Loe raamatut: «Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos», lehekülg 4

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Aparajito muestra nuevamente una penosa relación madre-hijo, pero Satyajit Ray se cuida de caer en excesos melodramáticos y prefiere la sobriedad de las emociones apenas expresadas, que cargan estéticamente el final de la película. Y es que a contrapelo de los géneros ruidosos de Bombay, el realizador evita los retratos de trazo grueso, tomando distancia crítica para encontrar los sentimientos en lo no dicho y lo no explícitamente actuado, analizando la trama social subyacente. En Aparajito el hijo se libera ideológicamente de la madre sin dejar de quererla, conforme al pensamiento de Ray, ajeno al fanatismo y a la superstición, y al contrario abierto a la modernidad y al contacto con Occidente. Sin adentrarnos en una especulación sociológica, sería arbitrario oponer Madre India a Aparajito como un producto más “auténtico” por catalizar más los sentimientos del público popular. Al revés, los retratos y los climas creados por Ray son hechos desde y mediante una distancia crítica que requiere de una representación diegética de tipo occidental y no de fantasías sensibleras para evadir durante tres horas la dura realidad.

Muy diferente es su posterior Charulata (Charulata, 1964), una película muy a lo occidental no solo por el tratamiento fílmico sino por su tema. El mismo Ray la consideró como su obra más lograda, por su pulimento y delicadeza, cuidados al máximo, al extremo de haber sido él su propio camarógrafo, además de guionista, director y compositor musical. Adaptada de una novela corta de Tagore, se ubica en el ambiente de la burguesía intelectual bengalí de fines del siglo XIX, que formando parte del establishment colonial, no dejaba de tener discusiones sobre el rumbo que el país debería emprender.16 Rodada íntegramente en los interiores de una mansión colonial victoriana en Calcuta, se nos presenta un triángulo amoroso entre Charulata, la bella esposa del rico y dinámico Bhupati, propietario de un diario publicado en inglés, y el joven y poco adinerado Amal, con pretensiones de escritor, primo de Bhupati. Mujer solitaria, elegante y encerrada que apenas si observa el mundo exterior con unos prismáticos desde una rendija de la ventana, Charulata es, como lo dice el título inglés, the lonely wife. En cambio Bhupati es un hombre dinámico, práctico y anglófilo, volcado a resolver problemas periodísticos y políticos, poco interesado en arte, poesía y todo aquel acervo bengalí que la esposa sí cultiva en silencio, venciendo su tedio. Bhupati vive engañado creyendo que es un buen marido por la vida cómoda que le brinda a su esposa, sin darse cuenta de que no le presta atención. Para él la sustancia del mundo está en el trabajo productivo y eficaz, pues como comenta Ishaghpour, ha interiorizado totalmente el Occidente pese a ser partidario de la independencia.17 En el mundo de Charulata no hay cabida para ese pragmatismo, sino al contrario, mucho espacio para cultivar el afecto y la belleza de los valores nativos. Todo transcurre en calma hasta la llegada de Amal a instalarse por un tiempo en la casa. Su presencia y su interés por la literatura y la música serán perturbadores, dado el lugar intermedio que ocupa entre Charulata y su esposo, pues su idealismo y su amor al arte coexisten con su arribismo. Amal comparte con Charulata una común afición por la poesía; juegan, cantan juntos, se hacen bromas, casi como dos primos adolescentes cuyos deseos incestuosos afloran y se van. Sin embargo, todo es implícito, todo transcurre en el plano de lo no dicho, de silencios largos y de acciones que parecían iniciarse pero quedan suspendidas.

La escritura como mediación entre los personajes atraviesa toda la historia. Mientras Bhupati es un periodista político que desdeña la literatura, la complicidad entre ella y Amal se va anudando en torno a textos bengalíes que leen en común y a los que cada uno escribe, con deseos de reconocimiento mutuo mezclados con admiración y celos. Sin que haya ocurrido ni se haya dicho nada explícito, Charulata se siente unida a Amal por algo que está por encima de la banalidad cotidiana. Por eso se ríe a solas cuando escucha a Amal rechazar un ofrecimiento del marido para influir para casarlo con una joven heredera de una familia de fortuna, irse con ella a Inglaterra y estudiar abogacía en la capital del imperio. Sin embargo, Amal partirá para más adelante enviar desde Londres a los esposos una breve carta anunciando su matrimonio. Sintiéndose traicionada, Charulata se va a su habitación, donde rompe en llanto clamando el nombre de Amal, todo lo cual es escuchado por el marido. Con el ingreso de Amal al pasado los esposos se reconcilian sin ilusiones, aunque ése haya sido el precio pagado por Bhupati para reconocer en sus propios sentimientos la importancia de la poesía y la literatura de las que había renegado, expresados en una publicación literaria bengalí que decide fundar para que Charulata la dirija. Me explayo en este desenlace para subrayar la importancia que para Ray tiene la escritura en el descubrimiento de la identidad y la expresión de los sentimientos. Es gracias a esta que la heroína se encuentra a sí misma y su lugar en el mundo como escritora, y también el principio que le permite diferenciarse del marido. Sin ningún simbolismo forzado, la dualidad Charulata-Bhupati va más allá del “bovarysmo” de la novela burguesa; ella permanece del lado de los valores culturales nativos y él con la idea de un Estado moderno e independiente. Ray parece proponer una síntesis de la India y Occidente.18 La opción del realizador por un lenguaje diegético y a la europea le sirve precisamente para decantar una estética fílmica que traduce con mayor eficacia, al menos para mí, la sensibilidad de este país, a diferencia de las otras obras, que acaso tengan mayor valor sociológico por ser géneros masivos una y otra vez repetidos.

Algunas reflexiones generales. Al margen de sus grandes diferencias, estos tres realizadores concitaron el interés, si no la admiración, como el caso de Ray, de la crítica internacional, pero al mismo tiempo del gran público hindú en base a narraciones a menudo ajenas a la perspectiva hedónica de la matriz cultural del entretenimiento occidental, reticente a presentar el sufrimiento y la humildad como aspectos sublimes de la condición humana por ser juzgados de mal gusto. La confluencia de popularidad, rentabilidad y reconocimiento artístico público es una particularidad del cine hindú, infrecuente en otros cines, que denota una relación singular de sus élites culturales con unos públicos variadísimos culturalmente, lo cual parecería poco comprensible en buena parte del cine occidental contemporáneo. Ejemplo típico de ello es la obra de Raj Kapoor, lanzado a la celebridad con una película cuyas canciones y cuyo guión fueran escritos por gente afín al partido comunista, y con música de Ravi Shankar, dándole no obstante ganancias inmensas al capitalismo de Bollywood y cosechando éxito en países del Medio Oriente,19 hechos que muestran claramente que las industrias culturales y la modernidad no son patrimonio exclusivo de Occidente.

En efecto, la trayectoria del cine hindú constituye un ejemplo (y no el único, como pretendo sustentar) de cómo los modos de narrar mediante imágenes son constructos insertos en la especificidad de las culturas y de la experiencia de los sujetos que viven y actúan en ellas como productores y consumidores. Eso no significa que la India haya permanecido en una arcadia de tradiciones milenarias, simplemente reproduciendo en el celuloide los legados de las artes antiguas. Al contrario, esa cinematografía ha seguido un curso evolutivo que forma parte de la modernidadmundo, como en otras que, salvo error, parece inevitable. La combinación del negocio rentable con la riqueza mitológica de la India, mantenida por su intensa religiosidad, así como con su gran diversidad, es quizá un elemento decisivo para su configuración. A título de especulación, la relación del cine con la integración moderna de la India no parecería ser una conjetura descabellada, como da cuenta la obra misma de Satyajit Ray. Hobsbawm ha afirmado cómo a lo largo de los siglos XIX y XX sinnúmero de tradiciones occidentales fueron creadas, inventadas al calor de la industrialización, ya sea para afirmar el poder simbólico de las burguesías triunfantes, para infundir en el pueblo sentimientos nacionales de pertenencia, o por idealizar un pasado que se va.20 Precisamente, el cine hindú creció dándole a sus públicos dosis abundantes de leyendas antiguas mientras las ciudades se llenaban con inmigrantes, humo tóxico y desocupados. Pero lo más característico ha sido la evolución lingüística a partir del cine sonoro. Así como se recortó la difusión de películas dialogadas en ciertas lenguas europeas, favoreciendo indirectamente al cine subtitulado de Hollywood que pesaba por su star system, en la India multilingüe, Bombay se decidió como principal foco productor a hacer cine en la mayoritaria lengua hindi, apuntando sobre todo a las zonas norteñas del país, pese a que su lengua regional es el maharati. En Calcuta la producción fue relativamente menor y se hizo en bengalí e inglés por el peso de la metrópoli. En el sur se rodaron desde Madrás obras principalmente en tamil y telugu, que llegaron a rivalizar con las cintas de Bombay. El aislamiento fue paliado con versiones dobladas a otra u otras lenguas, sin eliminarse esa atomización. Pero a la inversa, el uso extendido de lenguas eminentemente locales, como las del sur del subcontinente, ha permitido a sus hablantes reconocerse más fácilmente al oír sus propios acentos salir de la pantalla,21 del mismo modo en que los acervos vernáculos de cada región han logrado inevitablemente difundirse a lo largo del tiempo, con probables resultados interculturales, pero siempre bajo la égida de Bombay.22 Pero interculturalidad no significa en este caso calidad. Desde los años sesenta la producción hindú no ha bajado de doscientos largometrajes anuales, y en 1999 fue de setecientos sesenta y cuatro, con la astronómica cantidad de 2.860 millones de espectadores.23

No obstante, la mayor parte de la producción es mediocre, pues la receta consabida de danza y canciones que reinventa la tradición se ha ido repitiendo hibridada a su vez con motivos foráneos y permeando el cuadro social de una modernidad pobre y desigual. Considerando que la danza y la música fueron un eficiente acicate para consolidar las audiencias del filme sonoro hace décadas, esto dio lugar finalmente a un espectáculo perfectamente contemporáneo, pero distinto del occidental debido a la particularidad del estatuto diegético hindú en la producción masiva (al margen del cine no industrial como el de Ray) y en virtud del modo en que los espectadores se relacionan con la pantalla. El tiempo de duración de un melodrama cantado y bailado puede ser fácilmente de unas dos horas y media o tres, y la asistencia es frecuentemente familiar. La atención que se le presta a la película es muy singular, pues median en su lectura las canciones interpretadas en playback por reconocidos artistas, e incluso las orquestas y sus compositores. No puede dejar de evocarse el rol del musical–mencionado páginas atrás– en la formación de los públicos cinematográficos occidentales de los años treinta a cincuenta. Cine, disco, radio, incluso televisión son medios de comunicación cuyas historias están enhebradas entre sí, aunque de un modo singular según el área cultural. En la India el vínculo del cine (o de la imagen) con la música se solidificó hacia los años ochenta, dando lugar al cine hindú genérico contemporáneo, el all-India film, emblemático y comercial, que, sin embargo, como señala Alberto Elena:

[…] nunca renunciaría al importante efecto diegético de sus números musicales, que más allá del alcance de sus letras o la introducción de un cierto lirismo, operan como invitaciones a la recapitulación y a la reflexión sobre la historia que está siendo contada, a modo de oportuna coda que ningún espectador indio vive realmente como una interrupción de la narración.24

El camino del all-India film ha sido paralelo al de la modernidad de este país. La adopción de instrumentos musicales occidentales y formas de origen anglosajón como el rock abunda en la producción actual. Esto es acicateado por los mercados cautivos de la diáspora hindú establecida en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, entre otros países, modificando los imaginarios, que de las temáticas del sufrimiento pasa a las preocupaciones por el progreso familiar y el ascenso social. A su vez esto provoca una mirada hindú propia hacia el mundo, una “contramirada” si el término tuviese una acepción ideológica. Los paisajes suizos o escoceses han empezado a ilustrar melodramas con cuatro horas de números de danza y baile25 en películas como las de Yash Chopra. A partir de los años noventa, la occidentalización de los gustos ha evolucionado conforme crecieron las clases medias, y star system mediante, Bombay (Bollywood) adoptó francamente los referentes del look hollywoodense, ya que:

Súbitamente el Tercer Mundo comenzó a parecerse al Primer Mundo […] de la fábrica de sueños brotaron criaturas estandarizadas: actrices que parecían modelos felinas y actores de musculatura prefabricada con cara de bebe, todos idénticos. Los negocios florecieron para los cirujanos plásticos y los dentistas. Los gimnasios de Mumbai (Bombay) empezaron a desbordarse.26

Sin embargo, nada de ello es lineal. Las temporalidades sociales más parecen guiadas por una secularización distinta a la occidental. En el cine más exitoso en lo comercial coexisten idealizados una realidad fuertemente competitiva, individualizada y elitista con la unidad familiar y sus rituales religiosos. Los idílicos paisajes europeos son tan poco realistas como los personajes que los animan, y todo ocurre como si el cine se convirtiese en vehículo protector de la nostalgia de un mundo hermético y más seguro que preserva las tradiciones y el espacio privado de los sentimientos, ignorando la furia de un mundo hostil y desigual. Se torna así en un arte escapista.

¿Significa esto que la producción de la India se haya subordinado a la mirada estadounidense? No puede responderse taxativamente que no. El naturalismo de la narración hegemónica hollywoodense no se impone sobre la abundancia de canto y danza del espectáculo musical hindú, fuertemente institucionalizada entre sus productores y espectadores. Y estos últimos, por dispersos que estén en otros continentes, no constituyen más que un segmento, un gusto particular de la audiencia mundial, salvo casos excepcionales “recuperados”, como es el de la realizadora Mira Nair. En cambio, el cine de la India parece jugarse un desquite –ciertamente limitado– frente a la hegemonía del norteamericano. Si los retratos hollywoodenses de la etnicidad hindú fueron inferiorizantes desde épocas que se remontan al Gunga Din (1939) de George Stevens y a los Tres lanceros de Bengala (Lives of a Bengal lancer, 1934) de Henry Hathaway, presentando a los indios como personajes torpes, peligrosos y de tez marcadamente oscura frente a la destreza y el heroísmo inglés, de clara connotación imperialista,27 esto se ha convertido en algo cada vez más inverosímil y políticamente incorrecto, o bien en divertimiento estereotipado para niños y adolescentes como en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the temple of the Doom, 1984) de Steven Spielberg. Si el inglés de pura cepa Ben Kingsley interpretó a un convincente Gandhi en el filme homónimo de Richard Attenborough (1982), debió ser el bengalí Victor Banerjee quien interpretara al personaje de Aziz H. Ahmed en Passage to India de David Lean (Pasaje a la India, 1984) en que este es injustamente acusado por los británicos de haber abusado sexualmente de Candice Bergen violando el tabú colonial de la mezcla de indios y blancos. Al contrario, rodar películas en Europa y Estados Unidos es una acción afirmativa de aspiraciones de bienestar indicadoras de cierta conciencia posible que hasta los años setenta era casi impensable.

Japón

También es señal de una apertura a Occidente muy distinta la del cine japonés, que ha permanecido mucho más encerrado dentro de sus propias fronteras, pese al formidable desarrollo económico de ese país. En el 2005, la producción fílmica nipona seguía siendo muy abundante: más de trescientos cincuenta largometrajes, aproximadamente un veinte por ciento menos que durante la década de 1950, aunque las audiencias de las películas nacionales constituían aproximadamente el cuarenta por ciento del total, contra el setenta por ciento del público de la década mencionada.28 Y los públicos del cine extranjero, que compraron 116 millones de boletos en 2005, prefieren mayoritariamente la producción de Hollywood. La america-nización del gusto cinematográfico por cierto no data de ayer, pero su progresiva implantación no ha impedido la persistencia de las huellas de la mirada original del cine de las primeras décadas, que traía consigo un antiguo acervo pictórico y escritural, a cuya sofisticación han tratado de dar continuidad en el marco moderno los grandes artesanos cinematográficos del Japón.

Los tempranos inicios de este cine se debieron, como en el resto del Extremo Oriente, a la llegada de producciones y exhibidores occidentales.29 Al igual que en la India y en la China, el magnetismo de la imagen en movimiento habría sido equivalente al que alcanzaba en otras regiones del mundo. Pero lo singular consistiría en el fácil vínculo del espectáculo con las artes escénicas locales, pues pasó muy poco tiempo antes de que se filmasen danzas de geishas de los barrios galantes de Kyoto y Tokio. Los inicios del cine japonés se entroncarían con el teatro kabuki tradicional y sus derivados shingeki (teatro “a la europea”) y shimpa, versión modernizada del kabuki. Un hilo conductor habría llevado una antigua tradición de narrativa escénica que data del siglo XVIII, la de las marionetas Bunraku, hacia el kabuki y de ahí a la pantalla en diferentes y sucesivas versiones hasta los años sesenta.30

Constatamos que desde esos inicios tempranos el cine del Japón dividió sus géneros –y acaso sus imaginarios– entre lo tradicional y lo nuevo, instaurando diferencias claras entre el jidai-geki (el filme de época, rodado preferentemente en Kyoto) y el gendai-geki (filme contemporáneo rodado en Tokio), cada cual con sus reglas. Junto con estas diferencias aparecieron las primeras empresas productoras, Nikkatsu y Shochiku, que devendrían en verdaderas majors japonesas, capaces de abastecer a un público numerosísimo a partir de los años veinte. Con las ochocientas trece salas de exhibición existentes en el Japón de 192531 no se puede dejar de admitir que esos públicos eran receptivos al cine occidental, a la sazón el material norteamericano provisto por la Universal. Pero a diferencia de la China y de la India, donde el peso de Hollywood se hizo sentir con fuerza sobre los gustos del público, el Japón contaba con más espectadores al mismo tiempo que con unas películas nativas que copaban aproximadamente el setenta y cinco por ciento de las pantallas.32

Habiéndose conservado muy pocos títulos del periodo mudo, es difícil ir más allá del terreno especulativo respecto a la génesis y la originalidad del cine japonés. Pero no se puede dejar de reconocer la especial importancia que tuvo durante ese periodo la intervención del comentarista local que durante el espectáculo iba enfatizando o glosando la acción para el mejor entendimiento del público, o bien traduciendo a la lengua nacional los intertítulos en lengua extranjera. Este comentarista o “explicador”, más frecuente en el Asia, llegó a convertirse en la clave del espectáculo, puesto que su rol también era el de un operador intercultural que más allá de los intertítulos en inglés o francés, “traducía” la significación global del filme en cierto modo apropiándosela para el mejor disfrute de la sala. Pero este “explicador” japonés –llamado benshi– iba más allá del comentario. Su verbalización de las ocurrencias del filme proyectado era improvisada y contenía valores narrativos propios, al extremo de que los benshi famosos atraían al público a las salas por sus virtudes de glosadores más que por el interés suscitado por las películas mismas, modificando a veces el sentido de las imágenes, indiferentemente de que fuese una obra japonesa o no.33 Si la figura del benshi sobrevivió a la aparición del cine sonoro y llegó hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, esto ocurrió tras una lucha entre modernistas y “conservadores” que traducía la naturaleza tensa del vínculo cultural del Japón con Occidente.34 Y es que el rol del benshi no era simplemente el de un comentarista necesario; su origen, como el del cine de este país en general, estaba entroncado con la tradición teatral del kabuki y de ciertos monólogos narrativos, y además era contemporáneo de las marionetas Bunraku. Reseñar esos antecedentes no vale nada de por sí (también podría reseñarse el peso del teatro en el cine occidental), sino porque esos ancestros escénicos son parte de una cultura nacional fuertemente diferenciada y hasta cierta época, hermética. Burch asume que las “anomalías japonesas” –una nación jamás colonizada, con siglos de autoaislamiento y un desarrollo capitalista tan vigoroso como rápido– yuxtapusieron lo tradicional a lo moderno, singularizando el impacto occidental como en ninguna otra nación.35

Este autor sustenta que hasta pasados los años cincuenta, la cinematografía japonesa era constitutivamente resistente a la adopción del modo de representación institucional (MRI) occidental, aunque nada de ello se debiese precisamente al nacionalismo sino a la originalidad del modo de producción y lectura del significante artístico. Siguiendo la interpretación de Roland Barthes, según la cual hay una disyunción de la forma del significante en las artes plásticas, gráficas y escénicas japonesas,36 la materia sensible se distribuye en registros diferentes. Simplificando, digamos que cada significante “por separado” no constituye un signo, no significa a su referente al carecer por sí solo de su función de “conexión” con el destinatario (o función fática, tomando el término de Jakobson). A la inversa, la fragmentación del significante artístico le da espesor propio a cada uno de sus elementos. Así, para la interpretación de Burch, el benshi en realidad no “traducía” en el sentido lingüístico los intertítulos del cine mudo occidental; más bien componía un relato oral propio a propósito tanto de las imágenes mostradas en la pantalla como de los intertítulos, siendo ambos reestetizados y resignificados. El mismo autor refiere películas en las que el mismo actor –a la sazón aquellos muy populares– desempeñaban tres o más roles distintos como “soporte” visual del benshi, cuya voz los inter-pretaba, en funciones cinematográficas que se iniciaban con una explicación del mecanismo de proyección.37 O saliendo del cine, para dar otros ejemplos, el “toque” o gesto de la mano del maestro calígrafo poniendo su trazo de tinta negra sobre el papel blanco es distinto a lo que el grafismo ahí escrito denota: es la escritura por la escritura misma, pero indisolublemente unida a la significación que genera. Así, Roland Barthes distingue entre el gesto efectuado, el gesto efectivo y el gesto vocal al observar la puesta en escena de las marionetas Bunraku que se integran como tres escrituras distintas. Tres titiriteros operan cada uno de los muñecos (de uno a dos metros de alto); el principal maneja la cabeza y el torso, los ayudantes –de negro y con el rostro tapado– sujetan el brazo izquierdo y lo hacen caminar. Al costado, y sobre un estrado, se colocan los recitadores y los músicos desde el que dicen y cantan “con violencia y artificio” el texto escrito. El acto del manipulador es de por sí artístico, como el toque de tinta de un calígrafo en el papel: gesto efectuado diferente al efectivo de los muñecos, en cuyos movimientos juegan las emociones. Y el gesto vocal es la declamación extremada, el pathos visceral e incontenido pero que en ningún caso pretende “representar” lo real, pues en el Bunraku se “[…] separa el acto del gesto: muestra el gesto, deja ver el acto, expone a la vez el arte y el trabajo, reserva a cada uno de ellos su escritura […] la voz es doblada por un vasto volumen de silencio donde se inscriben con tanta más fineza, otros rasgos, otras escrituras”.38

No obstante, el público se conmueve con este espectáculo que no es la “representación” mimética de algún referente externo sino lo inverso, es el sinceramiento del artificio mostrándose como tal, combinando distintos códigos y tipos de ejecución para provocar una potenciación expresiva semejante al efecto de distanciamiento del teatro de Brecht. De modo equivalente, la disyunción del significante de las primeras décadas apareció en el género rensa geki en el que se mezclaron el shimpa (teatro moderno occidentalizado) con el cine: las escenas en interiores eran interpretadas en vivo sobre las tablas, mientras los exteriores se proyectaban a la pantalla, con los mismos actores, o incluso se ponía en la escena un telón de fondo con vistas exteriores pintadas, alternándose estas con exteriores reales filmados, aunque incluso esos exteriores estuviesen decorados con el papel pintado teatral que figuraba esos exteriores, de modo tal que una escritura (una imagen) estaba permanentemente “citando” a otra.39 Este “presentacionismo” japonés que sigue atravesando ámbitos importantes de la cultura japonesa (en las formas que dan un marco, como en la envoltura de paquetes, en los volúmenes de las cajas y de los interiores arquitectónicos, y general en la estetización del espacio vacío y de lo ausente) pasó, aunque disminuido, a la producción cinematográfica posterior. Burch compara las imágenes del cine occidental con las del japonés en base a tres ejes diferenciadores: la superficie y la profundidad, el centramiento del cuadro, y la continuidad y discontinuidad de la acción. Mientras que en el modo de representación institucional occidental, fiel a la idea de naturalizar el significante, se perfeccionó y escenificó la profundidad del campo, en el cine japonés se tendió tanto a guardar una superficie visual plana, tributaria del kabuki, como a establecer una proporción singular entre el conjunto del cuadro y la figura humana. Además, pese a que las concepciones norteamericana y rusa del montaje atrajeron a los cineastas japoneses de los años veinte, su empleo por los realizadores era más “cita” de otra escritura que recurso de una semántica propia. De ahí que durante décadas no haya molestado el carácter escénico de ese cine y no se haya hecho sentir con mayor fuerza la preocupación por el naturalismo diegético a la americana hasta la segunda posguerra, aunque nada de esto se cumpla de una manera tajante como brevemente lo ilustramos tomando tres películas antiguas, una silente y dos sonoras.

Orochi (1925) de Buntaro Futagawa es un típico filme chambera, género de capa y espada importante en los años veinte, derivado del teatro de sables, o ken geki. La copia disponible viene sonorizada con la voz del benshi, cuyo rol es interpretado según el canon de la época por quien la recuperó del olvido.40 Conforme al imaginario nipón del espadachín, se narran las vicisitudes de Heizaburo, un ronin (samurai sin amo) que al haber sido expulsado de la escuela de caligrafía de Matsuzumi Eizan, su comunidad, vaga humillado y en harapos, sufre prisión y se enamora de Oichi. Para un espectador occidental contemporáneo llama menos la atención el empequeñecimiento de los cuerpos de los combatientes y su acelerado movimiento dentro del cuadro en las numerosas escenas de lucha, característico de cierta plástica japonesa, que su agrupamiento coreográfico en “paquetes” redondeados y en abanico, todo mostrado desde un solo ángulo. A diferencia del cine silente occidental, los intertítulos, opacados por la voz del benshi, no parecen cumplir su función explicativa sino a enfatizar lo que este último declama y a marcar los momentos de la acción dramática suprimiendo las imágenes. Pero atrae sobremanera la interpretación del benshi–al escucharlo se entiende bien su popularidad– que, quizá más que las imágenes, centraliza la tensión del relato. A la inversa del cine occidental que necesitó del sonido para completar la ilusión diegética, su introducción en el Japón no dejó de crear resistencias, puesto que probable-mente perturbaba la combinación de significantes disjuntos de la interpretación del benshi y de la ficción fílmica. El dominio que aquel podía lograr sobre esta correspondía más a un espectáculo teatralizado, basado en el acto vivo de enunciación, aun así algunas escenas en exteriores rompiesen con el estatismo de la cámara recurriendo al travelling.

En cambio, al compararse Orochi con Genroku Chushingura (Los 47 ronin, 1941) de Kenji Mizoguchi, choca la tosquedad del filme mudo frente a la sofisticación visual y sonora de la obra de este realizador, al extremo de que no parece que apenas un pequeño lapso de dieciséis años separe un filme del otro. Gran maestro, Mizoguchi ha construido una narrativa eminentemente diegética, empleando todos los elementos del lenguaje fílmico occidental, sin perder no obstante una mirada profundamente japonesa. Los 47 ronin es un jidai-geki (filme de época) rodado a inicios de la Segunda Guerra Mundial con probable motivación patriótica, se aleja de las preocupaciones sociales contemporáneas, abundantes en la obra de Mizoguchi. Relata el curso de la venganza de cuarenta y siete samurai devenidos en ronin al quedar desamparados por la muerte de su líder, Asano, cuyos ancestros escénicos son las marionetas bunraku ya mencionadas. Asano ha sido obligado por el shogun Tokugawa a hacerse harakiri gracias a una intriga urdida contra él. Oishi, discípulo de Asano, encabeza la venganza contra el enemigo Kiri, cuyo desenlace es la legendaria muerte de los cuarenta y siete combatientes. La mayor profundidad de campo en exteriores, la mullida movilidad de la cámara y los cambios de ángulo marcan un estilo que se separa de la pura contemplación y del achatamiento pictórico del cuadro. Mizoguchi se apropia de ciertos artificios de Occidente para su puesta en escena sin motivo imitativo aparente. Le sirven para recrear magistralmente la amplitud de los palacios y los tensos climas conspirativos de entorno del shogun, organizando casi coreográficamente los movimientos de los personajes, adelantándose veinte años a lo que se haría al otro lado del Pacífico.