Loe raamatut: «Nada importa», lehekülg 2

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Vivir con poco

Sé que más de uno —qué le vamos a hacer—me escupiría por culpa del titular. Vivir con poco. Qué dice este notas —precisamente tú— de vivir con poco. Pero es que la cosa no va por ahí. La cosa no va de pelucos, bespoke, borgoña ni Can Roca.

En los últimos cinco años he sufrido tantas mudanzas que uno aprende (no es una lección fácil) que tu vida no es eso que guardas en las cajas de cartón. Tu vida no son tus discos, tus libros ni aquellas sábanas cuyo olor significaba para ti el hogar. Con las mudanzas —y tantas otras cosas— uno aprende a mirar las cajas de otra manera. Trozos de cartón con objetos dentro. Vivir es otra cosa.

«Un té, una lámpara y un poco de música»

La frase, que probablemente ya conozcan, es de Steve Jobs: «Todo lo que se necesitaba era una taza de té, un poco de luz y tu equipo estereofónico. Y eso era todo lo que tenía». Muchas veces he pensado en esa fotografía y en esa lámpara Tiffany. Y yo, que tanto he amado los objetos (los lomos de mis libros, los cómics apilados por editoriales, las botellas, los recuerdos y los mañanas que no serán), cada día me siento más cerca de una casa sin cajas ni estanterías.

«The aim of life is to live, and to live means to be aware joyously, drunkenly, serenely, divinely aware. In this state of god —like awareness one sings; in this realm the world exists as poem».

Henry Miller. Estar tranquilo, borracho, sereno y despierto. En realidad da igual la marca de los zapatos, no importa —tanto— tu bolso ni la edición limitada de esa peli que luces en la estantería. Al final solo son trastos en cajas. Sé que esto suena a paparruchas, pero es que comprar esa mierda que guardas en tu wishlist de Amazon no cambiará nada.

Coleccionar experiencias y vivir solo con objetos imprescindibles (un ordenador, un reloj, una camisa…). Comer bien y beber mejor. Estar despierto y no perderse un minuto de la aventura.

No es mal plan.

La naranja entera

«Tengo veintiocho años. Vivo en Madrid. Acabo de salir de una relación y estoy cansada de andar persiguiendo a mi media naranja». Así arranca uno de tantos mails cobijados en mi bandeja de entrada cuyo mensaje de fondo es —tantas veces— el desencanto. Un enorme letrero con la palabra desencanto grapada en cada píxel, en cada línea: «Esto no era lo que esperaba». Y tampoco es que esperase al príncipe azul, pero tampoco esto. La sala de espera de las medias naranjas.

Me aburre mucho el cuento de la media naranja. ¿Para qué demonios querría alguien medio de nada? Me aburren los San Valentines y la celebración de la dependencia envuelta en una cajita azul turquesa. Me aburre, y no me creo, ese amor importante (un tema serio) y definitivo. Me aburre muchísimo esa idea del final del camino, ¿no debería ser el principio? Y me encabrono sin medida con todos los paletos que dan el pésame a un recién casado. «Ya te llegó la hora», le dicen. «Sí», acepta él con la cabeza gacha. Ya to-ca-ba.

Lucía —pongamos que se llama Lucía—: no busques más medias naranjas. Son un coñazo. Siempre querrán (o peor, necesitarán) algo de su «otra mitad». Su vida está incompleta, ya sabes.

Busca naranjas enteras. Un tío (apunta esto) que no te necesite. Que tan solo te desee, te admire y te respete. Alguien para quien no seas el final de la juerga, sino el comienzo de la aventura.

That’s life

No. No me refiero a la —maravillosa— canción de Frank Sinatra («I’ve been up and down and over and out»), sino a una sencilla declaración de intenciones. La firma Seth Reiss en McSweeney’s y no puede ser más sencilla, más certera, más vital. Léanla.

Look, there are winners and there are losers in this life. Some people know how to party and, if need be, can really let loose on the dance floor (winners), and some people are like, «It’s Saturday night and I don’t know what to do» (losers). Some people can hack the work down at the docks (winners), and some people think dock work is too tough (losers). Some people are winners (winners), and some people are losers (losers).

All in all, the one thing we have to remember is that life ultimately comes to an end. Sad but true. And you can either choose to live life to the fullest or with regrets.

Y es que no hay más. That’s life. Con sus síes y sus noes. Sus viernes por la tarde y sus lunes por la mañana. Con sus tocapelotas (huye de ellos) y sus personajillos inspiradores (búscalos sin descanso). That’s life. Con sus propósitos, sus reglas y sus quimeras (es lo que hacemos, perseguirlas). Las cosas suceden, sin más. No es justo, ya lo sé. Pero es lo que hay, las cosas pasan. Las buenas y las otras. That’s life.

Solo nos queda trabajar duro, bailar sin descanso y pagar otra ronda.

Juega

«Aunque sea muy dolorosa y aunque / sea a veces inmunda, siempre, siempre / la más honda verdad es la alegría»

Claudio Rodríguez

Sé que todo acaba. Que lo nuevo mañana es viejo, que aferrarse es perder y mirar atrás una costumbre de anticuario. Sé que la nostalgia es una mujer fatal vestida de recuerdos con olor a certeza y naftalina, esas certezas que —malditas sean— se te clavan en la espalda como arañas en celo y disfrazan tus dudas de evidencias. Mal asunto.

Memento mori es una frase latina que significa «recuerda que vas a morir», recuerda que eres mortal. Memento mori también significa perder la costumbre de dudar. La costumbre de poner en tela de juicio cada camino que pisas y cada voz que no es la tuya. Porque cada certeza y cada sentencia imagino —sé— que son dos pasos más cerca de las tablas y las sombras.

Se supone que no hay mañana, y sin embargo planificamos cada paso que damos al ritmo de las buenas intenciones y los pagos a plazos. No hay mañana, pero tú envuelves regalos de una Navidad en la que no crees y sueltas por anticipado la leña de tres meses en el gimnasio (la matrícula, la bendita matrícula). Septiembre. Septiembre está aquí, a punto de salir del chiquero. Se acaba el tiempo de brillar, de cometer errores y pedir la luna en este estío incandescente.

Roll the dice.

No hace tanto —en una noche en llamas— alguien me enseñó este inmenso poema de Bukowski. «Roll the dice». Tira los dados. Haz tu apuesta. Juega. No se me ocurre un mejor comienzo para un año (porque el año, recuerden, comienza en septiembre) incandescente. Hay que jugar.

Si vas a intentarlo,ve hasta el final.De lo contrario no empieces siquiera.Tal vez suponga perder novias,esposas, familia, trabajos y quizás hasta la cabeza.Tal vez suponga no comer durante tres o cuatro días,tal vez suponga helarte en el banco de un parque.Tal vez suponga la cárcel, la humillación,el desdén y el aislamiento.Tu aislamiento.Todo lo demás solo sirve para poner a prueba tu resistencia,tus auténticas ganas de hacerlo.Y lo harás.A pesar del rechazo y de las ínfimas probabilidades,y será mejor que cualquier cosa que pudieras imaginar.Si vas a intentarlo,ve hasta el final.No existe una sensación igual.Estarás solo con los dioses y las noches arderán en llamas.

Hazlo, hazlo, hazlo.Hazlo.Hasta el final.

Y llevarás las riendas de la vida hasta la risa perfecta,es por lo único que vale la pena luchar.

El lujo que no interesa

Esta semana ha ocurrido algo divertido. Y todo a raíz de un mísero tuit: «No soporto que las revistas de lifestyle den la brasa con la lista de celebrities que durmieron en el hotel de turno. ¿Qué más dará?». Bien. Tan inocente aleteo de aquella mariposa azul desencadenó el cabreo de algún amigo responsable de a) Hotel de 5 estrellas y b) Revista de lifestyle. Que no tengo razón, decían. Que una celebrity pise tu hotel es sinónimo de lujo. Alcurnia, es decir. Pompa de esta —extraña— época de caché medido en número de followers. Así que aquí estamos, compadre. Tómese este artículo como mi particular «recogió el guante».

Hablemos del lujo que no interesa:

Condes, princesas, monarcas, armiño, zarzuelas y realezas. Ahora en serio, ¿qué han hecho (de verdad) para que importe algo su vida?

Lo predecible. Elijan una publicación de lujo masculina, la que quieran. Las que hay y las que vendrán. Pues bien, ya les chivo yo el índice: relojes, F1, vela, golf, espirituosos, cigarros habanos. Ya está. Eso es el «lujo» para el periodismo especializado en lujo.

Vertu. Los supuestos «móviles de lujo». Las incrustaciones de Swarovski en el gadget de turno, los mil siete diamantes engastados en el móvil de Tag Heuer. Lujo es el diseño de Jonathan Ive o una app que te haga la vida más fácil, más bonita.

Los maîtres estirados. Que sí, que todos —yo el primero— tenemos días de bespoke y exigir un servicio impecable. Pero de ahí a la tontería y el toffee-nosed, del —chusco— abolengo de Conde Orgaz y la miradita condescendiente hay un mundo. Un servicio de sala con una sonrisa pegada en la cara y un gesto de cariño sincero. Eso es un lujo.

Pagar dos mil pavos por un Pomerania. El pedigrí en los perros. Un chucho fiel es un lujo.

El champagne con pepitas de oro. El vodka de Armani. La botella de diseño firmada por no sé quién (¿acaso se bebe la botella?). Toda esa confusión entre continente y contenido. Un chardonnay viejo de Montrachet, en cambio, sí que es un lujo.

Las habitaciones de hotel con Voss en la mesita de noche perfumadas con ambientador de fragancias florales. Unas flores frescas (rosas o jacarandas) y un jardín cuidado sí es un lujo.

La carta de aguas. Y miren que yo lo entiendo todo. Que vale que te encapriches (qué voy a decir yo) con el Petrus de tres mil eurazos o el IWC con el podrías regalarte un coche. Es tu dinero y es tu vida. Pero ¿carta de aguas? ¿En serio? ¿En serio son necesarias 9.750 gotas de agua pura de lluvia de Tasmania en Australia?

Lo cool. Lo cool nunca es un lujo.

Viejos amigos, buenos vinos y el café de cada mañana. Las canciones de la adolescencia. Los polvos que justifican un día (una semana, un mes, una vida) de mierda. Cruzar la meta de lo que era (parecía) imposible. El Padrino en Blu-ray. Los sábados por la mañana. El placer de oír llover. Una mujer difícil. Los quesos de Xavier. Las portadas de los vinilos de Blue Note Records. Los besos robados. Los libros viejos. Las cosas hechas a mano. Todo eso es un lujo. Lo de antes no.

Ser un hombre (en primavera)

Cuando éramos jóvenes (entusiasmo, misantropía y ca­­misetas negras) escuchábamos cintas de casete con Doolittle en una cara (Automatic for the people en la otra), robábamos jirones al futuro y teníamos una teoría: la llamábamos la «dictadura del tirante» y arrancaba exactamente el 20 de marzo. Un día después del fuego. Un par de horas antes de que el sol tomara las calles sin permiso ni vergüenza. Ya estoy aquí, parecía decir. Es la hora.

La primavera. Un adolescente no es más que un ca­­chorro con cuatro libros a la espalda y un par de planes. Poco más. El equinoccio de primavera (primavera = primer verdor) es el icono de la renovación y la juventud, de la belleza y las flores. De la vida que regresa (siempre regresa) a colmar de colores las estaciones y recordarnos por qué jugamos a este juego sin sentido.

Al mediar de la primavera (escribe Pla en su Viaje a pie) llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. La «torpe y obstinada primavera» (González-Ruano, siempre César), unas horas felices para todos. Las terrazas de los cafés se llenan; aparece la primera mujer tostada –—¿Dónde? ¿Cómo?— y la vida misma parece ponernos un clavel en la solapa.

Primavera fue la última palabra que escribió Sylvia Plath antes de suicidarse y a la consagración de la primavera está dedicado lo mejor que compuso Stravinsky.

Yo no sé nada (o poco) de lo que se cuece en la cabeza de una mujer cuando el invierno llega a su fin y la primavera atropella los días grises, las dudas y el nórdico. Pero sí sé lo que pasa en el mundo de un hombre cuando los primeros rayos de sol atracan la pereza y las mujeres toman las playas de nuestra Normandía con cien mil buques de guerra disfrazados de tirantes y vestiditos del Zara. En primavera nos volvemos a enamorar (y ya van…) de todas y cada una de las mujeres que hemos detestado en invierno; y lo que antes era no hoy es sí, y lo que ayer era lana hoy es piel. Y al hombre cabal que éramos lo secuestra un loco y un niño con una espada de madera y un castillo donde esconder una sonrisa. En primavera solo cabe rendirse y celebrar la derrota. A su salud.

¿Merece la pena?

«El descubrimiento más consistente que hecho tras cumplir sesenta y cinco años es que no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer», cosas de Jep Gambardella —protagonista de La gran belleza, maravillosa sexta película de Paolo Sorrentino. No es solo que sea una película enorme (que lo es), es que nos ha presentado a Jep, nuestro Jep, nuestro cínico y tierno y triste y cansado Jep; que desde ya —¿alguien lo duda?— forma parte de nuestro imaginario cinematográfico. Gambardella se queda con nosotros y lo estará siempre en nuestras conversaciones de gin tonic, noches tristes y codo en barra, en nuestros artículos, nuestras preguntas y nuestras respuestas. Jep y su discurso facepalm frente a su amiga Stefania en esa terraza frente al Coliseo. Jep y su paseo con Sabrina Ferilli entre las catacumbas de la Città Eterna. Jep y su infinita melancolía ante su sesenta y cinco aniversario.

¿Qué le pasa a Jep?

Es el propio Sorrentino quien planta sobre la mesa la referencia ineludible: el Marcello Mastroianni de La dol­­ce vita y la Roma procaz de Fellini. Marcos Ordóñez, en un artículo imprescindible, nos recuerda los años de Umbral (¿por qué no?) y el desencanto ante lo mundano. Peter Bradshaw en The Guardian remarca la beatitud —como el propio Paolo, lo sagrado que (ante el encuentro con la anciana) le conduce a la suspensión y al silencio—. Luis Martínez traza otra línea, la que conecta a nuestro Gambardella con otros ojos tristes, los del príncipe don Fabrizio Salina en El gatopardo o a Alberto de Los inútiles. Una cosa les une: todo en este mundo les es ajeno. Solo el instante de placer vivido y perdido en un solo segundo de la juventud valió la pena. Y su recuerdo mantiene el inconfundible aroma de la muerte.

Algo pasó en aquella cala del mediterráneo, aquella noche estrellada en la que un joven Jeppino descubre los pechos desnudos de Elisa. El azul proustiano del mar sobre la pared desnuda del techo de un Gambardella cansado. Intuyo que aquel primer calambre (el vértigo, el sexo, el escalofrío, la belleza) es el McGuffin de todas las demás noches, de todos los cuerpos, de todos los mañanas. De todas las farras frente al Coliseo y todas las Sabrinas sobre sus sábanas arrugadas. Dicen que buscamos en cada beso el recuerdo de aquel primer beso, que vivir es habituarse, que nada importa, que esto pasará, que nos queda la memoria. Mentira. Escribe mi Antonio Lucas sobre Chet Baker: «Di algo que no sepas decir», como pedía Carlos Edmundo de Ory. O sea, dame sorpresa. Regálame vértigo.

Y eso es.

Dame sorpresa. Regálame vértigo.

Cosas que amar

He encontrado una cosa curiosa. Se llama hedonómetro y la idea (pedazo de idea) es sencilla: medir la felicidad del mundo. Y hacerlo midiendo la «temperatura emo­­cional» del planeta a partir de diez mil términos. Por ejemplo, el término happy son 8,30 puntos en la escala del hedonómetro. Hahaha, 7,94; war, 1,80; o jail, 1,76. Y así. Curiosamente, el sábado es el día más feliz de la semana (¿más que el viernes?) y, en fin, que mola el juguete este que han montado dos matemáticos locos de la Universidad de Vermont.

Así que, sin más, he pensado en facilitar el trabajo del Dr. Chris Danforth y plantar (aquí y ahora) las cosas que amo. A destajo. Sin orden, sin propósito, sin segundas intenciones. Estos son mis términos, querido Chris:

El queso, las chicas que se ríen con todo el cuerpo, Madrid, Georges Laval, los cinco últimos minutos de La última noche, los cinco primeros de El Padrino, los besos robados, La Varieté (de Weekend), Jot Down, el polvo antes de la siesta, Comté, los regalos sinceros, los chuchos (todos), los sábados por la mañana, unas sábanas limpias, Daniel Day Lewis, Shadowlands, Round Midnight (de Herbie Hancock), un cuello bonito, el sexo real, que el virtual es triste, los amigos de verdad (tan pocos…), Zelda, los bares de siempre, Laphroaig, ver a tus padres felices, las sobremesas sin prisa, Terroir al Límit, el escalofrío de una noche de verano y los restos de arena en los brazos.

La verdad, los periodistas de raza (quedan, creedme), Grupo Salvaje, la mirada triste de Tony Soprano, Barce­­lona, intuir qué quieres que esté en tu vida y saber quién no y en ningún caso. Y sigo sumando: el olor de la vainilla, borgoña, Cái (como universo), la caliza del Marco de Jerez, Pitu Roca, El bosque animado de Quique Dacosta, la ducha tras una carrera, Hermès, R. E. M., Kiko Amat, Mr. Ego rememorando su niñez en Ratatouille, Woody Allen. Continúo con: la banda sonora de Match Point, Londres, Aponiente, las tetas de Monica Bellucci, las piernas de Monica Bellucci, los ojos de Monica Bellucci, Monica Bellucci, la saga de Bourne, Oliver Peoples, las cartas a mano, los bolígrafos bonitos, el (mi) Submariner, la última cena en elBulli, saber perdonar y perdonarte. Ya voy terminando: los relojes mecánicos y el tacto (y el olor) de un libro recién comprado.

La piel de gallina, los restaurantes, las canciones tontas, el sexo guarro —el tierno también—, Gertrud, Píldoras azules, Ed Wood, San Sebastián, los cines de verano (la emoción de una sala de cine), Los Vengadores, Tumblr, El almanaque de mi padre (de Taniguchi), la intensidad, el silencio, las verduras ecológicas, aquel rodaballo en Elkano, la sonrisa de Ricard, el miedo a decirte lo que siento, Born Again, la barra de Koy Shunka, el roce de (mis) dedos en (tu) espalda, Vostok, Bablut del 97, aquellos días en Beaune, el compromiso, En busca del arca perdida, Robert Mitchum. Y acabo: la inocencia (tu rincón secreto), la madera, la aventura, la piel.

No lo hagas

«¿Cómo es posible que te recuerde con tanta intensidad y claridad?».

Así arranca una carta —una súplica— que ha estallado en mi bandeja de entrada con la urgencia de un quebranto. No va dirigida a mí —maldita sea— sino a M, el protagonista de este consultorio que quizá ya nunca responda. Yo qué sé. Susana me habla de insomnios, errores y daños que no puede —que no sabe— olvidar, que no hay manera. M se fue hace dos años, pero su recuerdo no se ha ido. No se va.

Que se vaya, quieres. Quieres no revisar el mail otra maldita vez más en busca de su nombre en negrita; quieres huir, sacar la cabeza del lodazal de las cosas que no fueron, donde todo es gris y las canciones son siempre lentas. Quieres aprender a querer a quien te acompaña hoy —como si eso se aprendiese—; no estar rota, no jugar (más) a dejar la última ficha sobre el tapete, que es lo que hiciste. Quieres no haber vivido aquello para poder vivir esto. Qué poco sentido todo, ¿verdad?

No te contestaré. No hoy, pero sí recordaré aquí las frases de un spot de mierda, robadas a «Hank» Chinaski. Habla de escribir (el poema original se titula «¿Así que quieres ser escritor?»), pero qué es vivir sino garabatear trozos de tu vida en ningún papel. «No lo hagas. Si no te sale ardiendo de dentro, a pesar de todo, no lo hagas. A no ser que salga espontáneamente de tu corazón, y de tu mente y de tu boca y de tus tripas, no lo hagas. […] A no ser que salga de tu alma como un cohete, a no ser que quedarte quieto pudiera llevarte a la locura, al suicidio o al asesinato, no lo hagas».

Quieres beber y no pagar la cuenta; bailar desde el sofá, dar pasos sobre seguro, «alta la fe y el corazón en punto», caer de pie y apuntalar trozos de esa vida que hoy es tuya a medias. Aprender la lección (¿qué lección quieres aprender, Susana?) y mirar de nuevo a los ojos. Renunciar, pero poco. Pues mira, no. No se puede. Hay que jugar —y, a veces, perder—.

No hay otro camino.

Y nunca lo hubo.

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