Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos
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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


Javier Protzel

Imaginarios sociales e
imaginarios cinematográficos

Javier Protzel

FONDO EDITORIAL



Colección Investigaciones

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

Primera edición digital, marzo 2016

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Manuel Olguín 125, Urb. Los Granados, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131. Fax: 435-3396

fondoeditorial@ulima.edu.pe

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2016

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.


www.saxo.com/es yopublico.saxo.com

Teléfono: 51-1-221-9998

Dirección: calle Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-316-8

De aquí a unos cientos de años, en este mismo lugar, otro viajero tan desesperado como yo, llorará la desaparición de lo que yo pude ver y no vi. Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente.

CLAUDE LÉVI-STRAUSS, Tristes trópicos

Y todo es así, temblante, oscuro, como en pantalla de cinema

MARTÍN ADÁN, La casa de cartón

Índice

Presentación

Primera parte Notas sobre la constitución de las narrativas fílmicas y la diversidad de las culturas

Capítulo 1. Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis

Capítulo 2. La constitución de un modo hegemónico de narrar

Capítulo 3. Marginalia

La India

Japón

Capítulo 4. Ética y creación: Bresson, Sokurov

Segunda parte Cines latinoamericanos. Entre el mimetismo y la originalidad

Capítulo 5. La inevitable dependencia

Populismos y modernidades periféricas

Siete rasgos característicos

Capítulo 6. Sensibilidades del pasado y del presente

Capítulo 7. Figuras de la desigualdad y del poder

Capítulo 8. Cine de autor: Pasión y trasgresión

Capítulo 9. Minimalismo

Tercera parte Notas sobre el cine peruano

Capítulo 10. El tiempo heterogéneo de las imágenes en movimiento

Arte, modernidad y nación en el nacimiento del cine

Heterogeneidad peruana

Culturas del espectáculo y culturas performativas

Capítulo 11. Imaginarios de lo andino

Capítulo 12. Héroes, villanos y antihéroes

Capítulo 13. Clases sociales e imaginarios de clase

Capítulo 14. Terrorismo y autoritarismo

Capítulo 15. Colofón sobre los sentimientos

Bibliografía

Presentación

Este libro nació tanto de mi interés por el cine peruano y latinoamericano como de varias interrogantes de fondo que fueron surgiendo una vez comenzado el proyecto inicial, limitado a una sociología de los públicos cinematográficos basada en información empírica sobre el acceso a las imágenes y sus modos de consumo. No bastaba con señalar la supremacía comercial de las películas provenientes de las majors hollywoodenses y de la presión publicitaria. La predilección por la producción estadouni-dense estaba sembrada en la subjetividad del espectador, siendo por lo tanto un rasgo cultural irreductible a explicaciones causales simples. Y esto rebasaba el ámbito nacional, pues se trataba de un fenómeno mundial que atravesaba el tiempo y el espacio, desde cuando las clases altas limeñas y Pu-Yi, el último emperador Qing, reían con las mismas slapstick comedies más de ochenta años atrás. Esa afinidad entre la exclusiva audiencia del cinema-teatro de la plaza San Martín y el solitario habitante de la Ciudad Prohibida de Pekín habría de repetirse a otra escala al finalizar el siglo con decenas de millones de chinos convocados por el melodrama Titanic, de éxito inigualado en ese país, mientras al otro lado del océano muchísimos peruanos adquirían su copia pirata o bien formaban colas inusuales delante de los cines para ver también esta película, que lograba así una de las mayores recaudaciones en la historia del negocio cinematográfico. En vez de apuntar hacia la logística de los poderes económicos que rigen las industrias culturales se me ocurrió que este proyecto debía ser distinto, y más complejo. El hecho de tener que ver películas y analizarlas –muchas ya las conocía– me entusiasmó, sobre todo por las comparaciones y evaluaciones transversales a las que por método estaría obligado, fuera del placer mismo de decir lo que pienso y siento acerca de algunas.

Convenía averiguar cuál es la relación entre la universalidad de las ensoñaciones, de aquellas traídas desde el cine silente con la narrativa cinematográfica occidental y aristotélica, y las particularidades culturales de las variadas e inmensas audiencias a las que llegan. Si la formación de sentimien tos comunes de pertenencia y de filiación colectiva, de los que emanaron los nacionalismos europeos en el siglo XIX, se debió a la influencia de las élites intelectuales a través de los medios impresos de cada Estadonación, las imágenes en movimiento tuvieron a fortiori en el siglo XX un peso considerable a escala transnacional, pero de modo distinto. Junto con sus facetas jurídicas y económicas, los procesos de integración del Estadonación suponían la fundación de imaginarios colectivos que diesen referentes simbólicos comunes a regiones previamente desconectadas. Al ocurrir todo ello gracias a las narrativas transmitidas por el libro, la prensa y la escuela, los ámbitos de construcción de las identidades nacionales quedaban cir cuns cri tos geográfica y lingüísticamente, lo cual no fue el caso del cine. Desde las primeras cintas producidas, la ficción ilustró relatos y leyendas populares locales, pero en versiones de una inteligibilidad literalmente nunca antes vista, y con ello de una comunicabilidad intercultural mucho mayor. Obviamente, la portabilidad de las películas permitió que los primeros países productores pudiesen exportar fácilmente sus imaginarios locales y nacionales, ofreciendo con ello a otros países sus cantares de gesta, como ocurrió con la épica estadounidense del western. Se ha ido instaurando así una discrepancia entre la internacionalidad (o mundialidad) de las grandes industrias culturales y la nacionalidad (o adscripción a cada Estado-nación) de lo jurídico-político. Las consecuencias de haber hecho visible al Otro cultural mediante la imagen no han sido, pienso yo, lo suficientemente estudiadas ni en el pasado ni actualmente, como si sub-sistiese algún vacío en las ciencias sociales que no permite a la experiencia moderna de lo simbólico conectarse bien con los fenómenos sociales locales o nacionales. Los mundos-de-vida de los niños de distintas latitudes se transformaron medularmente al conocer los nuevos imaginarios de Shrek o Spiderman, o de sus predecesores de cuatro generaciones anteriores, al mismo tiempo que también adquirían una conciencia nacional y ciudadana, con lo cual el estatuto de lo propio y de lo extraño se fue modificando a lo largo de un siglo, y cada vez más vertiginosa men te, gracias a las ensoñaciones diurnas de las imágenes en movimiento.

 

Si en el psicoanálisis se constata que las figuras metonímicas y metafóricas aparecidas en el sueño disponen de una autonomía relativa frente a la particularidad cultural desde la que se sueña, y el estado onírico a suvez tie ne similitudes con la inmersión imaginaria en el ensueño fílmico, puede afirmarse la capacidad de la producción y consumo cinematográficos de trascender diferencias culturales en el juego de identificaciones y proyecciones del relato. O en todo caso, las fantasías del inconsciente no conocen de fronteras culturales del modo en que las instituciones y la academia las definen. No obstante, eso no significa suscribir un universalismo ingenuo ni a la moda del relativismo cultural. Los lenguajes cinematográficos están sólidamente codificados y forman parte de unos procesos de institución social del imaginario en los cuales hay dinámicas de poder, con hegemonía y subalternidades. La primera de las tres partes de este texto empieza precisamente con una aproximación al cine desde nociones del psicoanálisis para con ella intentar reseñar cómo los procedimientos narrativos convencionales de la ficción cinematográfica se plasmaron en Hollywood, y por extensión histórica, en los países occidentales, depositarios, dicho sea de paso, de una larga tradición de veneración a las imá-genes icónicas, para difundirse al resto del mundo. Con miradas al cuadro equivalentes a las de la plástica renacentista y procedimientos estándar de articular el espacio y el tiempo, este modo de representación institucional pronto se convirtió en he ge mónico, como lo señalamos también en esa primera parte. La generalización de una manera de contar trajo por cierto consigo la superioridad comercial de los países productores, capaces con ello además de exportar sus prototipos libidinales y estilos de vida: rostros, cuerpos y comportamientos deseables que actualmente pueblan los avisos publicitarios. No obstante, en otras partes del mundo, en las cinematografías periféricas, aparecieron otras maneras de mirar y contar, que igualmente abordamos. Estas narrativas, más acordes con tradiciones perceptivas y narrativas propias, tienen su ejemplo notable en las etapas de inicio y esplendor del cine japonés. Igualmente en la India, todavía el primer productor mundial, las temáticas, mitologías y moral locales, así como los modos de consumo familiar del cine, han pesado mucho, lo suficiente como para crear una industria nacional muy diferenciada. En Estados Unidos y Europa hay una diversidad de realizadores cuyas creaciones se han ubicado y ubican al margen o en contra de este modo de representación institucional. Yo me he limitado a desarrollar brevemente algunos comentarios sobre la obra jansenista de Robert Bresson y la del ruso Alexander Sokurov para cerrar la primera parte.

En la segunda parte del libro trato de aproximarme de modo heterodoxo al cine latinoamericano –salvo el peruano, al que reservo íntegramente la tercera parte– para discutir acerca de sus grandes líneas distintivas, enfatizando su carácter periférico y los puntos de entronque con los procesos de construcción nacional y modernización. Las cinematografías mexicana y argentina además de haber gravitado en la constitución de los imaginarios nacionales de estos países, contribuyeron sobremanera a la invención de tradiciones que los públicos de otros países hispanoamericanos han ido haciendo suyas. ¿Existe verdaderamente un cine latinoamericano, un modo de representar común y característico frente al institucional y hegemónico? Resulta discutible sustentar esa unidad. Por un lado, si los géneros más exitosos trabajaron a menudo con temas vernáculos, ha habido en ellos mucho ingrediente imitativo, importado de Estados Unidos, lo cual no impide reconocer una textura propia, además de una minoría de cineastas que han enfocado sus realidades elaborando un lenguaje particular. Por otro lado, el noventa por ciento del total de la producción ha sido argentina, brasileña y mexicana, con lo cual esa afirmación unitaria resultaría excluyente, al mismo tiempo que incapaz de abarcar la gran variedad temática y estilística del continente. Seguidamente narro y comento una treintena de largometrajes de Argentina, Brasil, Cuba, Chile, México, Paraguay, Uruguay y Venezuela. Los he agrupado en cuatro secciones, haciendo en lo posible una lectura transversal de las cintas en cada una de ellas.

La tercera parte trata sobre el cine peruano, al cual prefiero no llamar ‘nacional’, pues ese calificativo le conferiría, de modo implícito, una representatividad que lamentablemente apenas tiene. Al respecto, abordo la relación del cine con la variedad de repertorios simbólicos de un país tan diverso como el Perú, y de un acceso tan desigual. El cine es una práctica simbólica relacionada tanto con algunas performances, sobre todo populares, en las que prima lo presencial y colectivo de lo tradicional y local, así como con la producción mundial contemporánea. De esta localización histórica y social tan lábil, me ha resultado útil la idea de la coexistencia de culturas (y dentro de ellas de las imágenes en movimiento) en el “tiempo he te ro gé neo” del Perú, contrapuesta a las del “tiempo homogéneo y vacío” de los Estados-nación a la europea, cuyas ciudadanías e identidades son herederas directas de la Ilustración, y sus repertorios simbólicos han sido más estandardizados por sus industrias culturales. Me ha interesado también destacar, a falta de políticas culturales vigorosas, el poco apoyo del Estado peruano a la cinematografía en comparación con lo que ocurre en Argentina, Colombia o Chile, que explica en parte su escasa con-vocatoria al público nacional. Las razones deben ser vistas en el hecho más amplio de la falta de centralidad del cine dentro de la producción cultural del país. Prima el material importado y el local es a menudo mimético. En general, se adolece de una disociación entre imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos, a diferencia de México y Argentina en sus grandes épocas, y más limitadamente, del Brasil. El Perú no cuenta con grandes héroes fílmicos aunque sí con algunos televisivos. No ha habido quienes como Pedro Infante, Libertad Lamarque o Alfredo Alcón encarnasen personajes que quedarían inscriptos en las memorias colectivas mexicana y argentina.

Tras esa puesta en perspectiva pasaré al meollo de mi exposición, el análisis de un corpus de unos veinte largometrajes cuyas fechas de estreno se remontan a 1961 y llegan hasta el 2008. El criterio de selección ha sido amplio, cuidando incluir obras que puestas unas al lado de otras reflejen la heterogeneidad de la producción, incluyendo desde cintas mimetizadas en la producción importada hasta las notables, de textura y motivos propios. Dividí la materia en cinco secciones, siguiendo un procedimiento semejante al de la segunda parte, manteniendo también mi empeño narrativo, de “contar” con placer las películas, pues creo que el trabajo intelectual debe transmitir, en casos como este, las emociones del autor. Por ello, debo dejar constancia de que la elección de las películas analizadas en este libro dependió no solo de su pertinencia y su disponibilidad, sino de mi propio gusto.

Acompaña al texto una selección de fotografías de la mayor parte de los largometrajes estudiados. Aunque algunas de esas imágenes no tengan la calidad que hubiésemos deseado, consideré necesario incluirlas por expresarse en ellas experiencias estéticas y sentidos particulares, irreductibles a la palabra escrita.

No puedo dejar de agradecer a todos aquellos colegas que con sus sugerencias y críticas me ayudaron, ni a los cineastas amigos que me dieron luces sobre sus propias películas. Escribo pensando en ellos y en quienes como yo nos sentimos comprometidos con el desarrollo de un cine nacional que guste a audiencias amplias.

Primera parte
Notas sobre la constitución
de las narrativas fílmicas y la
diversidad de las culturas

En las sociedades urbanas de casi todas las latitudes lo humanamente deseable o aborrecible tiende a cristalizarse en formas arquetípicas, que desde hace cuando menos nueve décadas, y de manera variable según la región o la colectividad de pertenencia, se interrelacionan con las imágenes en movimiento. No obstante, esa gran diversidad es recorrida transversalmente por los invariantes comunes del relato de ficción, que sin ser signo de universalidad alguna, obligan a admitir que la mayor parte de la humanidad –no toda, es cierto– usa la pantalla como una ventana que se le abre como a otra vida, a una en que durante dos horas goza reencontrán-dose con sus pulsiones, trascendiendo la grisura cotidiana para obtener satisfacciones que esta constitutivamente no puede darle. En este capítulo me propongo reflexionar acerca de los vínculos del relato cinematográfico con sus públicos en sus complejas determinaciones mutuas. Los encuentros de la idealidad del referente fílmico con la realidad de su lectura ocurren siguiendo líneas de continuidad o bien de fractura, puesto que película y espectadores pueden perfectamente pertenecer a horizontes culturales distintos, fenómeno generalizado que sin embargo adquiere un perfil propio según el país. Y esto, a la inversa, es indisociable de la producción local, que pese a buscar sus propias miradas no se libra de construir su punto de vista inspirándose en la mirada extraña. Ese contrapunto especular entre lo propio y lo extraño es substancial para comprender la cultura cinematográfica. Por ello, me parece interesante referirme someramente al cine en otros bloques civilizatorios y poder comparar los procesos de formación de los imaginarios fílmicos en países más o menos lejanos y en el nuestro.

Capítulo 1
Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis

El uso indiscriminado de la palabra “imaginario”, concepto clave en este asunto, merece, sin embargo, ser aclarado antes de aterrizar en el Perú y comentar algunos largometrajes. Al haberse convertido casi en un lugar común para designar simplemente el conjunto de significaciones de las que un individuo dispone mentalmente para comprender y valorar una realidad determinada el término ha sido alejado de su base conceptual. Así, un imaginario político incluiría creencias más o menos estereotipadas (o precisamente imaginadas), por ejemplo, sobre el ejercicio del poder y el carácter de los líderes. En esas significaciones hay al menos fragmentos de un implícito relato (corrupción o laboriosidad palaciega, mala o buena fama del líder) cuya figuración mental tiene inevitablemente elementos sensoriales de contornos más o menos borrosos, los visuales y auditivos sobre todo. Sin que nada de esto sea falso, debe precisarse que esas figuraciones mentales resultan de una elaboración muy compleja, tanto en el plano psíquico personal como en el de la cultura, lo cual es pertinente para comprender el funcionamiento social del cine en países heterogéneos como los latinoamericanos. En uno de sus ensayos tempranos, Freud afirmó que los deseos insatisfechos son las fuerzas motrices de las fantasías, las cuales a su vez “corrigen” esas insatisfacciones. En la ensoñación diurna (phantasierend) del adulto o del joven se accede imaginariamente a lo inalcanzable o a lo prohibido. Sacia los impulsos inconfesables con disimulo en el fuero íntimo, a diferencia del niño, que materializa sus fantasías inventándose un mundo propio en sus juegos, libres y abiertamente exhibidos.1 Más que imitar al adulto, el juego le permite a la niña o niño asumir momentánea pero intensamente algunos de sus roles, en particular aquellos en los que más aparecen aversiones o afectos originados en las figuras paterna o materna, y sin dejar de distinguir entre la realidad y lo lúdico, los niños virtualmente se transforman en lo que quisieran ser pero aún no son. Las ensoñaciones diurnas del adulto continúan o substituyen al juego infantil, inscribiéndose en formas comunes pautadas, por cuanto las afinidades culturales también se expresan en las fantasías. Por ello, Freud se refiere a las narrativas más populares, cuyos héroes son omnipotentes y protectores –sal vadores de los débiles en el último instante o destructores de los monstruos más amenazantes– como si mientras más enraizadas y directamente conectadas estén las narraciones en fantasías infantiles (y por cierto, en sueños nocturnos, en los que también se cumplen las fantasías reprimidas, como veremos más adelante) mayor acogida del público tendrán. En esa medida, el narrador de éxito es una especie de soñador profesional, cuyo oficio legitima sus inmersiones en la propia fantasía de la que extrae lo que sus lectores o espectadores van a disfrutar. Pero siempre y cuando no sean simples transcripciones del deseo desnudo e individual, que serían rechazadas, sino una elaboración mediada por la técnica creativa (ars poetica) que atenúe su carácter egoísta. El principio de la estetización le da a la catarsis destructora una tonalidad justiciera, o bien sublima lo doloroso para convertirlo en placentero.2 Sin embargo, y por obvia que pareciese la respuesta, ¿cómo así los destinatarios del narrador de una historia de amenazas, víctimas inocentes y héroes providenciales se sintieron ellos mismos angustiados y luego “salvados” cuando llegó el happy end, si solo se trataba de una fábula, de algo inexistente? ¿No era que el narrador requirió él mismo de esas emociones al concebir y producir la obra, de modo semejante al del niño que vive esa historia a medida que la juega, palabra que dicho sea de paso es sinónimo, en otros idiomas, de obra escénica o de desempeño acto ral?3

 

Turbarse con un relato sobre algo a sabiendas no acontecido no se debe a inferencias lógicas, sino al arraigo profundo de la relación afectiva del Yo con el mundo. Lejos de ser simplemente la reproducción mental de lo exterior ausente, la génesis de la actividad imaginativa radica, como señala Jacques Lacan, en “[…] establecer una relación del organismo con su realidad, o como se dice, del Innenwelt [mundo interior] al Umwelt [mundo circundante]”.4 A partir de los seis meses, el infante empieza a percibir su cuerpo como un todo; pasa de una serie de sensaciones fragmentadas a la de completud. Más allá de lo corporal, en esta fase que Lacan ha llamado “estadio del espejo”, se empieza a formar el yo. La niña o el niño se reconocen en su propia figura al otro lado del espejo (o también fuera de este, en otro infante). Se ve en ese “afuera” de la escena contemplada, haciendo suyos los atributos de este pequeño Otro que el cristal refleja de su propia imagen. La formación del Yo –de la identidad propia– es por lo tanto indisociable del Otro. La identificación primaria con una imagen exterior va a precipitar al sujeto en una matriz simbólica de mímesis más compleja, resumible en el enunciado “yo soy ése, actúo como ése y deseo lo que ése desea”. Y como el mismo Lacan señala: “[...] el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo desde antes de su determinación social, en una línea de ficción [...]”.5

Construido desde afuera, el Yo hasta esa etapa de su formación se constituye relacionándose con objetos fantasmáticos –imágenes irreales– precisamente sin distinción clara entre el Yo y el Otro: (“si aquel sufre yo sufro, si aquel goza yo gozo”). Si en el estadio del espejo ocurrió la identificación narcisista primordial con el propio cuerpo –empalmando con una relación imaginaria con el mundo, compuesta de atracción, emulación, angustia, repulsión–, más adelante, hacia los cuatro años, el sujeto es introducido al registro de lo simbólico. Toda esa energía pulsional –la libido– que había estado enfocada en lo imaginario, es inscripta en el orden simbólico, en el cual el sentido de la realidad, diferenciado del imaginario, es impuesto por la palabra del padre cuando el niño se identifica con la imago paterna. Con la resolución del complejo de Edipo se sella no solo el primado de la Ley (la prohibición del incesto); es la realidad en su conjunto la que va siendo aprehendida mediante el lenguaje, que al hacerle distinguir entre lo permitido y lo prohibido, va estructurando su imaginario. En otros términos, el niño aprende a diferenciar entre sus deseos y la realidad, sin que por ello la libido deje de investirse sobre determinados objetos. En tal virtud, la necesidad de controlar los deseos no satisfechos en la realidad va a llevar la energía libidinal por otros caminos, hacia elaboraciones sublimadas, a objetos “permisibles” que dispensan placer, capaces de saciar imaginariamente los deseos no realizados. Estos son los objetos que el arte y la cultura ofrecen,6 por lo cual, más allá de hacer inteligible la realidad, el lenguaje es parte del orden simbólico, noción más amplia, que moviliza las pulsiones del inconsciente y las hace emerger como sentido. El mismo Lacan sostiene que el inconsciente está estructurado como un lenguaje a través del cual “hablan” nuestros deseos y terrores que, además de aparecer en nuestro comportamiento o en el discurso del psicoanalizado, se elaboran en el sueño mediante figuras que las enfatizan u ocultan, como la metáfora y la metonimia.7

En tal virtud, ¿cómo no encontrar equivalencias en las relaciones fantasmáticas del espectador y la película que está viendo, si la pantalla viene a ser a su modo un espejo? Christian Metz las ha destacado, sustentando que, a diferencia del infante frente al espejo primordial, el espectador está ausente en la pantalla, aunque sí permanecen vivos –gracias a su propia experiencia antigua del estadio del espejo– sus mecanismos de identificación. Estos lo sumergen en la escena del espectáculo fílmico movilizando sus deseos en lo imaginario, pese a ser consciente de ver una ficción, es decir de la brecha que separa su Yo de su no-Yo, a diferencia del infante que ve al Otro en sí mismo reflejado en el espejo. En términos lacanianos, el cine como toda creación cultural pertenece al orden de lo simbólico.8 Ahora bien, ¿por qué atrae ver una película, en qué consiste ese placer de la evasión o la distracción que tanto se invoca? Como sabemos, a diferencia de otras artes, la diégesis fílmica (o “impresión de realidad” de las imágenes en movimiento) ha marcado una revolución sin precedentes en la historia de la producción simbólica, tanto por la sofisticada reproducción de la realidad visible y audible y la eficacia del montaje para construirle tiempos y espacios narrativos, como por cierto la materialización de las fantasías lograda mediante efectos especiales. En esa medida, el cine ha devenido en un “buen” objeto para sus espectadores (entendiéndosele psicoanalíticamente como un modo de relación que “engancha” al sujeto con su mundo), verdadero fenómeno social de alcance mundial, dada la manera en que reactiva, sin discriminación de latitudes y culturas, las condiciones del estadio del espejo.

La inmersión del adulto en lo imaginario en estado de vigilia crea similitudes entre el estado fílmico y el estado onírico. Dada la densidad y organización de la narración cinematográfica, para Metz las intensas emociones inducidas en el espectador por los mecanismos de identificación y proyección no tienen parangón con ninguna otra impresión exterior. En esa medida, él encuentra que cine y sueño se asemejan y diferencian en tres aspectos. En primer lugar, la conciencia del sujeto. Si el durmiente gene-ralmente no sabe que está soñando y el espectador sí es consciente de estar viendo una película, la brecha entre uno y otro estado a menudo tiende a cerrarse según diversas circunstancias. Más allá de la integración psicológica en la ficción (o “la suspensión de la incredulidad” tomando el concepto inglés de suspension of disbelief) la extrema concentración en la pantalla puede ir acompañada de diferentes descargas de energía (crispación, sudoración, excitación sexual, etcétera), y sobre todo de la ilusión del carácter omniperceptivo del sujeto.9 Por cierto, los cambios en la exhibición cinematográfica que ha traído el avance tecnológico atenúan según el caso la fuerza identificatoria del espectáculo. No son lo mismo el placer de la sala oscura, la pantalla grande y el sonido estereofónico que la reproducción casera del mismo largometraje en una pantalla de vídeo, puesto que más allá de las diferencias de calidad técnica, las condiciones de recepción domésticas impiden el aislamiento al que se refiere Metz en un número creciente de espectadores cinematográficos en el mundo, puesto que las salas como “ventanas” de exhibición están proporcionalmente disminuyendo a favor del crecimiento del largometraje propalado por televisión abierta, de cable y digital, y por cierto el expendido en DVD. Obviamente, la diversidad de la recepción cinematográfica puede ser muy vasta, según los grados de educación, de cultura y de la edad, entre otros factores, pero sobre eso volveremos más adelante.

La segunda semejanza (y diferencia) es la presencia o ausencia de una percepción cinematográfica real en el cine o en el sueño. Mientras los sentidos del espectador son excitados por un estímulo real (el haz de luz, el sonido de los parlantes) para entregarse al relato, el sueño muestra también imágenes e incluso voces y música. En ambos casos se “vive” intensamente el relato, pero el sueño es un proceso psíquico interno en que el deseo se cumple como alucinación, sin ningún material real de base, como si fuese una película “[…] ‘rodada’ de principio a fin por el sujeto mismo del deseo, por el sujeto del miedo igualmente, filme singular por sus censuras y sus no-dichos como por su contenido expresado, cortado a la medida de su único espectador […]”.10

Al contrario, los fantasmas conscientes e inconscientes del espectador deben calzar empáticamente con la película para lograr una inmersión emocional equivalente a la del estado onírico, lo cual no ocurre si el filme no gusta, choca o los personajes (actores) no encajan con las expectativas. En otros términos, lo que el público ve es una ilusión óptica, una serie de manchas de luz (fotogramas, píxeles) cuya veloz variación simula movimiento aunque su estatuto diegético lo aporten sus propios fantasmas, provocando, en palabras de este autor, un “salto mental” “[…] de un significante objetivamente real, pero negado, a un significante imaginario pero psicológicamente real”.11