a quienes tanto les agradezco su inspiración y compañía. Ni sin la de Adela Morán, a quien debo mucho más que la portada de este libro de relatos. Sin ellos hubiera naufragado, sin duda. Para ellos son estas historias mentales, y para el Dr. Antonio Gil-Nagel Rein, que me ha descubierto preciosos secretos sobre el cerebro. No podría citar a los muchos amigos que me han ayudado a crearlas con sus propias vidas, sus ideas y su apoyo, pero ellos saben quiénes son, y lo que les debo.

En Madrid, a 22 de junio de 2020

MEMORIAS DE UN CÍBORG


(Año 3001. Diario aparecido entre los barracones del barrio esclavo de Ciboria antes de su destrucción).

Ciboria huele mal a causa de las ratas que se utilizan para fabricar nuestros cerebros. Cuando algún humano logra entrar casi siempre vomita por el olor. Eso es lo que hace débiles a los humanos: que siempre están a vueltas con el dolor, el asco, la muerte y todas esas ideas ineficientes y anticuadas. A los cíborgs recién fabricados no nos dejan salir de la ciudad hasta no estar seguros de que haremos bien nuestro trabajo. Cada uno de nosotros está diseñado para hacer una cosa. Solo una cosa. Y yo estoy diseñado para ayudar a los humanos que no encuentran su memoria. Por eso mi cerebro reptiliano es de los más grandes, y porque está hecho con el de un ratón gordo. Pero nadie quiere cíborgs con cerebros demasiado grandes.

Antes de que un cíborg haga su primer viaje a Humana, los makers pesan su cerebro en el pesadero que está en el centro de la ciudad. Nuestro cerebro es como una cáscara de nuez hueca que los neurodiseñadores llenan con las cosas que necesitamos para hacer el trabajo y con algunos sentimientos básicos como la sorpresa o el miedo. Los justos para sobrevivir. Una vez me contaron la historia de uno de nosotros que se contaminó con los sentimientos humanos y le deportaron a Ciboria para romper su cerebro y que los makers recompusieran las piezas. Yo no quiero que me rompan en piezas.

II

Humana es una ciudad pequeña como una almendra, en medio de Ciboria. Para entrar tienes que atravesar la burbuja de aire templado. Algunos humanos les han contado a sus cíborgs que hace años no había burbuja. Pero eso era antes de que la ciudad se volviese asfixiante. En Humana todo está limpio y las edificaciones son blancas, muy distintas de las construcciones de hierro marrón y tramadas de chapa gris de las calles de Ciboria, llenas de raíles que transportan el plástico y los animales con los que fabrican nuestros cerebros y nuestros huesos.

Yo soy uno de los primeros cíborgs con implantes de chips telepáticos para comunicarse con humanos que han perdido las palabras. Este será mi primer trabajo y, si lo hago bien, cuando termine podré ser cíborg de varios humanos más.

Los neurodiseñadores me han llevado a la cabina donde voy a vivir y me he encontrado por primera vez con mi amo humano. Han pasado mucho tiempo haciéndonos pruebas y ajustes para comprobar nuestra conexión cerebro a cerebro. Dinos, cíborg, ¿qué piensa tu amo ahora? Quiere tomar una taza de té, respondo. Al marcharse me han dicho que el cerebro de Amo se seca y se encoge muy deprisa, como una esponja vieja, y dentro de poco no podrá lavarse los dientes ni recordar su nombre. Amo sabe lo que le pasa, pero no se decide a pedir que le desconecten.

III

Por las mañanas tengo que ayudarle a vestirse y después preparo con cuidado el suero que le doy de comer. Esta mañana se me ha caído la botella y ha intentado explicarme cómo fabricar más, pero no recordaba las palabras. Entonces se ha enfadado porque no le entendía y ha amenazado con hacer que devolvieran mi estúpido cerebro de ratón a los makers. Un cíborg que cuidaba los barracones me advirtió que no debía extrañarme si los humanos se enfurecían conmigo porque su cerebro es mucho más delicado y sensible, y para nosotros es imposible comprenderlo. Amo cumplirá ciento sesenta años el mes que viene. Apenas quiere salir y juega todo el tiempo con fotografías donde aparece él con otros humanos. Hoy me he descuidado un momento y las ha tirado todas por el suelo. Yo las he recogido con delicadeza y le he ayudado a ordenar las imágenes que más le gustan: en brazos de mamá, en su graduación, en la playa bajo las estrellas. En Ciboria no tenemos universidad, ni playas azules, ni madres. Después hemos visto juntos tres veces una vieja película en blanco y negro que se llama Ciudadano Kane. Es la primera vez que he visto llorar a Amo. Luego me ha dicho que él y yo éramos una familia. A Amo le gusta mucho que yo recupere los recuerdos que pierde, aunque él no sabe que los ha perdido. Lo noto porque se pone muy contento cuando vemos juntos escenas antiguas, como esa en la que Amo arroja pelotas de goma a su perro y luego se abrazan y ruedan juntos por el suelo. Antes de acostarse hemos jugado con el perro y hemos tomado una taza de té junto a la ventana, mirando la silueta lejana de Ciboria. Me gustan mucho esas ceremonias antiguas. Amo podría tomarse diez o más tazas de té en una misma tarde.

IV

Cada vez dice más palabras y frases inconexas. Hay algunas que repite todo el tiempo: Amalia, peces, estrellas. Yo no sé cuál es el secreto de esas palabras, por eso se enfada cada vez más cuando no le entiendo y tira montañas de libros polvorientos al suelo. Creo que empieza a tener síntomas de neurofobia. Yo le dejo gritar y escucho con paciencia todo lo que me dice hasta que se cansa. Entonces le llevo a su habitación y le acuesto hasta que deja de llorar y de repetir esas palabras: Amalia, peces, estrellas. Cuando se duerme, empiezo a recorrer su memoria. La vida de Amo es bonita. Está llena de olores que no conozco: a pinos, a helado de vainilla, a chocolate, a invierno. Me gusta deslizarme por todos los huecos. Todo está allí: la voz de la madre de Amo, la playa, los surcos en la nieve cuando arrastra el trineo. A veces hay zonas descamadas y rugosas con muchas cosas desconectadas que flotan como pompas sueltas, que me cuesta atravesar. He llegado a una zona donde montones de bolas de agua le golpean la cara y suena una melodía que dice: «Every time it rains, it rains pennies from heaven, don’t you know each cloud contains pennies from heaven». De repente se ha roto la melodía y me he quedado sin saber el final, pero he encontrado muchos más secretos dentro del cerebro de Amo. Secretos que se llaman rencor, culpa, amor, silencio.

 

V

Ayer, mientras recorría las memorias, me sobresaltó el ruido de un cristal rompiéndose. Corrí a su habitación y lo encontré deambulando por el pasillo en busca de nada. Me miró sin mirarme mientras yo le quitaba con cuidado los cristales que se le habían clavado en los pies descalzos. Después volví a poner otro vaso de agua sobre la mesa y me senté a verle dormir y a bucear en unas memorias. Seguí las pistas desde el hipocampo hasta la corteza para rastrear toda la memoria muerta y desenredar las conexiones rotas, y en una neurona escondida encontré una fórmula para fabricar el cerebro de los primeros cíborgs. Todo estaba lleno de piezas de cerebros. Después aparecían muchos ingenieros aplaudiendo a Amo y empezaban a surgir los raíles y los barracones de Ciboria. Quizás, si logro entender la fórmula, consiga transferirme a mí mismo la mente de Amo y así dejar de ser un cíborg con un cerebro torpe de ratón que solo sabe hacer una cosa. Me gustaría llenar yo mismo mi cerebro con recuerdos.

VI

Hoy le he llevado a dar un paseo hasta la gran laguna redonda que separa la obscura Ciboria de la luminosa Humana. Al llegar nos hemos sentado en el muelle donde los cíborgs de compañía llevan a los humanos a pasear y contemplan las torres que vigilan las murallas del barrio esclavo. Hemos caminado arriba y abajo mucho tiempo hasta que me he decidido a coger una de las barcas y poco a poco nos hemos alejado hasta quedarnos solos a mitad de la laguna, en el lugar donde el agua empieza a volverse negra. Entonces los guardianes de la frontera han empezado a amenazarnos desde las torres. Yo quería volver, pero Amo tenía pensamientos que me retumbaban en la cabeza y no dejaba de remover el agua con sus manos viejas, remando hacia las torres de Ciboria y llamando a Amalia, camino del infierno. Menos mal que pude calmarle rescatando la melodía que le gusta: «Every times it rains, it rains, pennies from heaven». Amo tiene una voz profunda cuando canta y hemos vuelto despacio contemplando el reflejo de la silueta de Humana en el agua. Luego se ha quitado su gorra y me la ha puesto en la cabeza. Me gusta ver a Amo contento. Esta noche yo también aprenderé a cantar como Amo. Amo y yo somos una familia.

Al llegar a casa he vuelto a pasear por las memorias hasta llegar donde Amo aparecía en una reunión con varios ingenieros. Uno de ellos decía que era mejor interrumpir el programa del diseño genético de hijos artificiales con cíborgs reproductivas y semen humano. Nadie quiere cíborgs con cerebros demasiado grandes. Casi todos los que estaban alrededor de la mesa eran mujeres y asentían. Miraban la imagen de un niño de unos dos años que se parecía mucho a Amo. Todos tenían miedo de ese niño pequeño con la inteligencia multiplicada de un humano adulto. Todo menos Amo. Amo les decía que la superinteligencia no se lograría detener. En un recuerdo aplastado varios ingenieros estaban quitando el oxígeno del cerebro del pequeño cíborg que se parecía a Amo. Enganchado a ese recuerdo salté a una neurona fea y seca que guardaba la imagen de un perro de tres cabezas.

VII

Pronuncia sin parar el nombre de Amalia y no deja de llorar. No sirve de nada que le rescate recuerdos si no puedo hacer que deje de llorar. Yo también tengo ganas de llorar. He atravesado la zona rugosa de los recuerdos escondidos y he encontrado un lugar en el que aparece el nombre de ella: Amalia, primera cíborg diseñada con capacidad reproductiva. Ya no me queda duda de que Amo fue quien diseñó los cíborgs. Estoy confundido. ¿Es posible que yo también tenga una madre? Tengo que darme prisa en desentrañar todos los secretos antes de que el cerebro de Amo se seque por completo como una esponja. Luego he alcanzado otro lugar clave: Amo está solo con Amalia en la sala de diseño preparando su inseminación. Ella le mira mientras él programa cuidadosamente las escenas que le hace soñar y la sumerge en un mar transparente rodeado de peces amarillos y azules que brillan, fosforescentes. Amo también está en el sueño. Detrás de ella, al lado de ella, enredado entre los corales y las piernas de ella. He pasado mucho rato brincando por las neuronas marcadas con Amalia. Son grandes como pelotas para contener los besos de Amalia, la risa de Amalia, el tacto de Amalia. Creo que voy a quedarme con algunas de ellas.

VIII

Hemos dejado de jugar con el perro. Apenas tomamos té en la terraza y el tiempo pasa despacio mientras sigo explorando recuerdos. Es de noche en la memoria de Amo, que mira desde el muelle la barca en la que se aleja Amalia. Ella avanza asustada por las sombras del agua negra. Amo no hace nada para evitar que los ingenieros la alcancen y separen de sus brazos al pequeño cíborg que se parece a Amo. Oigo el llanto de Amalia, a lo lejos. Vuelvo a caer en la neurona donde se esconde el perro de tres cabezas. Me pierdo en las cavernas que esconden la culpa de Amo. Desde la orilla oculta del silencio, Amo está solo. No se escuchan aplausos. Creo que empiezo a entender lo que los humanos llaman sufrimiento. Ya no estoy seguro de que quiera quedarme con las neuronas de Amo.

IX

Desde hace varios días no puede lavarse los dientes ni tomarse el suero. Tiene la mirada líquida y no me llegan apenas señales. Paso muchas horas sentado en la habitación de Amo repasando recuerdos. Me deslizo en el trineo de Amo, juego con el perro de Amo, vuelvo una y otra vez a las neuronas como pelotas, que guardan los besos, y me cambio por Amo cuando pasea por la playa de la mano de Amalia. Escucho la voz de la madre de Amo y siento su mano fresca sobre mi frente enferma. Recito los poemas de Amo. Beso los besos de Amo. Solo me aparto de las memorias cuando él tiene sed o tiene miedo. Aprieto la mano rugosa y rígida de Amo que acariciaba los muslos de Amalia y le soplo besos por entre los dedos. La mano que jugaba con el perro. La mano que guiaba el trineo. Siento por primera vez un sentimiento no robado. Un sentimiento húmedo que me llena los ojos.

X

Apenas se mueve y ya no me llega casi señal. Han llamado a la puerta varias veces. No quiero que los neurodiseñadores me separen de Amo y me quiten sus recuerdos. Voy a borrarle todos los recuerdos que le duelen y después remaremos juntos hasta Ciboria cruzando la frontera de agua, por encima del agua negra, sin mirar a los guardianes negros, atravesando el infierno para buscar a Amalia, danzando entre las pompas que guardan los besos de Amalia. Voy a encontrar a Amalia, no me importa que descubran que me he contaminado y devuelvan mi cerebro cortado en trocitos a los makers. No me importa.

LA COPIA

Encontré la puerta del simulador abierta y a nuestro perro Matus lamiendo el cuerpo inerte sobre la plataforma. Me abracé a Cristian: estaba frío, helado, y la piel de las manos se le iba volviendo amarilla. Conseguí activar la llamada de emergencia, y a los pocos minutos llegaron los agentes de la unidad antisuicidios, envueltos en sus capas de plástico, como un ejército de larvas blanquecinas, y se llevaron a Cristian dentro de la bolsa de supervivencia, igual que a un bebé dentro de una placenta. Podía ver el óvalo lácteo de su cara, inmóvil, protegido por la capucha transparente cuando le bajaron por la escalera del estudio.

Me quedé sola, envuelta en su olor que impregnaba toda la casa, acariciando la cabeza de Matus que lloraba a la puerta del simulador. Deambulé de arriba abajo, seguida por el perro, mirando todas las cosas. Tocando todas las cosas. Sus cosas. La parca rusa. Nuestras cosas. Los botes de pintura. Los cuadros. Las tazas. Su taza. No podía llorar. ¿Por qué no podía llorar? Tenía sed. Una sed enorme y seca. Profunda. Y me preparé una infusión de semillas de opio.

Me encerré en la cápsula higiénica. El vapor me abrasaba la piel de los brazos. Sentí alivio, notaba cómo me quemaba. Quería quedarme vacía, limpia, y pasé mucho tiempo escondida en el cristal. Acurrucada como un gusano de seda, cada vez más caliente, recordando cómo le había conocido tres años antes en la zona Sigma, el barrio underground que resistía, como una almendra de nostalgia, en medio de la nueva ciudad vegetal donde vivía la mayoría de la gente.

El día en que conocí a Cristian, había ido con el resto de la tribu a un bar clandestino de la zona. Un antro oscuro, oculto dentro de un teatro en decadencia, donde actuaban bandas de vanguardia. Con las paredes descascarilladas y pintadas de negro al estilo de principios de siglo. Un lugar a reventar de veinteañeros como nosotros a la caza de copas baratas, que se mezclaban con la fauna de artistas, noctámbulos y actrices decadentes, viejas como sus vidas, a las que ya nadie reconocía, de esas que actuaban en las películas cuando aún la gente iba a las salas de cine.

Se sentó a mi lado, en una silla desvencijada apoyada contra la pared negra y desconchada, y me pareció distinto, con su parca rusa de paño rojizo y sus vaqueros vintage, tan diferentes de las chaquetas de fibra de sílice que llevaba todo el mundo en la ciudad vegetal. Me habló de su viaje a Alaska, y yo me imaginé a mí misma encerrada en un iglú. Yo llevaba entonces el pelo liso. Liso, rubio y largo, y me encontraba guapa, con un jersey de lana verde aceituna por el que había pagado una fortuna en un anticuario de la zona.

Al salir del bar, propuso ir a bailar. Acababa de aterrizar en la tribu y ejercía un magnetismo que nos arrastraba a todos. Le seguimos a un local donde estaban prohibidas las experiencias virtuales, y unos emigrantes viejos y sucios, con barbas larguísimas y rizadas que les llegaban hasta las rodillas, tocaban música en directo. Bebimos agua helada con vodka toda la noche, y acabamos solos en su apartamento. Él me acarició los dedos antes de quitarme el jersey de lana, y nos escondimos juntos bajo un iglú de tela.

En aquella época yo vivía con Igor en el ala este de una de las torres de hiedra de la ciudad vegetal. Igor me quería, y yo también le quería; incluso había sufrido bastante por él una vez que estuvimos a punto de dejarlo. Pocos días después me instalé con mis hongos y mis algas en el apartamento de Cristian, entre lienzos y cubos de pintura. Igor no opuso resistencia, simplemente se apartó, y luego supe que se emparejó con otra chica y tuvieron un hijo con su mismo pelo rojizo.

Nosotros no tuvimos hijos, pero nos compramos un perro, Matus.

Me gustaba nuestra vida. Siempre había deseado vivir dentro de la zona, donde aún se podían encontrar cosas como pan o tomates. Los primeros días posaba para él quieta como una estatua. Nos desnudábamos y nos embadurnábamos de pintura el uno al otro, hundiendo las manos en las cubetas de magenta para sentir el placer de la pintura pegada a nuestros dedos. Nos untábamos la cara y las piernas de rojo y de azufre lunar, y nos dábamos abrazos resbaladizos saltando como indios en la terraza. Me enseñó a pelar naranjas, naranjas de verdad que conseguíamos en el mercado negro, y aprendí a masticar de nuevo. Hacía años que solo me alimentaba de algas y de purés.

Al principio hacíamos una vida como la de cualquier pareja en nuestro pequeño apartamento de la zona, donde él podía pintar, y yo tenía una terraza para mis trabajos de botánica. Pero con el tiempo empezó a cambiar, a ensimismarse, a no terminar ninguno de sus cuadros, hasta el día en que se clavó la astilla en la uña. Le di opio, que había extraído de hojas de amapola, y el dolor desapareció completamente. Pero con el dolor de la uña desaparecieron más cosas de Cristian.

Sus cuadros se volvieron cada vez más desconcertantes y más grandes, con paisajes llenos de cadáveres de animales como ratas o lagartos. Me aterraba un tríptico en el que aparecía una iguana y a su alrededor un anillo de alacranes, moscas y gusanos. Una noche, en la esquina de ese cuadro, encontré dos ojos, mis ojos, y no pude dormir. Me miraban de un modo obscuro, como si supiesen algo terrible sobre nosotros.

Cristian se volvió frío. Dejamos de ir a bailar. Apenas me hablaba y pasaba las horas encerrado en el estudio con Matus. Le mimaba y le acariciaba el lomo como a una esposa. Luego encargó un simulador virtual y dejó de sacarle a pasear. Consumía opio a todas horas y entre nosotros creció un dragón que lo engullía todo: los días, las noches, los cuadros.

De noche, cuando dormía a mi lado, le acariciaba el pelo castaño y le olía la espalda. Tenía la piel de las manos amarillas cuando lo encontré muerto y me quedé mirando cómo las larvas antisuicidios bajaban el cuerpo.

 

II

Donde antes estaba el viejo teatro de culto encontré el edificio de cristal en forma de huevo, obra de algún arquitecto moderno y hortera, donde se encontraba el centro de transhumanismo avanzado. El consejo había decidido situarlo en la zona después de muchas deliberaciones.

Me recibió un neurólogo indio que me explicó el programa de renacimiento. Atravesamos la sala de cría. Había fetos para todos los gustos: de rasgos asiáticos, caucásicos, africanos. De todos los tamaños, creciendo en las placentas artificiales. Pequeños como una nuez, que me recordaron a uno de los cuentos que leía de niña, con los pies y las manitas pegadas al cuerpo como ratoncitos; otros un poco más grandes, que ocupaban casi todo el espacio de las bolsas. Criaturas artificiales perfectas que parecían a punto de nacer. Se movían y se retorcían dentro del líquido amniótico artificial como pequeñas medusas. Estirando y contrayendo los dedos de sus manitas. Pensé que echarían de menos a sus madres y me dieron ganas de sacar a alguno de ellos de la bolsa y arroparlo con una manta de lana.

En la siguiente sala se conservaban las memorias: los botes metálicos, idénticos, que guardaban los cerebros congelados de todas aquellas vidas distintas, encerrando el largo músculo blando y torcido sobre sí mismo. ¿A quién pertenecerían?, pensé. ¿Dónde estarían sus madres y sus esposas?

Hacía un frío horrible en esa sala.

—Todo se realiza con las máximas garantías —me explicó el neurólogo—, solo necesitamos que elija un cuerpo. Es una decisión importante. Tómese su tiempo.

En el laboratorio de transferencia de memorias, una docena de poshumanos adultos esperaban un cerebro, como bellas durmientes en sus camillas. Aquellos cuerpos inmóviles, supuestamente diferentes, tenían algo en común, algo raro en sus bocas que recordaba a un pato o a un oso hormiguero, y cualquiera de esos cuerpos podía ser el nuevo Cristian.

—Puede tocarlos si lo desea.

Estaban desnudos, hombres y mujeres. Imaginé a Cristian hablando con la voz de una de aquellas mujeres dormidas y me sobresalté a mí misma. Luego me atreví a rozar el brazo sin vello de un hombre artificial. No se parecía nada a Cristian. La idea de que despertase con su cerebro me produjo una náusea enorme, pero seguí recorriendo las camillas hasta que me decidí por uno más o menos de su edad. Me gustó su pelo castaño y suave, que me recordaba el de Cristian.

Según el protocolo, había que esperar algunas semanas desde que se realizase la transmisión de las memorias hasta que la copia estuviese perfectamente habituada a su cerebro. Pero se me permitiría visitarle diariamente para realizar las pruebas de adaptación familiar.

El día de nuestro primer encuentro me puse el jersey verde aceituna. Estaba muy nerviosa, incapaz de atarme los cordones de las botas. Cuando llegué, el neurólogo me acompañó a la sala de encuentros para conocer a la copia.

—Todos sus recuerdos serán idénticos, pero le advierto que deberá tener cuidado con los espejos y las fotografías. El procedimiento no está suficientemente perfeccionado y algunas copias pueden sufrir trastornos de identidad si se miran en los espejos y no se reconocen. Sus recuerdos pueden entrar en conflicto con las nuevas imágenes.

—¿Me reconocerá a mí?

—De eso puede estar segura.

Asentí y entramos en la sala de adaptación de familias, un lugar agradable, con un par de sillones de cuero azul enfrentados junto a una cristalera por la que se colaba el sol de la mañana y se podían ver los cargueros del puerto. Me senté a esperar, entreteniéndome con el ir y venir de los barcos, pesados cachalotes aplastados por su propio peso.

Al cabo de unos instantes se abrió la puerta.

Esa fue la primera vez que vi a la copia de pie y me pareció más alto de lo que había imaginado en la camilla. Había una oscilación abrupta en sus movimientos. Robótica. Andaba con la torpeza característica de un recién nacido, apoyándose en los muebles para mantener el equilibrio. Sin embargo, su mirada era la de un hombre adulto.

Estábamos solos, y la copia me saludó por mi nombre: Zoe. Yo sabía que teníamos vigilancia y nuestras conversaciones estaban siendo grabadas, pero no me importaba mucho. Su voz era distinta, con un timbre sintético.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Cristian.

—¿Cuál es tu color preferido?

—Magenta.

—¿Fruta?

—Naranjas.

—¿Dónde me conociste?

—¿A qué vienen tantas preguntas? —protestó la copia.

—Perdona, solo quería comprobar que estabas bien.

—Me cuesta recordar algunas cosas.

Le tranquilicé, esas pérdidas de memoria le podían pasar a cualquiera, no había que darles ninguna importancia y le prometí que hablaría con los médicos para que viniese a casa lo antes posible.

Me había asegurado bien con el neurólogo de que la transferencia de memorias se detuviese antes de la aspiración de opio, antes de la primera vez que perdí a Cristian.

Regresé a casa feliz. Estaba ansiosa por comprobar si ese cuerpo nuevo, limpio de adicciones, sería capaz de devolverme al chico magnético que recorría los anticuarios de la zona buscando colores perdidos, con quien comía naranjas a mordiscos.

Los días siguientes estaba como abducida. Volví a teñirme el pelo de rubio. Me compré ropa nueva. Mis amigas decían que me había quitado diez años. Yo contaba los minutos hasta la hora de los encuentros, que seguían produciéndose bajo la supervisión del equipo de neurólogos.

Después de tres o cuatro sesiones de adaptación, nos permitieron salir a cenar juntos. Elegí un japonés, cercano al santuario de árboles milenarios que separaba la zona Sigma de la ciudad vegetal, donde preparaban sushi de pez limón usando unas algas blancas traídas del sudeste asiático. Él devoró el sushi y me habló durante toda la noche de nuevos cuadros ambientados en Alaska. Volvíamos a la noche en que nos conocimos. Tenía frente a mí la oportunidad de una nueva vida, de intentarlo de nuevo.

Pocas semanas después, los médicos dijeron que ya estaba listo para hacer una vida completamente normal, y me lo llevé a nuestro apartamento.

Estaba claro que sus tallas eran diferentes y no le serviría su antigua ropa, así que le compré un par de vaqueros y una parca de cuadros rojos y negros, y pedí que le cortasen el pelo como a Cristian. Matus no quiso reconocerle. Empezó a ladrarle como a un intruso y tuve que esforzarme mucho para sujetarle y que no le mordiera las piernas, hasta que se escondió debajo del sofá, babeando, sin dejar de llorar, como el día en que las larvas se llevaron a Cristian.

Por la mañana le llevé a pasear y caminamos juntos durante horas dando vueltas por el mercado negro. Él insistió en regalarme un chaquetón de visón rojo en el anticuario vintage. Dijo que vendería pronto alguno de los cuadros. Yo me sentía viva, sin rastro de la tristeza de los últimos años.

El traficante de naranjas me reconoció y me miró por detrás del parche de su ojo derecho. Compramos la fruta y estuvimos chupando naranjas mucho tiempo, dejando que el líquido dulce y vitamínico nos chorreara por la cara, como hacíamos al principio, cuando aún paseábamos juntos por el mercado negro. Luego dijo que tenía ganas de pintar y pasamos por un taller clandestino para comprar un gran cubo de magenta. El nuevo Cristian encontró el camino entre el laberinto de calles estrechas sin dudar ni una sola vez. Se le veía feliz, saludando a todo el mundo, recorriendo los puestos y las tiendas.

Por las noches, antes de dormir, le pedía que me reconfortase con los recuerdos pasados, que le hacía repetir una y otra vez. Después me abrazaba de una manera animal. Era más fuerte, más joven, más alegre.

Matus seguía negándose a que le acariciase el lomo, o le sacase de paseo. Se sentaba a la puerta del simulador y esperaba, sin dormir, la vuelta de su verdadero dueño. Pensé que necesitaba tiempo.

Yo tenía un miedo horrible de perderle y quité todos los espejos de la casa como me aconsejó el neurólogo. Vivíamos sin espejos que nos recordasen a nosotros mismos. Aislados de nuevo. Sin fotografías, para protegerle, para protegernos. No quería arriesgarme a que las nuevas imágenes chocaran con las imágenes de sí mismo que le habían grabado en el cerebro.

Pero los nuevos recuerdos empezaron a ocupar cada vez más espacio en su cabeza. Ya no me hablaba apenas de Alaska. Primero me disgustó de su voz, su eco metálico; luego empecé a sentir repugnancia por su boca al besarme, que se abría al comer como la de un pato, tragándose un montón de migajas de pan empapadas y flotantes, por su risa tonta ante cualquier cosa.

La copia pasaba la mayoría del tiempo durmiendo y comiendo. Me obsesioné con la idea de que su cerebro no era más que una gelatina mental en la que habían incrustado los detalles microscópicos de una memoria que no era suya. Solo eso, una copia, sin su olor, sin sus ojos: una máquina de carne y de respuestas aprendidas que no conseguía devolvérmelo. Una mente intrusa en un cuerpo aborrecible. Hasta que no pude más y le puse delante un espejo para que él mismo comprendiera lo distinto que era del auténtico. Del verdadero Cristian.