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Loe raamatut: «El enemigo», lehekülg 9

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Llegado el domingo, Tirso salió muy de mañana; Leocadia, después de disponer los desayunos, ayudó a levantar a su padre y, cuando tuvo que sentarle en la butaca, llamó a Pepe, que se estaba vistiendo para ir a ver a Paz.

– ¡Pepe, Pepe! – gritaba desde la alcoba de don José – ven, que sola no puedo poner a papá en el sillón.

Acudió él en mangas de camisa, besó a su padre, que esperaba apoyado en el borde de la cama y, levantándole vigorosamente, le acomodó en la butaca: entre él y Leocadia le empujaron luego hasta el comedor, y le sirvieron el chocolate con buñuelos, que todos los domingos tempranito llevaba Pateta de casa de su protector.

Cuando Pepe fue a concluir de vestirse, preguntó a su hermana:

– ¿Y mamá?

– En misa.

– ¿En misa? – repitió Pepe, sorprendido, pero sin mostrar enfado.

– Sí, como está aquí Tirso, ¿comprendes? será por no disgustarle.

– Eso debe de ser.

No añadió una palabra, mas no le pasó inadvertida la novedad. La madre había ido a misa. ¿Sería realmente sólo por deferencia a su hijo, o habría habido por parte de éste alguna instigación? Ambas cosas eran creíbles. «Si lo primero – pensaba Pepe – nada hay en ello de particular: si lo segundo, malo será que mi hermano empiece así, poquito a poco, y acabe pretendiendo que nos hundamos la tabla del pecho a puñetazos. Sea lo que fuere, no estoy desprevenido: ello dirá.»

XV

Doña Manuela era incapaz de aquilatar la importancia que tenía aquella brusca ingerencia de su hijo mayor en la vida de la casa, pero se acobardó ante la idea de que entre ambos hermanos pudieran surgir desavenencias graves que desazonaran al padre. En cuanto a poner remedio, sólo se le ocurrió impedir toda explicación entre Tirso y Pepe. Para esto era forzoso prestar asentimiento a los deseos de aquél, ir a misa, someterse a prácticas devotas y ceder a su voluntad, como antes había cedido y se había plegado a la carencia de espíritu religioso que siempre demostraron el marido y el hijo menor. Doblegóse, pues, deseosa de evitar contrariedades, y su primer acto de sumisión fue ir a misa el domingo siguiente. Al volver de la iglesia, Tirso la recibió con una cariñosísima sonrisa y ella consideró pagada su molestia; porque tal le pareció, sobre madrugar más de lo ordinario, vestirse algo mejor que de costumbre, abandonar los cuidados de la casa y pasar media hora en el templo rezando Ave Marías y Padres nuestros, que tenía casi olvidados. Algún recelo abrigó de que Pepe la hiciese burla; mas nada dijo éste que hiciese sospechar desagrado: en cambio Tirso, aunque con gesto bondadoso, la preguntó:

– ¿Por qué no ha llevado Vd. a Leocadia?

– ¿Y quién había de hacer las cosas de la casa?

– Todo se debe dejar para después de cumplir con el Señor.

Doña Manuela había pensado en ello; pero tuvo en cuenta que era preciso levantar del lecho a don José, disponer la comida y arreglar los cuartos: además consideró que, como Millán trabajaba durante la semana y aprovechaba los domingos para ver a Leocadia, tal vez ésta perdiese la visita del novio, si se le ocurría venir temprano. Lo grave era que, el callar doña Manuela a su hijo el clérigo esta última consideración, era ya prueba de excesiva docilidad.

Pepe aguardó impaciente hasta el miércoles de aquella semana, que era día festivo, y mientras se vestía estuvo en su cuarto atento a los ruidos que escuchaba, deseoso de colegir, por el rumor de los pasos y el abrir y cerrar de puertas, si iría también a misa su madre. No le duró mucho la incertidumbre: su hermana le llamó presto para levantar a don José; y como éste le preguntara por la madre, Leocadia dijo que había ido a la iglesia.

– Aunque me lo ocultéis – repuso Pepe – veo que aquí anda la mano de Tirso.

– No sé, pero, hazte cargo; estando él aquí, parece feo que nadie oiga misa.

– Eres lista y comprenderás mi temor. Sabes que en estas cuestiones hace entre nosotros cada uno lo que quiere. Papá y yo no creemos en ciertas cosas, y nunca hemos practicado, como dicen los devotos: vosotras no lo habéis hecho porque no habéis querido, pero nadie os ha obligado a ser judías.

– ¡Hombre, judías no somos!

– Bueno; supongamos que ahora os da por ahí, en esto no me meto. Lo triste sería que las advertencias, los consejos, acaso las amenazas de Tirso, lograran que cayeseis en exageraciones: en cuanto a papá, y a mí, no hay quien nos haga, por ejemplo, ayunar, comer de viernes, ni cometer tonterías por el estilo.

– No creo que se meta en eso.

– Conviene precaverlo todo. Si esto ha sido cosa de Tirso y ha empezado por hacerla ir a misa, luego querrá que confiese, vele al Santísimo y vaya a las Cuarenta Horas, con todo lo cual verás cómo anda la casa y se descuida el atender a papá.

– Ya estás creyendo que se nos ha entrado la Inquisición por la puerta.

– Milagro será que no pretenda hacernos a todos beatos.

En aquel momento sonó la campanilla y Leocadia corrió a abrir. Era doña Manuela, que al hallarse frente a Pepe se sintió inmutada.

– ¿De qué color era la casulla? – le preguntó él bromeando. – ¿Y por qué te quedas así, mamá? ¡Ni que fuera yo un guardia civil!

– ¡Como tienes esas ideas!

– No vayas a pensar que me enfado: ni tengo derecho, ni hay por qué. Pero sentiría, si anda en ello la mano de Tirso, que acabe por sorberte el seso y te convierta en una de esas devotas que se comen los santos.

– Tanto, no; pero un poco de religión, no viene mal.

– ¿Como de cuando en cuando una purga?

– Que te oiga tu hermano, y disputa al canto.

– Tienes razón: más vale que no me oiga, porque acabaríamos riñendo.

– Mira, hijo, no tengamos algún disgusto por vosotros.

– Por mí, no, mamá; puedes estar segura. Con tal que él no extreme las cosas y pretenda que nos demos duchas de agua de Lourdes.

– ¡Te advierto que a mí no me ha dicho nada! He ido a misa porque, estando aquí él, me parecía feo…

Esta disculpa no exigida, ni siquiera rogada, fue para Pepe un rayo de luz: ya no le cupo duda de que las idas a la iglesia eran obra del otro. Propúsose desde entonces tener mucha paciencia, observar, exagerando la prudencia, y prepararse a contrarrestar enérgicamente el influjo de su hermano cuando fuese necesario. ¿Qué determinaría esta necesidad? No era fácil adivinarlo. Si los manejos de Tirso quedaban reducidos a imposición de misas y rosarios, el caso no valdría la pena de intervenir en ello: lo malo sería que lentamente, sorbida la madre por la devoción, pretendiera luego variar la vida de la casa, que llevase a mal las ideas de su marido, que surgieran las exigencias, la intolerancia, el enojo por la falta de piedad y cuanto el fanatismo religioso trae consigo. Pepe sabía que la religión es, con respecto del incrédulo, lo que la seducción respecto a la mujer: el primer favor, la primera condescendencia, es prenda de vencimiento inevitable. Hasta dónde puede llegar el triunfo, nadie lo sabe; que así como la virtud, rendida por la pasión, pierde su albedrío, así el alma, avasallada por la fe, reniega de su propio criterio. Y como el de doña Manuela era escaso, y Pepe, a pesar del cariño que la profesaba, no lo desconocía, si el fanatismo se enseñoreaba de su espíritu, aquel hogar, siempre tranquilo, se trocaría de pronto en una sucursal del infierno. «Es natural – pensó tratando de bucear en la intención de su hermano – con papá y conmigo no se atreve: si emprende campaña para moralizarnos, procurará primero conquistarlas a ellas. Que las haga rezar cuanto quiera; por mí, hasta que chupen las cuentas del rosario, pero armar aquí peleas por defender a los curas trabucaires, malgastar dinero en novenas y desatender a papá por vestir al niño Jesús, lo que es eso… ¡de ningún modo!»

Trascurrieron unas cuantas semanas sin que la situación variase notablemente, pero sin que a Pepe le pasara inadvertido el menor detalle de lo que ocurría. Las novedades más salientes fueron poner la madre los viernes un pucherito aparte para Tirso, que no quería comer de carne; colocar a la cabecera de la cama de matrimonio una cruz de madera; detenerse los domingos en misa un ratito más que los primeros días, y comprar un devocionario impreso en caracteres gruesos, propios para persona a quien los años han fatigado la vista. Además, Leocadia comenzó también a ir a la iglesia y ambas dieron en repetir la oración que decía Tirso antes de las comidas. – «¿Dónde diablos habrán aprendido este rezo?» – se preguntaba Pepe.

Poco le duró la duda. Una mañana, buscando unas tijeras en el costurero de su hermana, halló en él, entre los hilos y cintas, un librito, en cuya portada se leía este título: Oraciones nuevas para todos los actos de la vida, que son otros tantos escudos contra las malas tentaciones. Lo abrió sonriendo, y vio era el más completo repertorio de peticiones y acciones de gracias que imaginarse puede. Habíalas, hechas como de encargo, para antes y después de comer, para las horas del sueño y el trabajo, y hasta para torpes casos a que no sospechó Pepe pudieran estar sujetas su madre y hermana, como uno que llevaba este epígrafe: Para cuando sintamos deseos lascivos.

Después, en unas páginas a manera de prólogo, leyó entre otros párrafos, el siguiente:

«Los esfuerzos que hagan los padres por convertir a sus hijos, las tentativas de éstos para inculcar la piedad en el corazón de sus mayores, las instigaciones de los amos para despertar la devoción en el inculto natural de sus criados y las piadosas mañas de los sirvientes para someter la mente de los señores al temor de Dios, serán por Él premiadas y bendecidas. No hay paz en la casa del impío, ni es justo el que tolera impíos a su lado. Cuanto con mayor vínculo estemos unidos al impío, más imperioso es el deber de convertirle, hasta humillándole, si es preciso. Mejor es quedar mal con nuestros padres de la tierra, que perder el amor del Padre que está en los cielos. Acordémonos, hermanos míos, del glorioso San Agustín, que decía: Ni mi madre ni las amas que me criaron se llenaban a sí mismas los pechos de leche, sino que vos, Dios mío, erais quien se los llenaba. Bueno es el amor a los padres, pero mejor es el temor de Dios, y no le teme quien soporta a su lado padres ateos, hijos herejes, criados blasfemos o amigos descreídos. Con hierro ardiendo se cauteriza la mordedura del perro hidrófobo: con el divino fuego de la fe debe quemarse el miembro podrido en la familia donde lo hubiere.»

– ¡Qué brutos! – exclamó Pepe sin leer más, y dejando el librito donde estaba.

Aquella noche Pepe y Millán, terminado su trabajo, salieron juntos de la imprenta.

Las calles de los barrios bajos estaban solitarias y sombrías: apenas de cuando en cuando encontraban los dos amigos una pareja enamorada, que iba acortando el paso por prolongar el diálogo, algún sereno sentado en el escalón de un portal, o un mancebo de tienda de comestibles con la puerta entreabierta en espera del matute. El aire, gratamente fresco, parecía limpiar de impurezas el ambiente; y, a ratos, el rodar de un coche interrumpía el silencio, perdiéndose luego rápidamente el ruido en la distancia. Millán iba callado: Pepe, a más de silencioso, triste y pensativo, como ensimismado.

– ¿Te pasa algo? Parece que te han dado cañazo – le dijo Millán.

– Estoy de muy mal humor.

– ¿Por qué?

– A tí te lo puedo decir.

– ¿Necesitas dinero? ¿Quieres la semana o el mes adelantado?

– No; muchas gracias, chico. En esto el dinero no puede nada.

– ¿Estás de monos con la señorita? Temo que el noviazgo ese te va a dar mucho que sentir.

– Te equivocas: Paz está conmigo más cariñosa que nunca; parece que hay así como un recrudecimiento en su cariño, y por cierto no sé a qué atribuirlo… no me lo puedo explicar.

– Entonces, ¿qué tienes?

– Lo de mi casa.

– Tu hermano…

– Sí: aquello va tomando mal aspecto.

Pepe puso a su amigo al corriente de todo, explicándole cómo Tirso había logrado que doña Manuela y Leocadia fueran a misa, que recitaran con él las oraciones a la hora de comer, la compra del devocionario y el hallazgo del librito, sin omitir el piadoso espíritu que avaloraba sus páginas, y terminó preguntando con acento irritado:

– ¿Qué te parece?

– Lo primero, debes tener mucha cachaza y muy mala intención. Esos no son más que síntomas; pero tienes que andarte con cuidado.

– Tirso me dirige la palabra lo menos que puede: no sé de qué modo se las compone; pero lo arregla de suerte que, cuando yo entro, él sale, y viceversa; me habla poco, con cortesía, y sin entrar nunca en conversación larga. Con papá hace casi lo mismo: a mamá y a Leo es a quienes él quiere ser simpático.

– Lo de siempre: apoderarse de las mujeres para hacer guerra a los hombres.

– Temo que no te falte razón.

– Pues chico, mucho ánimo, y a evitar lo que pueda sobrevenir. Estás expuesto a que se convierta la casa en un reñidero de gallos.

– ¡Primero le tiro por la ventana!

– Créeme; nada de violencia. Lo que debes evitar, ante todo, es que tu padre sufra las consecuencias; y figúrate la pena que le ocasionarías disputando con Tirso.

– Entonces, ¿voy a cruzarme de brazos?

– No: debes reflexionar mucho lo que hagas; y… vaya, chico, no pensaba contarte nada; pero ya que hablamos de esto, allá va: estoy seguro de que te harás cargo de mi situación.

Calló Millán un instante, como dudando si decidirse a hablar, y viendo reflejada la impaciencia en el rostro de Pepe, continuó de este modo:

– Me parece que no vuelvo a poner los pies en tu casa, al menos por ahora.

– ¿Por qué, si allí nadie te ha ofendido?

– Vamos por partes. No es nueva para tí la noticia de que yo quiero a tu hermana.

– Y que mis padres y yo nunca lo hemos llevado a mal. Nuestra situación…

– No se trata ahora de eso: sé como vivís, y no me ofenderás suponiendo que yo me haya podido fijar en si tenéis o no tenéis. Leocadia, puedo decirlo sin vanagloriarme… yo la quiero, ¿eh? pero ella, vamos, me parece a mí que también daba señales de quererme; y digo daba…

– Tú me decías que si estaba yo de monos con la otra, y ahora resulta… Esas son cosas vuestras. A tí y a ella os sé de memoria: total, cuatro días de enfado. Ninguno de vosotros es capaz de portarse mal… y si reñís… ¿yo qué le voy a hacer?

– Escucha y ten calma. Mucho me equivoco, o lo que me sucede está relacionado con tu hermano.

Pepe, al oír esto, se paró en medio de la acera, mirando a su amigo con la mayor curiosidad.

– Sí, con tu señor hermano. Leocadia no se muestra conmigo igual que antes, ni tan expresiva, ni tan cariñosa… ha variado mucho, y la mudanza coincide con la llegada de Tirso, mejor dicho, con las idas de tu madre a misa. En una palabra, temo que, así como ha influido en doña Manuela para que rece, trata de conseguir que tu hermana no me quiera… Le seré antipático… ¡qué sé yo por qué!

– Eso a él ¿qué le importa? ¿Y por qué has de serle antipático?

– ¡Pareces bobo! ¿No me ha oído hablar? ¿No sabe que pienso como tú y tu padre? ¿No viste la cara que puso el día de la discusión sobre las iluminaciones origen de las pedreas a los retratos del Papa? Me parece que siendo cura, y con su vehemencia, tiene bastante. Lo menos creerá que la chica está en amores con Pedro Botero el de las calderas.

– ¿Supones que ha hablado a Leo en contra tuya?

– No lo sospecho: estoy seguro, como si lo hubiese oído.

– ¿Y te fundas?…

– Un libro te ha puesto de mal humor: otro me ha hecho a mí comprender lo que sucede. Ya sabes que tu hermana siempre me está pidiendo libros que leer; y que yo la llevo novelas; a una mujer no le vamos a dar la colección legislativa. Pues bien; el domingo pasado, al devolverme el penúltimo tomo de Nuestra Señora de París y otro de Ivanhoe, me dijo: – «No me traigas más, Millán; ahora no puedo distraerme, tengo mucho que trabajar.»

– No es verdad: hace dos semanas que no le dan labor.

– Por eso advertí lo que ocurría. Al poco rato, tu padre, sin saber que Leocadia se resistía a que yo la llevara lo que faltaba de Nuestra Señora, me dijo delante de tu hermana que no tenía trabajo, y ella se marchó del comedor en seguida. Cuando nos despedimos en el pasillo la pregunté a qué obedecía aquello y respondió con evasivas. En esto salió Tirso de su cuarto y, como quien está enterado de lo que oye tratar, me dijo: – «¿A qué insistir? ¿No ve Vd. que no quiere leer indecencias?»

– ¿Y qué le contestaste?

– ¡A tu hermano y en tu casa! Callar y marcharme; pero, lo confieso, me dieron ganas de meterle un tomo por los hocicos. ¡Lo menos se ha figurado el hombre que llevo a la chica libros de mal género!

– ¡Qué burro!

– Falta lo mejor. Era la primera vez que Leo y yo nos separábamos así, poco menos que incomodados, y me faltó tiempo para volver el lunes. ¿Te acuerdas de que fui por la tarde con el pretexto de las pruebas y estuve hablando con ella?

– Sigue, sigue: ¿y qué te dijo?

– Hombre, hay cosas que no se pueden explicar punto por punto. Ya comprendes tú la diferencia que hay de estar una mujer cariñosa, que le rebose la satisfacción de verse querida, a estar fría, esquiva, como a quien no se le importa nada del hombre que tiene al lado.

– Pues una de dos: o estás equivocado, y no hay nada de lo que sospechas, o Tirso tiene la culpa; y en este caso, no cabe duda, en mi casa va a haber más guerra civil que en el Norte.

– Mucho lo temo; y respecto a lo que veníamos hablando, creo que Leo no está ya por mí.

– Vamos con tiento. ¿Tienes algún lío, algún trapicheo que sabido por ella la haya enojado?

– No: palabra de honor.

– Bueno; pues yo pondré las cosas en claro.

– Te advierto una cosa. No pensaba formalizar aún la cuestión por… por falta de cuartos; pero puesto que han venido rodadas las cosas, conste que tu padre y tú podéis considerarme, si queréis, como de la casa; ¿entiendes? – Y tendió a Pepe la mano, que él estrechó cariñosamente. – Ya lo sabéis, como acostumbran los títulos: os pido la mano…

– Yo te prometo que saldremos de dudas.

– ¿Qué vas a hacer?

– Poco he de poder, o despejo la situación. En la primer conversación que tenga con Tirso, le quito la careta. ¡Veremos quién lleva el gato al agua!

En seguida avivaron el paso, separándose al llegar cerca de la calle de Botoneras, donde se despidieron, quedando Millán algo esperanzado con la intervención ofrecida. Pepe entró en su casa de puntillas, abrió despacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que a prevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a su cuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban, en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía a sus padres y en las complicaciones que temía. Luego, serenándose su ánimo, se acordó de Paz y del recrudecimiento que imaginó notar en su amor. ¿Cuál sería la causa? ¿Por qué la niña criada en el regalo, lejos de convencerse de que aquello era una locura, daba a sus promesas más firmeza y mayor expresión de simpatía a sus miradas?

XVI

Viendo Tirso que la madre atendía sus exhortaciones, no solamente insistió en ellas, sino que trató de conquistar el ánimo de Leocadia, siéndole necesario para ello aguzar la astucia, pues la diferencia de caracteres entre doña Manuela y su hija pedía táctica diversa. La primera cedió por bondad y mansedumbre: en ella era hábito plegarse a la voluntad ajena. Cuando joven, obedeció a su marido; erigido después Pepe en jefe de la familia por la fuerza de las circunstancias, se acostumbró a mirarle como tal, y en las menudencias caseras seguía el parecer de su hija, mostrando en todo ser nacida para obedecer. Las condiciones de Leocadia eran distintas: tenía genio voluntarioso y, aunque sin faltarles al respeto, respondía a sus padres con entereza; en sus caprichos de muchacha pobre, había siempre cierta obstinación; si se empeñaba en reformarse un traje, no cesaba de dar vueltas a los trozos de tela, hasta lograr lo que se proponía; gustándole un peinado, no hallaban paz sus manos hasta que conseguía aprender modo de hacérselo, y hasta en estos pequeños detalles, por la tenacidad de sus resoluciones, delataba una firmeza muy difícil de dominar desplegando energía. Tirso notó también que, a pesar de lo humilde de su situación, la chica era algo vanidosa y estaba pagada de su persona, acusando de distintos modos el afán de agradar, y como un cierto deseo latente, pero inmoderado, de imitar prendas y costumbres de muchachas más favorecidas por la suerte. Jamás consintió, por ejemplo, en hacer a su hermano blusas para trabajar en la imprenta, ni bajó nunca a la tienda de la esquina próxima con pañuelo a la cabeza; a Pepe quería verle lo mejor vestido que fuera posible; y en sus trajes propios, aun luchando con la falta de dinero para adornos y perifollos, procuraba siempre imitar cortes elegantes. Por no tenerlos de oro, llevaba sin pendientes las orejas y los dedos sin anillos. No era exigente en pedir lo muy costoso al esfuerzo de sus padres; pero sólo aceptaba la pobreza como un accidente de su vida, no como condición de su origen. Admitió de buen grado el amor de Millán, al tiempo que éste cursaba con Pepe la carrera; mas el ver que su novio tuvo que abandonar los libros y dedicarse a un oficio, fue para ella contrariedad grandísima. De continuar su hermano en la Universidad, acaso hubiese procurado romper pronto sus relaciones con el impresor; mas viéndose Pepe obligado a hacer lo mismo al poco tiempo, Leocadia comprendió que no podía por esto rechazar a Millán, y continuó aceptando su cariño, sin que la correspondencia con que lo pagaba mereciese en realidad nombre de amor. Quizá, por falta de antecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto; pero alcanzó lo bastante para convencerse de que, ni Leocadia estaba verdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que el desvergonzado lenguaje de la codicia llama una proporción; lo cual le autorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, la vanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija. Mejor quisiera él llevar la piedad a sus corazones con la vehemencia del celo que le inflamaba, pero comprendió que le era forzoso seguir la máxima de plegarse a la índole y carácter de cada pecador, para convertirlo más seguramente. Por fin, muchos días después de haber hablado con doña Manuela, determinó sondear a Leocadia; y hallándola una tarde leyendo en el comedor, mientras don José reposaba y la madre había salido, se acercó, llevando él otro libro en la mano.

– ¡Sabe Dios! – la dijo entre severo y sonriente – qué libraco será ese! ¿Es de los que te trae el novio?

– Sí.

– ¡Bonito papel para un joven el de procurar lecturas nocivas a la mujer a quien quiere, y buen modo de amar… suponiendo que te ame!

– ¿Por qué dices eso?

– Cálmate, hija, cálmate; no quiero decir, ¡Dios me libre! que ese joven no te estime: lo que me choca, es que tú le quieras a él.

– ¡Ya lo creo que me quiere!

– No parece de mala índole; pero le sucede lo que a tu hermano: debe estar plagadito de las ideas de ahora y ser de esos que no creen ni en la luz del día. Listo, sí será; ¡lástima que tenga oficio tan feo!

– El de su padre… Empezó a estudiar para abogado; pero luego le sucedió lo mismo que a Pepe.

La palabra oficio sonó en los oídos de Leocadia como Tirso había previsto.

– Tendrá que estar siempre metido entre gente ordinaria, trabajadores y jornaleros: luego le afinarás tú… aunque mala tarea es.

– Pero, ¿imaginas que Millán es mozo de cuerda o sereno? – repuso ella, riéndose forzadamente. – Te equivocas: es un muchacho decente, igual a Pepe, que tiene que vivir así, trabajando, como Pepe.

– No, hija, como Pepe, no: nuestro hermano es hijo de un funcionario público; el padre de ese joven, si no he oído mal, era cajista, jornalero.

– Impresor.

– Llámalo como quieras. Siendo ya viejo, llegó a dueño de la imprenta; pero su origen no puede ser más humilde. Eso no quiere decir que sea mala persona; pero, en fin, ¿por qué te disgusta que nosotros ambicionemos para tí lo mejor?

Leocadia miró a su hermano, sorprendida de que así se preocupara por su porvenir.

– Lo que quiero decirte – prosiguió el cura – es que, tan joven, y reuniendo condiciones que son para la mujer llave de sana prosperidad, no debes contraer compromisos formales con un hombre inferior a tí; porque esto no me lo negarás. Acaso tenga posición más desahogada que la nuestra; pero, una cosa es el bienestar, y otra la esfera de cada uno. Hoy por hoy, no tenemos dinero; pero ni nuestros padres ni nuestros abuelos han sido menestrales. Créeme, Leocadia, no te comprometas con nadie; no renuncies a tu libertad de acción. No has nacido tú para mujer de un jornalero.

– ¡Dale con lo de jornalero! tiene una industria; vamos, una imprenta; pero no es un gañán.

– ¡Bah! hija mía: llamemos a las cosas por sus nombres. Trabajador, no es más que trabajador; y, si te casas con él, sabe Dios si tendrás que ir algún día a llevarle la comida en cesta, como a un albañil.

– De modo que, según tú, debo esperar a que venga a pedir mi mano un título de Castilla.

– Nada de eso: me parece que, aunque sea un buen chico, no está justificado que renuncies por él a lo que te reserve el porvenir. Nadie sabe lo que es el porvenir para una doncella.

Harto conoció Leocadia que, tras aquella problemática esperanza de grandezas futuras, lo que verdaderamente impulsaba a Tirso era la antipatía que sentía contra Millán, desde que conoció que en política y en falta de religión coincidía con Pepe; mas como estos mismos argumentos se los hizo a sí propia alguna vez, no dejaron de ejercer presión en su ánimo. Parecíale innegable la bondad de Millán, pero Tirso tenía, en parte, razón. El roce con la gente de la imprenta había dado a su franqueza cierto tinte rudo, a veces rayano en la grosería; a sus sentimientos honrados servía de intérprete un lenguaje tosco; para verle algo aseado y compuesto, era preciso aguardar al domingo: acaso no anduviese descaminado Tirso y, andando el tiempo, tuviera ella que llevarle en cesta la comida, resignándose a ser una menestrala, es decir, el tipo contrario al de las señoritas, cuyos modales y trajes procuraba imitar.

En ocasiones diferentes hizo Tirso a su hermana análogos razonamientos y, como el terreno estaba bien preparado, la semilla comenzó a germinar. Iniciado en ella el desvío, lo primero que hizo fue evitar que menudearan las visitas de Millán entre semana, fundadas en el préstamo de libros: luego ocurrió la escena narrada a Pepe por el amante desdeñado, en la cual intervino Tirso, y, por último, la muchacha acentuó tan enérgicamente su desamor, que el novio casi dejó de merecer tal nombre. A ser el afecto de Millán pasión hondamente arraigada, hubiese puesto empeño en recobrar lo que perdía; mas también en él palpitaba un fondo de propia y exagerada estimación, en que era de mayor cuenta el orgullo que el cariño. – «No hables de esto a tu hermana – había dicho a su amigo – porque el querer no se impone ni es cosa para recibida de limosna.»

Aquello produjo a Pepe malísima impresión, pero aún le desagradó más ver demostrada la intervención del cura. La cosa estaba ya fuera de duda: tras intentar apoderarse del ánimo de la madre, comenzaba por distintos medios a explorar el de la hija para los mismos fines. ¿Cuáles serían sus propósitos ulteriores? Motivos de conveniencia personal, al parecer ninguno. Lo único verosímil, era que obrase impulsado no más que por proselitismo religioso, y en este caso, para comprometer en la empresa la paz y la dicha de la familia, su fanatismo debía ser grande. ¿Cómo arriesgarse, de otra suerte, a promover una escisión entre padres e hijos, aventurando la tranquilidad del hogar y la poca salud de don José, por sólo la falta de cumplimiento en los deberes piadosos? Tanto repugnaba esto a Pepe, dadas sus ideas, que no le era posible atribuir a su hermano tamaña obcecación, suponiendo que, si únicamente el celo le impulsara, debía moderarlo con afectos más terrenales, pero no menos puros. Su entendimiento rechazaba la posibilidad de que existiera hombre capaz de apenar a sus padres por dar lustre a la religión. La displicencia con que Millán y Leocadia comenzaron a mirarse, perdió con esto importancia a los ojos de Pepe: su verdadera preocupación fue la conducta de Tirso, y llegó a disgustarse tanto, que su amada Paz lo echó de ver en seguida.

Primero, cierto espíritu novelesco, propio de niña libremente educada, hizo que Paz se encaprichara con el amor de Pepe: después, cuando llegó a comprender lo mucho que él valía, aquella inclinación se acentuó insensiblemente y, lo que al comienzo fue juego de la imaginación, vino a ser, del modo más natural y sencillo, sincero y bien arraigado amor. El empleadillo, como ella imaginaba que sus amigas le llamarían si llegaran a conocerle, se le había entrado al alma, persuadiéndose de que le quería porque empezó a temer la cara que al saberlo pondría su padre, a pesar de los alardes democráticos que solía hacer en el Parlamento. Pero no era esto lo que más la desazonaba. Su inquietud nacía de ver disgustado continuamente a Pepe, y el convencimiento de estar enamorada brotó de aquella relación que estableció su inteligencia entre la pena que ella sentía y la inquietud que él mostraba. Cuando Paz se hizo cargo de que, aun ignorando la causa, el pesar de su novio la entristecía; cuando, sin poder aquilatarlo, sintió como propio un dolor ajeno, entonces advirtió que en su corazón comenzaba a reinar una voluntad distinta de la suya, y que aquel hombre, sólo con lealtad y buena fe, iba apoderándose de su albedrío lenta, pero seguramente, como río caudaloso que profundiza el cauce en que se sustenta. Paz, en apariencia frívola, a semejanza de todo el que no ha sufrido, pero muy lista, se persuadió pronto de que amaba, porque su pensamiento, lejos de amedrentarse ante las contrariedades que podía el amor ocasionarla, se fijó exclusivamente en el dolor del hombre a quien quería. La primer muestra de pasión verdadera, fue la sinceridad con que le habló.

Una mañana, estando en la biblioteca de su padre, que era donde se veían en los ratos que aquél faltaba de allí, dijo a Pepe, empleando su lenguaje ligero y franco, entonces más franco que nunca:

– Tengo que decirte una cosa muy grave.