Loe raamatut: «Por algo habrá sido», lehekülg 4

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La que mata

Independiente era el bicampeón de América y venía con todas sus estrellas a jugar contra Estudiantes el último partido del campeonato. La cancha estaba llena, pero la mayoría del público no había ido a ver ese partido, había ido a ver la consagración de “La tercera que mata”, el fabuloso equipo conducido por Miguel Ignomiriello del que salieron Polletti, Aguirre Suárez, Manera, Malbernat, Medina, Pachamé, Bedogni y muchos más. Ellos fueron la base del campeón intercontinental de tres años después y era un deleite verlos jugar. Por eso el público en la tribuna gritaba “Isabelita la esposa de Perón, vino a La Plata para ver al campeón”

Gonzalo Chávez ese día no pudo ir a la cancha, había empezado a jugar otro partido. “El viejo la mandó a Isabelita, que no sabía ni hablar, pero que vino con la misión de romper el proyecto de “Peronismo sin Perón” de la burocracia. Ahí me comí la primer cana de mi vida: pintando “Bienvenida Isabel” en la esquina de 7 y 32, parece mentira”, me contaba recordando ese episodio. Yo todavía estaba muy lejos de la política y mucho más todavía del peronismo.

El equipo de José

La engañamos a mi vieja, nos abusamos de su desconocimiento futbolístico y le hicimos creer que era un partido sin mucha importancia. “Juegan Gimnasia y Racing, no es peligroso” y como ella tenía en la cabeza que los partidos peligrosos eran los que jugaba Estudiantes contra algún grande o contra Gimnasia, nos dejó ir previo pago del “impuesto” implícito en cada autorización.

Cada vez que queríamos ir a la cancha nos hacía tender las camas y pasarle el trapo a todos los pisos de la casa como condición indispensable. Y lo hacíamos, de mala gana pero lo hacíamos, la cuestión era estar el domingo en la tribuna, y ese domingo no queríamos faltar.

Aunque Racing no hacía mucho que había salido campeón, en el 61; ese cuadro del 66 había creado toda una mística. Sólo Boca, hace muy poco, pudo superar su récord de treinta y nueve partidos sin perder. Pero no era sólo eso, ese Racing no cultivaba el estilo tradicional que le había valido el mote de “La Academia”. Ese equipo, construido sobre la base de varios veteranos y otros tantos desconocidos, había revolucionado al fútbol argentino con una mezcla a base de guapeza, solidaridad y contundencia. Tal vez no tuviera un estilo muy definido, no era totalmente sudamericano ni llegaba a ser europeo, pero tenía una identidad inconfundible. La que le había dado la tribuna, inmortalizándolo en un cantito que ha sobrevivido hasta hoy. Un cronista deportivo dijo una vez que si el inventor lo hubiese registrado, cobraría más derechos de autor que Enrique Matos Rodríguez, el compositor de La Cumparsita. “¡Y ya lo ve, y ya lo ve / es el equipo de José!” se cantaba en todas las canchas con un sin fin de adaptaciones.

Para verlo, con mi hermano Guillermo nos fuimos tempranito, para la hora de la tercera, y a esa altura la tribuna visitante de Gimnasia estaba repleta de hinchas de Racing. Era la primera vez que estábamos en otra hinchada que no fuera la de Estudiantes, y los de Racing eran totalmente distintos, porque eran casi todos porteños, de origen o de espíritu, con la ironía sarcástica que caracteriza al porteño. Había tipos que habían seguido a Racing durante toda la vida; muchos habían visto al tricampeón del 50 y algunos hasta recordaban al gran campeón de la década del 20.

El partido fue malo y salió cero a cero, pero queda en el recuerdo el delirio de la hinchada académica ante la prestancia de cada intervención de Perfumo, quien demostró por qué le decían “El Mariscal”. Y queda también ese grito final, el que inscribió definitivamente al “equipo de José” en la historia del fútbol argentino. Ese grito que tardaría treinta y cinco años en repetirse.

Mi casa

La casa de la calle 28 era modesta y larga. Había ido creciendo con la familia. Al principio fue una construcción sólida en uno de los dos lotes del terreno: tenía un estilo más “moderno” que la de 49, si cabe la expresión. Una pared bajita ocupaba los catorce metros del frente y tras ella estaba de un lado un jardincito y del otro un lote entero de árboles y flores. Sobre el jardincito estaba el frente de la casa propiamente dicha: una fachada rectangular y desabrida. De no haber sido por el livingcito, el interior hubiese sido igual al de 49: dos piezas a los costados y una cocina grande al fondo; Tras el lìving, la tradicional galería, dando a una de las piezas y a la cocina. Junto a la cocina había también un cuartito que habrá nacido con la idea de llegar a ser un baño, pero se necesitaron más piezas porque se casó mi tío y el baño terminó al fondo de todo, al costado de un patio descubierto. Pegado al baño, cerrando el terreno, había un galpón grande, donde él tenía su banco de carpintero. Y al costado del galpón, el infaltable gallinero.

Cuando llegamos la familia de mi tío ya vivía en esa casa, ocupando dos piezas, un living y una cocina, adosados a la construcción principal. Media familia Tocho estaba allí: los abuelos, dos hijos, una nuera y seis nietos. No vivíamos hacinados, pero la privacidad no sobraba, ni había espacio para el lujo. Al principio compartíamos todos el mismo televisor, hasta que nos adaptaron a 220 el que trajimos de Venezuela.

Pero si estoy hablando de la casa no es tanto por hablar de la casa en sí, sino de ese lote que tenía al lado. Poco tiempo después de haber llegado nosotros, a mi abuelo le cortaron una pierna, engangrenada por la nicotina de los cigarrillos. Impedido de caminar grandes distancias y de andar en colectivo, se abocó por entero a una de sus grandes pasiones de toda la vida: las plantas.

Caminaba en las muletas hasta el lugar donde quería trabajar, se sentaba en una banqueta y de allí descendía hasta el piso. Arrastrándose se desplazaba luego por los caminitos que él mismo había construido. Delimitados por ladrillos de canto, el abuelo tenía el lote organizado por canteros, con pasillos principales y secundarios. Allí cultivaba flores y árboles frutales adelante y atrás una huerta de hortalizas. Las flores eran la envidia de las vecinas, los frutales rebosaban en verano y la quinta a veces nos daba de comer. Pobre abuelo, no le ayudaba nadie; nosotros siempre poníamos mala cara cuando nos pedía que le alcanzáramos algo y él puteaba como loco. Pero era feliz con sus plantas y sus cuadernos. Escribía un poco con Virome azul y otro poco con roja, los guardaba en unas alforjas pegadas a su silla, En uno anotaba todo el fixture del fútbol de los domingos, partido por partido, con resultados y goleadores. En el otro había coleccionado como dos mil chistes, la mayoría verdes; esos eran los que les contaba a las vecinas y los muchachos del barrio cuando pasaban por la puerta.

Viéndolo sufrir los domingos, cuando escuchaba los partidos en la portátil, y oyéndolo hablar con idolatría de la delantera de los profesores del 31, que antes de hacer un gol se pasaban los cinco la pelota, y de figuras como Sbarra, Ogando, Negri, Infante o Pellegrina, nos terminamos haciendo hinchas de Estudiantes. No nos quedó más remedio, en la familia todos eran “pinchas” fanáticos.

La calle

En el casco urbano de La Plata, hasta la década del 70 la mayoría de las calles eran de tierra, también la nuestra. Para tomar el tranvía, antes, o para tomar el colectivo, después, había que salir hasta la diagonal 74. Nosotros estábamos cerca y nuestra vereda era el paso obligado de los vecinos de varias cuadras. Esa era la “clientela” de mi abuelo.

Varias veces al día, cuando se cansaba de trabajar en la tierra, caminaba con las muletas hasta la vereda y se sentaba sobre la parecita del frente, delante de su quinta y bajo los dos paraísos de la calle. Allí atendía sus “consultas”: a las mujeres, cuando pasaban para hacer un mandado o para tomar el micro, les contaba chistes verdes; a los muchachos les contaba secretos de prostíbulo y de garito; con los hombres más grandes discutía de política y deportes; a todos, grandes y chicos, les hacia alguna joda y ellos les respondían. Por eso la mayoría hacía escala allí; un racimo de muchachos del barrio solía juntarse a escuchar sus anécdotas y sus picardías, que nunca contaba delante nuestro.

Mientras la 28 fue de tierra, los paraísos de la vereda formaron un arco natural, ideal para ensayar la pegada, para tirar centros o jugar al “ metegol va al arco”. Eran dos árboles medianos, plantados a unos tres metros uno de otro, atrás estaba la vieja vereda de ladrillos y adelante un cuadradito de tierra, justito para las atajadas del arquero. Alejandro, mi hermano menor, demostró tener buenas condiciones para ese puesto.

Pero con el asfalto se terminó todo: los tiros al arco, los centros y los partidos de metegol. Hasta la gente que iba a tomar el colectivo ya pasaba más rápido por la vereda.

Los grandes

En un rincón umbrío, bajo los árboles de la canchita, alguna vez nos habían develado uno de los misterios del sexo. Estaba en una caja chiquita, tres redondelitos extraños, de nombre complicado: profilácticos. Eran otros tiempos, no se los regalaban a los chicos en la escuela ni se compraban en los baños públicos; no se conocía el SIDA y no había campañas públicas promoviendo su uso. Hasta los grandes se cuidaban de nombrarlos. En televisión, Tono Andreu protagonizaba un sketch en La Tuerca parodiando a un hombre que iba a comprar preservativos y justo cuando se los estaba por pedir al farmacéutico, siempre aparecía una mujer y el tipo terminaba pidiendo cualquier cosa. Hoy a muy pocos les da vergüenza pedir preservativos en un kiosko o manotearlos de las góndolas de los supermercados.

Para nosotros era un descubrimiento. El auditorio andaba entre los nueve y los doce años y, salvo alguna que otra excepción, ninguno había visto nunca un forro y otros ni siquiera habíamos escuchado hablar de ellos. En esas circunstancias, mostrarnos los preservativos era oscilar entre el exhibicionismo y la docencia. Era una demostración pública de machismo y poder por parte de “los grandes” del barrio y también una forma, quizás involuntaria, de empujarnos a ser adultos. Los “grandes” no eran mucho mayores que nosotros. La barrera la establecía la escuela primaria, sin importar demasiado la edad que uno tuviera. Después empezaban a cambiar los hábitos y ya no disponíamos de toda la tarde para ir a jugar. El que terminaba la primaria iba a estudiar o a trabajar, y el fútbol quedaba relegado para los sábados a la tarde. Ese era el día de los “grandes”. Los “grandes” eran los padres de algunos de los pibes, los vecinos cuarentones y cincuentones que todavía se animaban a correr atrás de la pelota, y toda una franja que iba desde los trece o catorce años a los treinta y pico. Pero cuando éramos chicos, los “grandes” eran, sobre todo, los que iban a los bailes y los que ya habían debutado con una puta barata en algún kilombo secreto. Aunque ellos aseguraban haberse acostado hasta con Miss Universo y contaban proezas donjuanescas, descomunales y falsas. Eran también los que sabían de otras cosas, o no sabían pero las inventaban y lograban que les creyéramos. Cuando jugábamos entre nosotros o contra otro barrio se paraban atrás de un arco para armar el equipo y dar instrucciones tácticas que nadie cumplía. Para divertirse arbitraban nuestras peleas y a veces hasta las fomentaban, aunque eran siempre los encargados de cuidar que no traspasaran un límite, como para que ninguno saliera lastimado. Se reunían a la noche en las esquinas para contarse las conquistas del fin de semana o para inventar alguna joda, tomando de punto a los giles del barrio. En verano una de las jodas preferidas era entrar a mi casa a robar ciruelas en la quinta de mi abuelo. Un robo que tenía como único sentido el placer que da comer algo robado, porque había tantas ciruelas que mi abuelo las regalaba, le hacían un favor llevándoselas. Pero robadas tenían otro sabor.

Unos estudiaban, otros trabajaban, pero cualquiera podía aparecer un día con el pelo rapado con la cero y un birrete incrustado en la charretera de un uniforme caqui. El servicio militar se los llevaba del barrio durante un año, a veces más, y los devolvía bastante cambiados; casi siempre más serios y responsables, aunque en algunos casos también más cínicos y perversos.

A los “grandes” les dábamos autoridad para opinar sobre todo: la música, las mujeres y el fútbol eran los temas más tocados; aunque también opinaban sobre tecnología, ciencia ficción, religión. Pero desde hacía un tiempo algunos habían empezado a ponerse llamativamente serios, un tema nuevo y absorbente había aparecido en el barrio, la política empezaba meterse en todos lados.

En mi barrio los grandes eran el Esteban, el hijo del bicicletero de la esquina, al que admirábamos porque había llegado a jugar en la cuarta de Independiente, pero no había trascendido más por falta de contracción al entrenamiento y exceso de contracción a la joda; el Vicente, el hijo del zapatero, un muchacho con más aspecto de intelectual que de laburante: costaba creer que tuviera alguna relación con ese tano viejo y cerrado, que martillaba tachuelas envuelto en el humo de su tabaco denso, tan impenetrable como ese dialecto que apenas se abría para nombrar dificultosamente los tacos y las mediasuelas; el Hugo, que vivía al lado de mi casa y salía con mi primo cuando venía de allá de la Patagonia; el Sapo, que no podía jugar al fútbol por haber padecido una enfermedad muy grave de chico y entonces se contentaba con relatar los partidos desde arriba de un árbol, por eso le habían puesto Saporiti, como el famoso relator de la década del 50, y terminaron diciéndole Sapo; el Pelusa, que unos años después se mató tirándose en paracaídas; los hijos de la Chona y un montón de nombres más, dispersos en la memoria.

La Chona

La Chona no es, todavía hoy, una vecina; la Chona es, ella misma, el barrio. Un elemento tan inherente a su existencia como las mismas calles, como los árboles y las casas. Aún más, tal vez sin los árboles, sin las casas y hasta sin las calles el barrio podría subsistir igual; pero no podría subsistir sin la Chona. Ella encarnó siempre el prototipo de la vecina indispensable; prácticamente no había casa por la que no pasara con cualquier excusa. Así se enteraba de vida y milagros de todos los vecinos, cuyos avatares pasaban automáticamente a convertirse en tema de murmuración general. Todos se enteraban de que fulana se había peleado con el marido, de que la hija de zutano parecía que estaba embarazada, de que mengano andaba en malas compañías, de que la señora de perengano parecía que lo engañaba con el carnicero de la otra cuadra, de que a don José lo estaban por operar de la próstata. Algunos la acusaban de chusma, pero quien más quien menos todos debieron recurrir a ella. Su generosidad rayaba en el heroísmo: estaba siempre lista también para dar una mano cuando había que llamar a un médico de urgencia; o conseguirle a la vecina de la esquina el botón para terminar el vestido de la sobrina; o averiguarle a don Pedro el precio del maíz en la pastería o para ponerle las ventosas a algún enfermo o para cualquier gauchada, sin calcular costos ni conveniencias. Como esa tarde, ya en mis tiempos de militante, cuando se dio cuenta de que me seguían y me abrió la puerta de su casa para salvarme la vida.

El Clavo

Si la Chona era una institución en el barrio, Ricardito, el hijo, no lo era menos. Pero Ricardito era Ricardito nada más que para ella, para ella y los de la casa: para don Ricardo, el padre; para Osvaldo, el hermano, y para don Gilberto, el tío. Para los muchachos del barrio, Ricardito era el “Clavo ´e techo”. Rubio, alto y flaco, tanto que cuando le tocó la colimba lo pusieron como granadero, era la contracara del hermano. A Osvaldito, más bien petiso y morrudo, le decían “Tachuela”, era el prototipo del muchacho al que los vecinos tomaban de ejemplo: serio y responsable, tenía una gran vocación por la mecánica y por el trabajo, aunque poco apego a las disquisiciones intelectuales. El Clavo, en cambio, era el prototipo del tiro al aire. En el barrio, todos lo tomábamos para la joda. Porque él mismo vivía de joda. A duras penas había cursado el secundario y le tenía alergia al trabajo. Cascarrabia y escandaloso, cuando jugaba al fútbol armaba unos kilombos bárbaros reclamando fules y penales que existían sólo en su imaginación. Si no, estaba inventando alguna joda en la esquina o desarrollando teorías filosóficas descabelladas sobre los temas más variados. Pero el Clavo era inteligente y tenía una visión del mundo mucho más profunda que la mayoría, por eso a veces no le creían lo que decía y por eso también lo tomaban para la joda. Aunque la volvía loca a la madre con su vagancia, tanto que desde nuestra casa se escuchaban los gritos que le pegaba cuando se mandaba alguna cagada, había heredado de ella por lo menos dos cosas: la generosidad y la pasión por la política. La Chona era peronista fanática y tenía un hermano que había sido anarquista y perseguido. El Clavo, sin embargo, era (y lo sigue siendo) un antiperonista acérrimo.

Cuando formamos la agrupación en el barrio, intentamos incorporarlo, charlamos varias veces y tuvimos una larga reunión en Plaza Moreno. Pero se mantuvo en una posición irreductible “Perón es un demoliberal burgués” era su sentencia inapelable; por eso siguió inclinado hacia el trotzkismo, aunque en una organización muy chica pero bastante coherente, porque al menos tenía unos cuantos trabajadores, no como otras que se proclamaban partidos obreros y no habían visto una fábrica ni en las fotos. Si hasta el Clavo mismo terminó convirtiéndose en un trabajador, mucho mejor que yo, por ejemplo. Y mucho más coherente, sobre todo, que muchos de quienes se reían de él.

El Clavo sigue siendo el Clavo y eso es lo maravilloso: no ha cambiado en lo sustancial, en alguna esquina del centro siempre me lo encuentro haciendo su trabajo, rezongando y riendo como en la esquina del barrio. Y con una altura más imponente de la que tenía; su consecuencia hizo que a la estatura del cariño, uno le agregara la de la admiración.

La escuela
Oración a la bandera

Nosotros no cantábamos Aurora, siempre me dio cierta envidia de grande, porque yo ni siquiera conocía la letra de la canción, bahh, ni siquiera sabía que existía. Nosotros recitábamos la oración a la bandera, esa que dice “Bandera de la patria, celeste y blanca/ sublime enseña que el cielo nos legó/símbolo del honor y de la fuerza/ con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad…”. A la hora de entrar, a la mañana temprano, en el patio de la escuela, la maestra elegía a los que más se habían destacado para acompañar a los abanderados en la ceremonia de izamiento. A veces eran siempre los mismos, pero a veces elegía a uno nuevo, y el elegido se sentía casi un prócer, un pichón de Sarmiento, un futuro prohombre de la patria. La ceremonia tenía una solemnidad casi marcial, desde siempre había sido así y con los militares en el gobierno más todavía, todo era marcial. Sobre todo las maestras. Pero eso, hay que aceptarlo, no era culpa de los militares, sino de las mismas maestras, y de sus superiores. Porque si hay una institución verticalista en la Argentina, después de las Fuerzas Armadas y la iglesia, esa es la escuela.

Casi toda la primaria, desde tercer grado, la hice en la cuarenta y dos, a seis cuadras de mi casa, pero seis cuadras de diagonal, que no es lo mismo, son cuadras largas, larguísimas. La directora era una petisa malhumorada y sargentona a quien mi vieja le decía Margarita Palacios, porque se parecía a la famosa folklorista catamarqueña. Pero la mujer tenía también, muy pero muy en el fondo, una beta generosa. De algunas maestras, en cambio, era más difícil decir lo mismo; en su mentalidad no cabía eso de la igualdad. Para ellas había seres superiores e inferiores, pero eso no dependía fundamentalmente de la raza, aunque algo ayudaba, sino de la “capacidad”. Una capacidad que se medía por la prolijidad de los cuadernos, por la exactitud de los resultados de las operaciones matemáticas y por la escasez de faltas en la ortografía. Si el alumno además iba bien vestido, y encima era medio rubiecito, entonces ya era perfecto.

Cada año, cada grado, se dividía en dos salones: A y B, que indicaban, por lo general, un nivel de “capacidad”. En quinto grado, a principios de año la maestra hacía una “selección natural”, quienes no cumplían con sus normas mínimas de calidad eran desterrados al grado B, el de los “inferiores”. Vaya casualidad, en el B estaban los más pobres y los peor vestidos, junto con algunos que no eran tan pobres ni tan mal vestidos pero tenían una timidez crónica o una inhibición que rozaba la oligofrenia (al final me doy cuenta que el jodido también soy yo). No recuerdo por qué motivo me tocó caer en desgracia con ella y fui degradado. Esa es la definición exacta, porque me sacaron del grado, por eso esta bien decir degradado; pero además porque me hizo sentir humillado. Y yo era tan boludo, aunque en esa época tenía la excusa de ser chico, que realmente me sentí así. Para mí fue como haber caído en un leprosario y le rogué y le recontra rogué que me dejara volver al grado. Ofrecí dar pruebas de aptitud, de comportamiento y de cuanto quisiera con tal de volver, y al final el “perdón” me fue concedido. Pude retornar al A y así sentirme un miembro más de la “elite” escolar, de los que estaban por arriba de los otros.

Aunque algunos de los valores en esencia eran muy reaccionarios, la escuela primaria era la matriz de una formación ideológica en la que el trabajo, el estudio y el talento eran reconocidos como virtudes, a las que se fomentaba y premiaba. Si bien la televisión ya tenía una gran influencia en la formación de los chicos, todavía se valoraba más la palabra de la maestra que la de los conductores de programas de entretenimiento.

Žanrid ja sildid
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