Novelas completas

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Capítulo XLII

Otra breve visita a Harley Street, en la cual Elinor recibió las felicitaciones de su hermano por viajar hasta Barton sin incurrir en ningún gasto y por el hecho de que el coronel Brandon podría seguirlas a Cleveland en uno o dos días, completó el contacto de hermano y hermanas en la ciudad; y una débil invitación de Fanny a que fueran a Norland siempre que llegaran a pasar por ahí, que de todas las cosas posibles era la menos estimable, junto a una promesa más cálida, aunque menos pública, de John a Elinor respecto de una pronta visita a Delaford, fue todo lo que se dijo respecto de un futuro encuentro en el campo.

Divertía a Elinor darse cuenta que todos sus amigos parecían decididos a enviarla a Delaford, de todos los lugares, precisamente el que ahora menos querría visitar o el último en que desearía vivir; pues no solo su hermano y la señora Jennings lo consideraban su futuro hogar, sino que incluso Lucy, al despedirse, la invitó una y otra vez a que la visitara allí.

En los primeros días de abril, y en las primeras horas de la mañana, aunque relativamente temprano, los dos grupos, provenientes de Hanover Square y de Berkeley Street, salieron desde sus respectivos hogares para encontrarse en el camino, según lo habían acordado. Para comodidad de Charlotte y de su hijo gastarían más de dos días en el viaje, y el señor Palmer, moviéndose de manera más libre con el coronel Brandon, se les uniría en Cleveland más tarde.

Marianne, aunque pocas habían sido las horas gratas pasadas en Londres y ansiosa como estaba desde hacía tanto por alejarse de allí, llegado el momento no pudo evitar una gran pena al decir adiós a la casa donde por última vez había disfrutado de aquellas esperanzas y aquella confianza en Willoughby que ahora se habían apagado para siempre. Tampoco pudo abandonar el lugar en que Willoughby se entregaba a nuevos compromisos y a nuevos planes en los que ella no tendría parte alguna, sin derramar lágrimas amargas.

La satisfacción de Elinor en el momento de la partida fue más positiva. Nada había en Londres que entretuviera sus pensamientos y permaneciera en sus recuerdos; a nadie dejaba atrás de quien separarse para siempre le significara ni un instante de pena; le alegraba liberarse de la persecución de la amistad de Lucy; estaba agradecida por alejar de allí a su hermana sin que se hubiese encontrado con Willoughby desde su matrimonio, y tenía puestas sus esperanzas en lo que unos pocos meses de sosiego en Barton podrían hacer para devolver la paz de espíritu a Marianne, y fortalecer la suya propia.

El viaje transcurrió sin novedad. El segundo día los llevó al querido, o repudiado, condado de Somerset, que así aparecía por turnos en la imaginación de Marianne; y en la mañana del tercer día llegaron a Cleveland.

Cleveland era una casa amplia, de moderna construcción, ubicada en la pendiente de una loma cubierta de pastizales. No tenía parque, pero los jardines eran de buen tamaño; y como cualquier otro lugar de la misma importancia, tenía su monte bajo y su alameda; por un camino de grava lisa que circundaba una plantación se llegaba a la fachada principal de la casa; el césped estaba salpicado de árboles; la casa misma se erguía al resguardo de abetos, serbales y acacias, y todos juntos, mezclados con altos chopos lombardos, constituían una espesa barrera que ocultaba la vista de las habitaciones.

Marianne entró en la casa con el corazón lleno de emoción por saberse a solo ochenta millas de Barton y a no más de treinta de Combe Magna; y antes de haber estado quince minutos entre sus muros, mientras los demás ayudaban a Charlotte, que deseaba mostrarle el niño al ama de llaves, salió de nuevo, escabulléndose por los sinuosos senderos entre los arbustos que acababan de empezar a reverdecer, para alcanzar un montículo distante; y allí, desde un templete griego, su mirada, recorriendo una amplia zona de campiñas hacia el sudeste, pudo posarse tiernamente en las lejanas colinas recortadas contra el horizonte e imaginar que desde sus cumbres se llegaría a divisar Combe Magna.

En tales instantes de preciosa, incomparable angustia, se embriagó en lágrimas de agonía por estar en Cleveland; y al volver por caminos diferentes a la casa, sintiendo el feliz privilegio de gozar de la libertad del campo, de vagar de un lugar a otro en una soberana y lujosa soledad, resolvió entregarse la mayor parte de las horas de todos los días que permanecería con los Palmer al placer de estos vagabundeos solitarios.

Volvió justo a tiempo para unirse a los demás en el instante en que salían de la casa en una excursión por las inmediaciones; y el resto de la mañana pasó rápidamente mientras paseaban con toda calma por el huerto, examinando las enredaderas en flor sobre los muros y escuchando al jardinero lamentarse por las plagas; recorrieron sin apuro el invernadero, donde la pérdida de sus plantas favoritas, incautamente expuestas y quemadas por las heladas, hicieron reír a Charlotte; y visitaron el corral de aves, donde encontró nuevos motivos de regocijo en las rotas esperanzas de la moza: gallinas que abandonaban sus nidos, o se las robaba un zorro, o nidadas de prometedores polluelos que morían antes de su desarrollo.

Como la mañana había estado radiante y sin humedad en el aire, Marianne, con sus proyectos de pasar la mayor parte del tiempo afuera, no pensó que el clima podría cambiar durante su permanencia en Cleveland. Fue una gran decepción, entonces, encontrar que una tenaz lluvia le impedía salir después de la cena. Había confiado en un paseo vespertino al templete griego, y quizá deambular por todo el lugar, y un anochecer nada más que frío o húmedo no la habría acobardado; pero una lluvia densa y persistente ni siquiera a ella podía parecerle un clima seco y agradable para una caminata.

Los de la casa constituían un grupo pequeño, y las horas fueron pasando tranquilamente. La señora Palmer tenía a su hijo y la señora Jennings sus bordados; hablaron de los amigos que habían dejado atrás, organizaron los compromisos de lady Middleton y varias veces se preguntaron si el señor Palmer y el coronel Brandon llegarían más allá de Reading esa noche. Elinor, aunque con escaso interés en la conversación, participaba en ella; y Marianne, que tenía el don de arreglárselas en cualquier casa para llegar a la biblioteca, sin importar cuánto la evitara la familia en general, muy pronto se hizo con un libro.

La señora Palmer no escatimaba nada que su constante buen humor y espíritu amistoso pudieran ofrecer para que sus invitadas se sintieran bien confortablemente. La franqueza y cordialidad de su trato compensaba la falta de compostura y elegancia que con frecuencia la hacía fallar en las formalidades de la cortesía; conquistaba con su afabilidad, acreditada por su rostro tan atractivo; sus necedades, aunque evidentes, no desagradaban porque no era orgullosa; y Elinor le habría podido perdonar cualquier cosa, excepto su risa.

La llegada de los dos caballeros al día siguiente, a una cena muy tardía, aportó un grato aumento de la concurrencia y una muy bienvenida variación en las conversaciones, que una larga mañana bajo la misma lluvia sostenida había reducido a niveles muy ínfimos.

Elinor había visto tan poco al señor Palmer, y en ese poco había visto tanta diversidad en su trato a su hermana y a ella misma, que no sabía qué esperar de él al encontrarlo en su propia familia. Lo que encontró, sin embargo, fue un comportamiento totalmente caballeroso hacia todos sus invitados, y solo en ocasiones áspero con su esposa y la madre de ella; lo encontró muy capaz de ser una agradable compañía, y lo único que le impedía serlo siempre era una excesiva capacidad de sentirse tan superior a la gente en general como debía creerse con respecto de la señora Jennings y de Charlotte. En cuanto a los restantes aspectos de su carácter y hábitos, no mostraban, hasta donde Elinor alcanzaba a percibir, ningún rasgo extraño en personas de su sexo y edad. Le gustaba una buena mesa, pero no era puntual; quería a su hijo, pero fingía desdén; y haraganeaba en la mesa de billar durante las mañanas en vez de dedicarlas a los negocios. En conjunto, sin embargo, a Elinor le complacía mucho más de lo que había esperado, y en su corazón no lamentaba que no le pudiera gustar más: no lamentaba que la observación de su epicureísmo, su egoísmo y su presunción la llevaran a descansar con gusto en el recuerdo del generoso temple de Edward, sus gustos sencillos y tímidos sentimientos.

En esos días Elinor recibió noticias de Edward, o al menos de algunos sucesos relacionados con sus intereses, a través del coronel Brandon, que hacía poco había estado en Dorsetshire y que, dirigiéndose a ella al mismo tiempo como amiga desinteresada del señor Ferrars y gentil confidente suya, le conversaba largamente sobre la rectoría de Delaford, describía sus fallos y le contaba qué pensaba hacer para afrontarlos. Su conducta hacia ella en esto, al igual que en todo lo demás; su sincero placer en verla tras una ausencia de tan solo diez días; su disposición a conversar con ella y su respeto por sus opiniones, bien podían justificar que la señora Jennings estuviera convencida de que la quería, y quizá hasta habría bastado para que Elinor también lo sospechara si no creyera, como desde el comienzo, que Marianne seguía siendo su auténtica predilecta. Pero tal como eran las cosas, esa idea no se le habría pasado por la mente de no ser por las insinuaciones de la señora Jennings; y entre las dos, Elinor no podía evitar creerse mejor observadora: ella observaba los ojos del coronel, en tanto la señora Jennings solo pensaba en su conducta; y mientras sus miradas de ansiosa inquietud cuando Marianne comenzó a sentir los primeros síntomas de un fuerte resfriado manifestados en dolores de cabeza y de garganta, al no estar expresadas en palabras escapaban totalmente a la observación de la señora Jennings, ella podía descubrir en sus ojos los vivos sentimientos y la innecesaria ansia de un enamorado.

 

Dos encantadoras caminatas vespertinas al tercer y cuarto día de su estancia allí, no solo por la grava seca entre los arbustos sino por todo el ámbito, y sobre todo por los rincones más alejados, donde había algo más de vida silvestre que en el resto, donde los árboles eran más viejos y la hierba más larga y húmeda, habían producido en Marianne con la ayuda de la grandísima imprudencia de quedarse con las medias y los zapatos mojados puestos un resfriado tan violento que, aunque durante un día o dos ella intentó restarle importancia o negarlo, terminó por imponerse a través de malestares cada vez mayores, hasta no poder seguir siendo ignorado ni por ella misma ni por el interés de los demás. Por todas partes le llovieron recetas que, como siempre, fueron rechazadas. Aunque se sentía débil y afiebrada, con los miembros adoloridos, tos y la garganta áspera, un buen sueño durante la noche la sanaría por completo; y fue con muchas dificultades que Elinor pudo persuadirla, cuando se fue a la cama, de probar uno o dos de los remedios menos complicados.

Capítulo XLIII

Al día siguiente, Marianne se levantó a la hora de siempre; a todas las preguntas respondió que se encontraba mejor, e intentó convencerse a sí misma de ello dedicándose a sus ocupaciones cotidianas. Pero haber pasado un día completo sentada junto a la chimenea temblando de escalofríos, con un libro en la mano que era incapaz de leer, o echada en un sofá, decaída y sin fuerzas, no demostraba a las claras su mejoría; y cuando por fin se fue temprano a la cama sintiéndose cada vez peor, el coronel Brandon quedó simplemente pasmado ante la tranquilidad de Elinor, que aunque la atendió y cuidó durante todo el día, en contra de los deseos de Marianne y obligándola a tomar las medicinas necesarias en la noche, tenía la misma confianza de ella en la seguridad y eficacia del sueño, y no estaba constantemente asustada.

Una noche muy agitada y febril, sin embargo, frustró las esperanzas de ambas; y cuando Marianne, tras insistir en levantarse se confesó incapaz de sentarse y se devolvió voluntariamente a la cama, Elinor se mostró receptiva a aceptar el consejo de la señora Jennings y enviar a buscar el boticario de los Palmer.

El boticario visitó y examinó a la paciente, y aunque animó a la señorita Dashwood a confiar en que unos pocos días le devolverían la salud a su hermana, al declarar que su dolencia tenía un origen pútrido y permitir que sus labios pronunciaran la palabra “infección”, enseguida alarmó a la señora Palmer, por su hijo. La señora Jennings, que desde un comienzo había creído la enfermedad más seria de lo que pensaba Elinor, escuchó con ceño muy serio el informe del señor Harris, y confirmando los temores y preocupación de Charlotte, le recomendó alejarse de allí con su criatura; y el señor Palmer, aunque trató de ligeras sus aprensiones, se vio incapaz de resistir la enorme ansiedad y porfía de su esposa. Se decidió, entonces, su partida; y antes de una hora después de la llegada del señor Harris, marchó con su hijito y la niñera a la casa de una pariente cercana del señor Palmer, que vivía a unas pocas millas de Bath; allí, ante sus insistentes súplicas, su esposo prometió unírsele en uno o dos días, y a ese lugar su madre decidió acompañarla, también obedeciendo a sus ruegos. La señora Jennings, sin embargo, con una bondad que hizo a Elinor realmente quererla, se manifestó decidida a no moverse de Cleveland mientras Marianne siguiera enferma, y a esforzarse mediante sus más atentos cuidados en reemplazar a la madre de quien la había alejado; y en todo momento Elinor encontró en ella una activa y bien dispuesta colaboradora, deseosa de compartir todas sus fatigas y, muy frecuentemente, de gran utilidad por su mayor experiencia en el cuidado de enfermos.

La pobre Marianne, exánime y abatida por el carácter de su enfermedad y sintiéndose totalmente indispuesta, ya no podía confiar en que al día siguiente se restablecería; y pensar en lo que al día siguiente habría ocurrido de no mediar su desafortunada enfermedad, agravó su malestar; porque ese día iban a iniciar su viaje a casa y, acompañadas todo el camino por un criado de la señora Jennings, sorprenderían a su madre a la mañana siguiente. Lo poco que habló fue para lamentar ese inevitable retraso; y ello aunque Elinor intentó levantarle el ánimo y hacerla creer, como en ese momento ella misma lo creía, que esa demora sería muy corta.

El día siguiente trajo poca o ninguna variación en el estado de la paciente; se veía claro que no estaba mejor, y salvo el hecho de que no había ninguna mejoría, no parecía haber empeorado. El grupo se había reducido ahora todavía más, pues el señor Palmer, aunque sin muchos deseos de irse, tanto por espíritu humanitario y bondad natural como por no querer parecer atemorizado por su esposa, terminó dejando que el coronel Brandon lo convenciera de seguirla, según le había prometido; y mientras preparaba su marcha, el coronel Brandon mismo, haciendo un esfuerzo mucho mayor, también comenzó a hablar de irse. En este punto, sin embargo, la bondad de la señora Jennings se interpuso de muy buena forma, pues que el coronel se alejara mientras su amada sufría tal zozobra por causa de su hermana significaría privarlas a ambas de todo alivio; y así, diciéndole sin tardanza que para ella misma era necesaria su presencia en Cleveland, que lo necesitaba para jugar al piquet con ella por las tardes mientras la señorita Dashwood estaba arriba con su hermana, etc., le insistió tanto que se quedara, que él, que al acceder cumplía con lo que su corazón deseaba en primer lugar, no pudo ni siquiera fingir por mucho rato alguna vacilación al respecto, en especial cuando los ruegos de la señora Jennings fueron fervorosamente secundados por el señor Palmer, que parecía sentirse aliviado al dejar allí a una persona tan capaz de apoyar o aconsejar a la señorita Dashwood en cualquier urgencia.

A Marianne, por supuesto, la mantuvieron ajena a todas estas disposiciones. No sabía que había sido la causa de que los dueños de Cleveland tuvieran que dejar su casa antes de la semana de haber llegado. No la sorprendió no ver a la señora Palmer, y como por ello mismo no le preocupaba, nunca mencionaba su nombre.

Dos días habían transcurrido desde la marcha del señor Palmer, y las condiciones de la paciente se mantenían estacionarias, con muy pocos cambios. El señor Harris, que la visitaba todos los días, de forma bastante osada continuaba refiriéndose a una rápida mejoría, y la señorita Dashwood se mostraba igualmente optimista; pero los demás no tenían expectativas tan optimistas. Muy al comienzo del ataque, la señora Jennings había decidido que Marianne nunca se recuperaría; y el coronel Brandon, cuyo principal servicio era escuchar los presagios de la señora Jennings, no estaba en un estado de ánimo capaz de resistir su influencia. Intentó recurrir a la razón para superar temores que la opinión diferente del boticario hacía parecer absurdos; pero la gran cantidad de horas que cada día pasaba a solas eran demasiado propicias para alimentar pensamientos adversos, y no podía borrar de su mente la convicción de que no iba a ver más a Marianne con vida.

En la mañana del tercer día, sin embargo, las sombrías predicciones de ambos resultaron casi fallidas, pues cuando llegó el señor Harris declaró a su paciente mucho mejor. Tenía el pulso más fuerte y mostraba síntomas mucho más favorables que en su visita anterior. Elinor, confirmadas sus más gratas esperanzas, era toda alegría. Estaba feliz porque, en las cartas a su madre, se había atenido a su propio juicio y no al de sus amigos, y por haberle restado importancia a la indisposición que había retrasado su partida de Cleveland, y casi se atrevió a fijar la fecha en que Marianne podría viajar.

Pero el día no terminó de manera tan prometedora como había comenzado. Hacia el anochecer Marianne empeoró, con más pesadez, agitación y malestar que antes. Su hermana, sin embargo, todavía optimista, prefería atribuir el cambio solo a la falta de haber estado sentada mientras le hacían la cama; y tras hacerle tomar con todo cuidado los cordiales recetados, con alegría la vio sumirse en un sopor que esperaba fuese muy favorable. Su sueño, aunque no tan sosegado como habría esperado Elinor, duró un tiempo considerable; y esta, ansiosa de observar por sí misma los resultados, decidió quedarse a su lado hasta que despertara. La señora Jennings, que no estaba enterada del cambio operado en la paciente, se fue a la cama más temprano que de costumbre; su doncella, una de las principales encargadas del cuidado de la enferma, estaba buscando algo de distracción en la habitación del ama de llaves, y Elinor permanecía sola con Marianne.

El sueño de Marianne empezó a hacerse cada vez más agitado; y Elinor, que en ningún momento dejaba de observar atentamente sus continuos cambios de posición y escuchar los reiterados, aunque inarticulados quejidos que salían de sus labios, casi deseaba sacarla de un sopor tan penoso cuando Marianne, repentinamente despierta ante un ruido imprevisto en la casa, se irguió sobresaltada, exclamando en un desvarío febril:

—¿Ha venido mamá?

—Todavía no —replicó su hermana, ocultando su miedo y ayudando a Marianne a tenderse nuevamente—; aunque espero que después estará aquí. Hay un largo trecho, lo sabes, desde aquí a Barton.

—Pero no debe dar la vuelta por Londres —exclamó Marianne, con el mismo tono agitado—. Jamás la volveré a ver, si va a Londres.

Alarmada, Elinor se dio cuenta de que Marianne estaba delirando, y mientras intentaba sosegarla, ansiosamente le tomó el pulso. Era más débil y rápido que nunca; y al ver que Marianne seguía desvariando acerca de mamá, su temor aumentó hasta el punto de decidirla a enviar de urgencia por el señor Harris y despachar un mensajero a Barton para hacer venir a su madre. Junto con esta resolución, pensó en consultar de inmediato con el coronel Barton la mejor forma de llevarla a cabo; y así, tan pronto hubo llamado a la doncella para que la reemplazara junto a su hermana, se apresuró a bajar a la sala donde sabía que por lo general él siempre se encontraba, aunque mucho más tarde que en el momento actual.

No era momento para titubeos. Enseguida le hizo presente sus temores y sus dificultades. Sus temores, el coronel no tenía ni el valor ni la confianza necesarios para intentar aplacarlos: los escuchó con silencioso desánimo; pero de sus dificultades se hizo cargo de inmediato, pues con una rapidez que parecía evidenciar que mentalmente ya había previsto la ocasión y el servicio requerido, se ofreció a ser el mensajero que traería a la señora Dashwood. Elinor no presentó ninguna objeción que no fuera fácilmente rebatida. Le agradeció con palabras breves pero fervorosas, y mientras él se apresuraba a enviar a su criado con un mensaje para el señor Harris y una orden para conseguir caballos de posta rápidamente, ella le escribió unas pocas líneas a su madre.

El consuelo de un amigo como el coronel Brandon en esos instantes, de un compañero de esa clase para su madre... ¡qué enorme gratitud despertaba en ella! ¡Un amigo cuyo juicio la iba a guiar, cuya compañía aliviaría su dolor y cuyo afecto quizá la calmaría...! En la medida en que la perturbación que debía producir en ella una llamada como esa pudiera serle suavizada, su presencia, su trato y su ayuda con toda seguridad iban a conseguirlo.

Él, mientras, sintiera lo que sintiese, actuaba con toda la firmeza de una mente equilibrada; hizo todos los arreglos necesarios con la mayor presteza, y calculó con exactitud el momento en que ella podría aguardar su vuelta. No perdió ni un segundo en demoras de ningún tipo. Llegaron los caballos incluso antes de que se los esperara, y el coronel Brandon, limitándose a estrechar la mano de Elinor con una mirada solemne y unas pocas palabras dichas en una voz demasiado baja para que llegaran a sus oídos, se apresuró a montar en el carruaje. Eran entonces aproximadamente las doce, y Elinor volvió a la alcoba de su hermana para esperar la llegada del boticario y velar junto a ella por el resto de la noche. Fue una noche de padecimientos casi iguales para ambas hermanas. Hora tras hora fueron pasando en insomne dolor y delirio por parte de Marianne, y la más cruel ansiedad en Elinor, antes de que apareciera el señor Harris. Se habían despertado los temores de Elinor, que la hacían pagar con creces toda su anterior seguridad, y la sirviente sentada junto a ella —porque no había permitido que llamaran a la señora Jennings, la hacía sufrir aún más al insinuar las cosas que su ama había pensado desde al principio.

 

A intervalos, las ideas de Marianne seguían fijas sin coherencia en su madre, y cada vez que mencionaba su nombre, el corazón de la pobre Elinor sufría una punzada de dolor; se reprochaba haber tomado a la ligera tantos días de enfermedad, y deseando un socorro inmediato, pensaba que pronto todo socorro sería inútil, que todo se había retrasado demasiado, y se imaginaba a su afligida madre llegando demasiado tarde a ver a su preciosa hija con vida o en uso de su razón.

Se encontraba a punto de enviar a buscar de nuevo al señor Harris o, si él no podía acudir, solicitar nuevos consejos, cuando el boticario —pero no antes de las cinco— hizo su aparición. Su opinión, sin embargo, compensó en algo su retraso, pues aunque reconoció un cambio inesperado y desfavorable en su paciente, insistió en que no había un peligro grave y se refirió al alivio que un nuevo tratamiento debía procurar con una confianza que, en menor grado, se comunicó a Elinor. Prometió venir de nuevo dentro de las tres o cuatro horas siguientes, y dejó tanto a su paciente como a la preocupada acompañante más tranquilas de lo que las había hallado.

La señora Jennings se enteró de lo sucedido por la mañana, dando muestras de gran preocupación y con muchos reproches por no haber sido llamada a ayudar. Sus antiguos temores, que ahora revivían con mucha mejor base, no le dejaron duda alguna sobre lo ocurrido; y aunque se esforzaba en consolar a Elinor, su certeza sobre el peligro que corría su hermana no le permitía ofrecerle el consuelo de la esperanza. Su corazón estaba realmente apesadumbrado. El rápido decaer, la temprana muerte de una muchacha tan joven, tan adorable como Marianne, habría podido afectar incluso a una persona menos cercana. Pero Marianne podía esperar más de la compasión de la señora Jennings. Durante tres meses le había servido de compañía, todavía estaba a su cuidado, y se sabía que la habían herido profundamente y que había sufrido durante largo tiempo. También veía la angustia de la hermana, que era muy en especial su favorita; y en cuanto su madre, cuando la señora Jennings pensaba que quizá Marianne sería para ella lo que Charlotte era para sí misma, sentía una especial compasión por sus padecimientos.

El señor Harris fue puntual en su segunda visita, pero las esperanzas que había colocado en los efectos de la anterior se vieron fracasados. Sus medicamentos no habían surtido efecto; la fiebre no había remitido; y Marianne, solo más tranquila —no más dueña de sí— permanecía en un extraño sopor. Elinor, captando todos, y más que todos sus temores en un solo instante, propuso solicitar más consejos. Pero él lo juzgó innecesario; todavía tenía algo más que intentar, una nueva prescripción en cuyo éxito confiaba tanto como en el de la última, y su visita concluyó con cálidas palabras de seguridad que llegaron a los oídos de la señorita Dashwood, pero no lograron alcanzar su ánimo. Aunque se mantenía tranquila, excepto cuando pensaba en su madre, casi había perdido las esperanzas; y en este estado siguió hasta mediodía, casi siempre moviéndose del lado de su hermana, su mente saltando de una imagen de dolor a otra, de un amigo acongojado a otro, con su espíritu deprimido al máximo por la conversación de la señora Jennings, que no tenía reparos en atribuir la gravedad y peligro de este trastorno a las muchas semanas en que Marianne ya antes había estado indispuesta a causa de su desengaño. Elinor sentía cuán razonable era esa idea, y ello le asignaba un nuevo dolor añadido a sus pensamientos.

Cerca del mediodía, sin embargo, comenzó —pero con una cautela, un temor a ilusionarse falsamente que durante algún rato la hicieron callar, incluso frente a su amiga— a imaginar, a tener la esperanza de estar percibiendo una ligera mejoría en el pulso de su hermana; esperó, vigiló, lo examinó una y otra vez; y finalmente, con una agitación más difícil de ocultar bajo un exterior calmado que toda su angustia precedente, se atrevió a comunicar sus esperanzas. La señora Jennings, aunque obligada tras un examen a reconocer una recuperación temporal, intentó que su joven amiga evitara entregarse a la idea de que continuaría así; y Elinor, recorriendo mentalmente todos los argumentos que le recomendaban desconfiar, también se dijo que no debía fraguar esperanzas. Pero era demasiado tarde. La esperanza ya había hecho su entrada; y ella, sintiendo su ansioso aletear, se inclinó sobre su hermana para aguardar... ya ni sabía qué. Pasó media hora, y los síntomas favorables continuaban bendiciéndola. Incluso aparecieron otros, confirmándolos. Su respiración, su piel, sus labios, todos apelaban a Elinor con señales de mejoría, y Marianne fijó sus ojos en ella con una mirada racional, aunque lánguida. La ansiedad y la esperanza la acosaban en igual medida, impidiéndole un momento de tranquilidad hasta la llegada del señor Harris a las cuatro, cuando las seguridades que le dio, sus felicitaciones por una recuperación de su hermana que incluso sobrepasaba sus expectativas, le entregaron confianza y consuelo, y pudo dejar correr lágrimas de alegría.

Marianne estaba notablemente recuperada en todo sentido, y el señor Harris la declaró totalmente fuera de peligro. La señora Jennings, quizá satisfecha porque sus presagios solo habían recibido justificación parcial en la última alarma que habían vivido, se permitió confiar en el juicio del boticario y admitió con gran alegría, y pronto con indudable gozo, la probabilidad de una total recuperación.

Elinor no podía estar alegre. Su gozo era de una clase diferente, y llevaba a algo muy distinto a la alegría. Marianne devuelta a la vida, a la salud, a los amigos y a su amorosa madre, era una idea que le llenaba el corazón de dulce consuelo y se lo expandía en fervorosa gratitud; pero no se manifestaba ni en demostraciones externas de alegría, ni en palabras o sonrisas. Todo lo que abrigaba el pecho de Elinor era satisfacción, silenciosa y fuerte.

Continuó junto a su hermana con escasos lapsos toda la tarde, sosegando cada uno de sus temores, satisfaciendo cada una de las interrogantes de su fatigado espíritu, prestando todos los auxilios necesarios y vigilando casi cada mirada y cada aliento. Ciertamente, en algunos instantes se le hizo presente la posibilidad de una recaída, recordándole lo que era la ansiedad; pero cuando sus frecuentes y minuciosos exámenes le mostraron que continuaban todos y cada uno de los síntomas de recuperación, y a las seis vio a Marianne sumirse en un sueño tranquilo, ininterrumpido y, según todas las apariencias, confortable, disipó todas sus dudas.

Se acercaba ya el momento en que podía esperarse el regreso del coronel Brandon. A las diez, creía Elinor, o no mucho más tarde, su madre se vería libre del terrible suspense con que ahora debía ir viajando hacia ellas. ¡Quizá también el coronel era apenas un poco menos merecedor de piedad! ¡Ah, cuán lento transcurría el tiempo que aún los mantenía en la incertidumbre!

A las siete, dejando a Marianne todavía entregada a un reparador sueño, se unió a la señora Jennings en la sala para tomar té. Sus temores la habían mantenido incapaz de desayunar, y en la cena el giro repentino de los acontecimientos le había impedido comer mucho; el actual refrigerio, entonces, con los sentimientos de gozo con que Elinor llegaba a él, fue favorablemente bien recibido. Al terminar, la señora Jennings quiso convencerla de que descansara algo antes de la llegada de su madre, y le permitiera a ella tomar su lugar junto a Marianne; pero Elinor no se sentía ni cansada ni capaz de dormir, y no iba a consentir que la mantuvieran lejos de su hermana ni por un minuto. La señora Jennings subió con ella entonces hasta la pieza de la enferma para constatar que todo seguía bien, la dejó allí entregada a su tarea y a sus pensamientos, y se retiró a sus habitaciones a escribir algunas cartas y después a dormir.