Loe raamatut: «Matando al amor»

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Matando al amor

Primera edición: Agosto 2020

©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L

© Del texto 2020, Javier Tenorio

© Diseño de Portada: Luna nueva ediciones

©Diseño de página y maquetación. Gabriel Solórzano

©Corrección y edición: Génessis García

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Luna Nueva Ediciones.

Guayas, Durán MZ G2 SL.13

ISBN: 978-9942-8853-0-2

“Jamás pienses que una guerra, por necesaria o

justificada que parezca, deja de ser un crimen.”

Ernest Hemingway

PRÓLOGO

Esta obra, la primera de mi hijo Javier, recrea, con un estilo narrativo precioso, el intenso amor que surge y se desarrolla en una joven pareja, y que se mantiene en medio de una sociedad sumida en la escoria humana del poder de las drogas, el poder del crimen, el poder de la política, el poder de la religión, sólo superados por el poder del amor.

Qué mejor que la faceta literaria para el objetivo de mantener viva la creatividad que se expresa con la fe puesta al servicio de los eventuales lectores que se aventuren a recrearse con esta historia, que no por su ficción, parece calcada de la realidad de algunos de los pueblos que han sido marcados con la presencia de personajes tan nefastos para la sociedad, que edifican su poder, su influencia social y su riqueza, en la fuerza que se obtiene con el terror, la intimidación, el delito y la connivencia con la política, la religión, las armas, como instrumentos de dominación y sometimiento y que por sobre todo ello se sobrepone el amor, como un sentimiento sobrenatural, que todo lo puede, y con el que se logra, a pesar de la maldad que lo circunda por doquier, cambiar los destinos de las personas y de los pueblos.

Osvaldo


1

Del mismo modo que hacía a diario, Laura cerró los ojos y evocó esos pocos segundos en los que su felicidad había sido completa. En ese momento decidió conjugar la realidad que aborrecía con el hermoso recuerdo que tenía grabado en su cabeza; era la única forma que tenía para sobrellevar su nueva vida.

A su cabeza llegó el recuerdo del día que conoció a Adrián el último día de admisiones a su escuela; una de las pocas que había en Songo, el pequeño pueblo donde había vivido toda su vida. Por aquella época era de las personas que disfrutaba tener amigos por doquier. Su desparpajada forma de ser le permitía entablar conversación con cualquier persona; detestaba de manera particular las vacaciones, ya que debía estar sola mucho tiempo. Esos días finalmente habían terminado, así que estaba rebosante de alegría.

Iba ingresando por la puerta principal del centro educativo cuando se quedó observando la extraña forma de caminar de un adolescente, como ella, que venía en dirección opuesta. Era Adrián, un joven esbelto, de cabello negro rizado y tez canela y brillante. Venía frunciendo sus labios y mascullando ininteligibles palabras. Desde la distancia, Laura se percató que cada paso que daba era casi una tortura. Adrián había recibido un golpe en su pierna derecha, por lo cual no podía moverse con naturalidad, sin embargo, ese había sido el aliciente para acceder a cumplir la orden promulgada por su hermano.

Adrián sintió por un momento que el mundo se detenía. A pocos pasos estaba una hermosa joven de delicadas facciones y ojos vivaces observándolo con curiosidad. Por primera vez en sus catorce años de vida sintió que en su interior habían liberado cientos de mariposas que revoloteaban sin cesar en su vientre y cada vez con mayor intensidad a medida que esa pequeña silueta se aproximaba. Al cabo de unos segundos, una tierna voz le preguntó:

—¿Sabes si es aquí donde se realizan las matrículas para el octavo grado?

Adrián quedó perdido en esos ojos grises con ápices verde esmeralda. No logró articular una sola palabra. Al no obtener una respuesta, la pequeña joven insistió en su pregunta:

—¿Lo sabes?

Transpirando y con el corazón acelerado, Adrián tan solo asintió y señaló la fila que debía hacer para realizar su inscripción. La muchacha partió después de una leve sonrisa que lo hizo sonrojar. Inmóvil, se quedó admirando la candidez de la bella joven, mientras tanto, el tiempo volvía a ser lento y apacible.

Adrián recibía por parte de su hermano severos golpes con el fin de forzarlo a asistir a la escuela, pero a partir de ese momento empezó a contar con ansia los minutos que faltaban para iniciar el nuevo ciclo escolar. Había estado atento a la conversación que tuvo Laura con la secretaria. Su suerte no podía ser mejor: el año lectivo por el que había preguntado aquella pequeña y hermosa joven coincidía con el suyo.

Todo ese fin de semana, permaneció como un ente caminando sin rumbo fijo. Tan solo quería que llegara la mañana del lunes lo más pronto posible.

Cuando su hermano se ausentaba empezaba a realizar la organización del producto con el cual subsistían. Debía tenerlo ordenado y listo para su posterior venta, de lo contrario podría sufrir otro severo castigo.

Empezaba tomando un pequeño bloque del tamaño de un ladrillo de barro. Separaba su contenido en pequeños montones de similar tamaño, encima de una mesa de vidrio que tenían para realizar la labor. Luego, iba colocando el producto en una pesa de gramos y finalizaba metiendo todo en diminutas bolsas.

Lo mismo hacía con los demás productos que también tenían a la venta, con la diferencia en que éstos, eran de más fácil manejo y organización. Eran figuras de diferentes tipos de animales y personajes animados de la televisión.

Todo lo hizo como un autómata. Movía las pequeñas paletas pensando en esos hermosos ojos y esa sonrisa angelical. Adrián sólo deseaba que llegara el siguiente lunes.

2

El día que daba inicio al año lectivo Adrián no esperó a que sonara su despertador. Antes de que el primer haz de luz del día cruzara el vidrio de su ventana ya se encontraba bañado y vestido con el uniforme de la escuela. Se dirigió hasta la cocina para preparar el desayuno típico de la región: panela de caña de azúcar hervida en agua, servida en vaso de aluminio, con una tostada de harina. Las ansias por llegar rápido a su nuevo colegio eran tan grandes que no esperó a que su bebida estuviera a una temperatura acorde para ser ingerida y, sin pensarlo, tomó un gran sorbo, lo que tuvo consecuencias en su lengua. De inmediato, abrió el grifo del agua y bebió un sorbo que logró apaciguar un poco la quemadura. Tras el pequeño percance, finalizó su desayuno y partió caminando raudo con rumbo hacia su nuevo recinto educativo.

Al llegar al portón de la escuela, el guarda de seguridad llevó la mano al morral que Adrián llevaba con recelo en el hombro derecho, quien reaccionó al instante con agresividad e improperios. Con su fuerza y peso, el guarda de seguridad dominó a Adrián y lo llevó a un rincón de la entrada del recinto educativo.

Adrián estuvo conversando con el guarda, en buenos términos. Le ofreció una suma de dinero semanal, con lo cual pudo continuar su labor. Luego de tres cuartos de hora el guarda lo llevó en persona hasta el salón de clases.

—Primer día de clases y llega escoltado por el señor guarda —preguntó el profesor de su clase —¿cuál es su nombre?

—Adrián Gómez —respondió levantando su mentón con leve soberbia y enojo por haberlo ridiculizado ante sus compañeros de clase.

—Mi nombre es Belarmino Morales, mucho gusto. Pase, tome asiento. Voy a prestarle especial atención a su comportamiento —prosiguió con un tono de voz más fuerte —; por favor, pase a la silla que se encuentra vacía al fondo.

Por segunda vez, el destino estaba de su lado. Su semblante cambió al percatarse de que la silla asignada se encontraba justo al lado de la joven que lo había cautivado solo pocos días atrás. Tras una mirada fugaz, notó el espíritu afable y carismático de su nueva compañera, quien lo reconoció y le dijo:

—Hola, compañerito, no sabía que íbamos a estar en el mismo curso; ¿me recuerdas?

El frenesí de emociones que en ese momento sintió Adrián en su pecho volvió a jugarle una mala pasada: solo pudo asentir, con dificultad.

—Oye, pero eres muy callado; ven aquí, a mi lado, para que nos conozcamos. Yo me llamo Laura, ¿tú cómo te llamas?

—Adrián —respondió con voz trémula y bajando la cabeza.

No había terminado de pronunciar su nombre cuando se escuchó el primer grito de ese nuevo año:

—¡Gómez! ¡Venga de inmediato a mi puesto!

Adrián, todavía absorto por las suaves palabras de Laura, no reaccionó con la ira de costumbre, sino que, despacio, se dirigió al puesto del profesor.

—Está explícitamente prohibido hablar durante la jornada escolar. Haga el favor de ir a ese rincón y sostener este libro a la altura de sus ojos —replicó el docente, que tomó entre sus manos un reloj de arena y dijo en voz alta—: Creo que me va a ser útil este obsequio. Este reloj contabiliza quince minutos, usted debe sostener ese libro hasta que el último grano de arena haya caído.

Resignado, pero sobre todo por intentar dar una imagen positiva a esa pequeña mujer, tomó despacio con sus dos manos el pesado libro que se encontraba en el escritorio del docente, y se dirigió al rincón antes señalado.

En ese momento, el profesor Morales dijo en voz alta:

«La vara y la censura son lo que da sabiduría»

3

Pasadas dos semanas Adrián empezó a sufrir las consecuencias. Su cabeza se estrelló con fuerza contra la pared de concreto de su habitación. Llevó su mano a la frente al sentir una profunda herida en el párpado izquierdo. Mientras tanto, su hermano enfurecido le dijo:

—¡Cómo es posible que no hayas vendido nada!

—Lo siento, me voy a esforzar más, no volverá a suceder —contestó Adrián con voz trémula.

—¡Bueno, lárgate, y no vuelvas con las manos vacías!

Tomó entre sus manos el morral. Adrián se cercioró que tuviera el material que debía llevar y partió con prisa.

Poco después, cuando su adrenalina había bajado, se percató de que tenía un dolor intenso. Se llevó la mano diestra a la frente y notó que la tenía ensangrentada, así que pensó que debía pasar por una droguería y decidió ir a la que se encontraba diagonal a la escuela.

No había subido el último escalón de la tienda de medicamentos, cuando tuvo una particular sensación. Su corazón empezó a latir con fuerza. Sintió que el tiempo transcurría con lentitud… Unas delicadas manos le cubrieron los ojos.

—Adivina quién soy.

—¿Laura? —Respondió Adrián con picardía.

—Ah, seguramente me viste venir —respondió con resignación.

En ese momento, Laura se percató de que se había cubierto de sangre la palma de sus manos y preguntó:

—Oye, ¿qué te ha pasado?

—No, nada, me he golpeado con la puerta de la manera más torpe, pero no es nada.

—¡Claro que sí, mira cómo tienes esa ceja! —replicó con asombro—. Déjame ayudarte con esa herida, se ve muy fea.

—No te preocupes.

—Déjame comprar una gasa para heridas.

—Bueno, como quieras.

La presencia de aquella niña lo desconcertaba sobremanera; le hacía actuar de forma obtusa. Puso el morral en los pies de su compañera —olvidando por completo su contenido—. Ella, inocentemente, lo inspeccionó.

—Oye, ¿por qué no tienes cuadernos ni libros? ¿Acaso no vienes a estudiar? ¿Qué son todas estas bolsitas y todas estas figuritas de animalitos? ¿Son dulces?

Al escuchar este cúmulo de preguntas juntas, Adrián enmudeció y su mente se nubló por completo. Como no lograba pronunciar una mentira convincente, decidió contar la verdad.

—Mira, Laura, te voy a decir la verdad. Yo sé que no me vas a hablar de ahora en adelante, pero no puedo ocultar lo que has visto.

Laura frunció el ceño y agudizó los sentidos, esperando unas palabras de consolación:

—Son drogas —dijo Adrián sin titubeos.

—¿Qué? ¡No puedo creerlo!

—Cálmate. Ven y te cuento con calma —le dijo Adrián mientras le apoyaba con suavidad la mano en la cintura, tratando de llevarla hacia un sitio más solitario—. Es la verdad, no puedo ocultarla. Esa es la razón por la que me han expulsado de las últimas tres escuelas. Sin embargo, no es lo que yo quiero, pero no puedo negarme a hacerlo. Mi madre falleció, vivo solo con mi hermano y las veces que me he negado a cumplir sus órdenes me han dejado secuelas como esta que puedes ver — dijo señalándose la ceja.

—No te puedo creer —replicó Laura atónita—. Tenemos que acudir a las autoridades, ¡tenemos que denunciarlo!

—Muchos lo han intentado, pero luego de un tiempo desaparecen. Mi hermano es una de las personas más temidas de este pueblo. Casi la mitad está bajo su mando. Lo único que puedo hacer es resignarme y continuar vendiendo este producto para cumplir la meta que tiene, que es enviciar a toda la escuela. No había querido empezar para no darte una mala imagen, pero ya no puedo aguantar más los golpes. Hoy tengo que regalar todo el producto que viste en el morral a la mayor cantidad de niños que pueda.

—¿Y por qué regalarlo?

—Esa es la forma en que se trabaja este negocio. El primero se regala para poder enviciarlos; de ahí en adelante todos llegan con la necesidad de seguir consumiendo.

Al escuchar estas palabras, la mirada hosca de Laura cambió por otra de comprensión y, en un gesto de solidaridad, decidió ceñir sus brazos alrededor de Adrián, con lo que se rompió la barrera del tacto, por primera vez. La conexión y complicidad fueron tácitas.

En ese momento, se escuchó el sonido que indica que las puertas de la escuela van a cerrarse. Laura improvisó con las yemas de sus dedos un vendaje que logró detener un poco la hemorragia, tomó con fuerza la mano de Adrián y le dijo:

—¡Vamos, rápido, o nos quedaremos fuera!

La carrera que habían hecho fue infructuosa. Sus compañeros ya se encontraban en formación. Al ver esto, Adrián analizó la situación y decidió actuar. Cruzó el brazo izquierdo para detener a su cómplice de fuga.

—Llegamos tarde —dijo resignado—, ya están formados.

—¿Qué hacemos? —Preguntó Laura con desazón—. A mí nunca me había pasado esto.

—No te preocupes, —dijo Adrián —no quiero que te reprendan por mi culpa. Dale la vuelta al salón de clases mientras yo los distraigo. Toma, llévate mi morral, no quiero arriesgarme a que Belarmino lo inspeccione —Laura lo tomó con ambas manos, se lo puso en el hombro izquierdo y partió con rapidez. Adrián se aproximó lo más que pudo. Avistó al grupo de compañeros que se encontraban recitando en coro las palabras de su maestro; perfectamente distribuidos en dos grupos, formando cuatro líneas paralelas en donde los hombres se encontraban en las primeras filas mirando de frente a su profesor y detrás de ellos, las mujeres, con la mirada hacia el piso.

En ese momento, Adrián se llevó la mano a la frente y, con fuerza, se retiró el vendaje. De manera intencionada, tropezó contra el borde del piso y cayó al suelo con fuerza, lo que distrajo la atención de los compañeros y permitió que Laura se escabullera sin que su maestro se percatara.

La estrategia funcionó. Al observar su herida, el profesor Belarmino dijo:

—A la enfermería, Gómez.

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