Loe raamatut: «La práctica de la atención plena», lehekülg 10

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PARTE II:

EL PODER DE LA ATENCIÓN
Y EL MALESTAR DEL MUNDO

La facultad de dirigir deliberadamente nuestra atención errante,

una y otra vez, constituye el fundamento mismo del juicio,

el carácter y la voluntad.

Nadie puede ser dueño de sí mismo si carece de ella.

Cualquier educación que mejore esta facultad será

una educación par excellence.

Pero, obviamente, es más sencillo definir este ideal

que proporcionar las instrucciones prácticas necesarias

para desarrollarla.

WILLIAM JAMES,

Principios de psicología (1890)

¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE
PRESTAR ATENCIÓN?

Es evidente que, cuando William James escribió el pasaje anteriormente citado, desconocía la práctica de la atención plena, pero estoy seguro de que, de haber conocido la existencia de un entrenamiento que mejora nuestra capacidad de estabilizar y dirigir la atención, se hubiera interesado de inmediato en él. Y es que son muchas, a fin de cuentas, las recomendaciones que, basándose en las enseñanzas del Buda, han elaborado, a lo largo de milenios, los practicantes budistas hasta el punto de acabar convirtiendo la práctica de la atención en un arte. Pero por más que James se lamentara de la ausencia de algo que ya existía en un universo ajeno al suyo, el fundador de la moderna psicología americana se daba perfecta cuenta de la magnitud del problema, sabía que nuestra mente no deja de divagar y comprendía muy bien la importancia que tiene el control de la atención para poder vivir una vida llena, en sus propias palabras, “de juicio, carácter y voluntad”.

Prestar atención es algo que hacemos de manera tan selectiva y fortuita que no solemos ver lo que se halla frente a nuestra propias narices ni escuchar los sonidos que con toda seguridad nos transmite el aire, y lo mismo sucede, sin advertirlo siquiera, con el resto de los sentidos.

Es muy habitual comer sin saborear la comida y también es muy frecuente que no percibamos el olor de la tierra húmeda después de la lluvia y hasta que toquemos a los demás sin darnos cuenta de las sensaciones que ese contacto nos transmite. No es de extrañar que nos refiramos a todos esos ejemplos manifiestos de no registrar lo que estamos sintiendo como ejemplos claros de estar desconectado, independientemente de que impliquen a la vista, el oído o cualquier otro sentido.

Ésta es una metáfora táctil con la que nos referimos globalmente a todos los sentidos porque, de hecho, el mundo, “nos toca” literalmente de mil modos distintos a través de los ojos, las orejas, la nariz, la lengua, el cuerpo y la mente.

Pero, a pesar de todo ello, nos hemos especializado en permanecer desconectados la mayor parte del tiempo y en ignorar incluso que estamos desconectados.

Si examinamos este fenómeno echando, de vez en cuando, un vistazo a nuestra vida interna y externa, no tardaremos en darnos cuenta de que nos pasamos la vida desconectados. Estamos desconectados de nuestras sensaciones, desconectados de nuestras percepciones, desconectados de nuestros impulsos, desconectados de nuestras emociones, desconectados de nuestros pensamientos, desconectados de lo que decimos y desconectados también de nuestros cuerpos. Y ello parece deberse a que nos hallamos continuamente sumidos en las preocupaciones, perdidos en la mente, abstraídos en nuestros pensamientos, obsesionados por el pasado o por el futuro, absortos en nuestros planes y en nuestros deseos, despistados por nuestra necesidad de divertirnos y a expensas de nuestras expectativas, miedos y deseos, por más inconsciente y automático que parezca. Es precisamente por ello que acabamos desconectados del presente, el único instante al que realmente podemos acceder.

Estamos tan distraídos y preocupados que ni siquiera vemos lo que se encuentra frente a nuestras narices, tampoco escuchamos los sonidos que registra nuestro aparato auditivo y permanecemos ajenos al mundo de los olores, los sabores y el tacto. Cuántas veces habrá tropezado inadvertidamente el lector con la puerta que estaba abriendo, cuántas veces se habrá golpeado la mano o el codo, cuántas veces se le habrá caído algo que había olvidado que llevaba en la mano porque, en ese momento, no se hallaba presente y, por tanto, estaba desconectado de la orientación espacial y temporal de su cuerpo, al que, por cierto, no solemos prestar gran atención.

¿Y no les parece que, en ocasiones, también estamos igualmente desconectados de lo que llamamos mundo “externo”, del efecto que provocamos en los demás, de lo que les preocupa y les interesa, cuando bastaría con prestarles atención para leerlo claramente en sus rostros o advertirlo en su lenguaje corporal?

El único modo de restablecer el contacto pasa por los sentidos, ésa es la única ventana que nos permite acceder al paisaje interno del ser y al paisaje externo de lo que llamamos “mundo”.

Tenemos más sentidos de los que creemos. La intuición es una especie de sentido, pero también lo son la propiocepción (es decir, el conocimiento de la posición que ocupa nuestro cuerpo en el espacio) y la interocepción (es decir, la sensación global del cuerpo como una totalidad). Y también la mente, como ya hemos dicho, puede ser contemplada como un sentido, y así es, de hecho, como se presenta en las enseñanzas budistas, hasta el punto de que es considerada como una especie de sexto sentido. La mayor parte de lo que sentimos y sabemos sobre nuestro paisaje interno y externo se completa a través del procesamiento que tiene lugar en la mente. Aisladamente consideradas, la imagen del mundo que nos proporcionan los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto carecen de toda validez. Necesitamos saber lo que vemos, oímos, degustamos, olemos, tocamos y sabemos merced a la interacción entre los sentidos y lo que llamamos mente, esa misteriosa cualidad de la percepción y de la conciencia que, si bien incluye el pensamiento, no se halla estrictamente limitada a él. También sería, pues, posible, denominar conciencia, en lugar de mente, a ese sexto sentido porque, a fin de cuentas, conciencia y mente son, en cierto modo, sinónimos.

La mayor parte de lo que sabemos, lo sabemos de un modo no conceptual, puesto que el pensamiento y la memoria llegan un poco más tarde, pisando los talones, por así decirlo, al momento inicial de contacto sensorial. El pensamiento y la memoria pueden deformar fácilmente y de mil formas diferentes nuestra experiencia original. Ése es el motivo por el cual los pintores prefieren “sentir” cuál debe ser su nueva obra, en lugar de decidirlo de manera estrictamente conceptual. Es cierto que lo conceptual ocupa su lugar pero, con mucha frecuencia, sucede y da forma a las sensaciones desnudas que los sentidos nos proporcionan. La percepción pura es inmediata, elemental y vital y, en consecuencia, creativa, imaginativa y reveladora. Por ello resulta tan vivificante permanecer conscientes de la información que nos proporcionan los sentidos.

¿Cómo llamaremos a esta nueva forma de casa de contemplación

que se ha abierto en nuestra aldea

y en la el que las personas

se sientan quedamente y derraman, a modo de respuesta,

su mirada como luz?

RUMI, “Sin lugar para la forma”

Para subrayar la importancia de la aplicación de la atención a los ámbitos de la salud y el bienestar, me parece muy útil apelar a un modelo articulado por el psicólogo Gary Schwartz, que subraya el papel fundamental que desempeña la atención en la salud y la enfermedad. Consideremos los efectos que implica la desatención a los datos que continuamente nos proporciona nuestro cuerpo y nuestra mente. Creemos que, si estamos sanos, podemos dejar de prestar atención durante largos períodos de tiempo, pero lo cierto es que mal podremos cuidar adecuadamente de nuestro cuerpo y de nuestra mente si ignoramos los signos y los síntomas, aun sutiles, que se presenten. Tal des-atención puede acabar conduciendo a una des-conexión, una atrofia y una obstrucción de vías cuya integridad resulta esencial para el mantenimiento de los procesos dinámicos necesarios para la conservación de la salud. Esta desconexión puede, a su vez, conducir a una dis-regulación en la que las cosas empiezan a funcionar mal y nos aleja del equilibrio homeostático. Y la disregulación, por último, acaba provocando un claro des-orden celular, tisular, orgánico y sistémico que va acompañada de la emergencia de todo tipo de procesos caóticos que acaban manifestándose como mal-estar o, dicho de otro modo, como enfermedad.

Un ejemplo muy sencillo de lo que acabamos de decir es aquel en el que no prestamos la debida atención a un dolor de cuello que comienza manifestándose, por ejemplo, como una sensación de rigidez o de tensión muscular. Ése sería el primer signo, el primer indicador, en el caso de que sea persistente, de algo a lo que deberíamos prestar atención, ya sea visitando al médico, sometiéndonos a una fisioterapia, emprendiendo un programa de yoga o todo ello a la vez. Si no prestamos la necesaria atención a ese dolor, puede acabar aumentando su intensidad y frecuencia de aparición hasta llegar a instalarse en forma de dolor crónico, el síntoma de algo todavía más profundo. Pero, a esas alturas, tal vez nos hayamos acostumbrado a él y, si no es muy intenso y estamos muy ocupados, podemos seguir ignorando y soslayando la tensión y el estrés. En el caso de que pasemos semanas, meses y aun años sin prestarle atención, la sensación tenderá a desaparecer o a empeorar, especialmente en forma de respuesta al estrés y nos tornaremos más propensos a sufrir una lesión cada vez, por ejemplo, que hagamos un giro de cabeza demasiado brusco al conducir o durmamos “en una mala postura equivocada”. Tal vez entonces haya acabado convirtiéndose en una suerte de síndrome al que nos hemos acostumbrados hasta el punto de aprender a tolerarlo o a ignorarlo, negando la necesidad de hacer algo al respecto. Esta desconexión, a su vez, puede provocar una disregulación gradual de la musculatura y de los nervios del cuello en forma de tensión crónica o de compensaciones posturales que, con el paso del tiempo, pueden llegar a afectar a los huesos y el tejido conectivo. Pero las cosas pueden empeorar todavía más, hasta el punto de que nuestro cuello deje de funcionar normalmente y el dolor y la incomodidad limiten nuestra capacidad de movimiento y dificulten incluso el mantenimiento de la postura. Esto, a su vez, puede provocar una inflamación en respuesta a la irritación y la lesión y una complicación posterior que quizás vaya seguida de una predisposición a la artritis, una enfermedad más seria que todavía genera más malestar e incomodidad.

Pero también podríamos decir, y por el mismo motivo, que la atención –y, más en particular, la atención sabia (no la hipocondría ni la preocupación neurótica por uno mismo)–, restablece y fortalece la conexión. Esta conexión, a su vez, conduce a una mayor regulación que aboca a un estado de orden dinámico, el rasgo distintivo del bienestar y de la salud como algo opuesto a la enfermedad. Pero, para ello, debemos mantener y alimentar deliberadamente la atención. Así pues, la atención y la intención desempeñan un papel fundamental y constituyen, por así decirlo, el yin y el yang de la salud y de la curación, así como también de la claridad y de la compasión.

En el caso citado, el hecho de prestar atención podría suponer, por ejemplo, cuidar nuestro cuello asistiendo a clases de yoga, recibiendo un buen masaje de vez en cuando o aprendiendo a darnos cuenta del modo en que, en determinadas ocasiones, el estrés y la tensión se acumulan en esa zona y cobrar así conciencia de lo que podríamos hacer de manera deliberada para modificar y minimizar sus efectos. En tal caso, estaremos literal y metafóricamente más en contacto con el cuello y con las posibilidades que se hallan a nuestro alcance y, cuando el cuello responda positivamente a nuestra atención, esa conexión conduce a un funcionamiento más adecuado. Quizás la atención continua a los mensajes corporales nos lleve a participar en un programa de reducción del estrés que nos enseñe a gestionar de manera diferente la tensión, para que no se acumule siempre en el cuello (y acabe convirtiéndose en “dolor de cuello”), aprender algo tan simple como prestar más atención a las sensaciones de esa zona para reconocerlas de inmediato, en lugar de seguir ignorando, los primeros signos y síntomas y aprender a usar la respiración para disipar parte de la tensión acumulada. De este modo podremos cortar de raíz la concatenación de circunstancias que empeoran la situación y volver a experimentar un “orden” y un bienestar crecientes en los que, por más estresante que sea la situación en que nos encontremos, el cuello deje de dolernos.

Pero siempre es posible, por más atención que prestemos, tener percepciones equivocadas cuando, por tal o cual motivo, no nos damos clara cuenta de lo que ocurre en un determinado momento y, en consecuencia, perdemos la conexión real y, con ella, rompemos la cadena que conduce desde la atención hasta la conexión, el bienestar, la salud, la claridad e incluso la sabiduría (en nuestra relación con el cuello) y la compasión (es decir, a ser amables con nosotros y con nuestro cuello). Así pues, el hecho de no prestar la necesaria atención a ese momento de percepción equivocada puede acabar provocando un malentendido, una evaluación errónea de la situación o circunstancia y una atribución también equivocada de su causa concreta.

Eso, a su vez, puede conducir a una interpretación claramente equivocada de lo que creemos que está ocurriendo y de la cadena causal que conduce desde la percepción errónea hasta el mal-entendido, la evaluación equivocada, la atribución errónea y el error. Esto es, precisamente, lo que sucede cotidianamente en aquellos casos en los que incurrimos en errores que habitualmente se originan en percepciones y atribuciones equivocadas que, si no se ven adecuadamente corregidas, acaban desencadenando una enfermedad, física, psicológica o social.

En el caso del dolor del cuello, por ejemplo, la percepción errónea podría plasmarse en una preocupación obsesiva por sensaciones fugaces en la zona cervical que podríamos exagerar hasta el dolor, haciendo una montaña de un montón de tierra, por así decirlo, que conduce a la hipocondría y tal vez incluso a ponernos innecesariamente un collarín, lo que impediría el ejercicio –y, por tanto, el fortalecimiento y la flexibilización– del cuello. Pero, de ese modo, nos identificaríamos con lo que consideramos que es un problema crónico del cuello y desperdiciaríamos la ocasión de profundizar en él, una forma de atención torpe arraigada en una preocupación reactiva por nosotros mismos que sigue alentando un tipo diferente de desconexión.

También el cuerpo político puede estar afectado por este tipo de atención torpe, especialmente cuando los gobernantes se aprestan a esbozar políticas o a tomar decisiones basándose en información errónea, incompleta o mal analizada, en cuyo caso, las consecuencias y la confusión subsiguiente pueden ser muy graves y llevarnos a desaprovechar todas las oportunidades que se nos presenten. No es infrecuente que esas interpretaciones equivocadas acaben provocando innecesariamente el desencadenamiento de situaciones incendiarias que, de haber sido percibidas más claramente, también podrían haber sido interpretadas de un modo más exacto. Por todo ello la percepción clara y la comprensión correcta son elementos fundamentales de nuestra capacidad de restablecer, tanto literal como metafóricamente, el contacto con los sentidos.

La práctica de la atención nos enseña a escuchar a nuestro cuerpo a través de todas las ventanas sensoriales y a atender al flujo de nuestros pensamientos y sentimientos, iniciando así el proceso de restablecimiento y fortalecimiento de la conexión con nuestro propio paisaje interno. Esta atención alienta una familiaridad y una intimidad con el despliegue de nuestra vida en los niveles de lo que llamamos cuerpo y de lo que llamamos mente que alienta y profundiza el bienestar con lo que, instante tras instante, la vida nos depara. Entonces es cuando nos alejamos del malestar y de la enfermedad y nos aproximamos al bienestar y la armonía y también a la salud.

Y esto, como más adelante veremos, resulta tan aplicable al cuerpo y la mente individual como a nuestras instituciones y el cuerpo político en general.

EL MALESTAR

Mi corazón consumido, enfermo de deseo y atado a un animal agonizante que ignora lo que es…

W. B. YEATS,

“Navegando hacia Bizancio”

Bien podríamos decir que la mayor parte de los problemas relativos al malestar y la enfermedad se derivan de la falta de atención, de la desconexión, de una percepción y una atribución equivocadas de la angustia que caracteriza a la condición humana y de todo aquello que, de un modo u otro, soslayamos y dejamos de lado.

Como dice la primera frase de nuestros folletos sobre la meditación, que habla de los anhelos desatendidos de nuestro corazón, casi todos albergamos, en lo más profundo de nuestro psiquismo, una vida secreta, una vida, que habitualmente mantenemos oculta, llena de sueños y expectativas. Pero lo peor de todo es que también nos ocultamos esos anhelos a nosotros mismos, algo que, cuando se mantiene durante toda la vida, acaba convirtiéndonos en cómplices inconscientes de un engaño que puede llegar a ser muy doloroso y autodestructivo.

El problema es que las preocupaciones y pretensiones superficiales y las actitudes interna y externa que erigimos para ocultarnos de nosotros mismos y de los demás acaban impidiendo la toma de conciencia de quienes realmente somos.

¿No se halla acaso nuestro corazón desasosegado y atormentado, independientemente del éxito y de las comodidades externas de que parezcamos disfrutar, por una retahíla en apariencia incesante de deseos insatisfechos? ¿No somos vagamente conscientes, en algún nivel profundo de nuestro psiquismo, de que estamos “atados” a un animal agonizante? ¿No es cierto que solemos desconocer quiénes, en realidad, somos?

El poema de Yeats con el que iniciábamos este capítulo refleja, en pocas palabras, tres aspectos fundamentales de la condición humana: la primera, que la insatisfacción nos hace sufrir; la segunda, que estamos inexorablemente atados a la enfermedad, la vejez y la muerte (una versión más de la ley de la impermanencia y del cambio constante), y la tercera, que ignoramos la naturaleza verdadera de nuestro ser.

¿Acaso no somos ya lo suficientemente mayores como para saber? ¿Acaso no ha llegado ya el momento de reconocer la posibilidad de ser más conscientes y liberarnos del persistente hábito de ignorar las cosas realmente importantes? Yo diría que hemos pasado demasiado tiempo en ese estado y que ya ha llegado el momento de despertar.

A veces presentimos esta incomodidad en forma de una agitación psíquica difusa; en ocasiones, la vislumbramos en mitad de la noche al despertarnos desorientados, o al presenciar, aterrados, el sufrimiento o la muerte de una persona cercana, o cuando el velo que oculta nuestra vida se desgarra súbitamente y nos muestra que todo lo que hasta entonces habíamos vivido no era más que una ilusión. Pero ¿no es también cierto que, en tales casos, no tardamos en volver, literal y metafóricamente, a dormirnos y a insensibilizarnos con una u otra forma de diversión?

El malestar humano primordial del que habla Yeats –que consiste en ignorar lo que somos– es tan pesado que, en ocasiones, resulta insoportable. Es precisamente por ello que lo relegamos a los rincones más recónditos y oscuros de nuestro psiquismo, lejos del alcance de la luz del día. A veces, como ya hemos visto, es necesario atravesar una crisis muy profunda e intensa para darnos cuenta de todo ello, despertar a las posibilidades de curación verdadera y liberarnos finalmente de la oscuridad en que nos sume el miedo y la ignorancia.

Pero la negación de nuestras dimensiones más profundas sólo acaba generando más sufrimiento. Esta falta de atención a lo que realmente somos puede acabar “devorándonos” o, por usar las palabras de Yeats, consumiéndonos y empequeñeciéndonos, por más que no nos demos cuenta de ello, de mil formas diferentes.

La enfermedad de la inconsciencia, que nos lleva a descuidar lo esencial, afecta a nuestra vida individual en todos y cada uno de los momentos y durante décadas enteras generando todo tipo de efectos secundarios negativos a corto y largo plazo en la salud de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Tampoco contribuye a facilitar nuestra vida familiar y laboral sino que, muy por el contrario, las distorsiona de formas a menudo inadvertidas que sólo se revelan años después –cuando el daño ya ha sido hecho– de seguir un camino equivocado. Y su influencia no se limita a los ámbitos individual y familiar, sino que también llega a afectar, a través de la relación personal y laboral que establecemos con los demás, a la sociedad en la que nos hallamos inmersos, impregnando nuestras instituciones y el modo en que prestamos atención o ignoramos el medio, tanto interno como externo, en el que nos movemos.

De un modo u otro, todas nuestras actividades se hallan teñidas por el malestar generado por nuestra falta de atención a lo que somos. Ésa es la aflicción, la angustia y la enfermedad última que nos aqueja y, como tal, asume muchas versiones diferentes que se manifiestan por igual en el cuerpo, en la mente y en el mundo.