Loe raamatut: «El cine actual, delirios narrativos», lehekülg 5

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La deriva milenial

Dulzura americana (American Honey)

Reino Unido-Estados Unidos, 2016

De Andrea Arnold

Con Sasha Lane, Shia LaBeouf, Riley Keough

En Dulzura americana, idiosincrásico generacional cuarto largometraje de la heterodoxa autora total inglesa de culto de 55 años Andrea Arnold (Carretera roja, 2006; Fish Tank, vive, ama y da todo lo que tienes, 2009, y una dispareja afroadaptación superambiciosa de Cumbres borrascosas, 2011), la indolente mulata dieciochoañera de cenizas rastas ensortijadas y boca en mueca permanente Star (magnética Sasha Lane imantada) pepena embutidos de pollo vencidos, se deja seducir por el guapo forastero que arma tremendo desmadre en un Walmart y le da tentadora cita para la mañana siguiente a Jake (Shia LaBeouf), se sustrae a los bailables avances incestuosos de su progenitor ojete Nathan ( Johnny Pearce II), escapa por la ventana en la noche al lado de sus dos hermanos pequeñines y se los va a botar a su obesa madre practicante de adiposas coreografías en el saloon (Chasity Hunsaker), para dormir a la intemperie de la carretera, unirse al amanecer a un itinerante grupo de falsos vendedores de suscripciones en camioneta blanca y auto convertible tripulado por la tiránica patrona en bikini promiscuo Krystal (Riley Keough) y someterse desde un primer momento a los rituales de un entrenamiento básico para esquilmar cruel y desalmadamente a cuanta ingenua criatura con billetes se topen por la ruta de Kansas y anexas, incluyendo a un viejo vaquero terrateniente buenaonda (Daran Shinn) al que le gorrea su mezcal con gusano incluido aullarle como loba, viendo despertar en los campos idílicos su sexualidad gracias al caldoso amor-pasión-pasón junto al hipertatuado traidor mercenario Jake, tomando lecciones de sabiduría de un trailero ensombrerado (Sam Williamson) y saboreando las mieles iniciáticas de la prostitución con un millonario petrolero nostálgicamente frustrado en sus fantasías genitales (Chris Bylsma), hasta la dolorosa ruptura amorosa y su irrupción inconsolable en la melancolía avergonzada de su propio vacío.

La deriva milenial estructura de hecho y ya en la práctica su road picture de revelación descubridora-conquistadora-reconquistadora americana, su Americana (dirían tautológicamente los estadunidenses) a través del retrógrado Mid West preTrump, como una novela de crecimiento interior / exterior muy autoconsciente (“Vente a explorar América”) y en forma de minisaga que sería exactamente lo contrario de un stationendrama (calcado sobre las estaciones del Via Crucis), o bien algo que podría calificarse como un stationendrama alegre, compuesto por verdaderas anagnórisis, grandes trozos-episodios-salidas quijotecas-aventuras epifánicas y contradictorias, epifanías exultantes, epifanías donde Star multipropositivamente apodada por sus compañeros Estrella de la Muerte para empezar como la base espacial destructora de planetas de la macrosaga de La Guerra de las galaxias, epifanías que a veces equivalen a números cantados y coreografiados alrededor de una desaforada technomúsica de Earworm y genuinas baladas de moda a lo serie Glee como en el seno de una gigantesca comedia musical contrahecha y desviada, epifanías celebratorias y libertarias.

La deriva milenial se concibe, consuma y consume como un auténtico ensayo viviente y palpitante sobre la mentalidad característica de los milenials, de los jóvenes adultos nacidos desde 20 años antes del arranque del milenio presente, y allí están todas sus virtudes / defectos en tropel: su desapego sentimental, su desarraigo territorial absoluto, su gusto por el amor líquido, su individualismo arrasante, su carencia de valores familiares, su rechazo a devenir padres o madres (les basta por engendrarse sin cesar a sí mismos), su apoliticismo, su curiosidad insaciable, su carencia total de ambiciones nacionalistas, su horror a cualquier forma de compromiso, su ingestión sin culpa de alcohol o enervantes, su voracidad monetaria de la procedencia que sea, y en suma summa sólo faltó su devoradora alfabetización tecnológica, aunque para remediar con creces esta última carencia allí están los prodigios que logra la expandida tecnología fílmica actual, ya sin diferencia expresiva alguna entre los formatos profesionales o democráticamente digitales con cualquier smartphone mugre, las maravillas ahora agresivamente fuera de la antigua doxa que confabuladas en conjunto logran la hiperkinética fotografía de Robbie Ryan, la edición siempre nerviosamente archielíptica interno / externa de Joe Bini (en ello sólo superada por las chuladas hiperfragmentarias de Spring Breakers: viviendo al límite del venusino Harmony Korine, 2013), la dirección de arte realista de Lance Mitchell al mismo nivel que la gama de planos de la naturaleza infestada por mil bichos

La deriva milenial disemina a modo de algo más que leitmotive refrencias constantes a los niños y la omnipresencia de perros uncidos, los nuevos abominables vástagos tan potencialmente monstruosos como los hermanitos-cómplices pepenadores de Star del principio y los chavos radicalmente monstruosos como los hermanitos autosuficientes a quienes ella acaba refaccionando con misericordiosos víveres puesto que le cantaban desde ya al placentero asesinato gratuito, porque Star comparte con los niños la perversa irracionalidad freudiana y con los perros la irresponsable bestialidad instintiva, afirmándose así paradójicamente como cine en femenino filmado por una sensitiva cineasta que se solidariza hasta el tope, hasta el colmo homologador en la ignominia.

Y la deriva milenial, inspirada por el último número musical que entonan a coro todos los compañeros-cómplices de la camioneta blanca, ha llamado irónicamente Dulzura Americana lo que no vendría a ser más que un electrizante sinfín de rudezas, desvíos, atajos afectivos y ternuras ogrescas, para que nuestra sublime Star termine desesperada bañándose en suicidas aguas bautismales y resurja por su propio impulso, como fuego oscuro contra la noche encendida, como golpe de odio contra la faz del asco precoz y el temprano hastío.

El dinamismo añorante

La La Land (La La Land)

Estados Unidos, 2016

De Damien Chazelle

Con Ryan Gosling, Emma Stone, J. K. Simmons

En La La Land, efusivo tercer largometraje del autor total rhodeisleño de 31 años Damien Chazelle (Guy y Madeline en un banco del parque, 2009, y Whiplash: música y obsesión, 2014; notables guiones del Grand piano de Eugenio Mira, 2013, y de la Avenida Cloverfield 10 de Dan Trachtenberg, 2016), Globo de Oro a la mejor comedia o musical de 2016, el bloqueadísimo irascible musiquito de jazz clásico siempre degradado Seb (Ryan Gosling) y la meserita provinciana aspirante a actriz siempre humillada en los castings Mia (Emma Stone) se encuentran en invierno durante un atroz embotellamiento godardiano y varias fracasadas veces más hasta que enchufan sentimentalmente tras ser expulsado él como pianista de bar por su sádico jefe trumpeano (el exinstructor de jazz J. K. Simmons de Whiplash) y ella sea abandonada por sus amigas al final de una parranda, en primavera ella deja plantado en plena cena a su novio convencional Greg (Finn Wittrock) para unirse a Seb, en verano viven juntos en Los Ángeles, en otoño él se une a una banda infame y ella debuta pero renuncia como dramaturga-estrella monologal, pero luego de cinco años de nuevo en invierno, la desviación de otro embotellamiento conduce a la convencionalmente casada Mia al sótano jazzístico de Seb, para desatar ambos cara a cara su dinamismo añorante.

El dinamismo añorante se consigue sobre todo como un juego gozoso e inesperado de mutaciones a la vista, mutaciones que van de Georges Méliès al posvideoclip, mutaciones que modifican sustancialmente el espacio y anulan el tiempo con un solo cambio de planos y emplazamientos de cámara, mutaciones a las que les basta un simple oscurecimiento completo hacia el precine a la Thomas Alva Edison o hacia las siluetas vivientes de Lotte Reiniger para consumar sus arabescos y sus fundamentales intervenciones tonales de la heroína, mutaciones legibles en los cambios sufridos por un cine Rialto como ínfima sala de arte y lastimoso refugio de artistas de vanguardia o de resistencia tradicionalista, mutaciones que son a la vez efectos sensoriales y poética de la inminencia.

El dinamismo añorante promueve cultísimas referencias cultistas a los grandes clásicos del cine danzado hollywoodense de los años treinta-cuarenta-cincuenta (de La calle 42 de Lloyd Bacon, 1933, y La alegre divorciada de Mark Sandrich, 1934, a El pirata de Vincente Minnelli, 1948, y Cantando en la lluvia (Stanley Donen-Gene Kelly, 1952), pero también acepta ecos sin ascos de las más populacheras comedias musicales de esa época, tipo la ñoña Las viudas del jazz (Archie Mayo, 1942), la parcialmente genial Morena oscura / Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943), la erizante Sueños dorados (Alexander Hall, 1947), la insignificante La magia de tus bailes (Charles Walters, 1949) o la melcochosa Brigadoon de Minnelli (1954) ya en un mundo onírico paralelo, por poner sólo algunos ejemplos, y más recientemente de los soberbios homenajes hiperconscientes a la Jacques Demy (Las señoritas de Rochefort, 1967), Ken Russell (El novio, 1971), Federico Fellini (Ginger y Fred, 1985), Woody Allen (Todos dicen que te amo, 1997), Alain Resnais (En la boca no, 2003) o Michel Hazanavicius (El artista, 2011) para reciclar, revitalizar, diversificar y revigorizar el género, como aquí en Chazelle, su volátil cámara etérea hitech (fotografía de Linus Sandgren), su alegre delirio (canciones y música de Justin Hurwitz) y su voracidad (locaciones en monumentos históricos y hasta un museo tecnológico), si bien las influencias-tributo particulares son más que evidentes: el tumulto de danzantes espontáneos en el embotellamiento carreteril del principio a lo Fama (Alan Parker, 1980), el dúo romántico con el vestido amarillo en el mirador de Mulholland Drive tipo Sombrero de copa (Sandrich, 1935) con injertos de Brindis al amor (Minnelli, 1953) y hasta apoyos en el poste del mencionado Cantando en la lluvia, la creación sobre la marcha del tema principal a lo largo de un continuum reminiscente que va de Sinfonía de París (Minnelli, 1950) a Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001), la disyunción hacia el extraviado destino alternativo ya imposible al estilo La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988) como una irremediable muerte recapituladora en los tiempos compactados de El show debe continuar (Bob Fosse, 1979) y así.

El dinamismo añorante secreta una poderosa y calmadamente delirante corriente positiva que resume y unifica todas las energías negativas del film, todas sus dimensiones transdescendentes en una sola omniabarcadora y arrasante amalgama dinámica, a saber, su dimensión lela e idiota de Ba Ba Land (hay cierto margen para el dolor, la derrota y el encarnizamiento reales, fingidos y verosímiles más allá del melodrama previsible), su dimensión de Bla Bla Land (verborrea de diálogos autoexplicativos al mínimo y a lo oblicuo), su dimensión blandengue de Blan Da Land / Ablan Da Land (respuesta a una necesidad de evasión histórica similar a la preguerra de los años treinta), su dimensión Glee Glee Land (todas sus temporadas seriales en una porque se reducen a cinco vivaldianas estaciones exultantes del año), su dimensión Ga Ga Land (érase una vez un autoconsciente cine musical gagá con una fresísima Lady Gaga convertida en Ese Oscuro Objeto del Chocheo), su dimensión Ja Ja Land (aunque con un hipotético humor tan expansivo cuan involuntario y a contracorriente de la trama), su dimensión Ña Ña Land (ay es que está divi divi de preciosa), Noa Noa Land (y es precisamente en ese antro travestido en jazzístico donde se consumará el máximo prodigio de la “Ciudad de estrellas”) e incluso una posible dimensión sangronaza y pastosamente lactosa de leche Lala Land, conjuntándolas y desbordándolas en una Da Da Land que viaja, se viaja y remite a los líricos orígenes del arte dadaísta y de la palabra misma dadá, según el moldavo-rumano Tristan Tzara (1896-1963) y aquí con un sólo ínfimo ajuste fílmico, “Dadá: salto elegante y sin prejuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una imagen lanzada como un disco de sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura momentánea... Libertad, dadá, dadá, dadá, alarido de los dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de lo grotesco, de las inconsecuencias: la vida”, tal cual, vuelto aquí libertad para la alegría desaforada y para volar de felicidad cósmica en el planetario del ligue gay encubierto de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955).

Y el dinamismo añorante va poco a poco de menos a más hasta alcanzar grandes alturas inventivas y dramáticas en virtud de su complejidad audiovisual, ensartando temas cada vez más adultos, como el amor loco reivindicador estoico del jazz puro (menos puro show virtuosístico que en Whiplash), el llamado fatal del histrionismo, el sueño americano recargado a todo lo que da, la historia de un amor fallido y la separación de los amantes, so pretexto endeble (ir a rodar una película a París) pero bajo las bendecidoras ventanas de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), con su desgarrador reencuentro de Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961) al cabo del tiempo deshecho y del impulso vital vencido.

El humor femenino

Toni Erdmann (Toni Erdmann)

Alemania, 2016

De Maren Ade

Con Peter Simonischek, Sandra Hüller, Trystan Pütter

En Toni Erdmann, hilarante opus 3 de la autora total germana en máximo ascenso a los 40 años Maren Ade (El bosque para los árboles, 2003; Entre nosotros, 2009), intempestivamente multipremiada por todas partes y considerada como la mejor película del cine europeo de 2016 pese a sus casi tres horas de duración (de las que en rigor no le sobra ni medio minuto a su intelectualizada picaresca), el solitario músico jubilado pero virulento bromista compulsivo Winifred Conradi (Peter Simonischek transformista sensacional) que gusta de ponerse peluca y postizos dientes salidos para convertirse en su imaginario hermano expresidiario Toni Erdmann al recibir del aterrado carterito un paquete-bomba o bulto-porno, que es desertado por su último alumno particular (“¿Qué voy a hacer con el piano si sólo lo compré por ti?”), que labora como clownesco animador en colegios o en casas de retiro, y que soporta las enfermedades terminales de su anciana madre y de su perro Willi a quienes ya debería llevar a dormir eternamente, para colmo sólo puede mantener una relación muy distante, a través de Skipe, con su abrumada y amargosa hija ejecutiva y asesora de una transnacional petrolera especializada en despedir masivamente trabajadores de países atrasados Inés (Sandra Hüller), estirada repelente, siempre pegada al celular, por lo que, en sendos atareados días de la mujer intentando adelantarse a los deseos del poderoso cliente difícil Henneborg (Michael Witterborn), el pobre sexagenario viaja a visitarla en el posdictatorial subdesarrollado Bucarest, creyendo sobreponerse así al vacío causado por la irreparable pérdida de su can, su semejante, su hermano, pero apenas consigue ser relegado en manos de la linda subalterna local Anca (Ingrid Bisu) y fugazmente acompañar por fin a su hija a una recepción formal en la Embajada Americana, de la que él discretamente se burla desde su irreprimible fuero interno, pero luego, tras hacer la finta de despedirse muy de mañana, vuelve a las andadas, ahora sí invasor, agresivo e inesperado, para intervenir en las solemnes relaciones impersonalizadas que Inés (“¿Eres realmente humana?”) mantiene con sus colaboradoras idiotizadas Tatjana (Hadewych Minis) y Steph (Lucy Russell), aunque también con su acartonado jefe calculador Gerald (Thomas Loibl) y con el frío colega su seudogalán a quien ella prefiere verlo retorcerse onanista que ofrecerle sexo Tim (Trystan Pütter), si bien permitiendo, entre fascinada y ofendida, que su padre mascota le sabotee todos sus nexos, por medio de bromas pesadas y grotescas mofas desatadas, bajo su incontrolable identidad de Toni Erdmann, ora embajador alemán en limusina, ora consejero empresarial llamando la atención con un cojín tirapedos, ora aspirante a gran asesor más eficaz que ella misma presentada bajo el añadido indefinido de Schnuck, haciéndola convivir con sus víctimas rumanas y obligándola a homenajearlas con un canto a grito pelado, hasta lograr contagiarla en verdad, y arrancarle una sonrisa-escama descarnada a la dura piel del humor femenino.

El humor femenino desolemniza, satiriza, muerde, picotea y pone en irrisorio / autorrisorio ridículo cualquier esprit de sérieux tecnocrático o de seriedad auténtica en las altas esferas del poder económico-político, a través de la envoltura irresistible de ese inventivo compendio de la comicidad popular (un Jerry Lewis de El profesor chiflado con ufanos dientes rampantes) y la culta comedia de situaciones (Mae West con el sarcasmo hiriente a flor de labio, un alter ego del arribista Zelig de Woody Alien) y de la fantasía aterrada (un Mr. Hyde que cada vez se traga más a su Dr. Jekyll), de ese omniburlesco y aristofánico resumen de la bufante Historia bufa (de la ópera buffa a la farsa de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera), archianarquista instintivo, de ese patético Nazarín que con sus bromas provoca el verdadero despido de un infeliz en el yacimiento petrolero (“Mientras más despidos haga él, menos tengo que hacer yo”) además de involuntariamente cruel (“Traduzca por favor: nunca pierda el sentido del humor”), y toda esa impostura innominada en contraste con las crisis de la patética feminidad más hiperenajenada de nuestros días.

El humor femenino describe, expresa y propicia la crisis emocional de sus personajes como un proceso que jamás estalla hacia afuera de ellos, hacia el ambiente o la sociedad que los contiene y oprime, sino al interior, sino haciendo implosión de las maneras menos previsibles o comunes, y como en los anteriores relatos de la cineasta Ade, ya verdaderos portentos de virtuosística dirección de actores, a los que prolonga filosófica y existencialmente cual serie de extravíos, pues en El bosque para los árboles una acomplejada maestrita pueblerina con pavorosos problemas relacionales se ganaba tanto el desprecio fascistamoral de una canettiana muta de caza de sus colegas como el de una vecinita elevada a sucedáneo sexual, pues en Entre nosotros los encuentros anodinos de dos parejas vacacionistas provocaban un secreto pero vigoroso drama de identidades, rumbo al metafórico exorcismo de víboras de Toni Erdmann donde la hija acaba humillando a todos sus colegas (esos sometidos que compartían coca y eyaculaban champagne) al celebrar su cumpleaños con una fiesta al desnudo, y el padre acaba llorando en un parque bajo su disfraz asustatodo de monstruosa bestia peluda.

Y el humor femenino vuelca la totalidad de su razón subversiva y de su enérgica sabiduría virulenta en las evidencias ancestrales de que en toda broma hay algo más que una verdad oculta, púdica, travestida, malvada, autodirigida y funeraria, como un desafiante rallador de queso, o un huevo de Pascua malpintado a mano, o ese epílogo mostrando a Inés al ponerse los dientes saltones paternos en el sepelio de la abuela y habiendo cambiado ya de empleo degradante; una befa liberadora, refrescante y estallada a contracorriente, explotándole en plena faz a la vileza del poder y a cualquier infame proceso de modernización ultratecnológica.

2. Delirios minimalistas
El derecho deseante

La bicicleta verde (Wadjda)

Arabia Saudita-Alemania, 2012

De Haifaa Al-Mansour

Con Waad Mohammed, Abdullrahman Al Gohani, Sultan Al Assaf

En La bicicleta verde, valeroso y conmovedor debut de la autora total saudiárabe en Egipto y Australia formada de 38 años Haifaa Al-Mansour (cotos previos: La única salida, 2005 y Mujeres sin sombras, 2005), la encantadora niñita empecinada de diez años Wadjda (Waad Mohammed de mirada hipersensitiva) trabaja con tenacidad fabricando pulseritas, llevando recados para clandestinas citas amorosas o participando en un concurso de memorizados suras canoros del Corán, con tal de adquirir una bicicleta ya apartada en la tienda barrial, una bicicleta emblemáticamente verde, tan verde como la del amiguito de ella enamorado Abdullah (Abdullrahman Al Gohani) en la que nuestra pequeña practica y tan verde como los colores nacionales de un país donde las mujeres con abaya obligatoria no pueden ni deben montar en bicicleta, donde no existe el derecho a desear nada, sobre todo aquellos derechos deseantes femeninos que se consideran transgresores y son puntualmente reprimidos por la ascética profesora Hussa (Ahd) a la hora de triunfar en el concurso, y donde la madre maestra de la niña (Reem Abdullah) se esfuerza en vano para valorarse de cara al severo padre distante (Sultan Al Assaf) con el objeto de que la dignifique desposándola, aunque éste acabe repudiándola para optar por una boda familiarmente concertada.

El derecho deseante surge como rara avis de varias maneras subversiva en una Arabia Saudita donde, por motivos tradicionalistas y religiosos, las salas de cine están prohibidas y, en consecuencia, jamás se había producido película alguna de ficción, pero que se ha conseguido gracias a un equipo técnico de documentalistas fundamentalmente germanos encabezados por el avezado cinefotógrafo Lutz Reitemeier y hermanados a la temeridad de la talentosa realizadora oculta para dar órdenes por walkie-talkie (al estar también prohibido mostrarse o mezclarse con varones en sitios abiertos) y a un despliegue de ayudantes locales capaces de arrostrar las interdicciones y repeler los señalamientos o agresiones de vigilantes y ciudadanos en los extendidos barrios antiguos de la ciudad de Riad, donde cualquier ser anónimo puede cuestionar e impedir cualquier acto público que por razones fundamentalistas le moleste.

El derecho deseante delira un relato-fábula liso, sin estridencias, tranquilo y equilibrado cuya aparente sencillez misma, que refleja y duplica a contrario y disfraza la profunda insensatez de las heroínas (tener una bicicleta, casarse con su propio marido), a través de una inteligente puesta en irrisión de cierto bombardeo de consignas aberrantes (“La voz de las mujeres es desnudez”, “Hazme padre de un hijo varón y me tendrás”, “No dejes el Corán abierto: el diablo podría escupirlo”) y una emotiva sucesión de turbadoras escenas de varios filos significativos: las provocadoras agujetas liláceas del arranque, el castigo sudando al sol por no hacer oír lo suficiente la sacra voz cantante, el fatigoso cruce materno hasta el fin del mundo cotidiano, la altanería machista hasta de parte de un chofer incontestable, el desafío del lóbulo doblemente perforado y una piedrecilla volcánica en la mano, el juego de arrebatar el velo islámico desde el vehículo inalcanzable, la tentación de la bici con guirnaldas multicolores en el manubrio, el papelito con el nombre propio femenino que a la brava se añade al árbol genealógico masculino en exclusiva, la irónica mnemotécnica de versos musulmanes particularmente discriminadores antimujeriles, un irreverente vestido rojo, manjares depositados a la puerta del tartufesco marido agradecido en sesión impenetrable para su pareja esclavizada, esa intimidación política con abultados bigotes cretenses y guías de luces ornamentales, o la forzada hipocresía de una cesión del premio en efectivo a ciertos Hermanos Palestinos.

Y el derecho deseante acaba por imponerse como tema feliz, cuando la simbólica bici sea al fin adquirida por la madre deleznada, recurriendo a la solidaridad en la ignominia (“Eres lo único que me queda”), para que la niñita salga corriendo hacia su primera liberación inocentemente consumada (“Alcánzame si puedes”).